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Authors: José Luis Gil Soto

La colina de las piedras blancas (14 page)

BOOK: La colina de las piedras blancas
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Estábamos muy tensos. Los marineros consiguieron poner el barco en una posición extraordinaria de tiro, pero eso nos convertía también en un blanco ideal para sus cañones. Continuaron disparando, causándonos bajas y desperfectos, mientras respondíamos igualmente con nuestras baterías en un intercambio cruel y sangriento. Pero en el momento en que Mejía estaba a punto de dar la orden de disparar, el viento roló y las escasas velas inglesas flamearon de repente, virando el barco en redondo para ocultar sus botes tras el casco, por lo que tuvimos que dar por perdida la posibilidad de abordaje. Tan cerca estuvimos de haberlo conseguido que, entre la sangre, el humo y la pólvora, aún nos pareció oler a alimento fresco, a agua limpia y a botín. Y cuando, dejando una estela de espuma blanca, el
Triumph
se alejó remolcado, nos miramos iracundos y maldijimos del viento y de nuestra mala suerte, que nos daba la espalda pese a tener el apoyo y los rezos de la cristiandad, esperanzada como estaba en que pudiésemos dar su merecido a tanto luterano como flotaba en aquellas aguas.

De súbito, mientras nos lamentábamos del infortunio, ayudando a los heridos y amontonando a los muertos, escuchamos gritos en la jarcia. Miré hacia arriba y oí las órdenes que el capitán Cuéllar daba a sus hombres:

—¡Virad! ¡Rápido! ¡Virad! ¡Bajío a sotavento!

Entonces dejamos lo que estábamos haciendo y nos agolpamos en la proa. Pude ver cómo entre nosotros y la isla de Wight se extendía un inmenso arrecife, el cual dejaba asomar oscuros dientes de roca sobre la superficie, como si fuese un campo de estacas donde clavar nuestras quillas para siempre. Medina Sidonia disparó un cañonazo de advertencia a toda la flota y se hizo un silencio sólo roto por las órdenes desesperadas que se repetían de galeón en galeón.

—¡A estribor! ¡Desplegad gavias! ¡Esas escotas!

El San Marcos, por su posición en la vanguardia tras la persecución del
Triumph
era de los barcos más próximos al bajío. Contuvimos la respiración.

—Tanta mala vida para acabar pinchado en una piedra —oí decir a Medina.

Mirábamos alternativamente a los marinos y al arrecife, donde irremediablemente nos llevaba la inercia del barco tras el intento de desbaratar los botes.

—¡Más fuerte! ¡Más fuerte! ¡Una cuarta más!

El crujir del casco y el azote del viento en las velas nos erizaba el cabello y un escalofrío nos sacudía el cuerpo empapado en sudor tras la batalla.

—¡Señor, que todo lo puedes! ¡Ayúdanos en esta tu empresa! —rezaba don Antonio de la Fragua, que desde el castillo de proa enarbolaba un crucifijo, dando traspiés por el vaivén del barco.

—¡Un poco más! ¡Otra cuarta!

—¡Imposible! —voceó el piloto.

Nos aproximábamos al bajío tan peligrosamente que hacíamos fuerza con nuestros propios cuerpos, como si pudiéramos con ello desviar el rumbo, al margen de aparejo alguno, tensando nuestros músculos y llevando el barco lejos del arrecife con la vista, apartando y conjurando el peligro a base de rezos y murmullos entre dientes:

—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Esos puños! ¡Ahora!

Yo no había vivido situación similar en toda mi existencia. Pensé que iríamos a dar en aquellas piedras, por lo que encallaría el barco en cuestión de un instante. Luego seríamos presa de los ingleses y quedaríamos a su merced, rodeados de agua, sin saber nadar la mayoría y sin más escapatoria que la muerte. Contuve la respiración, cerré los ojos y recé rápidamente un Avemaria.

