Read La casa de Bernarda Alba Online
Authors: Federico García Lorca
Tags: #Teatro, Tragedia, Clásico
BERNARDA.—
Con la llave que todo lo abre
y la mano que todo lo cierra.
TODAS.—
¡Descansa en paz!
BERNARDA.—
Con los bienaventurados
y las lucecitas del campo.
TODAS.—
¡Descansa en paz!
BERNARDA.—
Con nuestra santa caridad
y las almas de tierra y mar.
TODAS.—
¡Descansa en paz!
BERNARDA.— Concede el reposo a tu siervo Antonio María Benavides y dale la corona de tu santa gloria.
TODAS.—
Amén.
BERNARDA.—
(Se pone de pie y canta)
"Réquiem aeternam dona eis, Domine".
TODAS.—
(De pie y cantando al modo gregoriano)
"Et lux perpetua luceat eis".
(Se santiguan)
MUJER 1.— Salud para rogar por su alma.
(Van desfilando)
MUJER 3.— No te faltará la hogaza de pan caliente.
MUJER 2.— Ni el techo para tus hijas.
(Van desfilando todas por delante de Bernarda y saliendo. Sale Angustias por otra puerta, la que da al patio)
MUJER 4.— El mismo trigo de tu casamiento lo sigas disfrutando.
LA PONCIA.—
(Entrando con una bolsa)
De parte de los hombres esta bolsa de dineros para responsos.
BERNARDA.— Dales las gracias y échales una copa de aguardiente.
MUCHACHA.—
(A Magdalena)
Magdalena...
BERNARDA.—
(A Magdalena, que inicia el llanto)
Chist.
(Golpea con el bastón.)
(Salen todas.)
(A las que se han ido)
¡Andar a vuestras cuevas a criticar todo lo que habéis visto! Ojalá tardéis muchos años en pasar el arco de mi puerta.
LA PONCIA.— No tendrás queja ninguna. Ha venido todo el pueblo.
BERNARDA.— Sí, para llenar mi casa con el sudor de sus refajos y el veneno de sus lenguas.
AMELIA.— ¡Madre, no hable usted así!
BERNARDA.— Es así como se tiene que hablar en este maldito pueblo sin río, pueblo de pozos, donde siempre se bebe el agua con el miedo de que esté envenenada.
LA PONCIA.— ¡Cómo han puesto la solería!
BERNARDA.— Igual que si hubiera pasado por ella una manada de cabras.
(La Poncia limpia el suelo)
Niña, dame un abanico.
AMELIA.— Tome usted.
(Le da un abanico redondo con flores rojas y verdes.)
BERNARDA.—
(Arrojando el abanico al suelo)
¿Es éste el abanico que se da a una viuda? Dame uno negro y aprende a respetar el luto de tu padre.
MARTIRIO.— Tome usted el mío.
BERNARDA.— ¿Y tú?
MARTIRIO.— Yo no tengo calor.
BERNARDA.— Pues busca otro, que te hará falta. En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Haceros cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó en casa de mi padre y en casa de mi abuelo. Mientras, podéis empezar a bordaros el ajuar. En el arca tengo veinte piezas de hilo con el que podréis cortar sábanas y embozos. Magdalena puede bordarlas.
MAGDALENA.— Lo mismo me da.
ADELA.—
(Agria)
Si no queréis bordarlas irán sin bordados. Así las tuyas lucirán más.
MAGDALENA.— Ni las mías ni las vuestras. Sé que yo no me voy a casar. Prefiero llevar sacos al molino. Todo menos estar sentada días y días dentro de esta sala oscura.
BERNARDA.— Eso tiene ser mujer
MAGDALENA.— Malditas sean las mujeres.
BERNARDA.— Aquí se hace lo que yo mando. Ya no puedes ir con el cuento a tu padre. Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón. Eso tiene la gente que nace con posibles.
(Sale Adela.)
VOZ.— ¡Bernarda!, ¡déjame salir!
BERNARDA.—
(En voz alta)
¡Dejadla ya!
(Sale la Criada.)
