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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor - Intriga - Policiaco

La aventura del tocador de señoras (3 page)

BOOK: La aventura del tocador de señoras
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—Hace poco más de un año Viriato había ido pegando en las paredes y farolas un anuncio que decía: «se busca esposa en este barrio, no importa edad, presencia, inteligencia ni posición social, raza, creencia o ideología». Yo respondí diciendo que si de verdad no daba importancia a la figura, al cerebro ni al dinero, yo era la persona que buscaba, pues carecía de las tres cosas, y que si quería verme, me podía venir a recoger de madrugada, a la clausura del curro, en el desmonte que hay detrás del cementerio viejo, sección de ofertas. Y al día siguiente vino y nos casamos.

Interrumpí la ingestión y me quedé mirando a Cándida fijamente a la espera de que prosiguiera, pero ella se limitó a cerrar los ojos, sonreír y exclamar:

—Y eso es todo.

Comprendiendo que formular la pregunta que cruzaba por mi mente en aquel momento habría sido cruel, decidí callar y aguardar a que los acontecimientos le dieran cumplida respuesta.

—¿Y dónde está ahora Viriato? —me limité a preguntar.

—Trabajando, como es natural —dijo Cándida—. Pero no tardará en venir. Siempre come en casa, en compañía de los suyos. Así ahorra y sigue una dieta equilibrada. Él se ocupa de la compra, cocina y lava los platos. Y a la hora de cenar, lo mismo.

—Y después de cenar, ¿no sale un rato a estirar las piernas?

—¿Las suyas? No. Viriato es muy hogareño. Después de cenar vemos la televisión si hay algún programa cultural. Si no, jugamos al Monopoly. Pero he aquí que suena el timbre, mamá abre la puerta y ya los pasos varoniles de mi Viriato resuenan en el recibidor. En breves segundos tendréis ocasión de conoceros.

*

Viriato frisaba la cincuentena, era bajo, rechoncho, escaso de pelo, corto de remos, levemente corcovado, y debía de haber sido bizco cuando aún disponía de los dos ojos. Por lo demás, era un hombre de aspecto saludable, no mal parecido, en apariencia bonachón y predispuesto a reír sus propios chistes. Aprehendió mi presencia y condición sin sorpresa ni enfado, reiteró el ofrecimiento que me había hecho Cándida, y no eludió la cuestión que con mucha sagacidad leyó en mis ojos.

—Acompáñame a la cocina y hablaremos mientras preparo el rancho —dijo. Y cuando estuvimos a solas, añadió—: Sin duda te estarás preguntando por qué un individuo como yo, tan parecido a Kevin Costner, se ha casado con una broma de la naturaleza como Cándida. Todo tiene una explicación. Desde muy pequeño deseé llevar una vida retirada, consagrada a la meditación y la filosofía, pero el hecho de haber desaparecido mi padre a los pocos minutos de haberme concebido, llevándose de paso los exiguos ahorros de mi madre, los apuros económicos a que este suceso dio lugar y otros infortunios que no vienen al caso, dieron al traste con mis planes. Durante un tiempo pensé ingresar en un convento, pero me lo impidió no tanto el ser yo un maricón de tomo y lomo como el no poder abandonar a su suerte a mi anciana madre, a la cual aqueja la desgracia, por lo demás muy común, de haber sido anciana desde la más tierna infancia. En vista de lo cual, me dediqué al negocio que actualmente nos proporciona el sustento y en los ratos libres, a mi verdadera vocación. De este modo cumplo con mi deber y ya llevo escritos nueve tomos de un
tractatus
que en algún momento, si tú quieres, te leeré, con las consiguientes apostillas.

—Nada me haría más feliz —contesté—, pero ibas a contarme lo de Cándida.