Y cuando todo parecía perdido y las primeras rocas nos esperaban al acecho, a medio tiro de arcabuz, el viento roló apenas una pizca, pero lo suficiente como para que las velas comenzasen a hincharse de nuevo, se tensase la jarcia y crujiese la arboladura. La gente de mar corrió de una banda a otra y todos pudimos ver cómo la brisa fresca en nuestros rostros obraba el prodigio de la salvación, con el velamen hinchado lo suficiente como para pasar de largo por unas varas de distancia.

Miramos de nuevo al bajío a nuestras espaldas y dejamos atrás para siempre la silueta recortada de la isla de Wight, que se alejaba insignificante a barlovento. Perdimos así la posibilidad de hacernos fuertes allí, a la espera de noticias procedentes de Flandes; algo que se nos antojaba cada vez más lejano y difícil.

Respiramos aliviados, felicitamos a cuantos marinos teníamos al alcance y se escucharon algunas risas después de la tensión vivida durante aquellos malos momentos en que nos veíamos fracasar. Nos abrazamos unos camaradas a otros, los hermanos Mendoza volvieron a rezar juntos, y los nobles y oficiales se felicitaban por la dicha de seguir adelante en la empresa. Habíamos salvado una vez más la vida que otros habían perdido, y ese anochecer, tras tirar por la borda los cuerpos inertes y mutilados, lamentamos la pérdida de muchos camaradas. Don Antonio de la Fragua nos hizo rezar un
Te Deum
. Tuvimos luego doble ración y dimos gracias por haber conservado el pellejo, sin saber cuántos de nosotros estaríamos allí la noche siguiente, dejándonos los dientes en aquel bizcocho que empezaba a oler a muerto.

Capítulo 18

—M
ía. Y con ésta recupero los maravedíes que perdí ayer.

El
Carbonero
recogía las monedas con brillo en los ojos, de pura alegría. Estábamos los cuatro jugando una partida de naipes en el suelo desde hacía rato, aunque en realidad podría decirse que éramos tres, porque Pedro de la Vega iba y venía descompuesto, sin acabar de hacerse al vaivén del barco cuando echábamos el áncora y arrizábamos las velas. Era un leve movimiento al compás del ligero oleaje, a dos leguas de Calais, donde la flota parecía un mar de mástiles, vergas, aparejos, jarcias y cascos de madera. Todo alrededor era fondeadero de la Armada, y el
San Marcos
parecía atrapado en aquella tela de araña, en medio de tanto barco.

—No tan deprisa. Que con esto, va a resultar que es mía. Y los maravedíes también —dijo con media risilla en los labios Francisco Chico.

Hacíamos pareja Chico y yo, mientras el
Carbonero
jugaba con De la Vega. A mis espaldas, Idiáquez controlaba la partida.

—El búho
no deja de mirar —me advirtió Mendoza a media voz, desde donde se encontraba, a mi derecha y un tanto vuelto hacia la toldilla.

Habíamos apodado
el búho
a Martín Ledesma, por la fijeza de su mirada y los ojos redondos, cual si fuesen a salirse de sus órbitas. Desde hacía rato me sentía incómodo, pues no dejaba de observarme. No miraba la partida, ni los movimientos de ninguno de los compañeros, sino a mí. Desde el episodio de la nariz no había vuelto a encontrarme con él a solas, y como había sanado bien y los acontecimientos me habían tenido ocupado, me alegraba de no haber reparado en su presencia más de lo necesario. Era cierto que no olvidaba los agravios, por lo que no había día que no quisiera yo vengarme de tal afrenta, pero no estaba en condiciones de acción alguna en las circunstancias en que nos veíamos: hacinados en aquel galeón, con el hedor comiéndonos desde cubierta hasta la sentina y los alimentos pudriéndose en los toneles.

—Querrá jugar —dije para salir del paso.

—Contigo —me respondió Mendoza.

