Read La biblia bastarda Online
Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
En su primera visita a aquellos Santos Lugares en busca de las Biblias más antiguas, hacía ya quince años, se presentó con una pequeña caravana, compuesta por un traductor y tres sirvientes, ante las faldas de las altivas murallas del santuario egipcio. Dado que todas las puertas estaban selladas por razones de seguridad, y mientras sus acompañantes acampaban en las cercanías, le subieron en un cajón de madera colgado de un torno. No existía otra forma de penetrar en semejante mole de piedra. Era necesario superar aquellos veinte metros de ascenso, siempre acompañados por algún golpe de la caja contra el muro, sonoros quejidos de la madera del artefacto y el inquietante rechinar de aquella soga casi umbilical. Los beduinos que hacían girar el mecanismo también le ayudaron a bajarse de aquel ingenio allí mismo, enfrente de donde se encontraba ahora. Para evitar la entrada de intrusos en la comunidad, sólo se podía acceder así, de uno en uno, dentro de aquel endeble arcón. Como demostración de humildad, el pasajero confiaba su vida en las manos y la fuerza de cuatro árabes que hacían girar una rueda mediante la que una soga elevaba al visitante hasta lo alto de la muralla.
Aquella primera vez, en la misma biblioteca a la que se encaminaba ahora casi a tientas, Dios le envió una señal al dirigir su mirada hacia unos documentos deteriorados que había en una canasta de mimbre. Se detuvo para observarlos con atención y, de ese modo, rescató del fuego en el último segundo varios pergaminos del Antiguo Testamento que iban camino de la chimenea. Se lo había dicho el monje: todo lo que estaba en los cestos se usaba como combustible para encender la leña. Encontrarlos momentos antes de que fueran pasto de las llamas había sido, sin duda, una providencial intervención del Altísimo. La comunidad de hermanos fue muy generosa con él: le cedieron 43 de las 129 hojas que había salvado de convertirse en ceniza.
De vuelta a Leipzig, su ciudad natal, se ganó el reconocimiento internacional gracias a la publicación de un libro sobre aquel descubrimiento. Nunca contó, ni a sus colaboradores más cercanos, el lugar exacto del que procedía aquel material. En la tranquilidad de su universidad, donde disponía de más medios, fue corroborando lo que sospechaba: aquellas hojas quizá formaban parte de la Biblia más antigua jamás conocida. Pero para asegurarse necesitaba volver al monasterio del Sinaí y buscar el resto de aquel libro que podía constituir el testimonio más remoto de la palabra divina. Años después regresó en una segunda ocasión, pero no encontró nada. Ahora, a la tercera, había sido la vencida.
Mientras apuraba su cigarrillo volvió a imaginar el sagrado episodio de Moisés y la zarza ardiente, miles de años atrás. La revelación tuvo lugar a pocos metros de donde se encontraba, en lo que ahora era el interior de la antigua ermita de Santa Elena, anexa al edificio principal: el Katholikón o iglesia de Santa Catalina, que, al igual que la muralla, fue construido mediante grandes bloques de granito. Las puertas de madera, con más de mil años de antigüedad, estaban coronadas por una inscripción: «Ésta es la puerta del Señor, los vencedores entrarán por ella».
Constantino se sabía la Biblia de memoria. La frase correspondía a los Salmos 117, 20. Durante una décima de segundo estuvo tentado de atravesar el dintel, pero se corrigió. Ni la soberbia ni la vanidad eran propias de él, y mucho menos en la tierra sagrada del Señor en la que incluso debería caminar descalzo, como el propio Moisés, para mostrar su reverencia.
La falta de sueño empezaba a tener efectos en su organismo: el cuerpo quería desperezarse constantemente y el párpado derecho comenzó a palpitar. El Sinaí era una masa gigante tras él. De noche sólo se intuía la presencia de aquel monte bajo cuya custodia la fortaleza había sobrevivido a otomanos, a cruzados y al mismísimo Napoleón.
A Constantino, la escena histórica que acababa de vivir hacía pocas horas le martilleaba incesantemente la cabeza y mantenía todavía agitado su corazón: Macarius, el monje tesorero que se encargaba de las compras y del avituallamiento en Santa Catalina, le había querido enseñar, orgulloso, el libro que usaba en su celda personal para rezar. Volvían de un paseo por la falda del monte en el que hablaron de las lecturas de los textos sagrados.
—Me han entusiasmado las ediciones del Nuevo Testamento en griego que ha traído usted al monasterio como regalo. Yo también he leído una Septuaginta. Me gustaría mostrársela; seguro que le gustará —le había comentado.
Von Tischendorf sabía perfectamente qué era la Septuaginta: la versión de la Biblia utilizada por las comunidades cristianas primitivas, cuyo nombre se debía a que habían sido setenta los eruditos que la habían traducido al griego.
