La Antorcha (19 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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Las mujeres de más edad colocaron a las chicas aún no iniciadas en círculo, con Imandra en el centro. Casandra percibió tras ella, procedente de algún lugar, el sonido de un tambor cuyos ecos suaves e incesantes le llegaban como los latidos de un corazón.

—En esta época del año —entonó Imandra—, celebramos el retorno de la Hija de la Tierra desde las profundidades en donde ha permanecido aprisionada durante los fríos de la estación invernal. Contemplamos su llegada cuando el verde de la primavera se extiende por las tierras baldías, vistiendo los prados y los bosques con la brillantez de las hojas y de las flores.

Silencio, sólo alterado por el resonar de los tambores que batían las mujeres a sus espaldas.

—Aquí nos sentamos en la oscuridad, aguardando el retorno de la Luz. Aquí cada una descenderá a buscar a la Hija de la Tierra por los reinos de las tinieblas. Cada una de nosotras quedará purificada y aprenderá los caminos de la Verdad.

El relato prosiguió monótono, explicando lo sucedido a la Hija de la Tierra y como fue atraída hacia los reinos subterráneos y cómo las serpientes la consolaron y juraron que ninguna de ellas le haría jamás daño. Hasta entonces, Casandra había escuchado sólo fragmentos de aquella historia porque o les era desconocida a las no iniciadas o se estimaba inconveniente que llegara a oídos extraños. Prestó atención, fascinada, aunque le doliera la cabeza a causa del incesante sonido de los tambores que acompañaban a las voces.

Empezó a parecerle que estaba atrapada en un sueño que se prolongaba durante días y días. Sabía que estaba despierta pero nunca del todo consciente. Poco tiempo despues se dio cuenta, sin la más leve idea de cómo o dónde había ocurrido, de que ya no estaban en el salón del trono sino en una cueva grande y oscura. El agua rezumaba de los muros húmedos que se extendían hacia lo alto, formando grandes espacios ecoicos que reproducían las voces y el sonido de los tambores.

De algún lugar le llegaba las distantes notas de un caramillo y la llamaban con una voz que casi reconocía. Entonces sintió (porque la oscuridad era demasiado intensa para ver nada) un cuenco poco profundo, con dibujos en relieve, que pasaba de mano en mano para que bebiese en él cada una de las muchachas. Después no pudo recordar lo que le dijeron cuando le llegó el turno de beber. Hasta que sus labios tocaron el líquido creyó que se trataba de vino.

Su sabor contenía un rastro de amargor que le indujo a pensar en el olor del cereal que Pentesilea le ordenó que recordara. Creyó que su estómago se rebelaría cuando lo tragara, pero dominó el malestar empleando toda la fuerza de su voluntad, y volvió a prestar atención a los tambores. El relato había concluido; y aunque le hubiera ido en ello la vida no habría podido recordar cómo acababa, ni cuál había sido el destino de la Hija de la Tierra.

Poco después, su desorientación aumentó hasta el extremo de sentirse fuera del círculo de mujeres y de la gruta y no tenía ni idea de dónde estaba, ni tampoco se lo planteó. Por su mente cruzó el pensamiento de que aquel líquido debía de ser una especie de droga, pero tampoco se paró a analizarlo. Tocó el frío y húmedo suelo y se sorprendió al advertir que estaba recubierto por las habituales losas. ¿Es que no se había movido? Extraños colores pasaban ante sus ojos y, durante un momento, tuvo la sensación de que estaba caminando por un túnel grande y oscuro.

Comparte con la Hija de la Tierra el descenso hacia la oscuridad, dijo una voz, guiándola desde lejos. Nunca supo si era real o no. Tendrás que renunciar a cada una de las cosas de este mundo que te son más queridas, porque ahora no tienes parte en ellas,

Descubrió que llevaba sus armas; hubiera estado dispuesta a jurar que no las había cogido aquella mañana. A través del sonido de los tambores oyó de nuevo la voz que la guiaba.

