Irania (11 page)

Read Irania Online

Authors: Inma Sharii

Tags: #Intriga, #Drama

BOOK: Irania
10.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

Lo miré extrañada, no era el mismo que me había prestado Miguel, de eso sí estaba segura.

De pronto volví a sentir que alguien me estaba observando. Miré hacia la gente que acompañaba a la viuda y nadie parecía haberse percatado de mi presencia, embutidos en sus propios duelos. Pero al mirar más atentamente entre varios hombres de traje negro y corbata, vi a Miguel Garrido. Tenía el rostro sin gesto, estático.

Caminé decidida hacia él porque no sentía miedo. No había nada amenazante en su presencia, sentía que no estaba allí para hacerme daño.

Entonces una familia recién llegada de varios miembros se interpuso en mi visión y perdí de vista a Miguel.

Caminé deprisa entre la gente para alcanzarle pero ya se había esfumado.

Había dejado de preocuparme lo inusual de ver a un fallecido caminar entre los vivos. En aquel momento creía en lo que Lila me había dicho: Miguel quería algo de mí y yo podía verle y ayudarle. Aunque todavía no sabía cómo.

Capítulo 8

No hay fin,

ni principio ni karma

sin beneficio.

Todavía tenía mucho que aprender sobre quién era yo, sobre lo que hervía en mi interior. Ahora siento que todo ha sucedido justo en el momento necesario, que era ilógico sentir remordimientos por el pasado o lanzarme reproches por no haber estado más despierta o por no haberme dado cuenta antes de que tenía una venda en mis ojos. ¡Pero es tan fácil decirlo ahora!

Yo lo único que quería era sentirme normal, que me gustara o sintiera interés por las mismas cosas que las personas de mi entorno, que pudiera disfrutar haciendo compras y gastando dinero aquí y allí como mi cuñada Marta o mi madre. Pero no era así, para mí era todo un
sin sentido
. Yo quería la felicidad, quería ser feliz y no sabía cómo, y el único momento de mi vida en el cual podía rozar, aunque solo fuera con las yemas de los dedos esa ansiada sensación, era en las clases de yoga, durante la meditación.

Allí con los ojos cerrados sentía el vacío, sentía que desaparecía, que no había dolor, ni sufrimiento, ni necesidad de agradar a los demás. Sin demandas, sin exigencias, allí era solo yo. Meditar se había convertido en una droga para mí. Quizá por eso me costaba salir de ese estado. Porque en el fondo deseaba volver a la nada, desintegrarme en la oscuridad profunda de mi yo interior y no regresar jamás a una vida que sentía amarga, inútil y vacía.

Después de la meditación Kahul se acercó a mí.

—Sandra, ¿tienes un momento? —me dijo mientras yo doblaba la manta que había utilizado para taparme durante la meditación.

Marta me miró de reojo, en aquel momento no supe interpretar su mirada pero ahora sé que había celos en ella aunque no entendía el porqué.

—Te espero en el spa, hoy toca baño con aceites esenciales y sales del Himalaya —me dijo mi cuñada.

—Está bien, ahora voy —le contesté. Me quedé a solas con el profesor.

—Este fin de semana organizo un taller fuera de este centro. Durará dos días ¿Te gustaría venir? —me preguntó.

Iba a decir que no. Se me iban las ganas solo imaginar la cantidad de excusas que tendría que dar a Joan para poder asistir.

—¿De qué trata el taller?

—Terapia regresiva.

Levanté mis cejas, no lo pude evitar, me pareció ridícula la temática del taller. Justo aquella misma semana, en una tertulia de la tarde en televisión, había visto casualmente como eran entrevistadas varias personas que decían recordar vidas pasadas. Me había reído concretamente con una mujer de mi edad, muy obesa, que aseguraba con firmeza que ella había sido la emperatriz
Sissi
de Austria. Ella recordaba su vida en palacio y mientras hablaba, la presentadora intentaba contener, sin mucho éxito, la risa que aquello le producía.

