Read Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón Online

Authors: Lafcadio Hearn

Tags: #Relato, Terror

Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón (12 page)

BOOK: Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón
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Y al contemplarla, crecía el asombro de Urashima; pues ella era más hermosa que cualquier criatura humana, y él no podía sino amarla. Entonces ella tomó un remo, él tomó otro, y ambos bogaron juntos —imagen distante que perdura en el horizonte, el esposo y la esposa remando juntos— mientras los botes pesqueros se esfumaban en el oro de la tarde.

Navegaron suavemente, con lentitud, sobre las aguas azules y calladas, hacia el sur, hasta llegar a la isla en que jamás muere el estío, al palacio del Rey-Dragón del Mar.

[Aquí, el texto del pequeño libro súbitamente se encoge mientras lo leemos, y hermosas ondas azules inundan la página; y más allá, en un horizonte encantado, se ve la deliciosa costa de la isla, y techos puntiagudos que asoman del verde follaje, los techos del palacio del Dios del Mar, semejante al palacio del Mikado Yuriaku, hace mil cuatrocientos dieciséis años].

Extraños servidores acudieron a recibirlos con atuendo de ceremonia: criaturas del Mar, que saludaron a Urashima como yerno del Rey-Dragón.

Así fue como la hija del Dios del Mar desposó a Urashima, en medio de suntuosas celebraciones; y hubo gran regocijo en el palacio del Rey-Dragón.

Y cada día Urashima conocía nuevas maravillas y nuevos deleites: maravillas que los servidores del Dios Oceánico le traían de las insondables profundidades; deleites que le ofrecía esa tierra encantada en que jamás muere el estío. Y así pasaron tres años.

Pero, pese a todo, el corazón del joven se contraía de angustia cuando pensaba en sus padres, esperándolo a solas. De modo que al fin le imploró a su esposa que lo dejara regresar a casa sólo por un tiempo, apenas para hablar un poco con sus padres… después se apresuraría a volver con ella.

Tales palabras la hicieron llorar, y ese llanto silencioso persistió durante mucho tiempo; al fin le dijo:

—Por supuesto que puedes irte si así lo deseas. Pero tu partida me causa temor, y lo que temo es que jamás volvamos a vernos. Pero te daré un cofrecito para que lleves contigo. Te ayudará a regresar si haces lo que te digo. No lo abras. Ante todo, no lo abras… pase lo que pase. Pues si lo abres, jamás podrás regresar y nunca volverás a verme.

Luego le dio un pequeño cofre lacado sujeto con una cuerda de seda.

[Aún hoy puede verse ese cofre en el templo de Kanagawa, a orillas del mar; y los sacerdotes también conservan el sedal de Urashima Taro, y ciertas joyas extrañas que él trajo consigo del reino del Rey-Dragón.]

Urashima consoló a su esposa y le prometió que jamás, jamás abriría el cofre, que jamás desataría la cuerda de seda. Luego se internó en la luz estival que se abatía sobre el mar somnoliento; y la forma de la isla donde jamás muere el verano se desvaneció a sus espaldas, como un sueño; y una vez más vio ante él las azules montañas del Japón, erguidas sobre el blanco resplandor del horizonte.

Una vez más penetró en su bahía natal; una vez más anduvo por su playa. Pero, al mirar en derredor, lo invadió un inmenso asombro, una duda funesta.

Pues ese lugar era el mismo, pero no era el mismo. La cabaña de sus padres había desaparecido. Había una aldea, pero las formas de las casas eran extrañas, extraños los árboles, extraños los campos y aun los rostros de la gente. Casi todas las señas que recordaba habían desaparecido; el templo sintoísta había sido reconstruido en otro lugar; ya no había bosques en las laderas vecinas. Sólo la voz del manantial que fluía entre las casas y las formas de las montañas se conservaban iguales. Todo lo demás era nuevo e ignorado. En vano buscó la morada de sus padres; los pescadores lo contemplaban con curiosidad, y él no recordaba haber visto jamás ninguno de esos rostros.