CRIADA.— Me ha costado mucho trabajo sujetarla. A pesar de sus ochenta años tu madre es fuerte como un roble.
BERNARDA.— Tiene a quien parecérsele. Mi abuelo fue igual.
CRIADA.— Tuve durante el duelo que taparle varias veces la boca con un costal vacío porque quería llamarte para que le dieras agua de fregar siquiera, para beber, y carne de perro, que es lo que ella dice que tú le das.
MARTIRIO.— ¡Tiene mala intención!
BERNARDA.—
(A la Criada.)
Déjala que se desahogue en el patio.
CRIADA.— Ha sacado del cofre sus anillos y los pendientes de amatistas, se los ha puesto y me ha dicho que se quiere casar.
(Las hijas ríen.)
BERNARDA.— Ve con ella y ten cuidado que no se acerque al pozo.
CRIADA.— No tengas miedo que se tire.
BERNARDA.— No es por eso... Pero desde aquel sitio las vecinas pueden verla desde su ventana.
(Sale la Criada.)
MARTIRIO.— Nos vamos a cambiar la ropa.
BERNARDA.— Sí, pero no el pañuelo de la cabeza.
( Entra Adela.)
¿Y Angustias?
ADELA.—
(Con retintín.)
La he visto asomada a la rendija del portón. Los hombres se acababan de ir.
BERNARDA.— ¿Y tú a qué fuiste también al portón?
ADELA.— Me llegué a ver si habían puesto las gallinas.
BERNARDA.— ¡Pero el duelo de los hombres habría salido ya!
ADELA.—
(Con intención)
Todavía estaba un grupo parado por fuera.
BERNARDA.—
(Furiosa)
¡Angustias! ¡Angustias!
ANGUSTIAS.—
(Entrando.)
¿Qué manda usted?
BERNARDA.— ¿Qué mirabas y a quién?
ANGUSTIAS.— A nadie.
BERNARDA.— ¿Es decente que una mujer de tu clase vaya con el anzuelo detrás de un hombre el día de la misa de su padre? ¡Contesta! ¿A quién mirabas?
(Pausa.)
ANGUSTIAS.— Yo...
BERNARDA.— ¡Tú!
ANGUSTIAS.— ¡A nadie!
BERNARDA.—
(Avanzando con el bastón)
¡Suave! ¡dulzarrona!
(Le da)
LA PONCIA.—
(Corriendo)
¡Bernarda, cálmate!
(La sujeta)
(Angustias llora.)
BERNARDA.— ¡Fuera de aquí todas!
(Salen)
LA PONCIA.— Ella lo ha hecho sin dar alcance a lo que hacía, que está francamente mal. ¡Ya me chocó a mí verla escabullirse hacia el patio! Luego estuvo detrás de una ventana oyendo la conversación que traían los hombres, que, como siempre, no se puede oír.
BERNARDA.— ¡A eso vienen a los duelos!
(Con curiosidad)
¿De qué hablaban?
LA PONCIA.— Hablaban de Paca la Roseta. Anoche ataron a su marido a un pesebre y a ella se la llevaron a la grupa del caballo hasta lo alto del olivar.
BERNARDA.— ¿Y ella?
LA PONCIA.— Ella, tan conforme. Dicen que iba con los pechos fuera y Maximiliano la llevaba cogida como si tocara la guitarra. ¡Un horror!
BERNARDA.— ¿Y qué pasó?
LA PONCIA.— Lo que tenía que pasar. Volvieron casi de día. Paca la Roseta traía el pelo suelto y una corona de flores en la cabeza.
BERNARDA.— Es la única mujer mala que tenemos en el pueblo.
LA PONCIA.— Porque no es de aquí. Es de muy lejos. Y los que fueron con ella son también hijos de forasteros. Los hombres de aquí no son capaces de eso.
BERNARDA.— No, pero les gusta verlo y comentarlo, y se chupan los dedos de que esto ocurra.
LA PONCIA.— Contaban muchas cosas más.
BERNARDA.—
(Mirando a un lado y a otro con cierto temor)
¿Cuáles?
LA PONCIA.— Me da vergüenza referirlas.
