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Authors: Paulo Coelho

La bruja de Portobello (19 page)

BOOK: La bruja de Portobello
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¿No creo?

No crees, y punto. El que cree leerá sobre teatro como hice yo cuando Andrea me preguntó al respecto. Pero después, es cuestión de dejar que la Madre hable por ti, y a medida que hablas, descubres. Y, a medida que descubre, puedes completar los espacios en blanco que dejaron los escritores a propósito, para provocar la imaginación del lector. Y, cuando completas esos espacios, empiezas a creer en tu propia capacidad.

“¿A cuánta gente le gustaría leer los libros que tienes aquí pero no tienen dinero para comprarlos? Mientras tanto, tú te quedas con esta energía estancada, para impresionar a los amigos que te visitan. O porque no crees que hayas aprendido nada con ellos y vas tener que consultarlos de nuevo.

Pensé que estaba siendo dura conmigo. Y eso me fascinaba.

¿Crees que no necesito esta biblioteca?

Creo que tienes que leer, pero no tienes que guardar todo esto. ¿Sería mucho pedir que salgamos ahora, y antes de ir al restaurante, repartiésemos la mayoría de ellos entre la gente que nos crucemos por el camino?

No caben en mi coche.

Alquilamos un camión.

En ese momento, nunca llegaríamos al restaurante a tiempo para cenar. Además, has venido aquí porque te sientes insegura, y no para decirme lo que tengo que hacer con mis libros. Sin ellos, me sentiría desnudo.

Ignorante, quieres decir.

Entonces, tu cultura no está en tu corazón, sino en las estanterías de tu casa.

Ya es suficiente. Cogí el teléfono, reservé la mesa, dije que llegaría al cabo de quince minutos. Athena quería huir del asunto que la había llevado allí: su profunda inseguridad la hacía ponerse a la defensiva, en vez de mirarse a sí misma. Necesitaba un hombre a su lado, y quién sabe si no me estaba tanteando para ver hasta dónde podía llegar yo, usando esos artificios femeninos para descubrir que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella.

Cada vez que estaba con Athena, mi existencia parecía justificada. ¿Era eso lo que ella quería oír? Pues bien, hablaría con ella durante la cena. Podría hacer cualquier cosa, incluso dejar a la mujer con la que estaba ahora, pero, por supuesto, no iba a repartir mis libros nunca.

Volvimos al tema del grupo de teatro en el taxi, aunque en aquel momento yo estaba dispuesto a decir lo que nunca había dicho: hablar de amor, un tema que para mí era mucho más complicado que Marx, Jung, el Partido Laborista de Inglaterra o los problemas cotidianos de las redacciones de los periódicos.

No tienes que preocuparte —le dije, sintiendo ganas de cogerle la mano—. Todo irá bien. Háblales de caligrafía. Háblales del baile. Háblales de cosas que tú sabes.

Si lo hago, nunca descubriré lo que no sé. Cuando esté allí, tengo que dejar que mi mente esté callada y que mi corazón empiece a hablar. Pero es la primera vez que lo hago, y tengo miedo.

¿Te gustaría que fuese contigo?

Ella aceptó al momento. Llegamos al restaurante, pedimos vino y empezamos a beber. Yo, porque necesitaba coraje para decir lo que pensaba que estaba sintiendo, aunque me pareciese absurdo amar a alguien a quien no conocía bien. Ella, porque tenía miedo de decir lo que no sabía.

A la segunda copa, me di cuenta de que sus nervios estaban a flor de piel. Intenté coger su mano, pero ella la retiró delicadamente.

—No puedo tener miedo.

—Claro que puedes, Athena,. Muchas veces siento miedo. Y aun así, cuando es necesario, sigo adelante y me enfrento a todo.

Noté que mis nervios también estaban a flor de piel. Llené nuestras copas de nuevo; el camarero venía a cada momento a preguntar por la comida, y yo le decía que ya escogeríamos más tarde.

Hablaba compulsivamente sobre cualquier tema que me viniera a la cabeza, Athena escuchaba con educación, pero parecía estar lejos, es un universo oscuro, lleno de fantasmas. En un determinado momento me habló de nuevo de la mujer de Escocia, y me contó lo que ella le había dicho. Le pregunté si tenía sentido enseñar lo que no se sabe.

¿Alguien estaba leyendo mis pensamientos?

Y aun así, como cualquier ser humano, sabes hacerlo. ¿Cómo aprendiste? No aprendiste: crees. Crees, por tanto, amas.

Athena…

Vacilé, pero conseguí acabar la frase, aunque mi intención era decir algo diferente.

…tal vez sea hora de pedir la comida.

Me di cuenta de que todavía no estaba preparado para hablar de cosas que perturbaran mi mundo. Llamé al camarero, le mandé traer los entrantes, más entrantes, plato principal, postre y otra botella de vino. Cuanto más tiempo, mejor.

