La biblioteca de oro (20 page)

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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

BOOK: La biblioteca de oro
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—Si te lo ocultaba, es que ya había empezado a tener secretos.

Ella asintió con la cabeza.

—Escucha esto —dijo—; es la primera anotación, y te da una primera idea: «En la Antigüedad, el culto a un dios se realizaba en un entorno hermoso: una arboleda, un lugar sagrado o un templo. No es casualidad que casi todas las bibliotecas estuvieran en lugares de culto paganos, así como en tiempos posteriores estuvieron en mezquitas, tabernáculos e iglesias. La palabra escrita tiene siempre un poder mágico, divino, que unifica al pueblo. Naturalmente, la religión quería controlar esto. Pero es que los libros son sinónimo de Dios».

—Mira a ver si habla en alguna parte de la Biblioteca de Oro o de Yitzhak Law.

—Lo he estado buscando. Aquí hay otra cita: «Hay libros que no podré encontrar nunca, mucho menos leerlos».

—Conmovedor.

Ella asintió con la cabeza y siguió leyendo en silencio.

A Judd ya no se le ocurrían más nombres que probar para buscar la clave del móvil de Charles. Se detuvo, con los dedos sobre el teclado.

Ella levantó la vista.

—Acabo de encontrar una de las citas favoritas de Charles. Es de Aristóteles. «Todas las personas desean saber por naturaleza». Parece adecuada. Prueba con
Aristóteles
.

Él pulsó las letras del nombre del filósofo griego, y apareció en la pantalla la lista de contactos.

—He entrado. Lo malo es que la lista está vacía. Debía de saberse de memoria los números a los que llamaba. Vale, ahora toca comprobar las llamadas entrantes y salientes.

La lista estaba protegida, pero
Aristóteles
volvió a funcionar.

—Solo hay dos. Los dos son números de Londres. ¿Reconoces alguno de los dos?

Le leyó los dos números de teléfono.

Ella negó con la cabeza.

—Pruébalos —dijo.

Él marcó. Con el primer número, el teléfono sonó cuatro veces, y una voz automática lo invitó a dejar un mensaje. Consideró la posibilidad, pero puso fin a la conexión. Ella lo miraba.

—Ha salido un contestador —le explicó.

Probó con el otro número y obtuvo la misma respuesta.

—Otra vez nada.

—Cuando vi a Charles en la calle, ante el hotel, estaba con una mujer rubia. Los dos números de móvil pueden ser el de Preston y el de ella. No la reconocí, pero saltaba a la vista que Charles y ella estaban juntos.

—Descríbemela.

—Pelo rubio largo y flequillo. Mona. Entre treinta y treinta y cinco, diría yo. Como de metro sesenta y cinco. Llevaba una maleta grande con ruedas. Él llevaba una mochila, que dejó a los pies de ella poco antes de empezar a perseguirme. La mochila era gruesa y de aspecto pesado, de modo que podría haber contenido el
Libro de los Espías
.

—Así se explicaría que el libro estuviera en el hotel.

—Sí —dijo ella, mientras volvía a la primera página del cuaderno de Charles.

Ryder examinó la navaja suiza. No tenía nada de particular; podía haber sido de Charles o de cualquier otra persona. Abrió la cartera, extrajo el carné de conducir y el dinero y extendió todo ello sobre la mesilla del asiento.

—Puede que haya encontrado algo —dijo Eva, dando unas palmaditas en el cuaderno—. Como te dije, aquí todo está fechado. He estado buscando pautas. Charles escribía algo de cuando en cuando, una vez por semana como mucho, con una excepción. Existe un periodo de tres meses, antes de nuestro viaje a Roma, en el que hizo muchas anotaciones, a veces varias al día. Eso fue cuando estaba de sabático, dedicado supuestamente a visitar algunas de las grandes bibliotecas del mundo. Él no llegó a explicarme nunca su itinerario completo, y a su vuelta no habló gran cosa del viaje.

—¿Dice en qué bibliotecas estuvo?

—No; pero lo que escribió trata casi por entero de bibliotecas.

—¿Qué crees que significa ese cambio de pauta?

—En primer lugar, contaba con bastante tiempo libre, lo que le permitía escribir sus pensamientos con mayor frecuencia; y tenía la mente puesta en el valor de las bibliotecas. Pero, en segundo lugar, no querría que yo ni nadie de la biblioteca se enterara de que se había tatuado algo en el cuero cabelludo. Así que, la secuencia de los hechos, tal como me la figuro, es la siguiente: se tatuó; pasó tres meses escondido, y volvió a casa, donde lo esperaba yo, con el pelo lo bastante largo y espeso como para que pareciera normal. Después, celebramos nuestro aniversario en Roma, con Yitzhak. Dos semanas más tarde estábamos en Los Ángeles, y otras dos semanas después fue el accidente.

—Tiene sentido.

