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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

La Ciudad de la Alegría (41 page)

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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Los conductores de
rickshaws
vieron entonces sus carritos, en el extremo de aquel lugar de miseria y de hedor. Formaban una larga serpiente de ruedas y de maderas arqueadas que se habían juntado entre sí. ¿Cómo el dios había podido permitir que las herramientas que daban el arroz acabasen en semejante lugar?, se preguntaron Hasari y sus camaradas. Era inconcebible. «El dios debía de estar en los brazos de una princesa el día en que los
babúes
votaron su ley», pensó el viejo campesino. «O bien se mofaba de nosotros». Lo que sucedió entonces iba a ser para él el espectáculo más terrible de su vida. Detrás de los
rickshaws
, en la pendiente del terraplén, se habían ocultado tres camionetas de policías. Cuando el cortejo llegó al terraplén, se precipitaron fuera de sus vehículos para cortarles el camino. No eran guardias municipales, sino unidades especiales antidisturbios con cascos, fusiles y escudos. Habían recibido la orden de rechazar a los manifestantes y de proceder a la destrucción completa de todos los
rickshaws
.

Rasul cogió su megáfono y gritó que habían ido para oponerse a aquella destrucción. Mientras, habían llegado fotógrafos de prensa. Parecían más bien fuera de lugar en aquel decorado con sus zapatos y sus pantalones. El inmenso terraplén pronto estuvo atestado. Los traperos dejaron de escarbar en las basuras y había también quien acudía de los pueblos vecinos. Los policías avanzaron haciendo girar sus fusiles, pero ningún
rickshaw wallah
se movió. «Ante la enormidad del crimen que estaba a punto de cometerse, todos estábamos dispuestos a caer bajo las porras antes que retroceder», dirá Hasari. «La verdad es que todos aquellos años nos habían endurecido. Y la última gran huelga contra nuestros patronos nos había demostrado que podíamos ganar si permanecíamos unidos. Nos sentíamos tan solidarios como las varas lo eran de nuestros carritos».

Entonces se produjo un drama. Un policía encendió una cerilla y prendió fuego a una antorcha que hundió en la caja de un
rickshaw
situado en medio de la hilera. Se levantaron llamas que prendieron inmediatamente en los arcos, la banqueta y la capota antes de incendiar los vehículos vecinos. Después de unos segundos de estupor, las primeras filas de manifestantes se arrojaron sobre la barrera de policías. Querían empujar al vacío los coches incendiados para salvar los demás. Pero los policías formaban un muro infranqueable. En aquel preciso instante Hasari vio al Chirlo. Había conseguido trepar sobre los hombros de un compañero. Lanzó un aullido, se puso en pie y con un fuerte impulso, haciendo una pirueta, consiguió saltar por encima de los policías. Cayó literalmente en medio de las llamas, y sus camaradas le vieron abalanzarse sobre los carritos para empujarlos al barranco. Estaba loco. Hasta los policías volvieron la cabeza, maravillados. Se oyó surgir un grito de la hoguera. Hasari distinguió un brazo y una mano que se retorcían sobre una vara, luego el humo envolvió la escena mientras un olor a carne quemada se mezclaba al hedor. Un manto de silencio cayó sobre el vertedero, sólo se oía el crepitar de las llamas consumiendo los
rickshaws
. Los
babúes
se habían salido con la suya.

Cuando el fuego se apagó, Hasari pidió a uno de los traperos que le diese una lata de conservas. Luego fue a recoger entre las brasas las cenizas del Chirlo. Iría con sus compañeros a derramarlas sobre las aguas del río sagrado.

48

E
N invierno, todos los días al caer la tarde se reproducía el mismo fenómeno. Apenas las mujeres habían prendido fuego a las tortas de boñiga de vaca para guisar la comida vespertina, cuando el disco rojizo del sol desaparecía detrás de una cortina grisácea. Contenidas por la capa superior de aire fresco, las volutas de humo grasiento se estancaban a ras de los tejados, aprisionando el
slum
bajo un colchón envenenado. Los habitantes tosían, escupían, se asfixiaban. Muchas tardes, a última hora, la visibilidad se reducía a menos de dos metros. El olor a azufre dominaba sobre todos los demás. La piel y los ojos ardían como bajo el efecto de brasas. Era un suplicio. Y sin embargo, en la Ciudad de la Alegría nadie se atrevía a maldecir el invierno, aquella tregua demasiado corta antes de la agresión del verano.

