Sólo porque dé clases de relaciones internacionales y escriba sobre asuntos de gobierno y políticas públicas no significa que sea un ignorante. Me importa tanto el arte como a usted, señor Walker, y no le pediría que trabajara en una revista si no se tratara de una publicación literaria.
¿Cómo sabe que soy capaz de hacerlo?
No lo sé. Pero tengo una corazonada.
No tiene sentido. Me está ofreciendo un trabajo y ni siquiera ha leído una palabra de lo que he escrito.
No es cierto. Esta misma mañana he leído cuatro poemas suyos en el último número de la
Columbia Review
y seis artículos en el periódico universitario. El ensayo sobre Melville era especialmente bueno, en mi opinión, y me ha conmovido su breve poema sobre el cementerio.
¿Cuántos cielos pasarán sobre mí / Hasta que éste también desaparezca?
Impresionante.
Me alegro de que le guste. Más impresionante aún es la prisa que se ha dado.
Yo soy así. La vida es muy corta para andar perdiendo el tiempo.
Mi maestra nos decía lo mismo en tercero de primaria; con esas mismas palabras, exactamente.
Un lugar maravilloso, esta Norteamérica suya. Ha recibido usted una excelente educación, señor Walker.
Born se rió ante la inanidad de su observación, dio un trago de cerveza, y luego se retrepó en la silla para considerar la idea que había puesto en marcha.
Lo que quiero que haga, dijo al cabo, es elaborar un plan, un proyecto. Explicarme el contenido de la revista, la extensión de cada número, el diseño de cubierta, el formato, la frecuencia de publicación, el título que quiere darle, y demás cosas. Cuando haya terminado, déjelo en mi despacho. Le echaré una mirada, y si me gustan sus ideas, pondremos manos a la obra.
Por joven que fuese, tenía el suficiente conocimiento del mundo para comprender que Born podría estar tomándome por gilipollas. ¿Cuántas veces entraba uno en un bar, se encontraba con alguien a quien sólo había visto una vez, y salía con la posibilidad de crear una revista, sobre todo cuando ese uno en cuestión era un pelanas de veinte años que aún estaba por demostrar su valía en cualquier ámbito? Era demasiado grotesco para creérselo. Lo más probable sería que Born quisiera alimentar mis esperanzas con el único objeto de aplastarlas, y sencillamente yo contaba con que tirase mi plan a la papelera y me dijera que no le interesaba. Sin embargo, en la remota posibilidad de que hubiera hablado en serio, y tuviera la sincera intención de mantener su palabra, me pareció que debía intentarlo. ¿Qué tenía que perder? Sólo un día para pensarlo bien y ponerlo por escrito, nada más, y si al final Born rechazaba mi propuesta, pues tanto peor.
Preparándome para el chasco, me puse a trabajar aquella misma noche. Sin embargo, aparte de establecer una lista de una docena de posibles nombres para la revista, no adelanté mucho. No porque me sintiera confuso, ni tampoco por falta de ideas, sino por la sencilla razón de que se me había olvidado preguntar a Born cuánto dinero estaba dispuesto a invertir en el proyecto. Todo giraba en torno al volumen de su inversión, y sin saber cuáles eran sus intenciones, ¿cómo podía abordar la miríada de cuestiones que él había suscitado aquella tarde: la calidad del papel, la extensión y frecuencia de los números, la encuadernación, la posible inclusión de trabajos artísticos, y la cantidad (en su caso) que estaba dispuesto a pagar a los colaboradores? Al fin y al cabo, las revistas literarias aparecían bajo toda clase de formas y aspectos, desde las publicaciones clandestinas, hechas a multicopista y cosidas con grapas, editadas por jóvenes poetas del East Village, pasando por las eruditas trimestrales y las empresas más comerciales como la Evergreen Review, hasta los suntuosos objets patrocinadas por mecenas ricachones que perdían miles de dólares con cada número. Tendría que hablar de nuevo con Born, me dije, de modo que en vez de elaborar un plan, le escribí una carta explicándole el problema. Era un documento tan triste y patético —tenemos que hablar de dinero— que decidí incluirle otra cosa en el sobre, sólo para demostrarle que no era tan imbécil como parecía. Tras nuestra breve conversación sobre Bertrán de Born del sábado por la noche, pensé que le divertiría leer una de las obras más truculentas del poeta del siglo XII. Yo tenía por casualidad una antología de bolsillo de los troubadours —únicamente en inglés— y mi primera idea fue simplemente pasar a máquina uno de los poemas del libro. Cuando empecé a leer la versión inglesa, sin embargo, me pareció desmañada e inepta, una traducción que no hacía justicia a la extraña y desagradable intensidad del poema, y aun cuando yo no sabía ni palabra de provenzal, me figuré que podía conseguir algo más presentable trabajando a partir de una traducción francesa. A la mañana siguiente encontré lo que buscaba en la Biblioteca Butler: una edición de las obras completas de De Born, con el provenzal original a la izquierda y la versión literal en prosa en francés a la derecha. Tardé varias horas en concluir el trabajo (si no me equivoco me perdí una clase por eso), y éste fue el resultado final:
Amo el júbilo de la primavera
cuando retoñan hojas y flores,
y me inunda el regocijo de los pájaros cantores
que resuenan por el bosque;
y me deleita la visión de los prados
adornados con tiendas y pabellones;
y grande es mi felicidad
cuando los campos se llenan
de monturas y caballeros acorazados.
