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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (48 page)

BOOK: La boca del Nilo
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Le rellenó el cuenco con más cerveza.

—Así que lo habéis logrado.

—Sí —suspiró, y sonrió como un niño muy grande.

—¿Nos lo contarás, o estás muy cansado?

El griego miró a la docena de oyentes, que esperaban ansiosos sus palabras, y volvió a sonreír.

—No, ya no estoy cansado. ¿Pero dónde está Basílides? Me gustaría que lo oyese él también.

—Basílides ya no está con nosotros. Al mercenario se le apagó la sonrisa.

—No me digas que ha muerto…

—No sabría decirte con certeza si está vivo o muerto. Es toda una historia, porque aquí también han ocurrido cosas.

Demetrio se le quedó mirando unos latidos, el cuenco de cerveza entre las manos. Observó luego de nuevo al semicírculo de oyentes, dio un sorbo y se encogió de hombros.

—Luego me la contarás, supongo.

—Claro —aceptó Agrícola—. Pero ahora el Nilo. El Nilo. El otro sonrió otra vez, y sus ojos volvieron a iluminarse.

—El Nilo, sí. El Nilo…

E
L
RELATO DE D
EMETRIO

Ahora que ya estamos de vuelta, supongo que puedo ser sincero y confesar, sin apuro, que no creí que fuese a salir con vida de este último viaje. Comprendo las razones del tribuno mayor y el prefecto, pero en su momento me pareció una auténtica locura ese empeño en seguir río arriba a toda costa, en busca de unas fuentes del Nilo fantasmales, situadas a los dioses saben qué distancia y con menos de cien hombres que eran los menos malparados, no los más sanos, de toda la expedición.

Cierto que les acompañé por propia voluntad. Cuando el prefecto me lo pidió, acepté sin dudar un momento, y lo hice por dos razones. La primera es que, a lo largo de todo este viaje, he llegado a respetar a Tito Fabio, que es de verdad un buen jefe. La segunda es que nadie podrá decir nunca que Demetrio, el hijo de Crates, de Herakleopolis, tuvo jamás miedo, ni que abandonó a sus camaradas en los momentos de más apuro.

Y no me cabía duda de que esa última parte del viaje, con un puñado de hombres, escasos de fuerzas y cortos de provisión, iba a ser la más difícil.

Así que ahora que todo eso ha quedado ya atrás, creo que puedo reconocer sin sonrojo que hice el hatillo convencido de que iba a dejar los huesos Nilo arriba. Por eso me puse en paz con mis dioses, que son los de mis padres, y me embarqué en la nave del prefecto como quien sube a la de Caronte, y no para ir a la boca del río, sino a las puertas de los Infiernos.

Supongo que vosotros no recordáis gran cosa del momento de nuestra partida; pero yo me acuerdo con tanta claridad y guardo tantos detalles como si hubiese sido ayer. Fue en un día despejado, sin nubes, de luz brillante, aire limpio y mucho calor. Los augurios fueron favorables y los compañeros en general parecían animados; aunque no sabría decir si en verdad la estaban o sólo se esforzaban por aparentarlo, como yo.

Con el prefecto íbamos unos cuarenta hombres, de forma que estábamos apiñados; recuerdo haberme fijado en que Tito tenía el pelo negro salpicado de canas blancas que no estaban al salir de Elefantina. Se sentaba a popa, atento a la navegación, y a su lado iba Merythot, con sus ropas blancas de sacerdote. El resto de la tripulación eran casi todos legionarios o auxiliares, y algún sujeto más difícil de clasificar; categoría en la que supongo que debo incluirme, dicho sea de paso.

En el barco del tribuno, en cambio, se codeaban pretorianos con mercenarios libios y nubios, y los guías negros. Emiliano, a diferencia de Tito, solía sentarse a proa de su nave, con los ojos perdidos en el agua o las riberas, sumido casi siempre en el silencio y supongo que con los pensamientos muy lejos.

