La caída de los gigantes (52 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—Grigori Serguéievich Peshkov.

Pinski volvió a golpearle en el estómago. Grigori gruñó y vomitó sangre.

—Mentiroso —dijo Pinski—. ¿Cómo te llamas? —Volvió a levantar el mazo.

Konstantín se apartó de su torno y dio un paso al frente.

—Agente, ¡este hombre es Grigori Peshkov! —protestó—. ¡Todos lo conocemos desde hace años!

—¡No me mientas! —advirtió Pinski, que levantó el mazo—. O tú también probarás esto.

La madre de Konstantín, Varia, intervino.

—No es mentira, Mijaíl Mijaílovich —dijo. El hecho de que hubiera utilizado el patronímico indicaba que conocía a Pinski—. Es quien dice ser. —Se quedó con los brazos cruzados sobre su generoso busto como si desafiara al policía a que pusiera en duda su palabra.

—Entonces explica esto —dijo Pinski, y se sacó del bolsillo una hoja—. Grigori Serguéievich Peshkov salió de San Petersburgo hace dos meses a bordo del
Ángel Gabriel
.

Kanin, el supervisor, apareció y dijo:

—¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué no hay nadie trabajando?

Pinski señaló a Grigori.

—Este hombre es Lev Peshkov, el hermano de Grigori, ¡buscado por el asesinato de un agente de policía!

Todos empezaron a gritar a coro. Kanin levantó una mano para silenciarlos y dijo:

—Agente, conozco a Grigori y a Lev Peshkov, y durante años los he visto a ambos casi a diario. Se parecen, como suele ocurrir entre hermanos, pero puedo asegurarle que este es Grigori. Y usted está obstaculizando el trabajo de esta sección.

—Si este es Grigori —soltó Pinski como si estuviera sacándose un as de la manga—¿quién embarcó en el
Ángel Gabriel
?

En cuanto formuló la pregunta, la respuesta resultó evidente. Pasados unos minutos, Pinski también cayó en la cuenta y quedó como un idiota.

—Me robaron el pasaporte y el billete —dijo Grigori.

El agente de policía empezó a ponerse bravucón.

—¿Por qué no denunciaste el robo a la policía?

—¿Y para qué? Lev había salido del país. No pueden obligarlo a regresar, ni tampoco recuperar mis posesiones.

—Eso te convierte en cómplice de la fuga.

Kanin intervino de nuevo.

—Capitán Pinski, ha empezado acusando a este hombre de asesinato. Quizá ese fuera un buen motivo para detener la producción de ruedas. Pero luego ha reconocido que estaba equivocado y ahora lo único de lo que le acusa es de no haber informado del robo de unos papeles. Mientras tanto, su país está en guerra y usted está retrasando la fabricación de locomotoras que el ejército ruso necesita desesperadamente. A menos que desee que su nombre salga mencionado en el próximo informe remitido al alto mando militar, le sugiero que ponga fin a sus asuntos aquí lo antes posible.

Pinski miró a Grigori.

—¿En qué unidad de reservistas estás?

Sin pensarlo, Grigori respondió:

—En el regimiento de Narva.

—¡Ja! —exclamó Pinski—. Hoy mismo los han llamado a filas. —Miró a Isaak—. Apuesto a que a ti también.

Isaak no dijo nada.

—Soltadlos —ordenó Pinski.

Grigori se tambaleó cuando le soltaron los brazos, aunque consiguió mantenerse en pie.

—Será mejor que os aseguréis de estar en la estación como dictan las órdenes —dijo Pinski a Grigori y a Isaak—. En caso contrario, yo mismo iré a buscaros. —Se volvió sobre los talones y salió con la poca dignidad que le había quedado. Sus hombres lo siguieron.

Grigori se dejó caer con pesadez sobre un taburete. Tenía una migraña que le provocaba incluso ceguera, le dolían las costillas y estaba saliéndole un hematoma en el abdomen. Necesitaba quedarse hecho un ovillo en un rincón y perder el conocimiento. El pensamiento que lo mantenía consciente era el deseo feroz de destruir a Pinski y la totalidad del sistema del que este formaba parte. No paraba de pensar que, uno de esos días, acabarían con el policía, con el zar y con todo cuanto ellos representaban.

—El ejército no os perseguirá; ya me he asegurado de eso —dijo Kanin. Pero me temo que no puedo hacer nada para detener a la policía.

Grigori asintió, disgustado. Ya se lo había imaginado. El golpe más brutal de Pinski, peor que cualquier impacto propinado por el mazo, sería asegurarse de que Grigori e Isaak se incorporasen al ejército.

—Sentiré perderte —aseguró Kanin. Has sido un buen trabajador.

Parecía sinceramente conmovido, pero tenía las manos atadas. Hizo una nueva pausa, levantó las manos con gesto de impotencia y salió de la nave.

Varia apareció delante de Grigori con un cuenco de agua y un trapo limpio. Le limpió la sangre de la cara. Era una mujer corpulenta, pero sus manazas se movían con delicadeza.

—Deberías ir a los barracones de la fábrica. Busca una cama vacía y túmbate una hora.

