La caída de los gigantes (131 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Sin embargo, Maud no debería haberse sorprendido. El
Mail
ya había orquestado una campaña de odio contra los treinta mil alemanes que vivían en Gran Bretaña al inicio de la guerra; la mayoría residían en el país desde hacía años y lo consideraban su hogar. A consecuencia de ello se habían roto familias, y miles de personas inofensivas habían pasado años en campos de concentración británicos. Era estúpido, pero la gente necesitaba odiar a alguien y los periódicos siempre estaban dispuestos a avivar el fuego del rencor.

Maud conocía al propietario del
Mail
, lord Northcliffe. Igual que todos los grandes hombres de la prensa, creía sinceramente en las tonterías que publicaba. Su talento era el de expresar los prejuicios más ignorantes y necios de sus lectores como si tuvieran sentido, de modo que lo vergonzoso parecía respetable. Por eso compraban el periódico.

También sabía que Lloyd George había desairado personalmente a Northcliffe no hacía mucho. El engreído lord de la prensa se había propuesto a sí mismo como miembro de la delegación británica para la próxima conferencia de paz, y se había sentido ofendido al recibir el rechazo del primer ministro.

Maud estaba preocupada. En política, a veces había que consentir a gente despreciable, pero Lloyd George parecía haberlo olvidado. Se preguntó con inquietud cuál sería el efecto de la malévola propaganda del
Daily Mail
en las elecciones.

Lo descubrió pocos días después.

Fue a un mitin electoral en una sala municipal del East End de Londres. Eth Leckwith estaba entre el público, y su marido, Bernie, subido al estrado. Maud no había hecho las paces con Ethel desde su pelea, aunque hacía años que eran amigas y compañeras de trabajo. De hecho, Maud todavía temblaba de furia al recordar cómo Ethel y otros habían alentado al Parlamento a aprobar una ley que seguía dejando a las mujeres en desventaja respecto a los hombres en las elecciones. De todas formas, echaba en falta el buen ánimo de Ethel y su pronta sonrisa.

Durante las presentaciones, los asistentes se movían inquietos en sus asientos. Seguían siendo en gran parte hombres, aunque algunas mujeres ya podían votar. Maud suponía que la mayoría de las mujeres todavía no se habían acostumbrado a la idea de que era necesario que se interesaran por las discusiones políticas. Sin embargo, también tenía la sensación de que las desalentaría el tono de esos mítines políticos, donde los hombres se subían a un estrado y despotricaban mientras el público los aclamaba o los abucheaba.

Bernie fue el primero en hablar. Maud vio enseguida que no era un gran orador. Habló sobre la nueva constitución del Partido Laborista, en concreto sobre la cuarta cláusula, que exhortaba a la propiedad pública de los medios de producción. Maud pensó que aquello era interesante, ya que trazaba una clara línea entre los laboristas y los liberales que estaban a favor del libre comercio y la propiedad privada; pero enseguida se dio cuenta de que se encontraba en minoría. El hombre que estaba sentado a su lado empezó a agitarse y al final gritó:

—¿Echaréis a los alemanes de este país?

Bernie se vio en un apuro. Masculló algo unos instantes y luego dijo:

—Yo haría cualquier cosa que beneficiase al hombre trabajador. —Maud se preguntó por la mujer trabajadora, y supuso que Ethel debía de estar pensando lo mismo. Bernie prosiguió—: Pero no veo que una acción contra los alemanes de Gran Bretaña sea una prioridad.

Eso no caló bien; de hecho, despertó unos cuantos abucheos aislados.

—Pero, volviendo a temas más importantes… —dijo Bernie.

—Y del káiser ¿qué? —gritó alguien desde el otro extremo de la sala.

Bernie cometió el error de responder al espontáneo con una pregunta.

—¿Qué, del káiser? —replicó—. Ha abdicado.

—¿No habría que procesarlo en un juicio?

—¿No te das cuenta de que un juicio supone que tendrá derecho a defenderse? ¿De verdad quieres darle al emperador alemán un estrado para que desde allí proclame su inocencia ante el mundo? —preguntó Bernie con exasperación.

Maud pensó que se trataba de un argumento muy convincente, pero no era lo que el público quería oír. Los abucheos crecieron y se oyeron también gritos de «¡A la horca con el káiser!».

Los votantes británicos eran difíciles cuando se los irritaba, pensó Maud; al menos los hombres. Pocas mujeres querrían asistir jamás a mítines como esos.

—Si colgamos a nuestros enemigos vencidos, seremos unos bárbaros —argumentó Bernie.

El hombre que estaba al lado de Maud volvió a gritar:

—¿Haréis pagar a los hunos?

Esa pregunta fue la que recibió mayor respuesta. Mucha gente se puso a vociferar «¡Que paguen los hunos!».

—Dentro de lo razonable —empezó a decir Bernie, pero no llegó más allá.