BERNARDA.— Y mi hija las oyó.
LA PONCIA.— ¡Claro!
BERNARDA.— Ésa sale a sus tías; blancas y untosas que ponían ojos de carnero al piropo de cualquier barberillo. ¡Cuánto hay que sufrir y luchar para hacer que las personas sean decentes y no tiren al monte demasiado!
LA PONCIA.— ¡Es que tus hijas están ya en edad de merecer! Demasiada poca guerra te dan. Angustias ya debe tener mucho más de los treinta.
BERNARDA.— Treinta y nueve justos.
LA PONCIA.— Figúrate. Y no ha tenido nunca novio...
BERNARDA.—
(Furiosa)
¡No, no ha tenido novio ninguna, ni les hace falta! Pueden pasarse muy bien.
LA PONCIA.— No he querido ofenderte.
BERNARDA.— No hay en cien leguas a la redonda quien se pueda acercar a ellas. Los hombres de aquí no son de su clase. ¿Es que quieres que las entregue a cualquier gañán?
LA PONCIA.— Debías haberte ido a otro pueblo.
BERNARDA.— Eso, ¡a venderlas!
LA PONCIA.— No, Bernarda, a cambiar... ¡Claro que en otros sitios ellas resultan las pobres!
BERNARDA.— ¡Calla esa lengua atormentadora!
LA PONCIA.— Contigo no se puede hablar. ¿Tenemos o no tenemos confianza?
BERNARDA.— No tenemos. Me sirves y te pago. ¡Nada más!
CRIADA.—
(Entrando.)
Ahí está don Arturo, que viene a arreglar las particiones.
BERNARDA.— Vamos.
(A la Criada.)
Tú empieza a blanquear el patio.
(A la Poncia.)
Y tú ve guardando en el arca grande toda la ropa del muerto.
LA PONCIA.— Algunas cosas las podríamos dar...
BERNARDA.— Nada. ¡Ni un botón! ¡Ni el pañuelo con que le hemos tapado la cara!
(Sale lentamente apoyada en el bastón y al salir vuelve la cabeza y mira a sus criadas. Las criadas salen después.)
(Entran Amelia y Martirio.)
AMELIA.— ¿Has tomado la medicina?
MARTIRIO.— ¡Para lo que me va a servir!
AMELIA.— Pero la has tomado.
MARTIRIO.— Yo hago las cosas sin fe, pero como un reloj.
AMELIA.— Desde que vino el médico nuevo estás más animada.
MARTIRIO.— Yo me siento lo mismo.
AMELIA.— ¿Te fijaste? Adelaida no estuvo en el duelo.
MARTIRIO.— Ya lo sabía. Su novio no la deja salir ni al tranco de la calle. Antes era alegre; ahora ni polvos echa en la cara.
AMELIA.— Ya no sabe una si es mejor tener novio o no.
MARTIRIO.— Es lo mismo.
AMELIA.— De todo tiene la culpa esta crítica que no nos deja vivir. Adelaida habrá pasado mal rato.
MARTIRIO.— Le tienen miedo a nuestra madre. Es la única que conoce la historia de su padre y el origen de sus tierras. Siempre que viene le tira puñaladas el asunto. Su padre mató en Cuba al marido de primera mujer para casarse con ella. Luego aquí la abandonó y se fue con otra que tenía una hija y luego tuvo relaciones con esta muchacha, la madre de Adelaida, y se casó con ella después de haber muerto loca la segunda mujer.
AMELIA.— Y ese infame, ¿por qué no está en la cárcel?
MARTIRIO.— Porque los hombres se tapan unos a otros las cosas de esta índole y nadie es capaz de delatar.
AMELIA.— Pero Adelaida no tiene culpa de esto.
MARTIRIO.— No, pero las cosas se repiten. Y veo que todo es una terrible repetición. Y ella tiene el mismo sino de su madre y de su abuela, mujeres las dos del que la engendró.
AMELIA.— ¡Qué cosa más grande!
