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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia-ficción, #Relatos

La bóveda del tiempo (2 page)

BOOK: La bóveda del tiempo
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Lo miraron con curiosidad. Por vez primera los había sorprendido y había enclavado la admiración en sus semblantes. Los tres eran conscientes que podían decir muchas cosas en silencio.

—Nosotros, Alice y yo, pensábamos que éramos completos hasta que usted llegó —dijo gravemente Spring—. Justo al llegar usted, nos dimos cuenta de que aquello no era como habíamos creído. Usted es una parte vital de esto, sea lo que fuere. Sería beneficioso que explicara y probase su contribución.

¡Se sentía tan feliz! No era sólo el compañero que permitían que los acompañara. Al contrario, los tres eran iguales, su compañía era un tercio del todo.

—Primero, permítanme decir algo —comenzó—, aunque por tratarse de ustedes puede no ser necesaria semejante declaración.Por lo común (de hecho hasta esta noche) no soy la clase de persona que ahora están viendo. La gente se comporta de modo inusual cuando se reúne con diversidad de personas. Generalmente odio a la gente: cuando un hombre o una mujer se convierten en amigos míos, lo hacen de la forma más difícil, las barreras han de bajarse una a una y hay muchas barreras. De algún modo, ustedes dos las han sobrepasado todas de golpe. Y otra cosa: en este momento de la noche, la aguda y agridulce sensación de vivir se recrudece en mi alma.

—Aquí todos somos Noctámbulos —interrumpió amablemente Alice.

—de modo que, en general, me las arreglo para estar bien saturado, para mantener alejadas las voces. Usualmente tengo una rara dificultad en el habla, una especie de desliz freudiano, que ahora me ha abandonado por completo, como si la rueda dentada de mi veterano cerebro hubiera recuperado sus dientes. He dejado de decir palabras equivocadas: he dado con las cerraduras que mis llaves deseaban. Por otro lado, desconfío abiertamente del misticismo, de las emociones o de cualquier cháchara que saque, saquemos, a la palestra. Pero repentinamente deja de ser charlatanería; y estar caminando junto a ustedes se convierte en una cosa real desconocida hasta ahora.

—Por supuesto que está usted sorprendido —dijo Spring—. Como que es sorprendente. ¡Es desconcertante! Cuando al principio nos ocurrió a Alice y a mí pensamos que se trata sólo de amor. (¿Por qué ese «sólo»?) Su venida nos demuestra que es algo más frecuente.

—Tal y como ya habíamos empezado a sospechar —concluyó Alice. La forma de complementarse que tenían las significaciones era cosa de sueño—. Háblenos sobre la forma. Exponga y expándase.

—Nunca estuve contento porque hasta ahora no había tropezado con vosotros —dijo Clemperer—. Quizá todas las personas descontentas que hay en el mundo están esperando su Momento de Encuentro. Puedo sentir, puedo sentir que conformamos un algo grande, más grande que un conjunto de tres personas; de algún modo estamos a mucha distancia del tiempo y del espacio. Como antes dijisteis, este encuentro ha tenido el poder de alterar mi pasado; probablemente pueda alterar también nuestro futuro. Esto jamás ha sido descrito. No es telepatía, aunque al experimentar paralelamente obviamente deberíamos pensar de manera similar. No es un
ménage á trois
, o lo que se suele implicar en esta expresión, aunque la sexualidad básica puede proveer algo de la fuerza que permanece ligada. Si ha sido conocido antes, los conocedores lo han mantenido bien oculto. Estamos siguiendo un nuevo sendero, un camino no hollado. No podremos saber adonde conduce… hasta que lleguemos.

Continuó hablando, dilucidando por los tres, transportado por su visión. Mientras caminaban a lo largo del muelle, las luces que tenían sobre sí parecían flotar como soles, derramando su luminosidad astral sobre sus rostros.

Al cabo, Clemperer se interrumpió.