—¡Que paguen los hunos! —El grito se extendió y, en cuestión de segundos, todo el mundo voceaba al unísono—: ¡Que paguen los hunos! ¡Que paguen los hunos!

Maud se levantó de su asiento y se fue.

III

Woodrow Wilson fue el primer presidente estadounidense que salía del país antes del final de su mandato.

Partió desde Nueva York el 4 de diciembre. Nueve días después, Gus lo estaba esperando en el muelle de Brest, en el extremo occidental de la franja de tierra de la Bretaña. A mediodía, la niebla se levantó y el sol salió por primera vez desde hacía días. En la bahía, buques de guerra de las armadas francesa, británica y estadounidense formaban una guardia de honor entre la cual el presidente avanzó en un vapor de transporte de la marina de guerra de Estados Unidos, el
George Washington
. Se dispararon salvas de bienvenida y una banda tocó el himno estadounidense.

Fue un momento muy solemne para Gus. Su presidente iba allí para asegurarse de que jamás volvía a haber una guerra como la que acababa de terminar. Los Catorce Puntos de Wilson y su Sociedad de las Naciones estaban pensados para cambiar por siempre jamás la forma en que los distintos países resolvían sus conflictos. Era una ambición estratosférica. En la historia de la civilización humana, ningún político había tenido jamás tan altas aspiraciones. Si lo conseguía, sería la formación de un nuevo mundo.

A las tres de la tarde, la primera dama, Edith Wilson, bajó la pasarela del brazo del general Pershing y seguida del presidente, con sombrero de copa.

La ciudad de Brest recibió a Wilson como a un héroe conquistador.
«Vive Wilson
—decían las pancartas—,
Défenseur du Droit des Peuples»
: Viva Wilson, defensor de los derechos de los pueblos. En todos los edificios ondeaba la bandera de Estados Unidos. En las aceras se apretaba la muchedumbre; muchas de las mujeres llevaban los altos tocados de encaje tradicionales de la Bretaña. El sonido de las gaitas bretonas se oía por todas partes. Gus habría podido prescindir de las gaitas.

El ministro de Asuntos Exteriores francés pronunció un discurso de bienvenida. Gus estaba entre los periodistas estadounidenses y se fijó en una mujer bajita que llevaba un gran sombrero de pieles. La mujer volvió la cabeza y Gus vio que la belleza de su rostro estaba estropeada por un ojo permanentemente cerrado. Le sonrió con deleite: era Rosa Hellman. Estaba impaciente por oír su opinión sobre la conferencia de paz.

Después de los discursos, toda la comitiva presidencial subió al tren nocturno para realizar el trayecto de seiscientos cuarenta kilómetros hasta París. El presidente le estrechó la mano a Gus.

—Me alegro de tenerte de nuevo en el equipo, Gus —le dijo.

Wilson quería rodearse de colaboradores conocidos durante la conferencia de paz de París. Su principal consejero sería el coronel House, el pálido texano que llevaba años aconsejándole extraoficialmente sobre política exterior. Gus sería el miembro más joven del equipo.

Wilson parecía cansado y enseguida se retiró a su compartimiento con Edith. Gus estaba preocupado. Había oído rumores que decían que el presidente tenía mala salud. Allá por 1906, a Wilson le había reventado un vaso sanguíneo en el ojo izquierdo y le había causado una ceguera transitoria; los médicos le habían diagnosticado hipertensión y le habían recomendado que se retirase. Wilson había hecho caso omiso de ese consejo y había continuado su carrera política hasta ser elegido presidente, desde luego… pero últimamente sufría unos dolores de cabeza que podían ser un nuevo síntoma de ese mismo problema de tensión arterial elevada. La conferencia de paz sería agotadora: Gus esperaba que Wilson pudiera soportarlo.

Rosa iba en el tren, y él estaba sentado frente a ella en la tapicería brocada del vagón restaurante.

—Me preguntaba si te vería —dijo la joven. Parecía contenta de que se hubieran encontrado.

—El ejército me ha concedido un permiso —dijo Gus, que todavía llevaba el uniforme de capitán.

—En casa, a Wilson le han llovido críticas por la elección de sus acompañantes. No por ti, claro…

—Yo soy un pez chico.

—Pero hay gente que dice que no debería haber traído a su mujer.

Gus se encogió de hombros. Le parecía un tema banal. Después de haber estado en el campo de batalla, se dio cuenta de que le resultaría difícil tomarse en serio muchas de las cosas que preocupaban a la gente en tiempos de paz.

—Y lo que es más importante, no ha traído a ningún republicano —dijo Rosa.

—En su equipo quiere aliados, no enemigos —replicó Gus con indignación.

—También necesita aliados en su país —arguyó Rosa—. Ha perdido el Congreso.

Gus comprendió que en eso tenía parte de razón, y recordó lo lista que era. Las elecciones a mitad de mandato habían sido un desastre para Wilson. Los republicanos se habían hecho con el control del Senado y la Cámara de Representantes.