Acercose un anciano, apoyado en un bastón, y Urashima le preguntó por dónde había que tomar para ir a la casa de la familia Urashima. El viejo se quedó atónito, y al fin le hizo repetir la pregunta una y otra vez, hasta que al fin exclamó:

—¡Urashima Taro! ¿Pero de dónde vienes que no conoces la historia? ¡Urashima Taro! Caramba, si hace más de cuatrocientos años que se ahogó, y en el cementerio hay un monumento levantado en su memoria. En ese cementerio están las tumbas de toda su familia… en el cementerio viejo, que ya no se usa más… ¡Urashima Taro! ¿Cómo puedes ser tan tonto como para preguntarme dónde queda su casa?

Y el viejo prosiguió su camino, riéndose de la simpleza del forastero.

Urashima se dirigió al cementerio de la aldea —al cementerio viejo, el que ya no se usaba— y allí descubrió su propia lápida, y las lápidas de su padre y de su madre y de otros allegados, las lápidas de mucha gente que había conocido. Eran tan viejas, tanto las había corroído el musgo, que apenas podían leerse los nombres inscritos en ellas.

Entonces se creyó víctima de una extraña ilusión, y volvió hacia la playa, siempre llevando en la mano el cofre que le había regalado la hija del Dios del Mar. ¿Pero cuál era la ilusión? ¿Y qué podía haber en ese cofre? ¿Acaso el contenido del cofre era lo que provocaba la ilusión? La duda se impuso sobre la fe. Urashima no vaciló en quebrantar la promesa hecha a su amada: aflojó la cuerda de seda y abrió el cofre.

Al instante, sin emitir un sonido, brotó de su interior un vapor blanco, gélido y espectral, que se elevó en el aire como una nube de verano y se deslizó suavemente hacia el sur, sobre el silencioso mar. Nada más había en el cofre.

Y Urashima supo entonces que había destruido su propia felicidad, que jamás podría regresar junto a su amada, la hija del Rey Oceánico. Desesperado, gimió y sollozó con amargura.

Pero sólo por un instante. Pues en el acto se encontró cambiado. Un helado escozor le penetró la sangre, se le cayeron los dientes, su rostro se arrugó, su cabello se volvió blanco como la nieve, sus miembros se marchitaron, su vigor se disipó; cayó sin vida, sobre la arena, aplastado por el peso de cuatrocientos inviernos.

Está escrito en los anales oficiales del Imperio, que “en el año vigésimo primero del Mikado Yuriaku, el joven Urashima de Midzunoyé, distrito de Yosa, provincia de Tango, descendiente de la divinidad Shimanemi, viajó al Elíseo (Hôrai) en un bote de pesca”. Luego no hay más noticias de Urashima durante los reinados de treinta y un emperadores y emperatrices, es decir, entre los siglos V y IX. Luego esos mismos anales anuncian que “en el segundo año de Tenchiyo, bajo el poder del Mikado Go-Junwa, el joven Urashima regresó y luego partió una vez más, sin que nadie supiese hacia dónde”[
2
].

[
1
] Esta historia es, en realidad, la segunda parte de un artículo periodístico,
The Dream of a Summer Day,
publicado en el
Japan Weekly Mail
el 28 de julio de 1984
(N. del T.)

[
2
] Véase
The Classical Poetry of the Japanese
, del profesor Chamberlain, en las
Oriental Series
de Trübner. De acuerdo con la cronología occidental, Urashima salió de pesca en el 477 d.C., y regresó en el 825.
(N. del A.)

ANTE LA CORTE SUPREMA [
1
]

Dice el gran sacerdote budista Mongaku Shonin, en su libro
Kyo-gyo Shin-sho
: “Muchos de los dioses adorados por la gente son dioses injustos [
jajin
]: tales dioses, por tanto, no reciben adoración de las personas que reverencian las Tres Cosas Sagradas[
2
]. Y aun las personas que obtienen favores de esos dioses en respuesta a sus plegarias, suelen descubrir más tarde que tales favores son causa del infortunio”. Es buen ejemplo de esta verdad una historia registrada en el libro
Nihon-Rei-Iki
.

