—¡Hola, Sam! —dijo Frodo.
—¡Está caliente! —dijo Sam—. Quiero decir la mano de usted, señor Frodo. Ha estado tan fría en las largas noches. ¡Pero victoria y trompetas! —gritó, dando otra media vuelta con ojos brillantes y bailando—. ¡Es maravilloso verlo de pie y recuperado del todo, señor! Gandalf me pidió que viniera a ver si usted podía bajar y pensé que bromeaba.
—Estoy listo —dijo Frodo—. ¡Vamos a buscar a los demás!
—Puedo llevarlo hasta ellos, señor —dijo Sam—. Es una casa grande ésta y muy peculiar. A cada paso se descubre algo nuevo y nunca se sabe qué encontrará uno a la vuelta de un corredor. ¡Y elfos, señor Frodo! ¡Elfos por aquí y elfos por allá! Algunos como reyes, terribles y espléndidos, y otros alegres como niños. Y la música y el canto... aunque no he tenido tiempo ni ánimo para escuchar mucho desde que llegamos aquí. Pero empiezo a conocer los recovecos de la casa.
—Sé lo que has estado haciendo, Sam —dijo Frodo, tomándolo por el brazo—. Pero tienes que estar contento esta noche y prestar oídos a la alegría que te llega del corazón. ¡Vamos, muéstrame lo que hay a la vuelta de los corredores!
Sam lo llevó por distintos pasillos y luego escaleras abajo y por último salieron a un jardín elevado sobre la barranca escarpada del río. Los amigos de Frodo estaban allí sentados en un pórtico que miraba al este. Las sombras habían cubierto el valle, abajo, pero en las faldas de las montañas lejanas había aún un resto de luz. El aire era cálido. El sonido del agua que corría y caía en cascadas llegaba a ellos claramente y un débil perfume de árboles y flores flotaba en la noche, como si el verano se hubiese demorado en los jardines de Elrond.
—¡Hurra! —gritó Pippin incorporándose de un salto—. ¡He aquí a nuestro noble primo! ¡Abran paso a Frodo, Señor del Anillo!
—¡Calla! —dijo Gandalf desde el fondo sombrío del pórtico—. Las cosas malas no tienen cabida en este valle, pero aun así es mejor no nombrarlas. El Señor del Anillo no es Frodo, sino el amo de la Torre Oscura de Mordor, ¡cuyo poder se extiende otra vez sobre el mundo! Estamos en una fortaleza. Afuera caen las sombras.
—Gandalf ha estado diciéndonos cosas así, todas tan divertidas —dijo Pippin—. Piensa que es necesario llamarme al orden, pero de algún modo parece imposible sentirse triste o deprimido en este sitio. Tengo la impresión de que podría ponerme a cantar, si conociese una canción apropiada.
—Yo también cantaría —rió Frodo—. ¡Aunque por ahora preferiría comer y beber!
—Eso tiene pronto remedio —dijo Pippin—. Has mostrado tu astucia habitual levantándote justo a tiempo para una comida.
—¡Más que una comida! ¡Una fiesta! —dijo Merry—. Tan pronto como Gandalf informó que ya estabas bien, comenzaron los preparativos.
Apenas había acabado de hablar cuando un tañido de campanas los convocó al salón de la casa.
El salón de la casa de Elrond estaba colmado de gente: elfos en su mayoría, aunque había unos pocos huéspedes de otra especie. Elrond estaba sentado en un sillón a la cabecera de una mesa larga sobre el estrado; a un lado tenía a Glorfindel y al otro a Gandalf.
Frodo los observó maravillado, pues nunca había visto a Elrond, de quien se hablaba en tantos relatos; y sentados a la izquierda y a la derecha, Glorfindel y aun Gandalf, a quienes creía conocer tan bien, se le revelaban como grandes y poderosos señores.
Gandalf era de menor estatura que los otros dos, pero la larga melena blanca, la abundante barba gris y los anchos hombros, le daban un aspecto de rey sabio, salido de antiguas leyendas. En la cara trabajada por los años, bajo las espesas cejas nevadas, los ojos oscuros eran como carbones encastrados que de súbito podían encenderse y arder.
Glorfindel era alto y erguido, el cabello de oro resplandeciente, la cara joven y hermosa, libre de temores y luminosa de alegría; los ojos brillantes y vivos y la voz como una música; había sabiduría en aquella frente y fuerza en aquella mano.
El rostro de Elrond no tenía edad; no era ni joven ni viejo, aunque uno podía leer en él el recuerdo de muchas cosas, felices y tristes. Tenía el cabello oscuro como las sombras del atardecer y ceñido por una diadema de plata; los ojos eran grises como la claridad de la noche y en ellos había una luz semejante a la luz de las estrellas. Parecía venerable como un rey coronado por muchos inviernos y vigoroso sin embargo como un guerrero probado en la plenitud de sus fuerzas. Era el Señor de Rivendel, poderoso tanto entre los elfos como entre los hombres.