Se tomaron el café y siguieron trabajando. Él no encontró nada escrito en los billetes de banco de Charles. Volvió a guardar en la cartera el carné de conducir y el dinero, y lo metió todo de nuevo en los bolsillos de su chaquetón. Comprobó después el cargador de la Glock de Charles. La pistola estaba limpia e impecable. No faltaba ninguna bala.

Eva le entregó el cuaderno.

—Aquí no veo nada más que pueda resultar útil. Te toca a ti.

Él lo tomó.

—Pareces cansada —le dijo—. ¿Por qué no duermes un poco?

—Creo que eso haré —dijo ella. Dejó la taza de café en la mesilla de él, y recogió la de ella plegándola en el interior del reposabrazos. Después, estirando los brazos, se subió la pernera del pantalón.

—Me voy a quitar esta tobillera electrónica.

—No. Si pasa algo y nos separamos, siempre podré encontrarte con mi aparato de seguimiento.

Ella se lo pensó y asintió con la cabeza. Reclinó su asiento y cerró los ojos.

Ryder envió a Tucker un correo electrónico en el que le pedía que identificara los dos números de teléfono que había encontrado en el móvil de Sherback y que investigara si Sherback se había alojado en el hotel Le Méridien, acompañado quizá de una mujer. Le dio el nombre falso que figuraba en el carné de conducir de Sherback, la descripción de la mujer, y el dato de que el
Libro de los Espías
podría haber estado en la mochila de ella. Antes, cuando había llamado por teléfono a Tucker para organizar la vuelta en avión, le había puesto al día sobre lo sucedido durante la noche, le había dado la dirección del profesor Yitzhak Law en Roma y le había pedido que consultara a la Policía de Londres sobre Preston y el cadáver de Charles Sherback.

Estudió el cuaderno y no encontró nada nuevo. Después, pasó un largo rato mirando a Eva. Por fin, reclinó la cabeza, deseando no soñar con el pasado y cayó en un sueño intranquilo.

CAPÍTULO
26

Londres, Inglaterra

Doug Preston estaba sentado en su coche alquilado en un aparcamiento público próximo al río Támesis, con los brazos cruzados, la cabeza echada hacia atrás, dormitando a ratos. Había entregado el cuerpo de Charles al avión de la Biblioteca de Oro, y ya se lo habían llevado para ponerlo a salvo. También había llamado a su contacto de la NSA, quien más tarde le había comunicado la mala noticia de que el teléfono móvil de Eva Blake estaba desconectado, por lo que no era posible localizarlo todavía. Después, se había ocupado de un nuevo encargo para Martin Chapman, contratando a un especialista de Washington para que entrara en la casa de Ed Casey.

Ahora esperaba una llamada de la NSA con la noticia de que el móvil de Eva Blake estaba activado y ya tenían su situación exacta; o del director, que le dijera que se había enterado por medio del pinchazo a Ed Casey de a dónde se dirigía ella. Cualquiera de las dos cosas serviría.

Agitado, cambió la postura de su cuerpo dolorido ante el volante. El aparcamiento estaba moteado de sombras primaverales. En algún lugar del río sonó la sirena de un barco. Consultó su reloj. Pasaba un poco de la una de la tarde. Cerró los ojos sin prestar atención al dolor de las costillas. Estaba empezando a quedarse dormido de nuevo cuando sonó por fin su móvil.

Martin Chapman le habló con voz cargada de indignación.

—Tucker Andersen es de la CIA.

—De modo que lo de Estado era su tapadera. Cuéntemelo todo.

Chapman le relató la noticia escalofriante.

—Judd Ryder envió un correo electrónico a Tucker Andersen. Lo sabemos porque Andersen envió una copia del mensaje a Catherine Doyle, que también es de la CIA. Forman parte de algún tipo de programa negro. Doyle es la jefa —dijo el director con voz tensa—. Ryder trabaja ahora con contrato privado para la CIA.

—¿El hijo de Jonathan Ryder?

—Sí. Él es el tirador, y ha estado ayudando a Eva Blake. Todo lo que pasó en el Museo Británico fue un montaje. Fue la CIA la que puso el chip en el libro y la que hizo que levantaran la condena a Blake. Se proponen encontrar la Biblioteca de Oro. Vamos a tener que enfrentarnos a tu antigua gente, Preston. Eras leal.

La voz se había vuelto más dura; la pregunta tácita quedó en el aire.

—Eso fue hace mucho tiempo. En otra vida. Me alegré de marcharme. Me alegré todavía más de que me contratase usted.

Dijo después las palabras que sabía que quería oír el director, y las dijo con sinceridad:

—Mi lealtad está solo con usted, con el club de bibliófilos y con la Biblioteca de Oro.

Hubo una pausa.

—El correo electrónico decía que Ryder y Blake se dirigían a Roma para ver a Yitzhak Law. No podrás llegar allí a tiempo. ¿Cómo propones que se lleve esto?

Preston reflexionó, con la vista perdida a través del parabrisas del coche. Forjó mentalmente un plan, y se lo expuso al director.