—Ah, sí, Cándida —exclamó como si aquel nombre le recordara algo—. Pues resulta que mi madre, en previsión de las afecciones propias de sus años, insistía en que me casara. Ya sabes cómo pueden ser las madres de persistentes y cuántos recursos emocionales son capaces de movilizar en estos casos. Dos veces prendió fuego al piso, una vez se tiró por el hueco de la escalera y por último, habiéndole fallado estos conatos, se fue al zoo y se arrojó a la jaula de los leones, donde aún estaría si éstos no hubieran llamado la atención de su guardián con grandes rugidos y aspavientos. En vista de lo cual, opté por dar gusto a mi madre. Después de considerar varias ofertas interesantes, di con Cándida y me convencí de haber encontrado lo que buscaba. No me equivoqué: a mi madre le cayó en gracia Cándida y Cándida parece congeniar con mi madre. Yo, como buen filósofo, me adapté pronto y sin problemas a la nueva situación. Cándida es servicial y muy sufrida, no se inmiscuye en mis asuntos, saca a pasear a mi madre por la azotea cuando hace bueno, no incurre en gastos suntuarios y limpia casi tanto como ensucia. Sé que un día las mataré a las dos a hachazos, pero entre tanto vivimos bien.

Nada podía yo agregar a estas sensatas palabras y como por otra parte Viriato mientras hablaba había ido preparando unos macarrones con picadillo que no habrían desmerecido en la mesa de un sátrapa, con un enérgico abrazo sellé nuestra amistad y como miembro viril de la familia di mi bendición a aquel venturoso enlace.

Concluida la comida, regada con un delicioso Cabernet Sauvignon de fabricación casera y amenizada por la mamá de Viriato (cuyo nombre no me fue posible deducir de la conversación, pues todos se dirigían a ella con los cariñosos epítetos de «bruja» y «sapo»), la cual, con el don natural de muchas personas ancianas para lo interesante y lo festivo, nos refirió una selección de sus mejores diarreas, me propuso Viriato acompañarle al trabajo, ya que mi hermana le había dicho que yo buscaba empleo remunerado y él, a su vez, andaba necesitado de alguien con quien compartir sus responsabilidades. A la espera de que mis ganancias me permitieran adquirir un guardarropa en consonancia, me prestaron un viejo chándal amarillo con el cual, y salvo cuando la incompatibilidad de su talla con la mía redundaba en fugaces revelaciones, pude pasar casi inadvertido entre mis conciudadanos.

*

El negocio de mi cuñado estaba situado a corta distancia de su domicilio, en una calle no muy ancha ni muy larga ni muy limpia, pero abundante en establecimientos abiertos al público (una calle comercial), y consistía en una peluquería provista de los aparatos necesarios, aunque no los más modernos y sofisticados, así como de un reducido stock de productos cosméticos en diferentes etapas de descomposición. Sobre el dintel, por la parte de fuera, campaba un rótulo en el que, pese a faltarle un porcentaje alto de letras, se podía leer:

EL TOCADOR DE SEÑORAS

Casa fundada en 1985 ú 86

Rapidez y buen gusto a precios de saldo

—Tenemos —dijo Viriato mientras me mostraba las instalaciones con orgullo, aprovechando una ausencia de clientes a su juicio inexplicable— un público numeroso y, lo que es más importante, muy fiel. La peluquería es estrictamente unisex, como su propio nombre indica, pero admitimos por igual a hombres y mujeres. Incluso contamos con algunos capellanes entre nuestros más asiduos visitantes. Ni que decir tiene que nuestra clientela es, sin exagerar un ápice, selecta.

Aunque hablaba en plural y acompañaba sus palabras de ademanes que sugerían una nutrida tropa, pronto colegí que la plantilla de la peluquería se reducía a Viriato, circunstancia que él justificó de este modo:

—En efecto, bien podría emplear a varios auxiliares, habida cuenta de la demanda, pero en los tiempos que corren resulta muy difícil encontrar personas laboriosas y responsables. Hace un año contraté un aprendiz al que hube de despedir en seguida pues, aparte de que no se dejaba dar por el culo, carecía de la finura, la elegancia natural y el don de gentes esenciales en este tipo de actividad. ¿Me comprendes? Ya veo que sí, porque mueves la cabeza de arriba abajo y de derecha a izquierda alternativamente, lo cual me alegra sobremanera. Por supuesto, no te puedo ofrecer un buen sueldo. Ni siquiera te puedo ofrecer un mal sueldo. Al principio tendrás que conformarte con las propinas y con lo que puedas sustraer de los bolsos de las señoras. Más adelante, si la suerte nos sonríe, quizá te permita adquirir acciones preferentes de la sociedad. Te hago esta proposición en virtud de los vínculos familiares que nos unen. No me des las gracias. Detrás de aquella mampara encontrarás una bata, una bayeta y un cubo.