—No, gracias —contesté con toda la amabilidad de la que disponía. Le sonreí, toqué su hombro con suavidad y me giré en pos de marcharme.

—¿Quieres saber quién es Irania?

Su pregunta me desconcertó. Pero más me desconcertó que todavía recordara el nombre que había dicho durante el trance en meditación.
¿Por qué le da tanta importancia?
, pensé en aquel momento.

Me rasqué la cabeza; había desconcierto, confusión, pero también curiosidad.

—No importa quién es Irania, me llamo Sandra y estoy aquí en Barcelona. Disculpa, pero no veo en qué puede serme útil ese taller.

—Solo lo sabrás si vienes —Kahul sacó una tarjeta del bolsillo del pantalón y me la dio—. Aquí tienes mi dirección por si cambias de opinión.

Cogí la tarjeta por cortesía. —Muchas gracias, pero no creo. Kahul me sonrió y salió de la sala. Yo me quedé mirando la tarjeta que me había dado; tenía impreso su nombre, su teléfono y la dirección de su casa. Se me pasó por la imaginación en aquel momento que yo debía ser de las únicas afortunadas en tener tanta información de aquel guapo profesor que aunque era gay, todavía seguía levantando pasiones entre las mujeres del club.

Antes del incidente apenas recordaba los sueños, tenía la vaga sensación de haberlos tenido pero nada claro, ninguna imagen, pero todo había cambiado después de salir del coma. Ya nada era como antes, ni siquiera mi estado de sueño.

Recuerdo con exactitud la pesadilla de aquella noche:

Caminaba por un largo pasillo, las luces parpadeaban constantemente. Me producía mucha inseguridad, no sabía si quedaría completamente a oscuras. Entonces decidí no caminar más, porque tenía miedo, mucho miedo.

Supe que estaba en los laboratorios de la empresa de mi padre, donde Joan trabajaba. Lo sabía pero no había ningún cartel que lo indicara. Olía a humo, algo se estaba quemando. Salía humo de detrás de una puerta.

Me tapé la boca, casi no podía respirar y las luces seguían parpadeando.

Corrí buscando un lugar seguro pero todo estaba lleno de humo. Entonces noté que alguien se acercaba, era Miguel.

—¡Miguel, ayúdame a salir de aquí! —le dije.

Miguel se dio la vuelta y entró en una habitación. Yo lo seguí y me condujo hasta su laboratorio. Ahora estaba de espaldas a mí como si yo no estuviera allí. Escribía sobre hojas de papel.

Me puse a su lado. Luego observé cómo trabajaba en una probeta de cristal.

—¿Qué haces Miguel? —le pregunté.

—Nadie debe saberlo —me contestó—, es un secreto. No puedo contárselo a nadie, pero este secreto me quema por dentro.

Sus manos comenzaron a arder.

Me aparté asustada.

Entonces Miguel se levantó, estaba completamente ardiendo.

Me cogió de los hombros y me gritó:

—¡Estás en peligro!

Sentía que me abrasaba con él. Mi piel quemaba y el dolor era insoportable, tan intenso que me desperté de golpe sudando y con el corazón a punto de salirse por mi boca.

Miré la hora del despertador; marcaban las tres y treinta y tres de la madrugada.

Me levanté y me acerqué hasta la mesita donde dejaba el ordenador portátil, lo encendí, me senté en el sillón e introduje el CD de Miguel.

No había pensado en lo que hacía, solo seguía sintiendo con persistencia el sueño y la presencia de Miguel conmigo.

Cuando lo abrí pude comprobar que no era música: era un CD de datos.

Había tres carpetas. Abrí una de ellas y leí el contenido.

Eran informes, expedientes, e infinidad de fórmulas químicas. Aquello me desconcertó. No sé que esperaba encontrar en el CD, quizá una confesión de suicidio o un testamento para un hijo secreto, mi imaginación había volado demasiado pronto.