En el centro de la mesa, apoyada en los tapices que pendían del muro, había una silla bajo un dosel y allí estaba sentada una hermosa dama —tan parecida a Elrond, bajo forma femenina, que no podía ser", pensó Frodo, "Sino una pariente próxima". Era joven y al mismo tiempo no lo era, pues aunque la escarcha no había tocado las trenzas de pelo sombrío y los brazos blancos y el rostro claro eran tersos y sin defecto y la luz de las estrellas le brillara en los ojos, grises como una noche sin nubes, había en ella verdadera majestad, y la mirada revelaba conocimiento y sabiduría, como si hubiera visto todas las cosas que traen los años. Le cubría la cabeza una red de hilos de plata entretejida con pequeñas gemas de un blanco resplandeciente, pero las delicadas vestiduras grises no tenían otro adorno que un cinturón de hojas cinceladas en plata.
Así vio Frodo a Arwen, hija de Elrond, a quien pocos mortales habían visto hasta entonces y de quien se decía que había traído de nuevo a la tierra la imagen viva de Lúthien; y la llamaban Undómiel, pues era la Estrella de la Tarde para su pueblo. Había permanecido mucho tiempo en la tierra de la familia de la madre, en Lórien, más allá de las montañas, y había regresado hacía poco a Rivendel, a la casa del padre. Pero los dos hermanos de Arwen, Elladan y Elrohir, llevaban una vida errante y a menudo iban a caballo hasta muy lejos junto con los Montaraces del Norte; y jamás olvidaban los tormentos que la madre de ellos había sufrido en los antros de los orcos.
Frodo no había visto ni había imaginado nunca belleza semejante en una criatura viviente, y el hecho de encontrarse sentado a la mesa de Elrond entre tanta gente alta y hermosa lo sorprendía y abrumaba a la vez. Aunque tenía una silla apropiada y contaba con el auxilio de varios almohadones, se sentía muy pequeño y bastante fuera de lugar; pero esta impresión pasó rápidamente. La fiesta era alegre y la comida todo lo que un estómago hambriento pudiese desear. Pasó un tiempo antes que mirara de nuevo alrededor o se volviera hacia la gente vecina.
Buscó primero a sus amigos. Sam había pedido que le permitieran atender a su amo, pero le respondieron que por esta vez él era invitado de honor. Frodo podía verlo ahora junto al estrado, sentado con Pippin y Merry a la cabecera de una mesa lateral. No alcanzó a ver a Trancos.
A la derecha de Frodo estaba sentado un enano que parecía importante, ricamente vestido. La barba, muy larga y bifurcado, era blanca, casi tan blanca como el blanco de nieve de las ropas. Llevaba un cinturón de plata, y una cadena de plata y diamantes le colgaba del cuello. Frodo dejó de comer para mirarlo.
—¡Bienvenido y feliz encuentro! —dijo el enano volviéndose hacia él y levantándose del asiento hizo una reverencia—. Glóin, para servir a usted —dijo inclinándose todavía más.
—Frodo Bolsón, para servir a usted y a la familia de usted —dijo Frodo correctamente, levantándose sorprendido y desparramando los almohadones—. ¿Me equivoco al pensar que es usted el Glóin, uno de los doce compañeros del gran Thorin Escudo-de-Roble?
—No se equivoca —dijo el enano, juntando los almohadones y ayudando cortésmente a Frodo a volver a la silla—. Y yo no pregunto, pues ya me han dicho que es usted pariente y heredero de nuestro célebre amigo Bilbo. Permítame felicitarlo por su restablecimiento.
—Muchas gracias —dijo Frodo.
—Ha tenido usted aventuras muy extravías, he oído —dijo Glóin—. No alcanzo a imaginarme qué motivo pueden tener
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hobbits para emprender un viaje tan largo. Nada semejante había ocurrido desde que Bilbo estuvo con nosotros. Pero quizá yo no debiera hacer preguntas tan precisas, pues ni Elrond ni Gandalf parecen dispuestos a hablar del asunto.
—Pienso que no hablaremos de eso, al menos por ahora — dijo Frodo cortésmente. Entendía que, aun en la casa de Elrond, el Anillo no era tema común de conversación y de cualquier modo deseaba olvidar las dificultades pasadas, por un tiempo—. Pero yo también me pregunto —continuó — qué traerá a un enano tan importante a tanta distancia de la Montaña Solitaria.
Glóin lo miró. —Si todavía no lo sabe, tampoco hablaremos de eso, me parece. El Señor Elrond nos convocará a todos muy pronto, creo, y oiremos entonces muchas cosas. Pero hay todavía otras, de las que se puede hablar.
Conversaron durante todo el resto de la comida, pero Frodo escuchaba más de lo que hablaba, pues las noticias de la Comarca, aparte de las que se referían al Anillo, parecían menudas, lejanas e insignificantes, mientras que Glóin en cambio tenía mucho que decir de las regiones septentrionales de las Tierras Asperas. Frodo supo que Grimbeorn el Viejo, hijo de Beorn, era ahora el señor de muchos hombres vigorosos y que ni orcos ni lobos se atrevían a entrar en su país, entre las montañas y el Bosque Negro.
