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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

Ira Dei (8 page)

BOOK: Ira Dei
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No tenía hermanos y había heredado aquella mansión donde había pasado su niñez, sin tener otra opción que ponerse al frente de la administración de las propiedades y empresas familiares. Alternaba esta actividad con la organización de todo tipo de eventos culturales, como miembro que era de las más prestigiosas sociedades e institutos de estudios del Archipiélago.

Galán lo conoció dos años antes, con motivo de una investigación sobre la muerte de un ciudadano alemán, en la que intervino como intérprete ocasional de los familiares. Ya en la primera conversación, surgió el nexo de unión entre ambos, la esgrima, y desde entonces habían mantenido una fuerte amistad, que había convertido la clase semanal de esgrima en un ritual intocable. Como Ariosto se sentía más cómodo tratándole de usted, Galán aceptaba el tratamiento como muestra de deferencia.

La sala de armas tenía su propia ducha, y Galán tardó poco en asearse. Una vez vestido, bajó las escaleras hasta el primer piso y entró en el salón principal de la casa. Los pasos apenas sonaban amortiguados por las gruesas alfombras que impedían ver el pavimento original de la casa. El salón estaba decorado con un estilo clásico que recordaba las películas de época. Alternando con las grandes cortinas de los ventanales, las empapeladas paredes rebosaban de cuadros originales de pintores canarios destacados, paisajes y retratos en su mayoría. Sillones de tapicería antigua, mesas y sillas de caoba, jarrones y otras piezas de porcelana, un reloj de pie y un piano de pared completaban la decoración de la sala, un poco recargada para el gusto del policía.

—¡Ah! ¡Ya está aquí!

La entrada del anfitrión distrajo a Galán de una acuarela de Bonnín. Ariosto vestía a juego con el mobiliario, un batín corto anudado por un lazo y un pañuelo de seda al cuello. Con un movimiento cadencioso abrió un mueble adosado a la pared, dejando ver un bien aprovisionado bar.

—¿Jerez o Martini?

—Mejor un
gin-tonic
, por favor —contestó Galán— me ha parecido ver una botella de
Martin Miller
.

—No puedo tener secretos ni en mi propia casa —Ariosto aprobó la elección, alcanzó dos copas de balón y se sirvió lo mismo—. Confío en su discreción cuando coincida con otros invitados. No quiero que la botella se evapore antes de lo debido. Sentémonos.

Dieron un par de tragos a las bebidas y el anfitrión conectó el equipo de música. Las notas del segundo movimiento del Concierto para piano número cinco de Beethoven comenzaron a sonar.

—Deme más detalles de la extraña cripta —solicitó el anfitrión—. Me parece de lo más intrigante que ha ocurrido últimamente. ¿Sabe que el lugar donde se ha encontrado era propiedad de un aristócrata hace doscientos años? Si la cripta es tan antigua como me ha comentado, el marqués de Fuensanta tiene algo que decir en este asunto.

—Por de pronto, la investigación policial no puede avanzar mucho más. Los cadáveres, al tener una antigüedad de más de doscientos años, dejan de ser asunto nuestro, y he solicitado al juez de guardia el levantamiento de los mismos para que tengan un entierro digno. Si en el futuro llegamos a conocer sus identidades, se hará constar en la tumba. Le he pedido a Marta Herrero, la arqueóloga, que investigue sobre el tema.

—La conozco, aunque no personalmente —terció Ariosto—, una chica muy atractiva, según creo. Buena elección como persona, aunque tengo la impresión de que no es especialista en el siglo XVIII.

—Lo sé, pero es quien tenía más a mano de la facultad de Historia y, lo que es importante, mantiene una gran amistad con el profesor Lugo, que es quien puede saber algo sobre el asunto.

—Siempre se ha sospechado de la existencia de túneles bajo la ciudad de La Laguna. Hace poco salió a la luz un tramo bastante largo. En algunas excavaciones han aparecido estructuras subterráneas peculiares, pero los intereses económicos han provocado que no haya quedado registro de ellas. Hay que tener en cuenta que la mayoría de las casonas familiares que se mantienen hoy día, aunque hunden sus cimientos encima de otras del siglo XVI, fueron reedificadas en el XVII y sobre todo en el XVIII. En esos siglos tenían más medios para hacer criptas y túneles para conectar las casas familiares entre sí. El problema, como siempre en esta ciudad, es el nivel freático del agua subterránea, que varía con las lluvias invernales. Cuando llueve demasiado se anega cualquier sótano que exista allí. ¿Sabe qué se va a hacer con el túnel?