Ésta es la primera de las Puertas del Mas Allá. Aquí has de renunciar a todo lo que te liga a la Tierra y a los reinos de la Luz.

Casandra manipuló desmañadamente el cinto del vestido que le habían prestado y se quitó el enjoyado cinturón que sostenía su espada y su jabalina. Recordó que Hécuba la había exhortado a que las llevara siempre con honor, pero aquello quedaba muy lejos y no tenía relación con aquella oscura estancia. ¿Habría llegado también Pentesilea hasta la tenebrosa entrada y abandonado sus armas ante ella? Advirtió cómo caían al suelo la espada y la lanza, y el sonido metálico de su choque, que se impuso un instante al ruido de los tambores.

¿Por qué se movían tan lentamente sus manos? Pero, ¿se habían movido en realidad? ¿Era todo una ilusión provocada por los tambores y aún seguía acurrucada e inmóvil en el oscuro círculo, incluso cuando avanzaba a largos pasos por el negro túnel, vistiendo el traje largo y desceñido de Andrómaca que ahora ya no la entorpecía?

En algún lugar había un ojo de fuego. ¿Había llamas detrás de él? ¿O estaba contemplando el ojo rasgado de una serpiente?

Observó que no parpadeaba y una voz le exigió:

Ésta es la segunda Puerta del Más Allá, en donde has de renunciar a tus temores y a todo lo que te impida penetrar en este reino como una de aquellas cuyos pies conocen y siguen el Sendero tras mis propias huellas.

El ojo de la serpiente estaba ahora cerrado; éste se movió, acariciando a Casandra, y en un destello de recuerdo, procedente de siglos atrás y quizá de otra vida, se vio acariciando a las serpientes en el templo del Señor del Sol y abrazándolas sin temor. Era como si la escena se repitiera y el ojo se acercara más y más. El mundo se contrajo hasta que sólo quedó oscuridad y el abrazo de la serpiente. El dolor la inundó y llegó a estar segura de que se estaba muriendo, y aceptó la muerte casi con alivio.

Pero no estaba muerta; aún seguía avanzando en soledad a través de la misteriosa negrura. Surgió una voz entre el redoble de los tambores que persistió hasta llenar su cabeza.

Ahora estás en mi reino y ésta es la Puerta tercera y última del Más Allá. Aquí nada tienes más que tu vida, ¿la abandonarás también para servirme?

Casandra pensó, enloquecida: No puedo imaginar de qué le va a servir mi vida, pero he llegado tan lejos que no retrocederé ahora. Tuvo la sensación de haberse expresado en voz alta, pero una parte de su mente le indicó que no había emitido sonido alguno, que sus palabras eran una ilusión, como todo lo demás que le había sucedido en el viaje; si de un viaje se trataba y no de un extraño sueño.

No retrocederé ahora aunque eso me cueste la vida. Lo he dado todo, tómala también, Negra Señora.

Permaneció insensible en la oscuridad, traspasada por el fuego, envuelta en el sonido continuo de unas alas que se batían con rapidez.

¡Diosa, si he de morir por ti, deja al menos que contemple tu rostro!

Se aclaró un poco la negrura. Percibió un pálido remolino del que emergieron lentamente dos negros ojos y un rostro blanquecino. Había visto antes ese rostro, reflejado en una corriente... Era el suyo. Una voz muy cerca de ella le murmuró a través del tamborileo y de las gimientes flautas:

¿Aún no sabes que tú eres yo y que yo soy tú?

Entonces las batientes alas se apoderaron de ella, eclipsándole todo. Alas y oscuros vientos huracanados la llevaban hacia arriba, cada vez más arriba, hacia la luz, afirmando: Pero hay mucho más que saber...

Los vientos la despedazaban; un relámpago reveló los crueles ojos y picos que rajaban y desgarraban; era como si algo extraño fluyese a través de ella, inundándola como una profunda y negra agua, aventando todo pensamiento y toda conciencia. Miró hacia abajo desde una gran altura a alguien que era y al mismo tiempo no era ella misma, y supo que contemplaba el rostro de la diosa. Entonces se quebró su tenue sujeción a la conciencia y, aún aferrándose, cayó en una interminable sima silenciosa de luz cegadora.