Cerré el portátil y pensé lo fácil que era distraerme. Me sentí absurda.

¿Mi mente buscaba emociones? ¿Algo que pudiera darle sentido a mi vida? o ¿Realmente todo aquello estaba sucediendo en la realidad?

Volví a abrir el ordenador. Repasé con detenimiento las carpetas, había cosas que se me escapaban. Hacía tanto tiempo que no ejercía la medicina que todo parecía ininteligible para mí. Me enfadé conmigo misma por no haber insistido más en mis estudios, por no haber seguido leyendo o informándome sobre ciencia en las revistas que traía Joan, pero hacía años que había tirado completamente la toalla y ya no me había molestado en lo más mínimo.

Pasando hojas y hojas de los informes de Miguel Garrido me percaté de algo extraño. Algo que no debía de estar ahí mezclado entre fórmula químicas, moleculares y ecuaciones.

Me aparté de la pantalla del ordenador como si aquello que estaban viendo mis ojos fuera a dañarme: delante de mí se hallaba un análisis de sangre, todo normal si no fuera porque el nombre del paciente era Sandra Ros i Paquer. Sentí escalofríos.

¿Por qué tenía Miguel un análisis de sangre mío?
Me pregunté.

Estudié con detenimiento el informe y deduje, con los conocimientos de hematología que todavía recordaba, que era un estudio del factor sanguíneo. Abajo del informe habían subrayado la palabra: “incompatible”

Pasé la siguiente página y miré quién había firmado el informe: Era el doctor Aranda.

Pasé las siguientes hojas y observé como seguía habiendo más y más detalles, informes, mediciones, estadísticas, análisis endocrinológicos, test, fechas de mis ovulaciones, muestras de mis óvulos. Todos aquellos informes eran copias escaneadas de documentos originales que debían de haber estado en manos del doctor Aranda y no en un disco de un químico, que trabajaba en unos laboratorios de medicamentos neuronales.

Me sentí ultrajada, violada en mi intimidad.

En aquel momento me vinieron a la mente imágenes de Miguel en el comedor de la empresa y lo raro que me parecía que me preguntara constantemente por mi salud.

Me vino a la memoria una conversación que mantuve con él durante el café del almuerzo un día antes de morir:

—¿Te pasarás este fin de semana por el festival de Jazz de Terrassa? —le pregunté.

—Por supuesto, me llevaré al pequeño para ir ya aficionándolo, porque con el mayor ya no hay remedio, solo le gusta el dichoso reggaetón —me dijo, y luego me regaló una ligera sonrisa que pronto se desvaneció.

Soltó un suspiro, luego me miró por unos segundos y bajó la mirada con rapidez. Cogió una servilleta y comenzó a doblarla.

—Siento mucho lo que le pasó.

En un primer momento no supe a qué se refería.

—Siento mucho que no pueda tener hijos. Yo no sé qué haría sin los míos. Son mi vida, todo lo que hago es por ellos y por mi esposa. Lo hago por ellos —volvió a recalcar.

— Bueno… yo… —me sentí incómoda con la conversación, pero proseguí porque sentí que realmente le importaba lo que me había pasado— Quizás no lo merecía. No iba a ser una buena madre.

Miguel tragó saliva.

—Usted no tuvo la culpa —me dijo mirándome fijamente a los ojos. Me tomó de la mano y prosiguió— No la tuvo, no se torture.

Sus palabras me sonaron amorosas, me hizo sentir mejor. Deseé de corazón haberlas oído de boca de Joan o de mis padres.

Los ojos se me humedecieron. Tuve que hacer un gran esfuerzo por no llorar.

Miguel iba a decirme algo cuando alguien le llamó desde la puerta del comedor, era de su equipo y lo reclamaban en el laboratorio.