—De momento, hasta que se extraigan los cadáveres, la obra está precintada. Lo más seguro, como ha ocurrido en otras ocasiones, es que se realice una excavación de urgencia por arqueólogos acreditados y se permita continuar con el desmonte del solar. Hay que tener en cuenta que el Ayuntamiento ha recibido una importante suma por conceder la licencia, y los retrasos en la obra podrían conllevar algún perjuicio económico o político para el Consistorio.

—Volvamos a lo que interesa —Ariosto dio otro sorbo a la copa, manteniendo el líquido unos segundos en la boca, para deleitarse con su sabor—. A usted le escama la coincidencia del asesinato de hace un par de días con lo que se encontró en la cripta. Esta se abrió días después del asesinato, por lo que no es posible plantearnos un homicidio por imitación. Mirándolo fríamente, diría que no es más que pura casualidad. Yo de usted, Antonio, no le daría más vueltas, a menos que haya otro asesinato similar.

—Sé que tiene razón, Luis —Galán se arrellanó en el sillón, inquieto—, pero no deja de ser intrigante que en más de doscientos años no tengamos noticia de que haya ocurrido nada lejanamente similar a estas muertes, y en dos días nos encontremos con esta casualidad, como usted la llama.

—¿Hay alguna pista? ¿Ha repasado lo que la víctima hizo aquel día?

—Sí, claro. Hemos reconstruido la última semana y no hay nada fuera de lo normal. Las mismas cosas que hizo las anteriores.

—Entonces, puede que se trate de un asesinato al azar. Hay muchos locos sueltos a los que no les gusta cómo te vistes, o cómo los miras; cualquier excusa es buena cuando se está determinado a matar. Usted lo sabe bien. Recuerde aquellos asesinatos cometidos a causa de los juegos de rol, que se pusieron de moda hace años.

—Sí, pero siempre dejan alguna huella, suelen realizarlos gente descuidada que dejan un reguero de pistas tras de sí. En este caso el asesino fue demasiado escrupuloso, y eso es lo que me llama la atención. Intento que no me domine la sensación de ira al pensar que, ahí fuera, hay un enajenado que ha matado a un ser humano y está sentado tranquilamente en su casa.

—Siempre es cuestión de tiempo. Tarde o temprano aparece algo que te da nuevas ideas —Ariosto apuró el
gin-tonic
—. Le apuesto una cena a que antes de lo que piensa tendrá algo con lo que trabajar. Digamos, en un par de días a lo sumo.

El teléfono móvil de Galán comenzó a sonar. El policía contestó rápidamente, la llamada provenía de la comisaría. Su semblante comenzó a palidecer. Ariosto le miró alarmado.

—¿Qué ocurre Antonio? ¿Malas noticias?

—Acaba de ganar una cena. El asesino del estilete. Ha vuelto a actuar.

11

El Mercedes 300d del 60 de Ariosto llegó al camino de San Diego quince minutos después. Galán había dejado su coche aparcado bastante lejos y su anfitrión se había ofrecido a llevarlo a La Laguna. El tráfico había sido desviado a la altura del cruce con el Camino de la Fuente Cañizares por un par de policías locales, que habían atravesado un coche patrulla en la calzada y colocado una cinta de aviso entre dos árboles. Sebastián, el chófer, aparcó en el arcén de la oscura carretera, iluminada ocasionalmente por los destellos de los faros giratorios de otro coche policial y por las linternas halógenas de los agentes, que inspeccionaban la escena del crimen unos cien metros más allá.

—Ariosto, haga el favor de quedarse en el coche —pidió Galán—. Esto es una investigación oficial y no puede haber gente extraña en el perímetro.

—Por supuesto, querido amigo —Ariosto compartía el asiento trasero y ya se desabrochaba el cinturón de seguridad—. Pero permita que dé un paseo por los alrededores, le prometo que no entraré en la zona acotada, ni interferiré en la investigación.

Galán bajó del auto, dejando atrás a su acompañante. Se identificó ante los policías locales, pasó por debajo de la cinta de seguridad que impedía el paso y avanzó rápidamente hacia las luces.