Aquel año el verano llegó como un rayo. En pocos segundos se hizo de noche en pleno día. Los habitantes, asustados, salieron de los corralillos y se precipitaron a las callejas. Desde lo alto de la terraza donde clasificaba medicamentos, Paul Lambert vio desplomarse sobre la Ciudad de la Alegría una perturbación atmosférica de una especie desconocida para él. A simple vista se hubiera podido creer que era una aurora boreal. En realidad se trataba de una muralla de millones de partículas de arena amarilla en suspensión que avanzaba a una velocidad fulminante. Nadie tuvo tiempo de resguardarse. El tornado estaba ya sobre sus cabezas. Lo devastaba todo a su paso, llevándose techumbres, derribando a personas, mientras las búfalas mugían de terror en los establos. En un instante el
slum
se vio recubierto de una mortaja de arena amarilla. Era alucinante. Luego una serie de relámpagos iluminaron las tinieblas. Eran de un fulgor tal que parecían desgarrar el cielo. Era la señal de un cataclismo que esta vez inundó el
slum
bajo un bombardeo de granizo al que sucedieron trombas de agua. Cuando cesó la lluvia y reapareció el sol, una nube de ardiente vapor cayó sobre el barrio. El termómetro había subido de golpe de quince a cuarenta grados centígrados. Paul Lambert y los setenta mil habitantes de la Ciudad de la Alegría comprendieron que la corta tregua del invierno había terminado y que volvía el infierno. Aquel 17 de marzo era ya el verano.

¡El verano! La estación bendita de las zonas templadas infligía a los moradores de esta parte del mundo unos sufrimientos difíciles de imaginar. Y como siempre, los más desheredados —los miserables de los
slums
— eran los que sufrían las peores consecuencias. En aquel laberinto de casuchas sin ventanas en las que se hacinaban hasta quince personas, en aquellos minúsculos corralillos calcinados durante doce horas diarias por un sol implacable, en aquellas callejas tan estrechas donde nunca soplaba ni la menor corriente de aire, mientras que la extremada pobreza y la falta de corriente eléctrica impedía el uso de un ventilador, los meses de verano que precedían la llegada del monzón eran una tortura tan atroz como el hambre.

En las avenidas de Calcuta, la gente no circulaba si no era bajo la protección de un paraguas. Hasta los policías que cuidaban de la circulación en los cruces iban provistos de grandes cúpulas de tela con mangos que se fijaban en el cinturón, para dejarles las manos libres. Los demás se protegían del sol con sus carteras de mano, fajos de periódicos, pilas de libros o con el sari o el
dhoti
puestos por encima de la cabeza. Aquel calor irresistible iba acompañado de un índice de humedad que a veces llegaba al ciento por ciento. El menor gesto, unos pocos pasos, bajar una escalera provocaba abundante sudor. A partir de las diez de la mañana, todo esfuerzo se hacía imposible. Hombres y animales permanecían quietos en la incandescencia del aire inmóvil. Ni un soplo. La reverberación en las paredes de los edificios era tan intensa que el imprudente que se desplazaba sin gafas ahumadas se exponía a recibir plomo fundido en los ojos. Aventurarse descalzo sobre el asfalto de las calles era aún más doloroso. El asfalto se hacía líquido y calcinaba la planta de los pies, arrancando jirones de carne. Tirar de un
rickshaw
sobre esa alfombra de fuego era un verdadero heroísmo. Correr, detenerse, volver a arrancar con ruedas que se hundían en aquella melaza ardiente era una hazaña. Para tratar de proteger sus pies, ya llenos de grietas y de quemaduras, Hasari Pal se decidió a hacer algo que tal vez doscientos o trescientos millones de indios no habían hecho nunca hasta entonces. Por vez primera en su vida, Hasari se calzó el hermoso par de sandalias que había recibido como dote para su boda. Esta iniciativa iba a resultar desastrosa. Las suelas se le cayeron al pisar el primer charco de asfalto ardiendo, aspiradas como por una ventosa, hundiéndose en aquella materia en fusión.