Recuerdo que, mientras nos alejábamos del arenal y de este campamento, me atenazó una sensación muy peculiar. Fue la misma que me asaltó hace ya tiempo, cuando abandonamos Elefantina, y también al salir de Meroe; sólo que esta vez mucho más fuerte. Acomodado como podía entre soldados y bagajes, al volver la vista atrás y ver que las empalizadas del campamento habían desaparecido ya tras un recodo del río, y que estábamos solos en medio de la corriente, sentí una extraña desazón. Un sentimiento de soledad, de angustia y miedo, de algo que no puedo describir pero que se agarraba a mis entrañas, como un mal presagio.

Me gustaría explicarlo. Veréis: salir de Elefantina para meternos en el desierto fue casi como abandonar la casa propia. Supongo que todos hemos sentido algo parecido alguna vez, al comenzar una empresa azarosa y de la que no sabemos si vamos a salir con bien. Y luego Meroe, que al menos era un lugar conocido de oídas. Pero ya salir de este campamento fue dejarlo todo atrás para proseguir adelante, con un pequeño grupo de hombres y casi a ciegas.

Supongo que fue debido al cansancio acumulado o a la fiebre, pero os juro que en ese preciso momento, mientras nuestras dos naves comenzaban a remontar el Nilo, entre orillas llenas de selvas verdes y espesas, bajo ese cielo azul lleno de aves de colores, tuve de repente una visión. Una visión en la que me contemplé a mí mismo dejando atrás a esa compañía para seguir aún adelante, completamente solo. Solo, sí, en una piragua, remando bajo el sol ardiente, por un río ancho, de aguas a veces azules y a veces verdes, que serpenteaban a lo largo de estadios y más estadios por la selva, condenado a buscar por toda la eternidad sus fuentes. Fuentes que no existían, porque ese río de mi visión no tenía comienzo…

Pero estoy divagando.

Remontamos a vela durante varios días; no puedo ahora precisar cuántos fueron exactamente, no lo recuerdo ya y, en su momento, no se me ocurrió anotarlos. Ojalá Basílides, o por lo menos Valerio Félix, hubieran estado con nosotros. Sí puedo deciros que tuvimos que navegar con cautela, por culpa de las inundaciones. El Nilo bajaba turbio y fangoso, tan rojo como se le ve en el bajo Egipto en la época de las crecidas, y con frecuencia más que río parecía lago, ya que grandes extensiones de tierras bajas habían quedado sumergidas, de forma que las copas de los árboles se remontaban directamente encima de las aguas embarradas.

Navegar era, por tanto, lento y tedioso, y estaba al tiempo lleno de peligros. Porque no solamente viajábamos por
terra incognita
, sino que corríamos el riesgo de naufragar en el fango. Teníamos que vigilar para no embarrancar o chocar contra alguna roca sumergida, y siempre había a proa un par de hombres con pértigas, prestos a apartar los troncos flotantes.

Recuerdo esa parte del río como de orillas muy frondosas, cubiertas de una vegetación exuberante, allí donde las aguas no se la había tragado, claro. El sol era un gran disco incandescente, la luz cegaba y las moscas suponían una tortura permanente. El calor era sofocante y las aguas remansadas humeaban, de forma que a menudo navegábamos entre calimas muy tenues. Vimos antílopes, elefantes, búfalos, jirafas, leones, leopardos, pero no nos detuvimos, porque no necesitábamos de momento víveres y teníamos otras cosas en la cabeza que conseguir pieles preciosas.