Una figura yacía tendida en el suelo, al lado de unas marcadas huellas de frenado. Unos diez metros más allá se hallaba detenido un cuatro por cuatro. Deambulaban por la zona al menos diez policías. La mitad uniformados, un local y cuatro nacionales; la otra mitad eran sus compañeros de la brigada de homicidios, Morales y Ramos; y el resto, de la policía científica, Bencomo, Cobos y Rivero, armados con potentes cámaras fotográficas y con material para la recogida de muestras. Morales hizo una rápida exposición de lo ocurrido.

—El conductor del todo terreno ha llamado al 112 desde su móvil después, según dice, de haber atropellado a una mujer que estaba tendida en el suelo de la carretera. Llegó primero la policía local, que nos avisó. Se ha constatado el fallecimiento de la mujer. Ya pasó por aquí una unidad médica de emergencia, que sólo pudo certificar la muerte de la accidentada. Acaban de irse, no hará más de cinco minutos. Sin embargo, a falta de que lo corrobore el informe de la autopsia, todos los indicios indican que no murió por el atropello, sino por las heridas que tiene en el pecho y espalda. Incisiones punzantes, hechas con un cuchillo largo o arma blanca similar. Tiene también un corte en la parte superior de la cabeza. Los de la científica están buscando muestras que no pertenezcan a la víctima.

—¿Qué sabemos del conductor del Jeep? —preguntó Galán.

—Se llama Joaquín Gómez, pasaba por aquí camino de su casa —respondió Morales—. Está comprobado el domicilio. Como se encuentra en estado de shock, lo hemos dejado dentro del coche hasta que se tranquilice. Los de la ambulancia le han dado un calmante y estamos esperando a que le haga efecto. Tal vez quiera hablar contigo.

—Bien, ahora voy, echaré un vistazo primero. Déjame la linterna, por favor. Cuida de que no se acerque ningún curioso, y si es periodista, menos.

Galán se hizo atrás varios pasos, para ver la escena con perspectiva. Las huellas de los neumáticos en el asfalto y en la propia víctima dejaban claro que ésta estaba ya en el suelo cuando se produjo el atropello. En principio, había que desechar que fuera intencionado. La oscuridad le había jugado una mala pasada al conductor. Debía centrarse en la víctima. Varias heridas en la parte baja de la espalda y pecho.
Bien, una novedad respecto al anterior asesinato
. Daba la impresión de que el asesino no había podido terminar rápidamente y que a ella le había dado tiempo a revolverse. Tal vez incluso de plantarle cara. Ante esta situación, el homicida había decidido acabar por la vía rápida y atacó directamente al pecho.

No había otro objeto alrededor del cadáver, sólo una mochila. Se puso unos guantes de látex que le proporcionó Ramos y la recogió con cuidado para examinar su contenido. Un libro, dos cuadernos, un estuche de lápices, un monedero con dinero y tarjetas de crédito y un vaso metálico de considerable peso. No podía precisar el uso que podía darse al cuenco, pero parecía un utensilio de cocina. Observó que existía una abolladura en la base. Le entregó la mochila a su compañero y pasó a revisar el cuerpo. No yacía en su posición original, ya que había sido movido por los sanitarios. En ese momento estaba de medio lado, por lo que se podían apreciar las heridas de arma blanca, una en la espalda a la altura de los riñones y otra en el centro del pecho. No tenía expresión. Con toda seguridad, alguien de la ambulancia le había cerrado los ojos. Miró sus uñas: no había señal de arañazos. Con suavidad, le separó los labios. Tampoco había señales de mordeduras de autodefensa. Poco material, pensó.

Sigamos con el testigo
, se dijo. El conductor del automóvil estaba más tranquilo y se encontraba apoyado en la puerta trasera, vigilado por Morales. Galán se dirigió a él.

—¿Se encuentra bien?

—Sí, gracias —el sujeto tenía la frente mojada y el rostro pálido—. Ya se me está pasando.

—¿Puede decirme lo que ha pasado?

—Iba conduciendo tranquilamente escuchando la radio. En este tramo que está más oscuro me pareció ver un bulto en el suelo y frené, pero no pude evitar el impacto. Detuve el coche, bajé y me encontré a esa mujer sangrando. Llamé al número de emergencias y, como comencé a sentirme mal, me senté en el coche hasta que vino la policía —interrumpió su relato, muy afectado—. Lo siento, nunca me había pasado algo como esto. Todavía no lo he asimilado.

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