En tiempo del Emperador Shomu[
3
], vivía en el distrito de Yamadagori, provincia de Sanuki, un hombre llamado Fushiki no Shin. Su única descendencia era una hija llamada Kinumé[
4
]. Kinumé era muy bonita y gozaba de buena salud; pero, poco después de que ella cumpliera los dieciocho años, una insidiosa enfermedad se propagó en esa zona del país y atacó a Kinumé. Sus padres y amigos tributaron ofrendas a un tal Dios-Peste, y se sometieron a severa austeridad en honor de ese Dios, rogándole que la salvara.

La muchacha yació durante días en un estado de sopor; cuando volvió en sí, refirió a sus padres un extraño sueño. Había soñado que el Dios-Peste comparecía ante ella, diciéndole:

—Los tuyos me han rogado con tal fervor y me han adorado con tal devoción que realmente quiero salvarte. Pero no puedo hacerlo sino dándote la vida de otra persona. ¿Conoces por casualidad a alguna muchacha que tenga tu mismo nombre?

—Sí —respondió Kinumé—, recuerdo que en Utarigori vive una muchacha que tiene el mismo nombre que yo.

—Indícamela —dijo el Dios, tocando a la durmiente. Y ésta, al ser tocada, se elevó en el aire con él, y en menos de un segundo ambos estuvieron frente a la casa de la otra Kinumé, en Utarigori. Era de noche, pero la familia aún no se había acostado, y la hija lavaba algo en la cocina.

—Es ésa —dijo Kinumé de Yamadagori.

El Dios-Peste extrajo, de un bolso escarlata que llevaba a la cintura, un instrumento largo y filoso con forma de buril; entró en la casa e introdujo el agudo instrumento en la frente de Kinumé de Utarigori. Entonces Kinumé de Utarigori cayó al suelo con dolores atroces; y Kinumé de Yamadagori despertó y refirió el sueño.

Inmediatamente después, sin embargo, recayó en un estado de sopor. Durante tres días permaneció sin conocimiento, y sus padres comenzaron a desesperar de recobrarla. Entonces volvió a abrir los ojos, y habló. Pero casi en el acto saltó de la cama, miró el cuarto con estupor, y se precipitó fuera de la casa, exclamando:

—¡Ésta no es mi casa! ¡Vosotros no sois mis padres!

Algo extraño había sucedido.

Kinumé de Utarigori había muerto a causa del Dios-Peste. Sus padres profirieron grandes lamentos, y los sacerdotes del templo celebraron una ceremonia budista en su honor; y el cadáver fue incinerado en un campo de las afueras. Entonces su espíritu descendió al Meido, el mundo de los muertos, y fue convocado por el tribunal de Emma-Dai-O, Rey y Juez de las Almas. Pero apenas la vio el Juez, exclamó:

—¡Esta muchacha es la Kinumé de Utarigori: aún no era tiempo de que viniera! ¡Devolvedla de inmediato al mundo de Shaba[
5
], y traedme a la otra Kinumé, la de Yamadagori!

Entonces el espíritu de Kinumé de Utarigori gimió ante el Rey Emma, quejándose de este modo:

—Gran señor, hace más de tres días que fallecí, y ya deben haber quemado mi cuerpo. Si me devolvéis al mundo de Shaba, ¿qué haré? De mi cuerpo no quedan sino humo y cenizas. ¡No tendré cuerpo!

—No te inquietes —respondió el formidable Rey—, voy a darte el cuerpo de Kinumé de Yamadagori, pues su espíritu debe comparecer ante mí de inmediato. No te preocupes por la incineración de tu cuerpo: el cuerpo de la otra Kinumé te sentará mucho mejor.

Y no bien completó su discurso, el espíritu de Kinumé de Utarigori revivió en el cuerpo de Kinumé de Yamadagori.

Ahora bien, cuando los padres de Kinumé de Yamadagori vieron que su hija enferma saltaba y huía proclamando que ése no era su hogar, pensaron que había enloquecido, y la siguieron, diciéndole:

—¡Kinumé! ¿Adónde vas? ¡Aguarda un instante! ¡Estás muy enferma para correr de ese modo!