Los habitantes de Anand Nagar resistieron durante seis días, luego comenzó la hecatombe. Con los pulmones carbonizados por el aire tórrido, los cuerpos vaciados de su sustancia por los excesos de la higrometría, los tuberculosos, los asmáticos, muchos bebés empezaron a morir. Todos los miembros del Comité de Escucha, encabezados por Paul Lambert, Margareta y Bandona, corrían de un lado a otro del
slum
para socorrer a los casos más desesperados. Correr no es la palabra más adecuada, porque había que desplazarse con lentitud so pena de desplomarse sin sentido al cabo de pocos pasos. Bajo el efecto de la temperatura, el organismo se deshidrataba en pocas horas. «Al menor esfuerzo», contará Lambert, «todos los poros soltaban oleadas de sudor que le dejaban a uno empapado de pies a cabeza. Luego se sentía como un escalofrío y casi inmediatamente se notaban vértigos. Las víctimas de insolación y de deshidratación eran tan numerosas que las callejas no tardaron en quedar sembradas de pobres gentes incapaces de levantarse». Curiosamente, era el francés, a pesar de estar acostumbrado a los climas templados, quien parecía resistir mejor los embates de aquella temperatura. Con el crucifijo de metal ardiente danzando a cada movimiento sobre su torso desnudo, con la cintura y los muslos envueltos en un
longhi
de algodón, la cabeza cubierta por un viejo sombrero de paja, parecía un presidiario de Cayena. Pero al décimo día, la temperatura batió todos los récords desde hacía un cuarto de siglo. En el termómetro de la
tea shop
del viejo hindú, el mercurio alcanzó los 106º Farenheit, es decir, 44º centígrados a la sombra. Teniendo en cuenta la saturación del aire en humedad, aquello equivalía a 55º al sol. «Lo más penoso era aquel perpetuo sudor en el que uno estaba bañado», dirá Lambert. «Eso no tardó en provocar una serie de epidemias que diezmaron a numerosas familias. Además del paludismo, volvieron a aparecer el cólera y el tifus. Pero fueron las gastroenteritis lo que causó más víctimas. Mataban a un hombre en menos de veinticuatro horas».

Y no obstante, no era más que un comienzo. Otras pruebas no menos duras esperaban al francés. Una oleada de forunculosis, ántrax, panadizos y micosis cayó sobre el
slum
. Millares de personas se vieron afectadas, y el mal no respetó tampoco a muchos otros barrios de Calcuta, ni a ciertas profesiones, como los hombres de los
rickshaws
y de los
telagarhis
, acostumbrados a andar descalzos en medio de inmundicias. Por falta de pomadas y de antibióticos, estas enfermedades de la piel se comunicaban a una velocidad fulminante. Los cuerpos de los hijos de Mehbub, el vecino de Lambert, eran ya una pura llaga. El propio Mehbub, que había regresado a su casa, fue víctima de unos ántrax muy dolorosos que el cura tuvo que abrir con ayuda de un cortaplumas. A fines de marzo la temperatura todavía subió más, y se asistió a un fenómeno sorprendente. Las moscas empezaron a morir. Luego les llegó el turno a los mosquitos, cuyos huevos perecían antes de la eclosión. Escolopendras, escorpiones y arañas desaparecieron. Los únicos supervivientes entre los parásitos de la Ciudad de la Alegría fueron las chinches. Éstas se multiplicaron como para ocupar el lugar que dejaban otros animales. Todas las noches Lambert emprendía una caza implacable. Pero pululaban. Algunas incluso se habían emboscado detrás de la imagen del Santo Sudario. Por el frenesí que ponía en matarlas, el sacerdote medía la poca serenidad que tenía entonces. «Después de todo aquel tiempo en la India, el resultado era muy decepcionante. A pesar de los rosarios de “
om
…” y del ejemplo de desapego que me daba Surya, el viejo hindú de enfrente, yo aún me rebelaba contra la inhumana condición impuesta a mis hermanos de aquí». Una mañana, cuando se afeitaba, tuvo un nuevo sobresalto ante la imagen que le devolvía su espejo. Sus mejillas estaban aún más hundidas, y se le marcaban dos surcos profundos alrededor de la boca y del bigote, subrayando la curva cómicamente arremangada de la nariz. Su piel había adquirido una tonalidad cérea. Estaba tirante sobre los huesos, como una vieja tela encerada muy reluciente.