—Es muy tarde —dijo, excusándose brusca y repentinamente—. ¿Sabéis? Es impresionante lo que al parecer sé de cuantas cosas importantes anidan en vosotros dos, aunque nada conozco de aquellos asuntos triviales a los que todo el mundo concede excesiva importancia. ¿No queréis ir a casa, o a cualquier otro lugar ahora?

—Sire, no somos sino pobres veraneantes —dijo Spring con afectada comicidad—. Nuestras casas están muy lejos.

Señaló hacia el oscuro mar, en el que un yate permanecía anclado y meciendo sus luces al vaivén de las olas.

—¿Ves el yate? Allí están nuestros camarotes. Alice y yo nos conocimos porque un amigo común, el propietario del yate, nos invitó a hacer un crucero por toda la costa en compañía de otras personas. Creo que permaneceremos en tierra esta noche; pero podemos subir a bordo por la mañana; allí no se preocupan mucho de nosotros y cualquiera de los embarcados podrá ocuparse de mi mujer.

Las últimas palabras pronunciadas informaron a Clemperer de todo lo que necesitaba saber acerca del aura de tristeza que bordeaba los ojos de Alice; el tema no volvió a surgir entre ellos.

—El Karpenkario permanece abierto toda la noche —dijo Clemperer.

Desandaron el camino en silencio un elocuente silencio que pesaba mucho más que todo lo hablado. De vez en cuando, Alice echaría mano de algún que otro papel de seda para secarse la frente; luego lo dejaría escapar de entre sus dedos y lo vería flotar inclementemente a merced del fuerte viento: agitándose, dando vueltas hacia arriba, por encima de las techumbres de las miserables casas que daban al mar.

En el Karpenkario se las arreglaron para conseguir un pequeño reservado en la parte trasera. Contenía una mesa de juego, sillas, y desordenados montones de papeles desparramados por el suelo; no obstante, para Clemperer era mejor que volver a su habitación. Deliberadamente no había sugerido esto último. El recuerdo de su cama deshecha, las vacías botellas de whisky encima del aparador, las ropas desperdigadas por el suelo, un pastel de manteca medio derretido en la palangana, todo ello afloró a su conciencia y sólo le produjo una leve sonrisa de tristeza. Todo aquello pertenecía a un pasado carente de objeto. Habría llevado a Alice y a Spring a aquel lugar igual que la culebra cambia la piel.

Pidieron café y reanudaron la conversación. Conversación interminable, como si un torrente rápido y seguro de sí correteara bajo la superficie.

La
gestalt
devino más intensa a medida que la noche alcanzaba su núcleo, hasta parecer que los envolvía como una cúpula derrumbada, casi ahogándolos. Afuera, el viento aullaba, se colaba por los callejones, hacía sonar pequeños utensilios, batía puertas mal ajustadas y gemía por encima de los techos de los edificios. Y crecía hasta simbolizar para ellos el nuevo poder, que acechaba un poco más allá del umbral de sus conciencias hasta dar la sensación de que en el interior de los tres podía coexistir una fuerza capaz de arrancar el autodominio y arrebatarlo como una brizna de paja… para siempre.

Entonces conocieron el miedo. Pero, curiosamente, lo experimentaron porque en un momento dejaron de saber lo que representaban, y su ancestral seguridad en sí mismos parecía haberlos abandonado en medio de lo eterno en el curso de la marea de la medianoche.

—La forma —dijo Alice, en un momento dado—, ¿qué creéis que podemos
hacer
con ella?

—¿O qué es capaz de hacer con nosotros? —agregó Spring.

—¿Es una fuerza perteneciente al bien o al mal? —preguntó Clemperer.

—Creo que está más allá del bien y del mal —dijo la muchacha, adentrando su mirada en las profundidades de algún bienestar inimaginable—. Lo que quiera que pueda ser, está más allá de todas las leyes y normas. Lo que comúnmente se denomina… sobrenatural…

Parecían haberse petrificado. Cansados, helados, viciados, estrecharon más el círculo en torno a la mesa, aunque no más que el paciente caimán que aguarda su presa. Parecían hatos de ropas viejas.

