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Authors: León Arsenal

Tags: #Narrativa histórica

La boca del Nilo (16 page)

BOOK: La boca del Nilo
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En la fachada había cuatro colosos de piedra sentados, cuatro que eclipsaban en cuanto tamaño y grandeza a todo lo imaginable. Eran estatuas todas del gran rey, con coronas dobles, semblantes majestuosos y las manos sobre las rodillas, mirando eternamente al infinito. La segunda de las imágenes a partir del río estaba incompleta, porque había perdido la cabeza y parte del pecho. Eran tan grandes que, al menos vistas desde el río, desde la nave que se acercaba lentamente, no parecían algo verdadero, sino pertenecientes a esas escenas fantásticas de los sueños.

En el mismo centro de esa fachada titánica, entre las dos parejas de gigantes pétreos, había un nicho inmenso que partía a la altura de las rodillas de éstos y acababa a la de las cabezas, y allí había una estatua de Haraklés de pie; enorme y sin embargo pequeña en comparación con esas otras cuatro. Y aún por encima de todo ese conjunto, había grandes cornisas talladas en la roca, sobre las que se agazapaban monos de piedra, adorando al sol.

Claudio Emiliano había oído hablar mucho de ese templo, claro, y de lo desmesurado de sus proporciones; y era por eso por lo que se había decidido a visitarlo. Pero nadie, ni siquiera Merythot o los marineros que afirmaban haberlo visto desde sus barcos, podrían haberle preparado para esa visión gigantesca que apareció casi de repente ante sus ojos, cuando la nave sobrepasó a la primera colina.

El patrón de la nave comenzó a dar voces y los marineros se aplicaron a la vela y los remos, mientras los pasajeros miraban como entre sueños al templo. La embarcación viró entre crujidos y fue a varar a la orilla, allí donde la arena del desfiladero llegaba al borde mismo del agua para formar una playa ancha y árida.

Desembarcaron. Unos saltaron a tierra desde la proa, tratando de llegar a la arena sin mojarse, y otros por los costados directamente al agua, y desde ahí chapoteando hasta la orilla. Esto último fue lo que hizo el tribuno, que salió del río apartando algo molesto las manos que le tendían para ayudarle. Se quedó en el borde, observando aquel gran templo bajo la luz deslumbrante de la mañana, que por alguna razón parecía hacerlo todo aún más grande, mientras sentía en las canillas la humedad de los bajos empapados del manto.

A simple vista se advertía que la arena entraba en aquel desfiladero procedente del desierto, empujada por los vientos, e iba a remansarse allí, formando una larga rampa amarillenta. Desde donde ellos se hallaban podían ver cómo, gracias a siglos de abandono, la arena había enterrado ya parte de la fachada del templo, cubriéndola hasta una altura que iba desde las rodillas del coloso más lejano a los tobillos del más próximo.

El tribuno se dirigió al templo con sus acompañantes y los soldados, mientras que los marineros se quedaban atrás, al lado de la nave. La escota estaba formada en esa ocasión por una decena de pretorianos con escudos y
pila
, así como por tres arqueros sirios, cetrinos y altivos, y los tres germanos del tribuno mayor. Comenzaron a ascender en fila por la cuesta arenosa, sin apresurarse, bajo el calor ardiente y la luz cegadora.

Emiliano subió en compañía de Merythot. Durante esos días en que sus heridas le habían obligado a viajar en litera, no se había olvidado de hacerle llamar para darle las gracias por los cuidados prestados en Filé. Ya sabía de ese egipcio, supuesto sacerdote, claro, pero antes no había tenido trato con él. Sin embargo, en ese tiempo habían tenido oportunidad de charlar, el romano tumbado en la litera y el egipcio caminando muy digno a su lado, báculo en mano, y, como tanto otros en la embajada, al final el primero había quedado más que impresionado por los conocimientos que mostraba el segundo. Hasta Basílides, durante el viaje en barca, había abandonado sus aires de superioridad para discutir asuntos de historia y geografía con él.

Pero ni el mejor narrador del mundo podría haber preparado al tribuno para lo que vio mientras se acercaba al templo del Rey, esa mañana de tanto calor, acompañado de pretorianos de túnicas rojas y armadura, arqueros de faldas verdes, un griego de ropas marrones y blancas, y un egipcio de cráneo mondo, alto y magro él, y ataviado con linos tan blancos que ni siquiera las polvaredas del desierto parecían ser capaces de ensuciar.

La atmósfera era sofocante, el aire seco dejaba un regusto de arena en la boca y el cielo era de un azul polvoriento. Las aves planeaban y picaban en lo alto, y a veces un graznido resonaba entre las paredes rocosas, levantando largos ecos a lo largo del desfiladero. Había una extraña sensación de soledad, de vacío, de distancias inmensas, puede que debidas al calor que hacía temblar el aire y distorsionaba las imágenes.

Mientras remontaba fatigosamente la cuesta, Emiliano volvió a mirar al coloso incompleto, que había perdido la cabeza y parte del pecho quién sabe cuántos siglos antes, en lo que debió ser un derrumbe estruendoso de rocas y polvo mineral. Esa falta en la fachada no hacía a ésta menos imponente, antes quizá lo contrario, porque le prestaban todavía más de esa grandeza que tiene lo antiguo.