Pero ella emprendió la fuga y corrió sin detenerse, hasta llegar a Utarigori, a la casa de la familia de la difunta Kinumé. Entró allí y saludó a los ancianos, exclamando:

—¡Oh, qué placer estar de nuevo en casa! ¿Cómo estáis, queridos padres?

Ellos no la reconocieron, y la tomaron por una demente; pero la madre le habló con amabilidad, y le preguntó:

—¿De dónde vienes, hija?

—Vengo del Meido —respondió Kinumé—. Soy vuestra hija, Kinumé, y he vuelto de entre los muertos. Pero ahora tengo otro cuerpo, madre.

Y les refirió todo lo ocurrido; y los ancianos se admiraron en exceso, sin saber qué creer. Los padres de Kinumé de Yamadagori no tardaron en llegar a la casa en busca de su hija; y entonces los dos padres y las dos madres consultaron entre sí y rogaron a la muchacha que repitiera su historia, interrogándola una y otra vez. Pero ella respondía de tal modo a todas las preguntas que era imposible dudar de la veracidad de sus declaraciones. Finalmente, la madre de Kinumé de Yamadagori, tras relatar el extraño sueño que había tenido su hija enferma, les dijo a los padres de la Kinumé de Utarigori:

—Hay muchas pruebas satisfactorias de que el espíritu de esta muchacha es el espíritu de vuestra hija. Pero sabéis que su cuerpo es el cuerpo de la nuestra. Ambas familias, pues, tienen derecho a una parte. Os rogamos que aceptéis considerarla como hija de ambas familias.

Los padres de Kinumé de Utarigori aprobaron con júbilo esta propuesta, y el cronista refiere que, con el tiempo, Kinumé heredó la propiedad de las dos familias.

“Esta historia —dice el autor japonés de
Bukkyo Hyakkawa Zensho
— puede hallarse en el lado izquierdo de la duodécima hoja del primer volumen del
Nihon-Rei-Iki
.”

[
1
] De
A Japanese Miscellany
, Boston, 1901
(N. del T.)

[
2
] Sambo (Ratnaraya): el Buda, la Doctrina y el Sacerdocio
(N. del A.)

[
3
] Reinó durante el segundo cuarto del siglo VIII
(N. del A.)

[
4
] “Flor de Ciruelo Dorada”
(N. del A.)

[
5
] El mundo de Shaba (Sahaloka) significa, en lengua ordinaria, el mundo de los hombres, la región de la existencia humana
(N. del A.)

LA MONJA DEL TEMPLO DE AMIDA [
1
]

I

Cuando el esposo de O-Toyo —un primo distante integrado a la familia por razones afectivas— fue llamado a la capital por su señor, ella no sintió ansiedad alguna por el futuro. Sólo se sintió triste. Era la primera vez que debían separarse desde que estaban casados. Pero contaba con su padre y su madre para hacerle compañía y, más entrañable que ambos (aunque jamás se lo hubiese confesado ni siquiera a sí misma), con su hijito. Además, siempre tenía mucho que hacer. Había múltiples tareas domésticas que cumplir, y muchos vestidos que preparar, tanto de seda como de algodón.

Una vez por día, a una hora determinada, hacía preparar un refrigerio en el cuarto favorito de su esposo: ofrecía, en exquisitas bandejas de plata, comidas en miniatura como las que se tributan al espíritu de los ancestros y a los dioses[
2
]. Servíanse los refrigerios en el ala oriental de la sala, frente al almohadón predilecto del esposo. Se los servía en el ala oriental porque él había viajado hacia el este. Antes de retirar la comida ella siempre alzaba la tapa de la sopera para ver si había vapor en el interior de la tapa que cubre la comida que se ofrenda de tal modo, el añorado ausente está bien. Pero si no lo hay, está muerto, pues es señal de que su alma ha vuelto por sí sola para buscar alimento. Todos los días, O-Toyo hallaba la tapa perlada de vapor.

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