—Hay algo que nosotros, o la forma, podemos hacer —dijo Clemperer—. Soy capaz de sentirlo, aunque no de darle definición.

—Lo que nos une es siempre la función —dijo Spring, casi cortante—, función capaz de sostenernos allí donde nos encontramos, ocurra lo que ocurra. ¿Y qué podría ser más valioso?

—Somos los Noctámbulos —murmuró la chica—. Por lo menos podemos sufrir siempre juntos.

Entonces dejaron de hablar y el viento siguió ululando sin provocarles el menor estremecimiento, gritando, gimiendo, chillando más allá de los muros, más allá del reservado, más allá de su unidad conjunta. Clemperer dormía y no dormía: en un extremo de su mente escuchaba las últimas palabras repetidas una y otra vez: aquellas palabras que más tarde se mostrarían tan cargadas de significado: «Podemos sufrir siempre juntos… Su función es siempre la de unirnos… Donde quiera que estemos, ocurra lo que ocurra… sujetarnos para siempre… juntos».

Los tres individualmente se desvanecieron en una porción del mismo trance, en tanto la aurora aparecía enfermiza fingiéndose claro de luna.

Ella permanecía junto a Spring en un extremo del embarcadero y gastaba su último papel de seda. Tenían que regresar al yate; el propietario los esperaba: hoy tenía que emprender rumbo a la isla de Jedder, hiciese el tiempo que hiciera. Regresarían a la caída de la noche; entonces volverían a verse. Tras ellos, un marinero les esperaba para conducirlos por las ondulantes aguas hasta el yate.

En la tensión del momento, Clemperer se sorprendió utilizando las frases convencionales de despedida. No importaba. Lo que él o ellos hicieran no tenía importancia éstos o aquél comprenderían siempre; su fe no conocía limites; las últimas barreras habían sido vencidas por la noche.

Clemperer rozó las mejillas de los otros con las suyas, grasientas, grisáceas y sin afeitar. El contacto con ellos casi lo sofocó. Los amaba infinitamente. Eran personas amables, inteligentes, capaces de aceptar las cosas, enteramente abiertas a las heridas del mundo.

Subieron al bote. El saludable aire de la mañana aureolaba la oscura cabeza de Alice. No hubo amargura en la partida; no era una partida verdadera. Sin embargo, Clemperer se sentía fracasado. Había dicho:

—En cierto modo estamos lejos del tiempo y del espacio —y ahora, aquello parecía obviamente falso. Ignorarlo todo: en eso consistía la existencia. Clemperer se volvió y se encaminó cansadamente hacia su habitación.

Y durmió.

A las cinco de la tarde se despertó gritando. Un vidrio de su ventana había saltado en pedazos. Se incorporó en la cama, incapaz de orientarse. Al principio creyó que se ahogaba. Las aguas habían saltado hacia él, azotando su rostro. Sus pulmones estaban inundados de espuma.

Clemperer se levantó aturdido, y se alejó de la cama tambaleándose.

El viento había roto la ventana. Aunque agonizaba al romper el día, el ventarrón había cobrado fuerzas y se había convertido en una impresionante tormenta que se elevaba desde el mar hacia la ciudad.

Algo más resultaba equívoco, algo que sentía dentro de sí. Clemperer estaba vestido del todo, incluso llevaba puesto el abrigo. Bebió un poco de agua, se enjuagó la boca con ella y salió precipitadamente de la casa. Era extraño no haber despertado con resaca, era extraño haber despertado con un propósito definido. Spring y Alice estaban en apuros, el peligro se había cernido sobre ellos.