—Me pregunto qué pudo ocurrirle a ese coloso.

Merythot volvió los ojos a él y luego los puso de nuevo en su meta, con los linos blancos ondeando a su alrededor a cada bocanada de viento ardiente.

—Alguna falla en la roca, sin duda alguna. Está escrito que toda esa parte cedió no mucho después de que se tallase el templo, y que tal suceso fue considerado como una mala señal.

—¿Una mala señal? ¿Un augurio desdichado?

—En efecto.

—¿Pero desdichado para quién? ¿Para el rey o para el reino?

—En Egipto, rey y reino son sólo dos aspectos de una misma realidad, tribuno —Merythot se sonrió, con una petulancia muy egipcia.

El romano correspondió con otra sonrisa de buen humor, acostumbrado ya al aplomo y la seguridad con las que aquel sacerdote, real o supuesto, hablaba de Egipto y lo egipcio. Volvió a observar el templo en la roca y, con la sonrisa colgando de los labios, se le ocurrió que quizás a los egipcios no les faltaban razones para creerse gente aparte del resto de los mortales.

—¿Se cumplieron los malos presagios?

—Sí, tribuno. El imperio del gran Ramsés no duró tanto como debiera haberlo hecho, de la misma forma que su estatua se quebró mucho antes de lo que cabía esperar.

Un explorador nubio —alto y flaco, con plumas en el cabello enmarañado y un delantal de cuero— que corría unos cien pasos por delante, se paró de golpe y se quedó observando a la derecha. Siguiendo su mirada, Valerio Félix vio como un grupo de aves acababa de levantar el vuelo desde la colina de la derecha y se alejaba graznando sobre las rocas. El pretoriano que abría la marcha alzó su
pilum
y la fila se detuvo.

Se quedaron en mitad de la cuesta. Por delante de todos ellos, solo en mitad de las arenas amarillas, el nubio escudriñaba la ladera de roca, buscando con la mirada qué pudiera haber espantado a los pájaros. Los pretorianos de túnicas rojas volvían la mirada a todas partes, los escudos prestos, y alguno se acercó al tribuno, no fuera que tuvieran que cubrirle. Los arqueros sirios contemplaban con la mayor indiferencia el paisaje de piedra y arenas que les rodeaba, el arco en una mano y el extremo suelto de la cuerda en la otra, dispuestos a montarlos a la menor señal de alarma.

Fue pasando el tiempo. Los ojos del nubio registraban cada grieta y cada roca. Soplaban ráfagas de aire caliente que levantaban torbellinos de polvo. Valerio, acariciándose la larga barba, echó una ojeada a la espalda y se dio cuenta ahora de lo lejos que estaban de la barca. Por fin el nubio, el arco largo en la zurda, se giró para proseguir la andadura en dirección al templo. Los pájaros volvían ya a posarse en las rocas de la ladera y nada se movía.

La fila de hombres se puso de nuevo en marcha, en parte aliviada y en parte intranquila. Valerio le comentó a Basílides, con cierta inocencia:

—¿Sabes? Me alegro de que esta vez nos acompañen los pretorianos.

—¿Por qué? —el recio geógrafo le miró con esa hosquedad que a menudo asomaba a sus modales.

—Porque estamos muy lejos de todo y, si nos atacan…

—No sé qué decirte. Yo preferiría tener con nosotros a los hombres de Tito.

—¿Cómo puedes decir eso? Los pretorianos son los mejores soldados del imperio, los mejor entrenados; son la guardia personal del césar.

Basílides sonrió con aspereza.

—No lo dudo. Pero los legionarios y los auxiliares de Tito están curtidos en la lucha en el desierto y la veteranía vale más que cualquier entrenamiento.

—Ah, claro… —Valerio meneó la cabeza—. Sí, desde luego; no hay nada como la experiencia.

Callaron, pero unos pocos pasos más adelante el romano volvió a hablar.

—Fue el propio Marcelo quien ordenó que viniesen esos pretorianos y los tres arqueros, en vez de una escolta normal. Algún motivo tendría.

—Sin duda. Marcelo no es hombre que haga las cosas porque sí.

—Quizá temen que se produzca un intento de asesinato.

—No creo —refutó con un gesto impaciente el hombre de la Biblioteca. Pero luego añadió con más prudencia—: No hay motivos para pensar que aquello que pasó en Filé fuese otra cosa que un intento de robo; a no ser que los chismes de campamento, que afirman lo contrario, sean una razón de peso.

—Claro.

—Creo yo que Marcelo habrá pensado que, en caso de que nos ataquen bandidos, los pretorianos cuidarán con más celo del tribuno, que es uno de los suyos. Aparte de que, por razones de prestigio, los pretorianos no iban a ceder la escolta a otros.

—Sí. La verdad es que la gente trata de buscar siempre explicaciones complicadas a lo que es muy sencillo.

—Tú lo has dicho.