*

De este modo obtuve el primer trabajo honrado de mi vida. Huelga decir que puse en el empeño toda la energía acumulada en tantos años de ociosidad, toda la ilusión que me infundía la perspectiva de verme finalmente integrado en la sociedad de los hombres y, a qué negarlo, todo el ímpetu que generaba en mí una sana ambición. Y a fe que mis esfuerzos no se vieron defraudados.

Los primeros días, aprovechando que se prolongaba el hecho casual de no acudir ni un solo cliente a la peluquería, me dediqué a limpiar y a poner orden en el local. Con el mango de la escoba ahuyenté a las ratas que se habían instalado allí, y a puntapiés a los gatos tiñosos que habían llegado con aquéllas a un ignominioso pacto de no agresión. A base de zapatazos constreñí a pulgas, chinches, liendres, cucarachas y escolopendras a cambiar de domicilio. Eliminé las sanguijuelas que habían encontrado acomodo en los bigudíes. Lavé toallas, batas y paños en una fuente pública, amolé las tijeras en el bordillo de la acera, encolé las púas de los peines…, ¿para qué seguir? Trabajaba de sol a sol y mi cuñado, para demostrar que tenía depositada en mí plena confianza, me dejaba solo toda la jornada. A la hora señalada echaba el cierre y lo iba a buscar a uno de los nueve
sex-shops
que festoneaban la manzana y en cuyos sosegados y umbríos recovecos Viriato proseguía sus estudios de filosofía con tal ahínco que a menudo debía llevarlo a rastras a su casa, pues se hallaba en un estado de meritoria emaciación. Luego regresaba yo a la peluquería, lo disponía todo para el día siguiente y me iba a cenar a un elegante bien que sencillo restaurante aledaño, en cuya cristalera un flamante reclamo anunciaba:

PIZZAS SUCULENTAS

Al horno de leña 400 pesetas

Crudas 200 pesetas

Sin descongelar 50 pesetas

I.V.A. 6%

Los días festivos complementaba esta exquisita colación con una Pepsi-Cola (tamaño familiar), para reintegrarme acto seguido a la peluquería. Aún me daba tiempo de sacar alguna mota de polvo del espejo. Luego me acostaba, cansado pero feliz, en el colchón que yo mismo me había fabricado con la borra acumulada en el suelo, en las paredes y en el techo. De mañanita levantaba la persiana metálica y salía a la puerta a vocear el producto.

—¡El Tocador de Señoras! ¡Tintes, postizos, permanentes! ¡Trenzas, crestas, afros! ¡Mechas, tirabuzones, flequillos, rodetes! ¡Vea nuestros precios!

Cuando mis gritos y empujones atraían un cliente o clienta, aquél o ésta era por mí acompañado al sillón, donde le ponía la sobrepelliz, capa o peinador (que de los tres modos se puede llamar el trapo), le rociaba el pelo con un aerosol procurando acertarle en los ojos para que no se fijara mucho en los detalles ambientales, y corría a buscar a Viriato, el cual, bien que mal, remataba la faena.