Bajó rápidamente por las estrechas calles hasta llegar al puerto. Entonces vio a la gente apelotonada en el muelle; era cierto, lo había sabido con anterioridad. Todos miraban hacia alta mar, la mayoría en silencio, unos cuantos gritando y señalando. Mientras se cruzaba corriendo con algunos, alcanzó a escuchar algunas palabras: un yate estaba en dificultades, había sido echado el bote salvavidas, la corriente Jedder dificultaba el rescate.

Corrió por las colinas hacia el punto más alto de los acantilados, corría como no había corrido en años, corría como un poseso.

Desde la cima, la isla Jedder era una oscura mota sobre el horizonte. Las negras nubes la semiborraban con sus vientres chorreantes. Mientras oteaba, la lluvia barría el mar, azotaba la costa, inundaba las rompientes y golpeaba su rostro con rachas de gotas tan duras como guijarros. En un momento quedó calado hasta los huesos.

Pero, en su atenta observación, Clemperer había divisado el yate: lo vio deslizarse bajo la agitada superficie. El bote salvavidas no estaba en sus alrededores, delimitados por una furiosa estela de espuma verde que señalaba la corriente Jedder. Para cualquiera que aún permaneciese a bordo del yate no había la menor esperanza de supervivencia; el yate se había hundido de golpe.

—¡Clemperer! —Oyó en sus oídos el hiriente grito de
ellos
mientras el navío seguía hundiéndose, hundiéndolos consigo.

En su interior habitaba ahora la muerte; estaban anestesiadas todas sus sensaciones. La tormenta bramaba en su rostro, silbaba en sus oídos, pero en su interior sólo habitaba el silencio cuando emprendió cansadamente el camino colina abajo, resbalando y dando tropiezos sin advertirlo. Caminaba en medio de un sueño y se abrió paso a empujones a través de la sombría muchedumbre todavía apelotonada y expectante en el puerto. Nebulosamente consciente del rumbo que tomaba, Clemperer cruzó la carretera y caminó pesadamente hacia el Karpenkario,

Alice y Spring estaban sentados alrededor de la mesa ya conocida y le estaban esperando. Estaban más mojados que él, pero sonreían.

En el curso de los siglos fueron emprendidas muchas guerras. Ellas hicieron que una fracción de la humanidad se lanzara al universo para escapar. En la tierra, un conflicto concreto diezmó al hombre y dejó casi estériles sus continentes; pero, como siempre, el conflicto más cruel se entabló entre el individuo y su medio.

TODAS LAS LÁGRIMAS DEL MUNDO

Era el último día del verano del último año del siglo octogésimo octavo.

Ronroneando en un punto elevado de la estratosfera, un aspa transportaba a J. Smithlao, psicodinámico, sobre el sector centésimo trigésimo noveno de Ingla Terra. Comenzó a descender en picado. Fue descendiendo hasta estabilizarse y posarse en un punto de la finca de Charles Gunpat sin necesitar de la atención de Smithlao.

Para Smithlao era una comisión de rutina. Había acudido, como psicodinámico de Gunpat, a suministrar una vigorización de odio al anciano. Su rostro oscuro parecía hastiado cuando contemplaba la imagen del exterior en sus telepantallas. Cosa bastante extraña, había captado la fugaz visión de un hombre que se aproximaba a pie a la finca de Gunpat.

—Tal vez sea un salvaje —murmuró para sí.

Bajo su aspa menguante, el paisaje era tan nítido como un cianotipo. Los empobrecidos campos formaban rectángulos impecablemente delimitados. Aquí y allá, éste o aquel robot mantenía la naturaleza a su imagen funcional: ni un guisante cascarillado sin supervisión cibernética; ni un abejorro entre estambres sin comprobar por radar la justeza de su curso. Todas las aves tenían un número y una señal de llamada, mientras que cada tribu de hormigas contaba con el metálico escrutador de hormigas que informaba a la base los secretos del hormiguero. Cuando la lluvia caía, el agua tenía su lugar asignado para posarse. El viejo y confortable mundo de los factores fortuitos había desaparecido bajo la presión del hambre.

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