Alguien tocaba suavemente su cara.

—Abre los ojos, mi niña.

Casandra se sentía enferma y débil pero abrió los ojos al silencio y al húmedo aire frío. Había vuelto a la gruta. Pero ¿la había abandonado? Su cabeza reposaba en el regazo de Pentesilea; la cara de aquella mujer se hallaba nimbada por tal halo de luz que Casandra se protegió los ojos con las manos.

—Pero tú, ¡tú eres la diosa...! —exclamó.

Luego enmudeció de espanto ante su tía. Le dolían los ojos y volvió a cerrarlos.

—Claro —murmuró la mujer—, y también lo eres tú, mi niña. Nunca lo olvides.

—Pero, ¿qué ha sucedido? ¿Dónde estoy? Yo creí que me hallaba...

Pentesilea, a guisa de advertencia, cubrió rápidamente con una mano los labios de Casandra.

—Silencio, está prohibido hablar del Misterio —dijo—. Pero has llegado muy lejos. La mayoría de las candidatas no pasan de la primera Puerta. Ven. Vamos.

Casandra se levantó, insegura, y su tía la sostuvo.

Habían callado los tambores; sólo quedaba el fuego y un leve gemido. Ahora podía ver quién tocaba la flauta, una mujer delgada, encorvada tras el fuego. Tenía vacía la mirada y oscilaba ligeramente, como si se hallara en trance. Pero, al menos, el fuego y la flauta habían sido reales. En el círculo del que formaban parte, aún seguían en trance la mitad de las muchachas, cada una vigilada por una sacerdotisa. Quedaban espacios libres en el círculo. Pentesilea le apremió a que cruzara con cuidado, sin tocar a nadie, hacia la entrada de la caverna. Fuera llovía pero, por la luz tenue, pudo advertir que transcurrían las últimas horas del día. Las gotas de lluvia cayeron heladas y limpias sobre su cara. Se sintió mal y poseída de una sed terrible. Trató de recoger con sus manos el agua de lluvia y de sorberla, pero Pentesilea le hizo pasar a través de una puerta, que recordaba vagamente haber visto, y se halló en el salón del trono de Imandra, iluminado por una lámpara, en donde había comenzado su mágico viaje. Aún caminaba cautelosamente como si fuese una frágil jarra llena hasta los bordes de un vino extraño que se derramaría al menor descuido. De algún lugar surgió la reina Imandra que la estrechó con fuerza.

—Bienvenida, hermanita, de los reinos donde la Negra caminó contigo. Tu viaje fue largo pero me complace tu feliz regreso —dijo la reina—. Ahora eres una con todas las que le pertenecemos.

—Cruzó las tres Puertas —informó Pentesilea.

—Lo sé —replicó Imandra—. Pero se demoró demasiado su iniciación. Es sacerdotisa por nacimiento, y ha sido tarde para ella.

Dio un paso atrás y tomó a Casandra por los hombros como pudiera haber hecho su madre.

—Estás pálida, chiquilla. ¿Cómo te encuentras?

—Tengo una sed terrible.

Pero cuando Pentesilea escanció vino, sólo su olor le hizo sentirse mal y pidió agua. Más ligera y fría, alivió su sed a pesar de que, como todo lo que comiera o bebiera en los siguientes días, tenía un penetrante sabor a légamo y a pescado.

—Procura recordar lo que sueñas esta noche; recibirás un mensaje especial de la Hija de la Tierra —le advirtió Imandra.

Luego, dirigiéndose a Pentesilea; preguntó:

—¿Regresarás pronto al Sur ahora que se ha cumplido la palabra?

—En cuanto Casandra sea capaz de cabalgar y Andrómaca esté dispuesta a ir con ella a Troya —respondió la reina de las amazonas.