Y me emociono al ver a los exploradores
que obligan a hombres y mujeres a huir con sus
pertenencias; y la felicidad me invade cuando los expulsa un enjambre de hombres armados; y mi corazón se remonta al contemplar el sitio de castillos poderosos mientras sus murallas ceden y se derrumban con las tropas agrupadas al borde del foso y fuertes y sólidas barreras cercan por todas partes el objetivo.
Y me alborozo asimismo cuando un barón dirige el asalto, montado en su caballo, armado y sin miedo, dando fuerza a sus hombres mediante su coraje y valor.
Y así cuando empieza la batalla hasta el último de ellos está dispuesto a seguirlo de buen grado, pues nadie puede ser hombre hasta haber dado y recibido golpe tras golpe.
En lo más reñido del combate veremos mazas, espadas, escudos y yelmos multicolores hendidos y aplastados, y hordas de vasallos atacando en todas direcciones mientras los caballos de muertos y heridos vagan sin rumbo por el campo de batalla. Y cuando empiece la lucha que todo hombre bien nacido piense sólo en romper cabezas y brazos, pues mejor estar muerto que vivo y derrotado.
Os digo que comer, beber y dormir
me procura menos placer que oír el grito
de «¡A la carga!» en ambos bandos, y escuchar
súplicas de «¡Auxilio! ¡Socorro!», y ver cómo
los poderosos y los humildes caen juntos
sobre la hierba y en las zanjas, y contemplar cadáveres
con la punta de quebradas lanzas, adornadas de banderines,
asomando por los costados.
Barones, mejor dejad en prenda
vuestros castillos, vuestros pueblos y ciudades,
antes que renunciar a la guerra.
Aquella misma tarde, pasé el sobre con la carta y el poema bajo la puerta del despacho de Born en la Facultad de Relaciones Internacionales. Esperaba una respuesta inmediata, pero pasaron varios días antes de que se pusiera en contacto conmigo, y al ver que no me llamaba me pregunté si el proyecto de la revista no era efectivamente más que un capricho extravagante que ya se le había pasado, o peor aún, si se había ofendido por el poema, pensando que lo estaba equiparando con Bertrán de Born y por tanto acusándolo indirectamente de militarista. Resultó que no tenía que haberme preocupado. Cuando el viernes sonó el teléfono, se disculpó por su silencio, explicándome que el miércoles había ido a Cambridge a dar una conferencia y no había puesto el pie en su despacho hasta hacía veinte minutos.
Tiene toda la razón, prosiguió, y soy un completo estúpido por pasar por alto la cuestión monetaria cuando hablamos el otro día. ¿Cómo puede presentarme un plan si no cuenta con un presupuesto? Debe de pensar que soy imbécil.
En absoluto, repuse, el idiota soy yo…, por no habérselo preguntado. Pero no estaba seguro de si hablaba en serio, y no quería insistir.
Muy en serio, señor Walker. Reconozco que tengo tendencia a gastar bromas, pero sólo en pequeñas cosas sin consecuencia. Nunca le tomaría el pelo en un asunto como éste.
Me alegro de saberlo.
Bueno, para contestar a su pregunta sobre el dinero…, espero que nos vaya bien, por supuesto, pero, como en cualquier empresa de este género, hay un amplio factor de riesgo, de modo que para ser realistas tengo que estar preparado para perder hasta el último céntimo de mi inversión. Lo que se reduce a lo siguiente: ¿cuánto estoy dispuesto a perder? ¿Qué parte de la herencia puedo derrochar sin causarme problemas en el futuro? Lo he pensado bastante desde que hablamos el lunes, y la respuesta es veinticinco mil dólares. Ese es mi límite. La revista saldrá cuatro veces al año, y pondré cinco mil por número, más otro cinco mil para su salario anual. Si acabamos el año sin pérdidas, podré financiar un año más. Si salimos con ganancias, invertiré los beneficios en la revista, lo que nos permitirá seguir un tercer año, ya sea en su totalidad o en parte. Si perdemos dinero, sin embargo, el segundo año será problemático. Digamos diez mil dólares en números rojos. Entonces pondré quince mil, y ya está. ¿Entiende el principio? Tengo veinticinco mil dólares para despilfarrar, pero no gastaré ni un dólar más. ¿Qué le parece? ¿Es una propuesta justa o no?
Sumamente justa, y extremadamente generosa. Con cinco mil dólares por número, podríamos sacar una revista de primera clase, algo para estar orgullosos.