Después de su muerte reflexioné sobre aquella conversación y vi todo con una perspectiva diferente. Porque en aquel instante, no pensé cómo Miguel sabía que yo ya no podía tener hijos, yo no se lo había contado a nadie fuera de la familia.

No entendía por qué el espíritu de Miguel había querido que tuviera aquella información en mi poder.
¿Acaso me estaba pidiendo disculpas por haberse entrometido en mi vida?

Continué leyendo hasta que caí rendida, presa del cansancio, sobre la mesa de mi escritorio.

—¡Sandra! —escuché.

La voz me desorientó. Miré hacia la ventana, ya había amanecido.

Me froté los ojos.

—¡Sandra! —volví a oír.

Giré mi cabeza y entonces noté el cuello engarrotado.

Joan me miraba desde la puerta, estaba trajeado y llevaba un abrigo de paño hasta las rodillas y una maleta pequeña de ruedas en su mano.

—¿Dónde vas? —le pregunté al mirar el reloj de la habitación, eran las ocho de la mañana. Movió la cabeza en tono de desagrado.

—Te dije que me iba todo el fin de semana al congreso de bioingeniería de Ginebra. Tú nunca escuchas ¿Ya no lo recuerdas, verdad?

—Me dijiste que iríamos a ver a tus padres al pueblo.

—La semana que viene, querida, eso es la semana que viene —me dijo Joan cerrando la puerta tras de sí.

Yo todavía creía en la casualidad, que los acontecimientos estaban regidos por el azar. Todavía no sabía que en el Universo, las coincidencias no existen, que Dios no juega a los dados con la vida, como decía
Einstein
. Jamás había oído hablar de las sincronías de
Jung
, de las señales, pero allí estaba yo, conduciendo por la carretera camino a un pueblo cerca del parque natural del
Montseny,
en la provincia de Barcelona.

Había llamado a Kahul cuando me acordé, que ese mismo fin de semana, organizaba el taller. En el fondo me daba igual de qué iba el taller, me horrorizaba quedarme sola en la casa después de todo lo que había pasado y asistir me pareció mejor opción que ayudar a mi madre y a sus amigas con la gala benéfica. No soportaba la competencia que había entre ellas, que se decían amigas, para ver quién era mejor organizadora y con más influencias para atraer a personajes famosos de la ciudad. La hipocresía me revolvía el estómago.

El navegador del coche me guió por una carretera comarcal de infinidad de curvas. El paisaje iba cambiando a medida que subía por la deshabitada carretera. Los abetos y los frondosos helechos indicaban que había ascendido en altitud.

Un cartel hecho en madera con las letras labradas a fuego indicaba la dirección de la casa rural donde se realizaba el taller. Era un camino sin asfaltar, lleno de barro y agujeros que se iba estrechando hasta el punto que sentía las ramas de los árboles arañar la chapa de mi lujosa berlina.

Debí traer el todoterreno,
me lamenté.

Al bajar del coche sentí la humedad y el frío en mi rostro, pero el aire puro y el olor de la montaña compensaban con creces la sensación térmica.

Caminé arrastrando una pequeña maleta por un sendero empedrado con losas de pizarra negra hasta llegar a la entrada de la masía. Contemplé la fuerte estructura de piedra que soportaba el edificio también en piedra. El tejado era de pizarra negra y las ventanas de medio arco eran de madera de pino.

Other books

Worst Fears by Fay Weldon
Reflections in a Golden Eye by Carson McCullers
Red Gold by Alan Furst
A Patent Lie by Paul Goldstein
Altered America by Ingham, Martin T., Kuhl, Jackson, Gainor, Dan, Lombardi, Bruno, Wells, Edmund, Kepfield, Sam, Hafford, Brad, Wallace, Dusty, Morgan, Owen, Dorr, James S.
Burners by Perez, Henry, Konrath, J.A.
Fiend by Harold Schechter