El sol se ponía tras la montaña de Dios. Se acercaban al monasterio con las cimas todavía iluminadas por la intensa luz roja del atardecer. En esa ocasión, accedieron por una de las puertas de la muralla, que estaba abierta. El torno y el ascensor no se usaban ya con tanta frecuencia. Recorrieron los patios y subieron la escalera de madera que daba acceso a las estancias privadas de los monjes. Cruzaron el corredor y entraron en la habitación del hermano con una leve inclinación de sus cabezas para atravesar la pequeña puerta sin golpearse.
—Espere un segundo, Von Tischendorf, siéntese delante de esa mesita y descanse un poco. Nos hemos dado una buena caminata. Voy a encender una lámpara. Aquí dentro tengo mi Biblia.
El monje se dirigió al fondo de la estancia, abrió la puerta de un armario pequeño y desvencijado, se agachó y sacó de su interior un pesado montón de pergaminos envueltos en un lienzo de seda roja. Macarius acercó con cuidado el grueso paquete a la mesa en la que estaba el estudioso alemán y lo puso encima. Constantino, sin saber todavía lo que iba a encontrarse, destapó poco a poco las hojas separando la tela mientras sus manos, anticipando las emociones posteriores, empezaban a sudar.
Abrió los ojos como nunca al reconocer aquella tipografía grande y roja, carente de espacios entre las palabras. Sin duda, aquellos pergaminos tenían el mismo origen que los que había encontrado en su primera visita. Estuvo a punto de pellizcarse por si se trataba de un sueño. No quería parpadear. Nervioso, volvió a revisar el conjunto. No sólo estaban las 86 hojas que no se pudo llevar en su expedición anterior, había muchas más. Aquel tesoro tenía un total de 347 folios sumando los 43 que se había llevado hacía años a su universidad. No los había localizado en la biblioteca porque aquel monje los utilizaba para rezar en privado.
¡En un oscuro rincón de la pequeña celda del más humilde de los hermanos se ocultaba la palabra de Dios manuscrita en la más antigua de las Biblias conservadas hasta el momento! Allí le había estado esperando todos esos años. No la habían robado, ni había servido para encender el horno de pan.
Von Tischendorf trataba de contener las lágrimas y la emoción. No quería que el monje notara su sobrevenida impaciencia, pero ansiaba volver a tocar aquel material, leer aquellas palabras. Quizá la primera vez que vio sus páginas, quince años antes, exteriorizó demasiado su entusiasmo ante la importancia del descubrimiento y eso había hecho que los monjes no le dejasen llevarse la totalidad de los pergaminos. Tal vez había sido esa misma expresión ansiosa, impropia de un investigador, la que había provocado que en su siguiente viaje no encontrara nada. No podía dejar que eso le volviera a ocurrir.
Las hojas sueltas que había encontrado en su primera estadía, las que Cirilo, el viejo bibliotecario de Santa Catalina, había menospreciado, eran la avanzadilla de aquel prodigio que, por fin, acababa de encontrar. Llevaba una semana en el monasterio y, cuando estaba a punto de irse, aparecían así, de la forma más natural, en el lugar más inesperado. Allí, entre sus manos, estaba completo el Nuevo Testamento y gran parte del Antiguo. Podía ser un descubrimiento trascendental en la historia de la humanidad. Si su cálculo era correcto, había sido escrita en el año 350, justo a medio camino entre Cristo y Mahoma. Dicho de otra forma, era un siglo más antigua que el Códice Alejandrino, fuente hasta ese momento de las Biblias de la época.
Tras pedir la aquiescencia del monje, volvió a envolver los manuscritos en la tela roja y se los llevó a su habitación, en la que, alumbrado por la minúscula llama de su lámpara de aceite, apenas podía hacer otra cosa que estudiar los pergaminos, desperdigados encima de la pequeña mesa. Leía sin parar y no podía dejar de pensar en algunos versículos de una de las páginas en las que se había detenido con más detalle: el final del Evangelio de san Marcos. Llevaba estudiando los textos sagrados desde que era niño y podía recitarlos de memoria. Aquel Testamento prometía estar lleno de sorpresas, de descubrimientos inesperados, como la Epístola de san Bernabé, que ya no se incluía en las Biblias depuradas por los concilios. Sin embargo, los antiguos cristianos —que consideraban al santo como uno de los discípulos de Cristo, aunque tan sólo había sido el ayudante de san Pablo— la reconocían como parte del Nuevo Testamento. Hacía siglos que nadie sabía con exactitud qué contenía, ya que no se conservaba una copia completa. Y ahora él la tenía delante.
Saltaba de capítulo en capítulo, de versículo en versículo, de libro en libro, mientras, uno tras otro, pasaban por su cerebro los caracteres unciales. Localizó de nuevo entre los pliegos el último pasaje de san Marcos que ya en la primera y rápida hojeada le había llamado la atención:
Y cuando hubo pasado el sábado, María Magdalena y María, la madre de Santiago, y Salomé compraron especias aromáticas para venir a ungirle.
Y muy temprano en la mañana del primer día de la semana, vinieron al sepulcro a la salida del sol.
Y se dijeron entre sí: «¿Quién nos ayudará a mover la piedra de la puerta del sepulcro?».
Y cuando miraron, vieron que la piedra aunque era muy grande había sido removida.
