La clave de las llaves (38 page)

Read La clave de las llaves Online

Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: La clave de las llaves
2.2Mb size Format: txt, pdf, ePub

Palop saltó del Volvo esgrimiendo la Star reglamentaria. Biosca también le siguió. Los dos empezaron a avanzar carretera arriba, hacia la masía, braceando y tambaleándose, tan de prisa como podían sobre las placas de hielo. No nos entretuvimos en preguntarnos si estábamos bien, si nos habíamos hecho daño. Estaban enfurecidos, como yo, y aún tenían fuerzas suficientes como para levantar una protesta en toda la regla.

Olivia fue la tercera en salir del Volvo, gritando «¡Danny! ¡Danny,
darling
!», y yo pensé que tenía que seguirla para cuidar del futbolista o, en el peor de los casos, para consolarla, pero era incapaz de moverme. Conchita Ardaruig también abandonó el vehículo pasando por encima de mí y dejándose la puerta abierta, y en el coche entró una oleada de aire gélido.

Tendría que haberlo interpretado como un mal presagio, pero no pensaba. Estaba derrotado. Biosca era mayor que yo, ya había cumplido los sesenta, y Palop tampoco era ningún jovenzuelo. Y allá iban, a perseguir asesinos, mientras yo, dolorido y angustiado, me quedaba en el interior del coche como un anciano, jadeando, vencido, con los ojos cerrados y un monstruoso dolor de cabeza.

Escena 3

Al final, todo se había confirmado. Lo que momentos antes eran suposiciones ahora eran verdades incontestables.

—Déjame que adivine —le había dicho a Olivia Garnett, prosiguiendo con la relación de los hechos—. La noche del viernes cinco Luis Ardaruig fue a visitaros, ¿verdad? A altas horas de la noche. —Ella callaba y otorgaba—. Y a lo mejor llevaba un disfraz grotesco. Llevaba sombrero…

—… y una barba postiza —añadió Olivia.

—Supongo que justificó el disfraz aduciendo que no quería que os vieran juntos… Fue a veros con cualquier excusa…

—Éramos amigos, desde que llegamos a Barcelona. Teníamos relación, la
fucking
fiesta aquella no era la primera vez que salíamos a cenar juntos, las dos parejas. Estuvo mucho rato hablando a solas con Danny,
kowing what I know
supongo que debía de decirle que venía a darle soporte, después de la reunión de la mañana en el club, sólo Dios lo sabe. A mí,
later
, me vino con la historia de que se sentía solo porque lo acababa de dejar Conchita. Decía que le caíamos muy bien… Pero, en realidad, es verdad que no tenía nada que decirnos…

—No: lo que quería hacer debía hacerlo al salir, cuando terminó la visita. Me lo imagino diciendo «tranquilos, que ya me conozco el camino, cerrad la puerta, que hace frío». —Olivia hacía que sí, que sí, con la cabeza, como si estuviera reviviendo el momento y Conchita Ardarauig callaba con los ojos tan empañados como los cristales del Volvo—. Y, cuando cerrasteis la puerta, se puso a cavar en el jardín, y enterró los zapatos bajo las begonias. Entonces, es cuando sale el perro y le ataca.

—Es verdad —dijo Olivia Garnett en una especie de suspiro—. Al oír el ruido, salimos lo encontramos allí, tan ridículo, quitándose el disfraz a tirones, gritando…

—Se quitó el sombrero y la barba y huyó hacia la casa, que es precisamente lo que nunca habría hecho un ladrón.

—… Se metió en casa, lo curamos… Y, entonces, llegó la policía, avisada por algún vecino. —«Quizá por el
paparazzo
», pensé, de repente, «ávido de acontecimientos fotografiables»—. Él dijo «Que no me encuentren aquí, no conviene que nos vean juntos, que nos relacionen». Lo escondimos en el dormitorio de arriba. La policía se conformó con lo que le dijimos: que el ladrón había escapado por la puerta de atrás y aceptó que no pusiéramos denuncia. Como no nos habían robado nada y como Danny Garnett es Danny Garnett, se quedaron
very pleased
, le pidieron unos autógrafos y no hicieron preguntas ni comprobaciones. Se conformaron y se fueron.