MARTIRIO.— Es preferible no ver a un hombre nunca. Desde niña les tuve miedo. Los veía en el corral uncir los bueyes y levantar los costales de trigo entre voces y zapatazos, y siempre tuve miedo de crecer por temor de encontrarme de pronto abrazada por ellos. Dios me ha hecho débil y fea y los ha apartado definitivamente de mí.
AMELIA.— ¡Eso no digas! Enrique Humanes estuvo detrás de ti y le gustabas.
MARTIRIO.— ¡Invenciones de la gente! Una vez estuve en camisa detrás de la ventana hasta que fue de día, porque me avisó con la hija de su gañán que iba a venir, y no vino. Fue todo cosa de lenguas. Luego se casó con otra que tenía más que yo.
AMELIA.— ¡Y fea como un demonio!
MARTIRIO.— ¡Qué les importa a ellos la fealdad! A ellos les importa la tierra, las yuntas y una perra sumisa que les dé de comer.
AMELIA.— ¡Ay!
(Entra Magdalena.)
MAGDALENA.— ¿Qué hacéis?
MARTIRIO.— Aquí.
AMELIA.— ¿Y tú?
MAGDALENA.— Vengo de correr las cámaras. Por andar un poco. De ver los cuadros bordados en cañamazo de nuestra abuela, el perrito de lanas y el negro luchando con el león, que tanto nos gustaba de niñas. Aquélla era una época más alegre. Una boda duraba diez días y no se usaban las malas lenguas. Hoy hay más finura. Las novias se ponen velo blanco como en las poblaciones, y se bebe vino de botella, pero nos pudrimos por el qué dirán.
MARTIRIO.— ¡Sabe Dios lo que entonces pasaría!
AMELIA.—
(A Magdalena.)
Llevas desabrochados los cordones de un zapato.
MAGDALENA.— ¡Qué más da!
AMELIA.— ¡Te los vas a pisar y te vas a caer!
MAGDALENA.— ¡Una menos!
MARTIRIO.— ¿Y Adela?
MAGDALENA.— ¡Ah! Se ha puesto el traje verde que se hizo para estrenar el día de su cumpleaños, se ha ido al corral y ha comenzado a voces: "¡Gallinas, gallinas, miradme!" ¡Me he tenido que reír!
AMELIA.— ¡Si la hubiera visto madre!
MAGDALENA.— ¡Pobrecilla! Es la más joven de nosotras y tiene ilusión. ¡Daría algo por verla feliz!
(Pausa. Angustias cruza la escena con unas toallas en la mano.)
ANGUSTIAS.— ¿Qué hora es?
MAGDALENA.— Ya deben ser las doce.
ANGUSTIAS.— ¿Tanto?
AMELIA.— ¡Estarán al caer!
(Sale Angustias.)
MAGDALENA.—
(Con intención.)
¿Sabéis ya la cosa...?
(Señalando a Angustias.)
AMELIA.— No.
MAGDALENA.— ¡Vamos!
MARTIRIO.— ¡No sé a qué cosa te refieres...!
MAGDALENA.— Mejor que yo lo sabéis las dos. Siempre cabeza con cabeza como dos ovejitas, pero sin desahogaros con nadie. ¡Lo de Pepe el Romano!
MARTIRIO.— ¡Ah!
MAGDALENA.—
(Remedándola.)
¡Ah! Ya se comenta por el pueblo. Pepe el Romano viene a casarse con Angustias. Anoche estuvo rondando la casa y creo que pronto va a mandar un emisario.
MARTIRIO.— ¡Yo me alegro! Es buen hombre.
AMELIA.— Yo también. Angustias tiene buenas condiciones.
MAGDALENA.— Ninguna de las dos os alegráis.
MARTIRIO.— ¡Magdalena! ¡Mujer!
MAGDALENA.— Si viniera por el tipo de Angustias, por Angustias como mujer, yo me alegraría, pero viene por el dinero. Aunque Angustias es nuestra hermana aquí estamos en familia y reconocemos que está vieja, enfermiza, y que siempre ha sido la que ha tenido menos méritos de todas nosotras, porque si con veinte años parecía un palo vestido, ¡qué será ahora que tiene cuarenta!