Estás raro. ¿Es por mi comentario sobre tus libros? Haz lo que quieras, no estoy aquí para cambiar tu mundo. Siempre me meto donde no me llaman.

Yo había pensado en esa historia de “cambiar el mundo” unos segundos antes.

Athena, siempre me dices…mejor, tengo que decirte algo que sucedió en aquel bar de Sibiu, con la música gitana…

En el restaurante, quieres decir.

Sí, en el restaurante. Antes estábamos hablando de libros, cosas que se acumulan y que ocupan espacio. Tal vez tengas razón. Hay algo que deseo darte desde que te vi bailando aquel día.

Se hace cada vez más pesado en mi corazón.

No sé qué te refieres.

Claro que lo sabes. Hablo de un amor que estoy descubriendo ahora y haciendo todo lo posible por destruirlo antes de que se manifieste. Me gustaría que lo recibieses; es lo poco que tengo de mí mismo, pero que no poseo. No es exclusivamente tuyo, porque hay alguien en mi vida, pero me haría feliz si lo aceptases, de todos modos.

“Dice un poeta árabe de tu tierra, Khalil Gibran: “Es bueno dar cuando alguien pide, pero es mejor todavía poder dárselo todo al que nada pidió”. Si no digo todo lo que estoy diciendo esta noche, seguiré siendo aquel que simplemente es testigo de lo que pasa, no seré el que vive.

Respiré hondo: el vino me había ayudado a liberarme.

Ella apuró la copa y yo hice lo mismo. El camarero apareció con la comida, haciendo algunos comentarios respecto a los platos, diciéndonos los ingredientes y la manera de cocinarlos. Nosotros dos manteníamos los ojos fijos el uno en el otro (Andrea me había comentado que Athena se había comportado así la primera vez que se habían visto, y estaba convencida de que era una manera de intimidar a los demás).

El silencio era horrible. Yo la imaginaba levantándose de la mesa, hablando de su famoso e invisible novio de Scotland Yard, o comentando que se sentía muy halagada, pero que estaba muy preocupada por las clases del día siguiente.

“¿Y hay algo que se pueda guardar? Todo lo que poseemos un día será dado. Los árboles dan su fruto para seguir viviendo, pues guardarlo es poner fin a sus existencias”.

Su voz, aunque baja y un poco pausada por culpa del vino, lo calaba todo a nuestro alrededor.

“Y el mayor mérito no es el del que ofrece, sino el del que recibe sin sentirse deudor. El hombre da poco cuando sólo dispone de los bienes materiales que posee; pero da mucho cuando se entrega a sí mismo.”

Decía todo eso sin sonreír. Me parecía estar hablando con una esfinge.

Es del mismo poeta que acabas de citar; lo aprendí en el colegio, pero no necesito el libro en el que lo escribió; guardé sus palabras en mi corazón.

Bebió un poco más. Yo hice lo mismo. Ahora ya no creí oportuno preguntarle si lo había aceptado o no; me sentía mejor.

Puede que tengas razón; voy a donar mis libros a una biblioteca pública, sólo conservaré algunos que realmente vuelvo a releer.

¿Quieres hablar de eso ahora?

No. No sé cómo seguir la conversación.

Pues entonces cenemos y degustemos la comida. ¿Te parece una buena idea?

No, no me parecía buena idea; yo quería oír algo diferente.

Pero me daba miedo preguntar, de modo que seguí hablando de bibliotecas, de libros, de poetas, hablando compulsivamente, arrepentido de haber pedido tantos platos; era yo el que deseaba salir corriendo, porque no sabía cómo seguir aquella cita.

Al final, me hizo prometerle que iría al teatro para asistir a su primera clase, y aquello fue para mí una señal. Ella me necesitaba, había aceptado lo que yo inconscientemente soñaba con ofrecerle desde que la vi bailando en restaurante en Transilvania, pero no lo había comprendido hasta esa noche.

O creer, como decía Athena.

Andrea McCain, actriz

laro que soy culpable. Si no hubiese sido por mi culpa, Athena nunca habría ido al teatro aquella mañana, ni habría reunido al grupo, ni nos hubiera pedido que nos acostásemos todos en el suelo del escenario para empezar una relajación completa, que incluía respiración y conciencia de cada parte del cuerpo.

“Ahora relajad las piernas…”

Todos obedecíamos, como si estuviésemos ante una Diosa, alguien que sabía más que todos nosotros juntos, aunque ya hubiésemos hecho ese ejercicio cientos de veces.

“Ahora relajad la cara, respirad profundamente”, etc.