Inesperadamente, surgió un sollozo de la garganta de Conchita, a mi lado. Fue el prólogo de su confesión:

—… Luis me dijo «Tú haz lo que quieras. Yo me lo hago con ésta». Me puse al volante y arranqué el coche, decidida a dejarlo en medio de la carretera, y llegar cuanto antes a casa para hacer las maletas y olvidarlo en seguida. Pero no pude. Me detuve unos metros más allá, y los vi por el retrovisor. Discutían. Ella le golpeó con el bolso. Y él le devolvió el golpe. Nunca le había visto pegar a nadie. A mí nunca me ha puesto la mano encima. Se le escapó, sé que se le escapó. Iba muy borracho. No lo sé. Y, por el retrovisor, vi cómo se caía la chica, y cómo se quedaba quieta en el suelo, inmóvil, y cómo se agachaba Luis, y la zarandeaba y se volvió hacia el coche, y me miró, me miró a través del retrovisor, con aquella mirada de niño, desamparado, perdido. —Conchita cerró los ojos—. Puse marcha atrás, llegué a su lado. Le ayudé. Teníamos que alejar a la chica de la carretera, que tardaran un poco en encontrarla, necesitábamos un margen de tiempo. Él la tomó en brazos, yo recogí el bolso, los zapatos y el chal que se le habían caído. Y la piedra. Aquella piedra manchada de sangre. Penetramos por aquel camino de tierra arriba hasta llegar a aquella especie de vertedero, detrás de la iglesia de la Colonia Sant Ponç, y la dejamos allí. Borramos las huellas dactilares de todas partes, incluso de la mejilla donde él la abofeteó y de la piedra ensangrentada. Luis utilizò su chaqueta para borrar nuestras pisadas. Y, mientras lo estaba haciendo, vio aquel montón de cigarrillos. Se le ocurrió la idea. Meter uno en la boca de la chica. «Que se crean que esto lo ha hecho un loco. Que es un crimen al azar.» Después, regresamos a la carretera y montamos en el coche y nos fuimos, despavoridos. No dijimos nada hasta llegar a casa. Entonces, le dije que me iba. Y él, llorando, destrozado, me dijo que no, que ya se iba él, que no quería echarme a mí, que se iría unos días a la casa de Camallada…

Después de la confesión, no había nada más que decir. Siguieron unos larguísimos quilómetros de silencio, y la aparición del BMW de Garnett, y el choque del Jaguar, y el encontronazo con el Volvo. Y Biosca y Palop se fueron corriendo en dirección a la masía, suponiendo que allí encontrarían a Luis Ardaruig.

Y entonces oí que Conchita gritaba, sorprendida, «¡Luis!», y un gruñido furioso, y una presencia sudorosa y jadeante llenó el coche. Y, en el instante necesario para abrir los ojos, se me ocurrió que, desde la masía, Luis debía de habernos visto, y que habría iniciado la desbandada, probablemente atajando por el bosque, oculto entre los árboles, para llegar a los coches y tratar de huir mientras la policía registraba la finca. Y, ya con los ojos abiertos, me encontré con Luis Ardaruig dentro del coche, tan joven, tan atractivo, tan infantil, enfurruñado y desesperado.

—¡Fuera de aquí! ¡Sal del coche, joder! ¡Fuera!

Me agarraba de la ropa, tiraba de mí hacia el exterior. Tenía una pistola en la mano y tuve más miedo de que me golpeara que no de que la disparase.

—¡Deprisa, deprisa! —insistía.

Me encontré fuera, sobre el asfalto, y él pasó de mí. No me consideraba peligroso. Lo único que quería era un coche para largarse y en seguida oí cómo forcejeaba con el interruptor de arranque, obteniendo del motor un estertor enfermizo, arriesgándose a salir literalmente volando si el coche se desplazaba unos centímetros hacia la derecha.

Y de entre la niebla, como correspondía a un personaje de sus características, surgió el Hombre Obús, el Hombre Bala, Hombre Lechuza. Cañamás, más conocido como Cañas. Allí estaba.

—Hijo de puta. ¡Esta vez no paró hasta matarte! —No sé seguro de si lo dijo o lo pensó. El caso es que yo lo oí.

Echó a correr hacia mí desde el otro lado de la carretera.