Algo más adelante, el jefe de los pretorianos se retrasó para cambiar unas palabras con Claudio Emiliano.

—¿Vamos a entrar, tribuno?

—Sí.

—¿Es necesario?

—El césar quiere que se le informe de lo que hay en el interior de ese templo; y no le vale un relato a partir de lo que podamos leer u oír, sino que lo quiere de primera mano. Y no vamos a desobedecer a Nerón sin motivo, ¿verdad?

Al mirarse, cambiaron una casi sonrisa cómplice. Luego el veterano hizo una mueca de resignación y se adelantó para retomar la cabeza de la fila.

Remontaron lo que quedaba de la cuesta en silencio, bajo el sol abrasador que arrancaba destellos a las puntas de las armas y a los cascos. Entre las dos parejas de colosos sentados, justo bajo la hornacina con la estatua de Haraklés, se abría una puerta enorme, de jambas y travesaño tallados en la roca viva. Se detuvieron allí, más de uno jadeando por culpa del calor y la subida. La arena que bajaba en cuesta se veía contenida en parte por el más norteño de los colosos, lo que había impedido que la puerta quedase sepultada a lo largo de los siglos de abandono.

Basílides comentó tal circunstancia al tribuno.

—Es una suerte, sí —convino éste, antes de mostrarle cómo la arena había sido barrida de la entrada—. Pero parece que los hombres han tenido también algo que ver.

El geógrafo, que se había apartado el pliegue del manto de la cabeza, observó la zona despejada con interés.

—Tienes razón: supongo que los nubios vienen cada cierto tiempo a traer ofrendas o a rezar. Doble suerte entonces.

—Más que doble —el romano sonrió—. Porque esto nos da la seguridad de que ninguna fiera ha hecho del templo su cubil. Es lo único que nos faltaba; que un león nos atacase ahí dentro.

Basílides asintió pensativo, pero no dijo nada. El tribuno levantó los ojos para contemplar las estatuas, que desde allí abajo parecían aún más inmensas. Ordenó a los soldados que se quedasen fuera, de guardia, y tanto pretorianos como sirios se apresuraron a buscar la sombra. El guía nubio, por el contrario, desdeñando cualquier descanso, se fue a explorar los alrededores, arco en mano.

—Entremos.

El propio Emiliano fue el primero en cruzar el umbral, para sumergirse en la penumbra fresca de aquel templo abandonado durante siglos. En la antecámara aún había algo de claridad, pero al cabo de pocos pasos reinaban ya las tinieblas, tal y como suele suceder en las construcciones subterráneas, y más si la entrada, como era el caso, está ocluida en parte por arena. Encendieron lámparas de arcillas y, con ellas en alto, contemplaron el interior.

Aquel templo seguía un patrón egipcio clásico, de forma que tenía un largo pasillo que arrancaba a la entrada y corría hasta llegar al fondo, atravesando las distintas cámaras, éstas eran tres, cada una de ellas más pequeña y de techo más bajo que la anterior.

Al resplandor de las luces, vieron que la primera era rectangular e hipóstila, con cuatro colosos que retrataban al gran Ramsés colocados a modo de columnas a cada lado del pasillo central, como centinelas que custodiasen eternamente el corredor. No había detritus ni excrementos en el suelo, lo que confirmaba la idea de que los nubios acudían cada cierto tiempo a rendir culto. El grupo se deshizo de inmediato y cada cual se fue por su lado; unos a admirar las estatuas, otros los frescos de batallas en las paredes, y alguno a registrar las estancias laterales que partían de esa cámara central.

Basílides y Merythot siguieron el pasillo. Más allá de la primera cámara había una segunda; la sala de la aparición, sustentada por cuatro pilastras. Y aún después estaba la sala de las ofrendas, con tres capillas. La más grande de las tres estaba al fondo y contenía un altar y cuatro estatuas talladas en roca viva.

El geógrafo paseó la luz de su lámpara por ellas, observándolas mientras las sombras danzaban como enloquecidas en las paredes. Merythot se las fue mostrando.

—Esas tres representan a Anión, al rey y a Haracklés —se giró para mostrarle la cuarta, que estaba separada del resto—.ésta representa a Ptah.

Basílides asintió y, con la lámpara de arcilla en la mano, se volvió para mirar a sus espaldas. Pensativo, apantalló la luz con la mano para que no le deslumbrase y se quedó observando durante unos momentos el recuadro luminoso de la entrada, visible desde allí gracias a que el pasillo era recto como una flecha.

—¿Es cierto que la luz del sol, al amanecer, entra por esa puerta e ilumina a las estatuas?

—Veo que eres hombre instruido —el egipcio ladeó con aprobación la cabeza calva—. Sí, es cierto; pero no ilumina más que a una de las estatuas.

—Ah. ¿Y a cuál?

—Los arquitectos del faraón construyeron el templo de tal forma que, dependiendo de la estación, la luz incida en una u otra de estas tres estatuas. En cuanto a la imagen de Ptah —volvió a señalarse a la luz temblona de la lámpara—, dada la naturaleza del dios, ha de quedar en todo momento en la oscuridad.

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