—¿Cómo sucedió? —preguntó—. No estoy muy al corriente de los acontecimientos.

—La gente de a pie estaba harta del racionamiento y de los altos precios, y el final de la guerra llegó demasiado tarde para que sirviera de algo. Además, los liberales detestan la Ley del Espionaje. Permitía que Wilson encarcelara a todo el que estuviera en contra de la guerra. Y la puso en práctica… Eugene Debs fue condenado a diez años. —Debs había sido candidato a la presidencia por los socialistas. Rosa parecía enfadada cuando dijo—: No se puede encarcelar a la oposición y seguir fingiendo que crees en la libertad.

Gus recordó lo mucho que le gustaba el toma y daca de las discusiones con Rosa.

—En la guerra a veces hay que comprometer la libertad —dijo.

—Está claro que los votantes americanos no creen eso. Y hay una cosa más: Wilson ha segregado al personal de sus despachos de Washington.

Gus no sabía si los negros llegarían algún día a estar al mismo nivel que los blancos, pero, igual que la mayoría de los estadounidenses liberales, pensaba que la forma de descubrirlo era darles mejores oportunidades en la vida y ver qué sucedía. No obstante, Wilson y su mujer eran sureños, y lo sentían de otra forma.

—Edith no quiso que su doncella los acompañara a Londres por miedo a que la chica se malacostumbrara —comentó Gus—. Dice que los británicos son demasiado educados con los negros.

—Woodrow Wilson ya no es la novia de la América de izquierdas —concluyó Rosa—. Lo cual significa que va a necesitar el respaldo de los republicanos para su Sociedad de las Naciones.

—Supongo que Henry Cabot Lodge se siente despreciado. —Lodge era un republicano de derechas.

—Ya conoces a los políticos —dijo Rosa—. Son tan sensibles como colegialas, y mucho más vengativos. Lodge es el presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado. Wilson tendría que haberlo traído a París.

—¡Pero es que Lodge se opone a la idea misma de una Sociedad de las Naciones! —protestó Gus.

—La capacidad de escuchar a gente inteligente que no está de acuerdo contigo es un talento difícil de encontrar… pero un presidente debe tenerlo. Y, trayendo a Lodge aquí, lo habría neutralizado. Como miembro del equipo, no podría volver a casa y oponerse a cualquier cosa que se acordara aquí en París.

Gus supuso que tenía razón, pero Wilson era un idealista que creía que la fuerza de la rectitud superaba todos los obstáculos. Subestimaba la necesidad de dar coba, engatusar y seducir.

La comida, en honor al presidente, era muy buena. Les sirvieron lenguado fresco del Atlántico con una salsa de mantequilla. Gus no comía tan bien desde antes de la guerra. Le divirtió ver a Rosa atacar su plato con tanto apetito. Era una mujer menuda: ¿dónde metía todo lo que comía?

Al final de la cena, les sirvieron un café fuerte en taza pequeña. Gus pensó que no quería dejar a Rosa y retirarse a su compartimiento dormitorio. Le interesaba muchísimo más seguir hablando con ella.

—De todas formas, Wilson tendrá una posición fuerte en París.

Rosa parecía escéptica.

—¿Y eso por qué? —preguntó.

—Bueno, lo primero, porque hemos ganado la guerra por ellos.

La joven asintió.

—Wilson dijo: «En Château-Thierry salvamos al mundo».

—Chuck Dixon y yo estuvimos en esa batalla.

—¿Fue allí donde murió?

—Un impacto directo de un proyectil. La primera baja que vi. Y no la última, por desgracia.

—Lo siento mucho, sobre todo por su mujer. Hace años que conozco a Doris… teníamos el mismo profesor de piano.

—Pero no sé si salvamos al mundo —prosiguió Gus—. Entre los fallecidos hay muchos más franceses, británicos y rusos que norteamericanos. Pero nosotros conseguimos inclinar la balanza. Eso debería significar algo.

Rosa negó con la cabeza, moviendo sus rizos oscuros.

—No estoy de acuerdo. La guerra ha terminado y los europeos ya no nos necesitan.

—Hombres como Lloyd George parecen pensar que el poder militar estadounidense no puede ser desoído.

—Pues se equivoca —dijo Rosa. Gus estaba sorprendido e intrigado al oír a una mujer hablar con tanta vehemencia sobre un tema así—. Supón que los franceses y los británicos simplemente se niegan a seguir a Wilson. ¿Recurriría él al ejército para imponer sus ideas? No. Aunque quisiera, un Congreso republicano no se lo permitiría.

—Tenemos poder económico y financiero.

—No cabe duda de que es cierto que los aliados tienen una gran deuda con nosotros, pero no estoy segura de cuánta influencia nos da eso. Ya sabes lo que dicen: si debes cien dólares, el banco te tiene en su poder; pero si debes un millón, eres tú quien tiene en tu poder al banco.

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