Cerca tenía a Conchita pero estaba más asustada que yo y retrocedía, no podía esperar ninguna ayuda de su parte. Oí el chillido de Olivia a mi espalda, «¡Asesino!», y su arrebato de furia, pero era evidente que estaba dirigido contra Ardaruig y no contra aquel que me amenazaba. Estaba solo, exhausto, magullado, inerme delante de aquellos puños que ansiaban volver a entrar en contacto con mi persona.

Los ojos de Cañas, estrábicos, me adelantaron la salvación antes que otra señal. Un estallido de susto en el momento en que aquel corpachón voluminoso pisara el hielo y perdiera el equilibrio. Demasiado tórax y pocas piernas, era lo que yo siempre había dicho. Y demasiada pasión y poca prudencia. La suela del zapato, al entrar en contacto con la placa de hielo, salió disparada en una dirección inesperada. Braceó como con la pretensión de salvarse levantando el vuelo y cayó de espalda. Recordé que, en el piso de Lady Sophie, una caída similar había provocado un estruendo de trueno y la convulsión de todo el edificio. De lejos parecía muy doloroso.

Pero aquel imprevisto sólo sirvió para incrementar su furor. La bestia enardecida. Mientras movía los brazos como aspas de molino y pugnaba por ponerse en pie, su mirada me prometía una muerte lenta, fría y cruel. El problema es que volvió a resbalar. Una pierna se le fue hacia atrás, la otra hacia adelante, me parece que escuché un crujido en sus ingles y la mandíbula entró violentamente en contacto con el asfalto. El ruido que hizo me estremeció, como el chirrido de la tiza sobre la pizarra. Era su manera de romper el hielo.

Bueno, pensé que, como mínimo, no me agarraría por sorpresa. Cerré los puños dispuesto a detener la próxima embestida con las pocas fuerzas que me quedaban. Pero Cañas, que estaba a cuatro patas, con el culo en pompa, comprobó, pasmado, que iba resbalando inexorablemente carretera abajo. Se le torció la boca, como si estuviera a punto de sollozar o de llorar amargamente. Quiso contrarrestar el resbalón pataleando con energía, pero fue peor. Aquel intento rompió toda la armonía que lo mantenía más o menos erguido y, de pronto, empezó a mover los brazos y las piernas de manera enloquecida, como si cada una de sus extremidades actuara por su cuenta y a un ritmo diferente, convertido en una figura propia de dibujos animados justo antes de clavar los dientes en el firme alquitrán que tenía debajo.

Cuando se volvió a poner en pie, Palop ya estaba con nosotros, pistola en mano. Traía detenido al Greñas, alto y delgado y con brazos de simio, que no había opuesto ninguna resistencia. Le ordenó a Cañas que se estuviera quieto de una vez, como si supusiera que el pobre Hombre Obús podía dominar sus movimientos y todo aquel espectáculo circense fuera una exhibición voluntaria.

Un instante después, la atención de los presentes se centró en el grupo que formaban Olivia Garnett, Danny Garnett y Luis Ardaruig. Olivia lloraba abrazada a su marido, que había podido salir del BMW por su propio pie.

Luis Ardaruig era una figura pequeña, abatida, que miraba la pistola que esgrimía como si estuviera pensando en la dimensión absurda de la vida. ¿Qué estaba haciendo allí, en aquella situación, un hombre de su cultura y de sus recursos? ¿Quizá estaba pensando en suicidarse? ¿Quizá se estaba planteando la posibilidad de empezar a disparar contra las personas que le rodeábamos? ¿Oponer resistencia a la policía? ¿Disparar contra Palop, contra mí, contra su querida ex? Era como
El pensador
de Rodin con una pistola en las manos y esa herramienta convertía toda la filosofía de la imagen en pura tontería.

—¿Cómo está Garnett? —preguntó Palop.

El futbolista levantó la vista y frunció los labios y asintió lentamente para transmitirnos que estaba bien, que no había que preocuparse por él. Borracho y dolorido por el trompazo, incapaz de presentarse al día siguiente en los entrenamientos, pero vivo, o sea, bien.

Biosca llegaba con Beth y Octavio. Se oía su voz desde lejos:

—… Os descontaré el precio de la reparación de vuestros sueldos…! —Y, al llegar hasta donde estábamos todos, cambió el tonode voz por otro más agradable—: ¡Espléndido, Esquius, tengo que felicitarle! Francamente, ni siquiera puedo decir que yo hubiera resuelto mejor este caso… Quizá más de prisa, eso sí, pero mejor, no. Octavio decía no sé qué de un autógrafo.