—Bien. Me gusta —dijo el director—. Como estamos tratando con una unidad negra, está cerrada en sí misma. Es la única ventaja que tenemos. Yo tengo una idea para ocuparme de Tucker Andersen y de Catherine Doyle. Volveré a ponerme en contacto contigo cuando te necesite.

CAPÍTULO
27

Roma, Italia

Eran las tres de la tarde; hacía un sol fuerte, que resultaba casi abrumador tras la lluvia fría y gris de Londres. Eva caminaba por el barrio Monti, de siglos de antigüedad, en Roma. Monti, justo al sur de la Via Nazionale, era un remanso de paz de artistas, escritores y gentes adineradas, y no solía figurar en las guías turísticas. A ambos lados de la calle había casas altas, cubiertas de hiedra, solo separadas por callejones adoquinados poco más anchos que un carro romano. Los viandantes paseaban por las calles.

Eva, sujetando con fuerza su bolso de bandolera contra su costado, se arriesgó a volver la vista atrás. Según lo esperado, Judd la seguía a varias casas de distancia; tenía un aspecto mediterráneo con sus gafas de sol, su rostro bronceado y su nariz aguileña. Habían dedicado el tiempo necesario a comprarse ropa nueva, para no desentonar con el clima más cálido y con el estilo local. Él llevaba una chaqueta de
sport
marrón suelta, una camisa azul con el cuello abierto, y pantalones vaqueros italianos. Ella también llevaba vaqueros italianos, con camisa y chaqueta verdes.

Mientras pasaban velozmente los Fiat y las Vespas, ella atravesó una
piazza
sombreada por los árboles, llena de niños preescolares que correteaban bajo la mirada amorosa de las niñeras. Por fin, pasó a la calle transitada donde vivía Yitzhak Law.

Judd, sin dejar de seguir a Eva, oteó discretamente aquella zona bulliciosa, y detectó a los tres miembros del equipo que había enviado Tucker Andersen para que vigilaran la casa del profesor Law.

Uno estaba al otro lado de la calle: un hombre con bolsa de compra de tela, vestido con traje gastado y sentado en un banco. Otro estaba un cuarto de manzana más allá; era, aparentemente, una mujer de edad avanzada, arrellanada en una tumbona bajo un turbinto, ante una
trattoria
, leyendo el diario italiano
La Repubblica
. El tercero era un joven que practicaba el monopatín, con gafas de sol y mochila. Pasó perezosamente haciendo eses con la tabla, haciendo girar las caderas al ritmo de la música que oía por sus auriculares.

Judd llamó por su móvil al
skater
, que era el jefe del equipo.

—¿Alguna novedad, Bash?

La unidad llevaba en posición una hora; era menos tiempo del que él habría querido, pero había sido preciso montarla con los oficiales encubiertos que ya tenía Catapult en operaciones en Roma y en sus cercanías.

—Todo va bien, tío. No ha entrado ni salido nadie —le informó Bash Badawi. Saltó de la acera con su tabla.

—Avísame si cambia la situación.

Judd observó a Eva, que avanzaba por delante de él a pasos largos y confiados, con la cabellera pelirroja brillante a la luz resplandeciente del sol. Apretó el paso.

Cuando pasó a su lado, dijo sin mover los labios:

—Es seguro. Entra.

La casa de Yitzhak Law era un edificio de tres pisos, de piedra amarilla antigua, con ventanas grandes y contraventanas blancas. Eva subió corriendo los escalones gastados y tocó el timbre. En el interior sonó un carillón.

Cuando se abrió la puerta, Eva esbozó una amplia sonrisa.

—Buon giorno
, Roberto —dijo.

Roberto Cavaletti era la pareja de Yitzhak desde hacía mucho tiempo.

—No te quedes ahí parada, Eva. Pasa, pasa. Estoy encantado.

La besó en las dos mejillas, haciéndole cosquillas con su barba castaña, que llevaba muy corta. Era de poca estatura y delgado, y producía el aspecto de un zorro ágil, con rostro inteligente y ojos castaños claros.

—Me he traído a un amigo —advirtió Eva.

Se volvió y señaló con la cabeza hacia Judd. Este, después de echar una ojeada a su alrededor, no tardó en llegar al lado de ella, y ambos pasaron a un zaguán decorado con antigüedades y pinturas. En el ambiente perduraba el aroma fragante de una salsa de tomate con especias. En Roma, la comida del mediodía era tradicionalmente la principal del día, y se hacía en casa, entre el mediodía y las tres de la tarde; por eso había tenido ella la firme esperanza de encontrar allí a Yitzhak.

Eva presentó a Judd, diciendo que había venido con ella de los Estados Unidos como compañero de viaje.

—Benvenuto
, Judd. Bienvenido —dijo Roberto, dándole la mano con entusiasmo—. ¿No tienes
jet lag
? No parece que tengas
jet lag
.

El desfase horario era una preocupación constante de Roberto, que nunca viajaba más allá de la zona horaria de Roma, a pesar de que Yitzhak lo solía invitar con frecuencia a acompañarlo.

—Ni pizca de
jet lag
—le aseguró Judd.

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