Pero los verdaderos mártires del calor eran los obreros de los millares de pequeños talleres y
workskops
diseminados a través de la Ciudad de la Alegría y de los demás
slums
. Apiñados con sus máquinas en cuchitriles sin ventilación, hacían pensar en tripulaciones de submarinos sin esperanzas de volver a la superficie. La situación de las mujeres era también horrible. Envueltas en sus saris y en sus velos, en aquellas casuchas convertidas en hornos, las menores tareas domésticas las hacían sudar copiosamente.

Lo curioso es que, en aquel sofoco que extenuaba a los más robustos, la inacción era lo más difícil de soportar. «El calor parecía aún más insoportable cuando uno dejaba de moverse», dirá Lambert. «Entonces se nos caía encima como un manto de plomo, nos ahogaba». Para escapar al ahogo, la gente trataba de crear en torno a su rostro una minúscula turbulencia agitando un trozo de cartón o un periódico. «Lo más extraordinario es que seguían abanicándose medio dormidos, e incluso durmiendo». El francés trató de imitarles, pero apenas le vencía el sueño, la mano dejaba caer el improvisado abanico. Entonces comprendió que semejante proeza debía de ser «una adaptación de la especie, un reflejo adquirido por generaciones acostumbradas a luchar con la dureza de aquel clima».

Una noche de abril Paul Lambert advirtió en los sobacos y en el vientre los primeros indicios de una picazón que en pocas horas iba a extenderse a todas las partes del cuerpo. «Tenía la impresión de que millares de insectos me mordisqueaban la piel». La irritación llegó a ser tan intensa que no pudo evitar el rascarse enérgicamente. Pronto toda su epidermis no fue más que una llaga. Ahogándose, sin fuerzas, permaneció postrado en su cuarto. Pero un
slum
no es una de esas ciudades-dormitorio de Occidente donde es posible desaparecer o morir sin que los vecinos se enteren. Aquí, la menor modificación de las costumbres suscitaba una curiosidad instantánea. El primero en inquietarse al no ver salir al «Father» fue Nasir, el hijo mayor de Mehbub, que todas las mañanas hacía cola por él en las letrinas. Avisó a su padre, quien corrió a poner sobre aviso a Bandona. En pocos minutos, todo el barrio supo que el gran hermano Paul estaba enfermo. «Sólo un lugar donde los hombres viven en contacto con la muerte puede ofrecer tantos ejemplos de amor y de solidaridad», pensó el sacerdote al ver a Surya, el viejo hindú de enfrente, entrar en su chabola con un pote de té con leche y un plato de galletas. Unos instantes después, la madre de Sabia trajo una escudilla de «lady’s fingers», unas legumbres verdes en forma de grandes habichuelas, las únicas que podían comprar los pobres. Para darles más sabor, había añadido un poco de calabaza y unos nabos, una verdadera locura. Luego llegó Bandona. Con sólo mirarle, la joven assamesa diagnosticó el mal. Desde luego eran insectos los que roían el cuerpo de Lambert, pero no chinches ni ninguna de las otras bestezuelas que infestaban habitualmente las casuchas de la Ciudad de la Alegría. El francés era devorado por unos parásitos minúsculos llamados ácaros, cuya invasión bajo la epidermis producía una dolorosa enfermedad de la piel que hacía estragos en el
slum
.

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