—No —respondió Grigori—. Me voy a casa.

Varia se encogió de hombros y se dirigió hacia Isaak, quien no estaba tan mal herido.

Haciendo un esfuerzo, Grigori se levantó. Todo le dio vueltas durante un instante y Konstantín lo agarró del brazo cuando se tambaleó; aunque al final se sintió con fuerzas para permanecer de pie sin ayuda.

Konstantín le recogió la gorra del suelo y se la entregó.

Se sintió inseguro al empezar a caminar, aunque rechazó con un gesto los ofrecimientos de ayuda y, tras dar un par de pasos, recuperó el equilibrio habitual. El esfuerzo le despejó la mente, pero el dolor en las costillas lo obligó a avanzar con cuidado. Poco a poco fue abriéndose paso entre la maraña de bancos y tornos, calderas y presas, hasta el exterior de la nave para dirigirse, a continuación, hacia la puerta de la fábrica.

Allí se encontró con Katerina, que estaba entrando.

—¡Grigori! —exclamó—. ¡Te han llamado a filas! ¡He visto tu nombre en el cartel! —Entonces vio su cara magullada—. ¿Qué ha ocurrido?

—Un encuentro con tu capitán de policía favorito.

—Ese cerdo de Pinski. ¡Estás herido!

—Los golpes se curan.

—Te llevaré a casa.

Grigori estaba sorprendido. Habían cambiado los papeles. Katerina jamás se había ofrecido a cuidar de él.

—Puedo hacerlo solo —respondió.

—Te acompañaré de todas formas.

Lo agarró del brazo y avanzaron por las angostas calles contra la corriente de miles de trabajadores que se dirigían en tropel hacia la fábrica. A Grigori le dolía el cuerpo y se encontraba mal, pero le daba igual, porque era un placer estar paseando agarrado del brazo de Katerina mientras el sol se alzaba sobre las casas ruinosas y las calles mugrientas.

No obstante, el paseo familiar lo cansó más de lo que hubiera imaginado, y cuando llegaron a casa, se desplomó con pesadez sobre la cama; poco después, tuvo que tumbarse.

—Tengo una botella de vodka escondida en el dormitorio de las chicas —dijo Katerina.

—No, gracias, pero sí me apetece una taza de té.

No tenía samovar, pero preparó el té en un cazo y se lo sirvió con un montoncito de azúcar. Tras bebérselo, Grigori se sentía algo mejor.

—Lo peor de todo esto es que podría haber evitado acudir a la llamada del ejército, pero Pinski ha jurado que se aseguraría de que no pudiera hacerlo.

Katerina se sentó en la cama junto a él y se sacó un folleto del bolsillo.

—Una de las chicas me ha dado esto.

Grigori le echó un vistazo. Parecía un texto aburrido y oficial, una especie de publicación del gobierno. Se titulaba: «Ayuda a los familiares de los soldados».

—Si eres esposa de un soldado, tienes derecho a un subsidio mensual del ejército —dijo Katerina—. No es solo para los pobres, se lo pagan a todo el mundo.

Grigori recordaba vagamente haber escuchado algún comentario al respecto. No había prestado mucha atención, porque a él no le afectaba.

Katerina prosiguió:

—Hay más. Te hacen descuentos al comprar carbón, billetes de tren y te ayudan con los gastos del colegio de los niños.

—Eso está bien —comentó Grigori. Tenía ganas de dormir—. No es muy típico del ejército ser tan considerado.

—Pero tienes que estar casado.

Grigori prestó más atención. Estaba claro que ella no podía estar pensando en…

—¿Por qué me cuentas todo eso? —preguntó.

—En mi situación, no recibiría nada.

Grigori se incorporó apoyándose en un codo y se quedó mirándola. Tenía el corazón desbocado.

—Si estuviera casada con un soldado, me las arreglaría mejor. Y también mi bebé.

—Pero… si amas a Lev.

—Ya lo sé. —Empezó a llorar—. Pero Lev está en Estados Unidos y no se preocupa lo suficiente por mí como para escribir y preguntar cómo estoy.

—Entonces… ¿Qué quieres hacer? —Grigori conocía la respuesta, pero deseaba escucharla.

—Quiero casarme —dijo ella.

—Solo para poder recibir las ayudas a las esposas de soldados.

Ella asintió en silencio y, con ese gesto, eliminó de un plumazo la tonta y fugaz esperanza que él había albergado durante un instante.

—Supondría tanto para mí… —dijo ella—. Podría recibir algo de dinero cuando nazca el bebé… Sobre todo, teniendo en cuenta que tú estarás en el frente.

—Lo entiendo —respondió él con un nudo en la garganta.

—¿Podemos casarnos? —preguntó Katerina—. ¿Por favor?

—Sí —respondió él—. Por supuesto.

II

Cinco parejas se casaban al mismo tiempo en la iglesia de la Santísima Virgen. El sacerdote ofició la ceremonia a toda prisa, y Grigori observó, irritado, que ni siquiera los miraba a la cara. El hombre no se habría dado ni cuenta si una de las novias hubiera sido un gorila.