Y entrando en el sepulcro, vieron a un joven sentado en el lado derecho, vestido con una túnica larga y blanca, y se atemorizaron.
Y él les dijo: «No os asustéis. Buscáis a Jesús, el que fue crucificado; ha resucitado, no está aquí. He aquí el lugar en donde le pusieron.
»Pero id y decid a sus discípulos, sobre todo a Pedro, que Él va delante de vosotros a Galilea: allí le veréis, como os dijo».
Y salieron rápidamente, huyendo del sepulcro, porque temblaban y estaban asustadas: no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo.
Acababa así. ¡Qué extraño! Según la Biblia entonces admitida por el Vaticano y todas las Iglesias ortodoxas, faltaba el fragmento final de aquel evangelio. Tal vez hubiese zonas incompletas, pero parecía que el Nuevo Testamento estaba íntegro. Tenía que seguir buscando entre las páginas, quizá desordenadas por el monje. Demasiadas emociones, demasiadas novedades para la primera noche en compañía de su anhelado hallazgo.
Había dejado la Sagrada Escritura en su habitación. El frío nocturno del desierto comenzaba a asentar su rastro de hielo en alguno de los tejados y también en sus manos. Von Tischendorf acababa su segundo cigarro mientras esperaba que le abrieran la biblioteca. Empezaban a encenderse algunas luces y se oían ruidos diferentes a los provocados por los gatos. Los barbudos monjes, tocados con sus
skufias
, esos altos sombreros con la parte superior plana que los hacían parecer más espigados, empezaban a salir de las dependencias conventuales. Los beduinos, que realizaban todo tipo de labores de servicio en el monasterio, también emprendían su jornada. Von Tischendorf regresó a su habitación, apiló todas las hojas y las volvió a envolver antes de dirigirse con ellas a la estancia monacal que guardaba una de las colecciones de manuscritos más antiguas e importantes del mundo. Allí trabajaría más a gusto.
Cirilo, el encargado de custodiar los libros del monasterio, se acercó en seguida para abrir la estancia y miró de reojo el abultado paquete que portaba el invitado.
—Gracia y paz, profesor. ¡Cómo ha madrugado! ¿Era eso lo que buscaba?
—¡Sin duda! Éstos son los manuscritos que llevo una semana intentando encontrar. ¡Qué digo una semana, media vida! Se trata de la Biblia griega por la que me he desvivido desde que apareció aquel centenar de hojas hace años en esta biblioteca, algo de lo que usted, padre, fue testigo. Es la misma que encontré ayer completa en la celda más humilde. Macarius la utilizaba para rezar en su habitación. Por eso no estaba en la biblioteca. No he podido dormir, imagínese, llevo toda la noche leyendo. Yo creo que nuestro Señor nos ha querido revelar de nuevo su voz aquí, en su monasterio tantas veces bendito. Donde entregó a Moisés las Tablas de la Ley, ahora nos da a nosotros argumentos contra sus enemigos. Creo que cuando Macarius, el modesto y sencillo tesorero del convento, me acercó los pergaminos, envueltos en este paño rojo, Dios sonreía.
—Doctor Von Tischendorf, no conviene exagerar. Tal vez esos Sagrados Textos contengan la palabra del Altísimo, pero puede que no representen todo lo que usted imagina —especuló Cirilo.
—Estoy seguro, hermano. Cuando uno lleva tanto tiempo buscando algo, sabe que ha encontrado lo que anhela con sólo percibir un olor como el de estas pieles. El zar de Rusia, que como sabe ha financiado generosamente mi viaje, estará muy satisfecho con el monasterio cuando vea lo que hay aquí. La cristiandad entera recordará siempre el nombre de Santa Catalina y seguro que su alteza imperial lo sabrá recompensar como se merece.
Cirilo, que ya no escuchaba, abrió las puertas de madera que daban acceso a la biblioteca y empezó a encender alguna lámpara mientras Constantino se dirigía hacia el escritorio. Dejó el paquete con el códice, volvió a descubrir el paño rojo que lo enfundaba y se enfrascó de nuevo en su lectura. Muy despacio, sus dedos iban pasando las hojas con la parsimonia de quien quiere paladear cada línea, cada párrafo. Habían transcurrido demasiados años en pos de un tesoro así como para devorar ahora, en pocos minutos, el placer de lo encontrado. Las páginas crujían al pasar. A pesar de que las primeras estaban en un estado de conservación algo precario, el resto del códice se conservaba impecable. ¡Qué bendición, el clima seco de aquella tierra! Pergaminos que tenían mil quinientos años parecían más consistentes que las hojas de papel contemporáneas.
Fuera estaba a punto de empezar un nuevo amanecer carmesí, como ocurría cada día en aquella Tierra Santa. A medida que pasaban las horas, la biblioteca se inundaba del olor al pan que cada viernes preparaban los monjes, ayudados por los beduinos. Mientras, iban apareciendo ante los ojos del biblista los libros canónicos que componían el Nuevo Testamento, además de una importante porción del Antiguo.