—En verdad —dijo Glóin—, si no fuera por los Beórnidas, ir del valle a Rivendel hubiese sido imposible desde hace mucho tiempo. Son hombres valientes y mantienen abierto el Paso Alto y el Vado de Carroca. Pero el peaje es elevado —añadió sacudiendo la cabeza—, y como los Beorn de antaño, no gustan mucho de los enanos. Sin embargo, son gente en la que se puede confiar y eso es mucho en estos días. Pero en ninguna parte hay hombres que nos muestren tanta amistad como los del valle. Son buena gente los Bárdidos. El nieto de Bard el Arquero es quien los gobierna, Brand hijo de Bain hijo de Bard. Es un rey poderoso, y sus dominios llegan ahora muy al sur y al este de Esgarot.
—¿Y qué me dice de la gente de usted? —preguntó Frodo.
—Hay mucho que decir, bueno y malo —respondió Glóin—, pero casi todo bueno. Hemos tenido suerte hasta ahora, aunque no escapamos al ensombrecimiento de la época. Si realmente quiere oír de nosotros, le daré todas las noticias que quiera. ¡Pero hágame callar cuando esté cansado! La lengua se les suelta a los enanos cuando hablan de sí mismos, dicen.
Y luego de esto Glóin se embarcó en un largo relato sobre el Reino de los Enanos. Le encantaba haber encontrado un oyente tan cortés, pues Frodo no daba señales de fatiga y no trataba de cambiar el tema, aunque en verdad pronto se encontró perdido entre los extraños nombres de personas y lugares de los que nunca había oído hablar. Le interesó saber sin embargo que Dáin reinaba todavía bajo la montaña, que era viejo (habiendo cumplido ya doscientos cincuenta años), venerable y fabulosamente rico. De los diez compañeros que habían sobrevivido a la Batalla de los Cinco Ejércitos, siete estaban todavía con él: Dwalin, Glóin, Dori, Nori, Bifur, Bofur y Bombur. Bombur era ahora tan gordo que no podía trasladarse por sus propios medios de la cama a la mesa, y se necesitaban seis jóvenes enanos para levantarlo.
—¿Y qué se hizo de Balin y Ori y Oin? —preguntó Frodo.
Una sombra cruzó la cara de Glóin. —No lo sabemos —respondió—. He venido a pedir consejo a gentes que moran en Rivendel en gran parte a causa de Balin. ¡Pero por esta noche hablemos de cosas más alegres!
Glóin se puso entonces a hablar de las obras de los enanos y le comentó a Frodo los trabajos que habían emprendido en el valle y bajo la montaña.
—Hemos trabajado bien —dijo—, pero en metalurgia no podemos rivalizar con nuestros padres, muchos de cuyos secretos se han perdido. Hacemos buenas armaduras y espadas afiladas, pero las hojas y las cotas de malla no pueden compararse con las de antes de la venida del dragón. Sólo en minería y en construcciones hemos superado los viejos tiempos. ¡Tendría usted que ver los canales del valle, Frodo, y las montañas y las fuentes! ¡Tendría usted que ver las calzadas de piedras de distintos colores! ¡Y las salas y calles subterráneas con arcos tallados como árboles y las terrazas y torres que se alzan en las faldas de la montaña! Vería usted entonces que no hemos estado ociosos.
—Iré y lo veré, si me es posible alguna vez —dijo Frodo —. ¡Cómo se hubiera sorprendido Bilbo viendo todos esos cambios en la Desolación de Smaug!
Glóin miró a Frodo y sonrió. —¿Usted quería mucho a Bilbo, no es así? —preguntó.
—Sí —respondió Frodo—. Preferiría verlo a él antes que todas las torres y palacios del mundo.
El banquete concluyó por fin. Elrond y Arwen se incorporaron y atravesaron la sala y los invitados los siguieron en orden. Las puertas se abrieron de par en par y todos salieron a un pasillo ancho y cruzaron otras puertas y llegaron a otra sala. No había mesas allí, pero un fuego claro ardía en una amplia chimenea entre pilares tallados a un lado y a otro.
Frodo se encontró marchando al lado de Gandalf.
—Esta es la Sala del Fuego —dijo el mago—. Escucharás aquí muchas canciones y relatos, si consigues mantenerte despierto. Pero fuera de las grandes ocasiones la sala está siempre vacía y silenciosa y sólo vienen aquí quienes buscan tranquilidad y recogimiento. La chimenea está encendida todo el año, pero casi no hay otra luz.
Mientras Elrond entraba e iba hacia el asiento preparado para él, unos trovadores elfos comenzaron a tocar una música suave. La sala se fue llenando lentamente y Frodo observó con deleite las muchas caras hermosas que se habían reunido allí; la luz dorada del fuego jugueteaba sobre las distintas facciones y relucía en los cabellos. De pronto vio, no muy lejos del extremo opuesto del fuego, una pequeña figura oscura sentada en un taburete, la espalda apoyada en una columna. Junto a él, en el suelo, un tazón y un poco de pan. Frodo se preguntó si el personaje estaría enfermo (si alguien podía enfermarse en Rivendel), y no habría podido asistir al festín. Parecía dormir, la cabeza inclinada sobre el pecho, y ocultaba la cara en un pliegue del manto negro.