Los poblados ribereños estaban inundados y sus habitantes habían huido con enseres y ganado hacia zonas más altas. Vimos algunas piraguas tripuladas por hombres negros y desnudos, que bogaban por entre las techumbres de paja de sus casas sumergidas. Nos saludaban agitando manos, remos y lanzas, y nosotros respondíamos, pero en ningún momento nos detuvimos. Divisamos también a hombres pintados que nos observaban al pasar, desde la umbría de la selva o la solana de los arenales. En algunos tramos, el Nilo discurría junto a pastizales de hierbas altas y, en ellos, veíamos rebaños de vacas custodiados por guerreros de mantos coloridos y largas lanzas. Se llamaban unos a otros al avistarnos y acudían a mirarnos, porque sin duda nunca habían visto u oído nada parecido a nuestras naves de casco de papiros y velas triangulares.

No hubo escalas en ese viaje; ni una sola vez nos detuvimos a comerciar, ni a preguntar, ya que éramos pocos, no teníamos intérpretes que conociesen el idioma de esos pueblos tan remotos y temíamos que, si nos acercábamos a la orilla, nos tendiesen una emboscada. Por esa misma razón, tampoco varábamos al caer la oscuridad y, en vez de eso, hacíamos noche en nuestras naves, fondeados sin luces, y con centinelas a proa y popa. Los hombres, claro, renegaban de una medida que les obligaba a dormir hacinados en los barcos, entre el calor y los olores, acosados por los mosquitos. Pero no tardó en ocurrir algo que nos quitó a todos, aun a los más temerarios, las ganas de dormir en seco.

Yo diría que ocurrió a los tres o cuatro días de partir. Lo que sí es seguro es que aquella tarde habíamos estado remontando sin mayor contratiempo, a no ser que se considere como tal a que algún hipopótamo amagó un ataque contra nuestra nave. Al ocaso, el tribuno y el prefecto se habían consultado de nave a nave, y acabamos echando el ancla cerca de la ribera oriental, casi borda con borda, como era nuestra costumbre durante los fondeos, para protegernos mejor en caso de ataque.

Recuerdo que esa noche fue muy clara y calma, libre de esas brumas que con frecuencia cubren el río. El cielo estaba despejado de nubes, lleno de estrellas y, si uno miraba hacia tierra, podía ver las siluetas de los árboles, recortadas en negro contra el firmamento nocturno. Había muchas estrellas fugaces, eso lo recuerdo también, que caían como proyectiles ardientes, iluminando el cielo antes de extinguirse. El río estaba tranquilo y sólo se oían pequeños sonidos en la oscuridad: el batir del agua contra los cascos de las naves, el crujir del maderamen, los ronquidos de los durmientes, el castañeteo de dientes de uno atacado por las fiebres, el zumbido de los insectos.

Pero, ya bien entrada la noche, la calma se rompió y yo eché mano a la espada aun antes de saber qué era lo que me había despertado. Había ruidos, voces. Me levanté aturdido en la oscuridad. En algún punto de la orilla, alguien estaba haciendo batir grandes tambores, y los centinelas de nuestras naves se llamaban a gritos a través de las pocas brazas de agua que nos separaban, preguntándose unos a otros. Nuestros hombres se estaban incorporando somnolientos, medio a tientas, empuñando las armas. A popa de nuestra embarcación pude distinguir al prefecto Tito y al egipcio Merythot, visibles al resplandor de las estrellas, vueltos hacia la orilla occidental.

La noche seguía quieta, no corría soplo de viento y la atmósfera era cálida y pesada. En la margen occidental, la más alejada, ardían grandes luces. Hogueras de llamas altas y rugientes que se reflejaban en las aguas negras, al tiempo que los grandes tambores retumbaban, como corazones enloquecidos, en las tinieblas.

Fue aterrador, amigos. Nos asomábamos a la borda, armas en mano y con el corazón en un puño, tratando de distinguir qué era lo que estaba sucediendo. Pero lo único que podíamos ver eran esos fuegos encendidos, a lo largo de la orilla en sombras, y oír el trueno de los tambores. Algunos creyeron distinguir siluetas negras recortadas contra el rojo de las llamas, pero yo no las vi. El batir rítmico de los tambores en la negrura hacía latir toda la cuenca del río, como el palpitar de una arteria, y tuvimos miedo.