Idiáquez escuchaba nuestra plática, pero no decía nada. Como conocía mis cuitas, no tomaba parte en la conversación y se hacía el sordo para no tener que intervenir.

—¿Cómo va lo de Farnesio? —pregunté girándome hacia el alférez.

—Vuestras mercedes saben de sobra —contestó secamente.

—¿Sabemos qué? —le preguntó Orellana, que estaba junto a Idiáquez, con quien había entablado amistad hacía ya muchos años. Habían servido en varias campañas y se conocían el uno al otro como si fueran hermanos, por lo que se trataban con gran confianza y cierto descaro.

—Pues eso. Que está preparándose para zarpar. Mientras tanto lo esperamos aquí.

—¿Y si a los ingleses les da por acercarse y cañonearnos? Porque… no vais a decirme que los luteranos van a quedarse a contemplar cómo las temibles tropas de Flandes pasan a sus costas para comérselos vivos de sur a norte.

Los hombres congregados en torno a la partida soltaron algunas carcajadas. Martín Ledesma, desde lo alto, se movió molesto, como si le fastidiase que tuviésemos diversión. Como lo miré por un instante, aprovechó para fijar de nuevo su vista en mí y movió los labios articulando unas palabras que no pude descifrar pero que, no me cabía ninguna duda, estaban dedicadas a mi persona.

—No —respondió Idiáquez, y se agachó un tanto para que pudiésemos escuchar sus palabras pronunciadas en voz muy baja—. La verdad es que el duque de Parma no parece tener dispuesta la flota.

Entonces nos contó que Medina Sidonia había solicitado del duque una flota de filibotes para hacer frente a los ingleses con agilidad y no tener que hacer maniobras imposibles con nuestros grandes buques. A lo cual, el duque había respondido airadamente, pues no había más filibotes en aquella costa de Holanda que los que tenía Justino de Nassau, dispuesto a vengar cuanta derrota había recibido de Farnesio durante los últimos años. El holandés esperaba que el duque de Parma embarcase en la única flota de que disponía: una serie de barcazas de fondo plano, aptas para navegar sobre los arrecifes de aquella costa, pero insuficientes para enfrentarse a los filibotes de su enemigo. Así que, ni nuestra flota podía acercase a la costa, ni la del duque de Parma podía acercarse a la Armada, con lo que parecía evidente que algo elemental fallaba en la empresa.

—¿Qué diablos está diciendo vuestra merced? —le dijo casi al oído Orellana, con la misma cara de sorpresa que teníamos todos.

—Lo que oís. El duque está estudiando la forma de dar cobertura a Farnesio, pero éste no parece decidido. Y lo peor de todo: no parece convencido.

—¡Cagüen! ¿Nos han hecho embarcar en estos castillos flotantes para que ahora no podamos desembarcar? —se cuestionó Chico elevando la voz y poniéndose en pie.

—O se vuelve a sentar vuestra merced y cierra la boca, o se va a acordar de mí hasta que rinda cuentas al Altísimo.

Idiáquez hablaba en serio. No nos había confesado sus dudas para que las aireásemos, por lo que entre caballeros el hablar de más estaba prohibido. De modo que Chico se sentó jurando por lo bajo, mientras los demás disimulamos reanudando la partida.

—Entonces, ¿cómo estaba pensado que el duque de Parma pasase a Inglaterra? —interrogué a Idiáquez—. Aunque hubiésemos aniquilado toda la flota protestante, seguiríamos sin poder hacer nada frente a Justino de Nassau. El calado de estos galeones nos impediría darle alcance en los bajíos.

—Tenéis razón. Ni Dunquerque, ni Flesinga ni la puta que los engendró a todos —dijo Orellana en tono de burla—. No es posible que las tropas pasen al cabo Margate. Resulta que nuestro enemigo no es Drake, sino Nassau.