A Grigori no le importaba mucho. Siempre que pasaba por delante de una iglesia recordaba al cura que había intentado abusar sexualmente del pequeño Lev de once años. El desprecio que sentía hacia el cristianismo se había reforzado más tarde gracias a la asistencia a charlas sobre el ateísmo del Círculo de Debate Bolchevique de Konstantín.

El enlace de Grigori y Katerina se celebró de forma muy precipitada, como el de las otras cuatro parejas. Todos los hombres iban de uniforme. La movilización había causado una oleada de matrimonios, y la iglesia trabajaba a marchas forzadas para responder a la alta demanda. Grigori odiaba el uniforme por ser símbolo de servidumbre.

No había contado a nadie lo de la boda. No lo sentía como un motivo de celebración. Katerina había dejado claro que era únicamente una medida práctica, un medio para recibir la ayuda del ejército. Como tal era una buena idea, y Grigori podría sentirse menos preocupado cuando se marchara al frente, con la certeza de que ella contaba con esa seguridad económica. De todas formas, no podía evitar sentir que había algo terriblemente absurdo en aquella boda.

Katerina no fue tan reservada, y todas las chicas del edificio estaban en la ceremonia, así como varios trabajadores de la fábrica Putílov.

Después de la ceremonia, se celebró una fiesta en el inmueble, en el dormitorio de las chicas, con cerveza, vodka y un violinista que tocaba melodías populares que todos conocían. Cuando los invitados empezaron a estar borrachos, Grigori se escapó a su habitación. Se quitó las botas y se tumbó en la cama con los pantalones y la camisa del uniforme puestos. Apagó la llama de la vela de un soplido, pero seguía viendo gracias a las luces de la calle. Todavía estaba dolorido por la paliza de Pinski: el brazo izquierdo le dolía cada vez que intentaba usarlo y las costillas rotas se le clavaban como un puñal cada vez que se volvía sobre la cama.

Al día siguiente estaría embarcado en un tren con dirección al oeste. Los disparos empezarían cualquier día a partir de entonces. Estaba asustado: solo un loco no lo estaría. Pero era un tipo inteligente y decidido, e intentaría por todos los medios seguir vivo, que era lo que había hecho desde la muerte de su madre.

Todavía estaba despierto cuando Katerina entró.

—Te has marchado muy pronto de la fiesta —se quejó.

—No quería emborracharme.

Ella se levantó la falda del vestido.

Él se quedó pasmado. Le miró el cuerpo perfilado por la luz de las farolas de la calle: las infinitas curvas de sus muslos y los rizos rubios de su vello púbico. Se sintió excitado y confuso.

—¿Qué haces? —le preguntó.

—Meterme en la cama, claro.

—Aquí no.

Katerina se quitó los zapatos y les dio una patada.

—Pero ¿qué dices? Estamos casados.

—Solo para que tú puedas recibir las ayudas.

—Aun así, te mereces algo a cambio. —Se tumbó en la cama y lo besó en los labios con el aliento apestando a vodka.

Él no pudo evitar el deseo que le quemaba las entrañas, y se ruborizó de pasión y vergüenza. De todas formas consiguió articular un ahogado «no».

Ella le tomó una mano y se la puso en un seno. Contra su voluntad, Grigori la acarició, y apretujó con suavidad la tersa piel, rebuscando con los dedos el pezón por encima de la tosca tela del vestido.

—¿Lo ves? —dijo ella—. Lo deseas.

Ese tono de triunfalismo lo exasperó.

—¡Claro que lo deseo! —replicó—. Te he amado desde el día que te conocí. Pero tú amas a Lev.

—Pero ¡bueno!, ¿por qué estás siempre pensando en Lev?

—Es una costumbre que adquirí cuando él era pequeño e indefenso.

—Bien, pues ahora ya es un hombre adulto y tú, o yo, no le importamos ni dos cópecs. Se llevó tu pasaporte, tu billete y tu dinero y nos dejó solos con el bebé.

Katerina tenía razón, Lev siempre había sido un egoísta.

—Pero uno no quiere a su familia porque sea amable y considerada. Se la quiere porque es la familia.

—¡Venga ya! ¡Date un gusto! —le espetó ella con irritación—. Mañana te vas al frente. No querrás morir arrepintiéndote de no haberte acostado conmigo cuando pudiste hacerlo.

Grigori se sintió poderosamente tentado. Aunque ella estaba medio borracha, su cuerpo estaba caliente y dispuesto junto a él. ¿Es que no tenía derecho a una noche de placer?

Katerina ascendió por su pierna con una mano y le agarró el pene erecto.

—Vamos, te has casado conmigo, toma aquello que te pertenece.

Grigori pensó que ese era precisamente el problema. Ella no lo amaba. Estaba ofreciéndose como pago a cambio de lo que él había hecho. Eso era prostitución. Grigori se sintió insultado hasta el punto de enfurecer, y el hecho de estar deseando dejarse llevar no hacía más que empeorar esa sensación.

Ella empezó a acariciarle el pene subiendo y bajando la mano. Enfadadísimo y excitado, él la empujó. El empujón fue más fuerte de lo que había pretendido, y Katerina se cayó de la cama.

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