—Hágase así —admitió Imandra—. Ya he preparado la dote de Andrómaca y tengo listo a su numeroso séquito. Y por lo que se refiere a nuestra sobrina, le reservo un regalo.

El regalo era una serpiente, pequeña y verde y muy parecida a la de Imandra, pero no más larga que su antebrazo y tan delgada como su pulgar. Casandra le dio las gracias, balbuciente.

—Un regalo adecuado de una sacerdotisa a otra, niña —le dijo, en tono bajo—. Procede de un huevo de mis propias serpientes; además, ¿qué otra cosa podría hacer con ella? Andrómaca huiría ante su presencia. Creo que le gustará viajar al Sur en ese bello cuenco y servir contigo en el templo de Troya.

Aquella noche, Casandra permaneció largo tiempo despierta, disturbada por la importancia de lo que podía soñar. Pero en su sueño sólo vio las laderas del monte Ida azotadas por la lluvia y a las tres extrañas diosas que parecían pelearse entre sí, no por ganar el favor de Paris sino por ella y por Troya.

Emprendieron la marcha con carros tan pesados y lentos como los que transportaban el estaño, cargados con los regalos de novia de Andrómaca, con su dote y con obsequios de la reina para sus parientes de Troya, escogidos de entre los tesoros de Colquis: armas de hierro y de bronce, broches y pasadores, vasijas de barro cocido, oro, plata e incluso joyas.

Casandra no era capaz de entender por qué la reina Imandra se hallaba tan ansiosa de aliarse con Troya a través de su hija, y menos imaginar por qué Andrómaca aceptaba, anhelaba, aquel proyecto. Pero si tenía que regresar a Troya prefería llevar consigo algo del ancho mundo que allí había descubierto.

Además había llegado a querer a Andrómaca; y si tenía que separarse de Pentesilea y de las mujeres de la tribu, al menos contaría en Troya con una verdadera amiga, con la que por añadidura estaba emparentada.

El viaje le pareció interminable. Los carros se arrastraban como tortugas por las vastas llanuras. Crecía y menguaba una luna tras otra y no parecían aproximarse a las lejanas montañas. Casandra hubiese querido montar y galopar velozmente con la escolta de las amazonas, dejando que los carros siguieran detrás como mejor pudiesen. Pero Andrómaca no sabía o no quería montar y le molestaba quedarse sola en un carro. Deseaba la compañía de Casandra; así que de mala gana ésta aceptó el confinamiento y viajó con ella, jugando interminables partidas del Sabueso y el Chacal en un tablero de ónice tallado. Tenía además que escuchar el insulso parloteo de su prima sobre vestidos, joyas y adornos para el pelo y qué haría cuando estuviese casada, materia que a Andrómaca le resultaba verdaderamente fascinante (había decidido incluso los nombres de sus tres o cuatro primeros hijos), hasta que Casandra creyó volverse loca.

En su viaje de ida (tenía la impresión de que entonces era muchísimo más joven), Casandra no se dio cuenta de las enormes distancias que habían recorrido; sólo cuando regresó el verano y estuvieron lo bastante cerca para ver las lejanas colinas situadas a espaldas de Troya fue del todo consciente de lo largo que había sido. En Troya, la gente consideraba que Colquis se hallaba a medio mundo de allí. Ahora era suficientemente mayor para tomar en consideración los numerosos meses de viaje; y desde luego, con los carros, tuvieron que desplazarse con más lentitud que si lo hubiera hecho a caballo. No sentía prisa por llegar, puesto que sabía que los muros del recinto de las mujeres la rodearían de nuevo. No obstante sentía curiosidad por saber qué había sucedido en la ciudad durante su ausencia. Una noche, mientras Andrómaca dormía, extendió su espíritu para ver, si no Troya, al menos la mente de su hermano gemelo que no había visitado durante mucho tiempo. Y al cabo de un rato comenzaron a formarse imágenes, al principio pequeñas y remotas y, poco a poco, más grandes y definidas...

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