Vimos grandes hogueras en la noche y oímos grandes tambores, y tuvimos miedo. Sí. Estábamos muy solos y muy lejos, en la oscuridad, en tierras incógnitas, y no hay, creo, temor más terrible que el miedo a lo desconocido. Los fuegos siguieron encendidos toda la noche y los tambores no dejaron de atronar en ningún momento. Pero aunque velamos hasta el alba, no sufrimos ataque alguno ni vimos a nadie.

Cerca del amanecer se levantaron brumas del río, de forma que las hogueras se convirtieron en faros de luz empañada que danzaban en la orilla oeste. Y, en cuanto hubo un atisbo de luz, el prefecto llamó a voces al tribuno y, pese al riesgo, zarpamos y, a vela y remo, partimos a toda prisa río arriba, para alejarnos de aquellos fuegos y aquellos tambores que tanto miedo nos habían metido en el cuerpo.

Sólo tiempo después, con estadios de por medio y bogando ya bajo la luz ardiente de la media mañana, nos miramos unos a otros y pudimos sentirnos razonablemente a salvo. Pero ese incidente misterioso nos caló a todos hasta el tuétano, y nos hizo sentir con más fuerza que nunca lo solos que estábamos y los pocos que éramos.

* * *

Un par de días después llegamos a un punto en el que el río dejaba de ser navegable. Sí; allí, ya muy al sur, se encuentra uno con otras cataratas, las séptimas del Nilo, que hacen imposible proseguir en barco. Son un obstáculo insalvable para la navegación, pero lo cierto es que no tuvimos tiempo para sentir desaliento ante tal circunstancia porque, muy cerca ya de esos rápidos, avistamos un gran poblado en la orilla oriental.

Bueno; en realidad no en la orilla, sino cerca, sobre una colina; en una ubicación elegida, con claridad, tanto por motivos de defensa como para protegerlo de las inundaciones del río. Era visible desde el agua, por encima de las copas de los árboles ribereños, y algunas de sus edificaciones nos llamaron la atención hasta el punto de hacernos olvidar de todo lo demás. Porque, desde el río, veíamos que tenía una muralla de adobe y que dentro se levantaban construcciones rectangulares, de muros de barro y rematadas con azoteas planas y techumbres de tejas.

Recogimos vela para bogar más despacio y poder examinar esos edificios, tan distintos a las casas de techos de paja locales. Así, llegamos a la altura de un remanso, con un ancho arenal, a la sombra de árboles altos y copudos. Allí había varias embarcaciones varadas en la arena: botes sin vela, pero de un porte considerable. Pero no fue eso lo que nos hizo apartar los ojos de la ciudad, sino la buena veintena de hombres congregados allí, a pie de agua.

Algunos eran negros como los que habíamos visto en las orillas mientras remontábamos ese tramo del río; unos desnudos y otros cubiertos con mantos vistosos, todos armados con lanzas largas. Pero cuatro o cinco de los que allí estaban eran, a no ser que nos hubiéramos vuelto locos, griegos. Sí: griegos de Egipto, a juzgar por sus túnicas, armas y porque alguno de ellos era rubio; ya que, en cuanto a su piel, el sol la había vuelto casi tan oscura como la de sus acompañantes. En cuanto a las facciones, estábamos demasiado lejos como para poder distinguirlas.

Al vernos, prorrumpieron en un gran vocerío, al tiempo que nos saludaban y reclamaban agitando los brazos.

—Khaire! Khaire
! —gritaban los griegos, ante nuestro asombro.

Uno de ellos, un gigante de barbas negras ensortijadas, que parecía un Poseidón o el mismo Nilo encarnado, se adelantó algo a sus compañeros con una rama frondosa en la mano, como si fuese la tradicional de olivo, y la agitó en señal de paz.

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