Escena 4

Un juez es una persona que, ante un incidente cuyos testigos son contradictorios, decide qué pasó realmente a pesar de no haber estado presente. Da igual que a uno le parezca haber visto, o haber oído, o esté completamente seguro de que las cosas fueron de otra manera: basándose en declaraciones y pruebas, él establece quién miente y quién no, quiénes son los buenos y quiénes los malos, cómo hay que escribir la historia. De él depende la Verdad. De manera que, si el trabajo de un detective consiste en buscar la verdad, inevitablemente, tarde o temprano, tendrá que visitar a un juez.

Salvador Santamaria había sido alto y fuerte, corpulento, panzudo, buen comedor, bebedor, vividor y descarado hasta que una embolia lo mantuvo durante casi un año paralizado de medio cuerpo y, poco a poco, a medida que se recuperaba, había descubierto la tercera edad. Cuando entré en su despacho, ya era un anciano encorvado y débil, un esqueleto recubierto de carne excesiva y flàccida y muy arrugada, y rezumaba la amargura del condenado a medicamentos perpetuos y a dietas estrictas. El rostro redondo y saludable se le había vuelto largo y anguloso y las ojeras y las mejillas, otrora hinchadas como globos, ahora eran colgajos de color ceniciento. La sonrisa era postiza, forzada, triste como el llanto de un niño abandonado. Y la ropa le iba grande.

—¡Pase, pase, Esquius! Quería conocerle. ¡Siéntese, siéntese! Joder, que pintas me trae, lo han destrozado. ¿Quién le ha partido la cara? Bueno, a los detectives privados ya os conviene un tirón de orejas, de vez en cuando, ¿verdad? Es broma.

No hice ningún esfuerzo por reír porque el chiste no me hacía ninguna gracia y porque estaba un poco asustado.

—… No, hablemos en serio. La verdad es que le esperaba para darle el tirón de orejas yo, personalmente. Un detective privado no puede investigar asesinatos, y usted tendría que saberlo. Tendría que haberme pedido permiso.

—Le pedí permiso a la policía y en todo momento los tuve informados de mis investigaciones.

—Sí, sí, eso ya me lo han dicho, pero la policía no manda. Aquí mando yo. Este caso era muy delicado, un caso de terrible alarma social. Usted y yo, Esquius, que hace años que no vamos a misa, no vemos ningún mal en que unos ciudadanos decidan libremente intercambiar sus parejas como si fueran cromos. ¿Qué mal hay en eso? Yo mismo cambiaría a mi mujer por cualquier cosa, ja ja, es broma. Pero el público en general, la masa, el ciudadano obtuso, el votante tipo, no lo entendería. Imagínese los titulares de los periódicos. Orgía que acaba con puta asesinada, ¿me entiende o no? La gente implicada es demasiado conocida e importante, y eso significa que tiene muchos enemigos y muy poderosos, y una tontería como ésta habría arruinado su vida y su carrera, y habría hecho peligrar muchos proyectos e intereses. Por ejemplo, si le hubiéramos colgado a Danny Garnett el sambenito de asesino de putas, ¿se imagina lo que habría pasado? A ocho puntos del líder y después del partido que hizo el domingo pasado, que, si no es por Garnett, nos ganan por goleada. Encarcelamos a Garnett y la afición nos cuelga, a mí el primero. Motines por las calles, las peñas quemando contenedores, infartos y apuñalamientos a mansalva. Por no hablar de la violencia doméstica. Diez o doce mujeres que salen volando por la ventana, porque hay muchos hombres que sólo están esperando un buen motivo para librarse de la costilla, y si la detención de Garnett no es motivo para tirar a la mujer por el balcón, ya me dirá qué otro motivo hay… Ja, ja, no, hombre, que es broma, hablemos en serio. Tuve que hacer juegos de manos para evitar el escándalo y le habría agradecido que me hubiera tenido informado de lo que sucedía… ¿Un purito?

Other books

The Other Brother by Brandon Massey
Lamplighter by D. M. Cornish
Mia by Kelly, Marie
Four Ducks on a Pond by Annabel Carothers
Night of the Loving Dead by DANIELS, CASEY
The Defiler by Steven Savile
El Mago by Michael Scott