¿Creía que nos estaba enseñando algo nuevo? Esperábamos una conferencia, ¡una charla! Tengo que controlarme, volvamos al pasado; nos relajamos, y llegó aquel silencio, que nos desorientó por completo. Hablando después con algunos compañeros, todos tuvimos la sensación de que el ejercicio se había acabado; era hora de sentarse, de mirar a nuestro alrededor, pero nadie lo hizo. Permanecimos acostados, en una especie de meditación forzada, durante quince interminables minutos.

Entonces su voz se hizo oír de nuevo:

Habéis tenido tiempo de dudar de mí. Alguno se ha mostrado impaciente. Pero ahora os voy a pedir sólo una cosa: cuando cuente hasta tres, levantaos y sed diferentes.

“No digo: sed otra persona, un animal, una casa. Evitad hacer todo lo que habéis aprendido en los cursos de teatro; no os estoy pidiendo que seáis actores y que demostréis vuestras cualidades.

Os estoy ordenando que dejéis de ser humanos y que os transforméis en algo que no conocéis.

Estábamos con los ojos cerrados, tumbados en el suelo, sin saber cómo estaban reaccionando los demás. Athena jugaba con esa inseguridad.

Voy a decir algunas palabras, y vais a asociar imágenes a ellas. Recordad que estáis intoxicados por conceptos, y si yo digo “destino”, tal vez empecéis a imaginar vuestras vidas en el futuro.

Si yo digo “rojo”, haréis una interpretación psicoanalítica. No es eso lo que quiero. Quiero que seáis diferentes, como he dicho.

Ni siquiera era capaz de explicar bien lo que quería. Como nadie protestó, tuve la certeza de que estaban intentando ser educados, pero, cuando acabase la “conferencia”, no volverían a inventarla. Y me dirían lo ingenua que había sido por haberla buscado.

La primera palabra es: sagrado.

Para no morirme de aburrimiento, decidí formar parte del juego: imaginé a mi madre, a mi novio, a mis futuros hijos, una carrera brillante.

Haced un gesto que signifique “sagrado”.

Crucé mis brazos en el pecho, como si estuviera abrazando a todos los seres queridos. Supe más tarde que la mayoría habían abierto los brazos en cruz, y una de las chicas abrió las piernas, como si estuviera haciendo el amor.

Volved a relajaros. Olvidadlo todo otra vez y mantened los ojos cerrados. Mi intención no es criticaros, pero, por los gestos que he visto, le estáis dando una forma a lo que consideráis sagrado. Y no quiero eso: os pido que la próxima palabra no intentéis definirla como se manifiesta en este mundo. Abrid vuestros canales, dejad que esa intoxicación de realidad se aleje. Sed abstractos y así estaréis entrando en el mundo al que os estoy guiando.

La última frase sonó con tal autoridad que sentí cómo cambiaba la energía del lugar. Ahora la voz sabía a qué lugar deseaba conducirnos. Una maestra, en vez de una conferenciante.

Tierra—dijo.

De repente, entendí a qué se refería. Ya no era mi imaginación, sino mi cuerpo en contacto con el suelo. Yo era la Tierra.

Haced un gesto que represente la Tierra.

No me moví; yo era el suelo de aquel escenario.

Perfecto—dijo ella—. Nadie se ha movido. Todos, por primera vez, habéis experimentado el mismo sentimiento; en vez de describir algo, os habéis transformado en la idea.

Se quedó de nuevo en silencio durante lo que yo imaginé que serían unos largos cinco minutos. El silencio nos dejaba perdidos, incapaces de distinguir si ella no sabía cómo continuar o si no conocía nuestro intenso ritmo de trabajo.

Voy a decir una tercera palabra.

Hizo una pausa.

Centro.

Yo sentí –y eso fue un movimiento inconsciente—que toda mi energía vital se iba al ombligo, y allí brillaba como si fuese una luz amarilla. Aquello me dio miedo: si alguien lo tocaba, podría morirme.

¡Gesto de centro!

La frase llegó como una orden. Inmediatamente, puse las manos en el vientre, para protegerme.

—Perfecto—dijo Athena—. Podéis sentaros.

Abrí los ojos y noté las luces del escenario allá arriba, distantes, apagadas. Me froté la cara, me levanté del suelo, notando que mis compañeros estaban sorprendidos.

—¿Es esto la conferencia?—dijo el director.

— Puedes llamarlo conferencia.

— Gracias por haber venido. Ahora, si no te importa, tenemos que empezar el ensayo de la próxima obra.

— Pero todavía no he terminado.

— Lo dejamos para otro momento.

Todos parecían confusos con la reacción del director. Después de la duda inicial, creo que a todos nos estaba gustando: era algo diferente, nada de representar personas o cosas, nada de imaginar imágenes como manzanas o velas. Nada de sentarse en círculo, de la mano que se está practicando un ritual sagrado.

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