—Bueno, tal vez el duque de Parma pensó desde el principio que aniquilaríamos a los protestantes y nos haríamos cargo de Nassau. Pero él tenía que haber tenido su pequeña flota lista para zarpar a nuestra señal.

El alférez oteó el horizonte, girando su cabeza hacia la costa. Luego volvió a girarse y nos miró, cambió su tono de voz dándole cierta alegría y concluyó:

—Dejemos que sean ellos quienes busquen la solución. No obstante, si conseguimos hacernos fuertes en el canal, las cosas cambian por completo. Podremos hacer frente entonces a Nassau con nuestros barcos más pequeños, pero para eso necesitamos estar libres de la presión inglesa. O incluso Farnesio puede armar una flota adecuada para enfrentarse a Nassau. Aún hay esperanzas.

Idiáquez quiso zanjar así la cuestión, señalando el
San Martín
mientras pronunciaba las últimas palabras. Nos había dejado con una gran desazón en el cuerpo, y a partir de ese momento, cada uno de los que estábamos allí empezamos a desconfiar del Estado Mayor de Medina Sidonia. Tal y como nos había pintado las cosas no parecía probable que ni ellos, ni nadie en la armada, pudiese dar solución a tan grave problema.

Pasamos el día observando los movimientos de los ingleses. Había un trasiego continuo de barcos entre la costa y la flota enemiga, cargando vituallas y armamento, por lo que intuimos que se preparaban para darnos guerra esa misma noche. Nosotros no les íbamos a la zaga, pues en la otra orilla habíamos abierto un corredor para que nuestros pequeños barcos pasasen a la costa con mensajes para las autoridades. Aunque en la parte holandesa nos amenazaba Justino de Nassau, en la francesa teníamos aliados, amigos de la Santa Alianza y de nuestro rey, que se ofrecieron a hacer cuanto fuera posible por nosotros, por lo que el duque pidió alimentos y armas que fueron concedidos y que serían embarcados en los días siguientes.

Mientras tanto seguíamos esperando en medio de aquella calma que auguraba malos tiempos. No nos fiábamos de la inacción de los cañones ingleses y tampoco esperábamos obtener respuesta positiva de las peticiones que el duque había hecho a Farnesio en repetidas ocasiones, en las que le pedía encarecidamente que apremiase y se dispusiera a embarcar, con la promesa de intentar dar cobertura con nuestras embarcaciones más pequeñas.

Al atardecer, cuando se tocó a ración, fuimos a buscar nuestro bizcocho y el poco vino que quedaba en los toneles y el furriel nos fue repartiendo las partes a las que cabíamos, uno por uno. Nos retiramos con aquella masa dura a intentar ingerirla poco a poco, con gran paciencia, mojando nuevamente con saliva y vino lo que había de convertirse en un manjar para el hambre que acumulábamos. Entonces, cuando nos afanábamos en tan desagradable tarea, José Álvarez, un extremeño del Almendral, cultivado pero con aspecto de bestia, espaldas de roble y tórax de mulo, escupió el trozo de bizcocho que tenía en la boca:

—¡Será posible! —protestó señalando el escupitajo.

Lo miramos perplejos, y el castellano Medina se agachó. Observó un instante la masa deforme y exclamó:

—¡Gusanos!

Nos miramos unos a otros. Se extendió la alarma por todo el barco en un momento y al cabo todos estábamos gritando lo mismo.

—¡Está agusanado! ¡Se ha estropeado hasta el bizcocho! —gritaba fuera de sí toda la compañía.

Lo del bizcocho agusanado no era nuevo. Los marineros estaban acostumbrados a que en las largas travesías sucediese tal descalabro; pero ocurría que en esta ocasión era escasa la comida que quedaba, de la cual tendríamos que desechar buena parte.

—Estamos listos —oí decir a Idiáquez, que fue en busca del capitán, quien a aquellas horas estaría comiendo las reservas de carne y pescado que aún quedasen en las bodegas, rodeado de oficiales y gente principal.

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