Como soy de natural emprendedor, pronto encontré la forma de ampliar la oferta y sacarme un sobresueldo. Empecé lustrando zapatos con un estropajo viejo, muy dúctil y expeditivo, y unos betunes que yo mismo obtuve diluyendo alquitrán en aguarrás o, en su defecto, en orujo a granel. Más tarde, habiendo oído referir la historia ejemplar de un prohombre barcelonés que empezó su fortuna vendiendo crecepelo en la Exposición Universal de 1888, quise seguir sus pasos, pero abandoné la empresa después de varias abrasiones. Ofrecía a la clientela infusiones, refrescos o piscolabis que yo mismo corría a buscar al bar de enfrente, percibiendo por este servicio propinas de una parte y comisiones de la otra. Todas estas prestaciones las acompañaba con las más exquisitas muestras de afabilidad y servilismo. Escuchando la conversación de los clientes simulaba entrar en trance y reía sus bromas hasta dar de cabezazos contra el suelo. Estas pequeñas e inocentes lisonjas incrementaban en mucho su liberalidad.

Consciente de la importancia de causar una grata impresión, me teñí las canas incipientes y, de paso, toda la cabellera de un delicado color azafrán. Con los primeros ahorros y aprovechando las rebajas de enero, me vestí de acuerdo con mi nuevo estado, procurando al mismo tiempo resaltar mi apostura y esbeltez, algo menoscabadas por el consumo de tanta mozzarella, prosciutto y peperoni. Así, gradualmente y no sin dispendio, me convertí en un señor de Barcelona.

Mi cuñado se portó muy bien conmigo. Poco a poco me fue enseñando los rudimentos de su oficio y al cabo de unos meses, mucho empeño y un moderado derramamiento de sangre, ya pude desempeñarlo con relativo éxito, lo que le permitió a él dedicarse a sus cosas y aparecer sólo al final de la jornada a vaciar la caja. Gracias a esto agregó a su
tractatus
un nuevo volumen en el que demostraba de modo irrefutable que el agua de un río nunca pasa dos veces por el mismo punto, salvo en el Llobregat. Esta aportación al mundo de las ideas, el cuidado de su anciana madre y un joven administrativo de la Caixa que le sacaba los cuartos por mamársela de uvas a peras lo tenían ocupado a todas horas.

La clientela de la peluquería no estaba integrada por lo más granado de nuestra aristocracia, pero no carecía de posición y ringorrango. Ya he dicho hace unas páginas que el barrio, otrora bajo, había sido sometido a lo largo de esta década (feliz) a un proceso de saneamiento y reordenación. Añadiré ahora que este proceso no se detenía, como habría sucedido de haber sido nuestras instituciones desidiosas o venales, en las apariencias externas: también las apariencias internas habían sido atendidas por medio de un instituto de enseñanza primaria, un ambulatorio y un gimnasio, de los cuales y en forma gratuita todo el mundo salía instruido, curado, fortalecido y con hongos. Se hicieron calles peatonales para uso exclusivo de vehículos a motor, se pavimentaron de nuevo aceras y calzadas y a trechos fueron plantados unos risueños arbolitos que a mediados de los años noventa, cuando el inicio de esta historia tuvo lugar, ya habían perdido las hojas, las ramas y los troncos, y se habían integrado a la perfección en el paisaje urbano. El aire era más limpio, el cielo más azul y el clima más benigno. Nos invadía el orgullo de vivir allí.

Huelga decir que con mi diligencia y mi honradez, mis prendas y mi donaire, encajé sin el menor problema en este sano ambiente. Era conocido, respetado y muy apreciado en el barrio. Los padres me pedían consejo sobre el futuro de sus hijos, los comerciantes sobre la marcha de sus empresas, los pensionistas sobre la forma de invertir sus haberes. Aprovechando una buena ocasión, alquilé un apartamento algo angosto y mal ventilado, pero cercano a la peluquería. Más tarde adquirí de segunda mano una nevera y un televisor. Para recuperar tantos años de atraso, me suscribí a unos cursos de cultura general por correspondencia. Cada mes me enviaban unos apuntes fotocopiados, una lista de preguntas y, por un módico suplemento, también las respuestas. Desprovisto del hábito del estudio, a menudo me desanimaba advertir el escaso rendimiento de mis esfuerzos. En estos casos, una vez más, mi cuñado Viriato me brindaba el sostén de su sabiduría.

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