Podría poner todo el dinero en sus manos mañana mismo, desde luego, pero en realidad eso no serviría de mucho, ¿verdad? Es su futuro lo que preocupa a Margot, y si es capaz de que la revista funcione, entonces tendrá el porvenir asegurado. Tendrá un trabajo digno con un sueldo decente, y en sus horas libres podrá escribir toda la poesía que le apetezca, vastos poemas épicos sobre los misterios del corazón humano, breves composiciones líricas sobre margaritas y ranúnculos, fogosos panfletos contra la injusticia y la crueldad. A menos que acabe en la cárcel o le vuelen la tapa de los sesos, por supuesto, pero no pensemos ahora en esas sombrías posibilidades.
No sé cómo agradecerle…
No me dé las gracias a mí. Sino a Margot, su ángel de la guarda.
Espero volverla a ver pronto.
Seguro que sí. Siempre y cuando me satisfaga su plan, podrá verla cuantas veces quiera.
Haré lo que pueda. Pero si lo que pretende es una revista que origine controversia y provoque al lector, dudo que la solución sea una publicación literaria. Espero que lo tenga en cuenta.
Lo entiendo, señor Walker. Estamos hablando de calidad…, de algo refinado y sublime. De arte para los elegidos.
O como lo habría pronunciado Stendhal: agtepaga los elegidos.
Stendhal y Maurice Chevalier. Lo que me recuerda… A propósito de caballeros, gracias por el poema. El poema. Se me había olvidado… El poema que me ha traducido. ¿Qué le ha parecido?
Lo he encontrado brillante y nauseabundo. Mi faux ancestro era un verdadero samurai enloquecido, ¿verdad? Pero al menos tenía el valor de manifestar sus convicciones. Como mínimo, era consciente de lo que defendía. Qué poco ha cambiado el mundo desde mil ciento ochenta y seis, por mucho que nos guste pensar lo contrario. Si la revista levanta el vuelo, creo que deberíamos publicar el poema de De Born en el primer número.
Me sentí animado y perplejo a la vez. Pese a mis lúgubres vaticinios, Born había hablado del proyecto como si ya estuviera a punto de ponerse en marcha, y en aquellos momentos la confección del plan parecía poco más que una mera formalidad. Tenía la impresión de que fuera cual fuese el esquema que le presentara, él estaría dispuesto a dar el visto bueno. Y sin embargo, por entusiasmado que estuviera ante la idea de hacerme cargo de una revista bien financiada, que aparte de todo lo demás me procuraría un sueldo bastante elevado, por nada del mundo era capaz de adivinar lo que Born estaba tramando. ¿Era realmente Margot la causa de aquel inesperado arranque de altruismo, aquella fe ciega en un muchacho sin experiencia en el ámbito de la edición, la publicación o los negocios que sólo una semana antes era un perfecto desconocido para él? Y aunque así fuera, ¿por qué iba a preocuparle a ella en modo alguno la cuestión de mi futuro? Apenas habíamos hablado en la fiesta, y aunque me había mirado con detenimiento y me había dado una palmadita en la mejilla, yo parecía un cero a la izquierda, una persona carente de toda importancia. No podía imaginar qué podía haberle dicho a Born para que estuviera dispuesto a arriesgar veinticinco mil dólares por mi causa. Por lo que yo podía colegir, la perspectiva de publicar una revista lo dejaba frío, y, debido a esa indiferencia, estaba contento de dejar todo el asunto en mis manos. Cuando pensé en la conversación que habíamos mantenido el lunes en el West End, me di cuenta de que probablemente yo mismo le había sugerido la idea. Le mencioné que podía buscar trabajo en una editorial o una revista después de licenciarme en la universidad, y un momento después me estaba hablando de su herencia y de su intención de montar una editorial o crear una revista con el dinero recién conseguido. ¿Y si hubiera dicho que quería fabricar tostadoras? ¿Me habría contestado que tenía pensado invertir en una fábrica de electrodomésticos?
Tardé más de lo que había imaginado en acabar el plan: cuatro o cinco días, creo, pero sólo porque me empeñé en hacer un trabajo concienzudo. Quería impresionar a Born con mi diligencia, y por eso no sólo planifiqué el contenido de cada número (poesía, ficción, ensayos, entrevistas, traducciones, así como una sección en las últimas páginas de crítica de libros, cine, música y pintura), sino que también incluí un informe financiero completo: costes de imprenta, papel y encuadernación, aspectos de la distribución, tiradas, honorarios de colaboradores, precio en el quiosco, tarifas de suscripción, así como los pros y los contras de incluir anuncios publicitarios. Todo lo cual exigió tiempo y averiguaciones, llamadas de teléfono a imprentas y encuadernadores, conversaciones con editores de revistas, y una nueva forma de pensar por mi parte, puesto que nunca me había preocupado de cuestiones comerciales. En cuanto al nombre, anoté varias posibilidades, con idea de dejar que Born decidiese, pero mis preferencias iban hacia Stylus: en honor a Poe, que había intentado lanzar una revista con ese nombre no mucho antes de su muerte.