Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (59 page)

BOOK: Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas
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La cromatografía a través de columnas de materiales pulverizados mostróse como un procedimiento eficiente para toda clase de mezclas, coloreadas o no. El óxido de aluminio y el almidón resultaron mejores que la piedra caliza para separar moléculas corrientes. Cuando se separan iones, el proceso se llama «intercambio de iones», y los compuestos conocidos con el nombre de zeolitas fueron los primeros materiales aplicados con este fin. Los iones de calcio y magnesio podrían ser extraídos del agua «dura», por ejemplo, vertiendo el agua a través de una columna de zeolita. Los iones de calcio y magnesio se adhieren a ella y son remplazados, en la solución, por iones de sodio que contiene la zeolita, de modo que al pie de la columna van apareciendo gotas de agua «blanda». Los iones de sodio de la zeolita deben ser remplazados de vez en cuando vertiendo en la columna una solución concentrada de sal corriente (cloruro sódico). En 1935 se perfeccionó el método al desarrollarse las «resinas intercambiadoras de iones», sustancias sintéticas que pueden ser creadas especialmente para el trabajo que se ha de realizar. Por ejemplo, ciertas resinas sustituyen los iones de hidrógeno por iones positivos, mientras que otras sustituyen iones hidroxilos por iones negativos. Una combinación de ambos tipos permitiría extraer la mayor parte de las sales del agua de mar. Cajitas que contenían esas resinas formaban parte de los equipos de supervivencia durante la Segunda Guerra Mundial.

El químico americano Frank Harold Spedding fue quien aplicó la cromatografía de intercambio de iones a la separación de las tierras raras. Descubrió que estos elementos salían de una columna de intercambio de iones en orden inverso a su número atómico, de modo que no sólo se separaban rápidamente, sino que también se identificaban. De hecho, el descubrimiento del promecio, el incógnito elemento 61, fue confirmado a partir de las pequeñas cantidades encontradas entre los productos de fisión.

Gracias a la cromatografía puede prepararse hasta 1 t de elementos de tierras raras purificados. Pero resulta que las tierras raras no son especialmente raras. En efecto, la más rara (a excepción del promecio) es más común que el oro o la plata, y las más corrientes —lantano, cerio y neodimio— abundan más que el plomo. En conjunto, los metales de tierras raras forman un porcentaje más importante de la corteza terrestre que el cobre y el estaño juntos. De aquí que los científicos sustituyeran el término «tierras raras» por el de «lantánidos», en atención al más importante de estos elementos. En realidad, los lantánidos individuales no han sido muy usados en el pasado, pero la finalidad de la separación actual ha multiplicado sus empleos y, hacia los años 1970, se usaban ya 12.000.000 de kilos. El mischmetal, una mezcla que consiste, principalmente, en cerio, lantano y neodimio, constituye las tres cuartas partes del peso de las piedras para mecheros de fumador. Una mezcla de óxidos se emplea como vidrio de pulimentar, y se añaden asimismo diferentes óxidos al vidrio para producir ciertas propiedades deseables. Algunas mezclas de europio e itrio se emplean como fósforo sensible al rojo en los televisores de color, etcétera.

Los actínidos

Como una recompensa a los químicos y físicos por descifrar el misterio de las tierras raras, los nuevos conocimientos proporcionaron la clave de la Química de los elementos situados al final de la tabla periódica, incluyendo los creados por el hombre.

Esta serie de elementos pesados empiezan con el actinio, número 89. En la tabla está situado debajo del lantano. El actinio tiene 2 electrones en la capa Q, del mismo modo que el lantano tiene otros 2 en la capa P. El electrón 89 y último del actinio pasa a ocupar la capa P, del mismo modo que el 57 y último del lantano ocupa la capa O. Ahora se plantea este interrogante: Los elementos situados detrás del actinio, ¿siguen añadiendo electrones a la capa P y convirtiéndose así en elementos usuales de transición? ¿O, por el contrario, se comportan como los elementos situados detrás del lantano, cuyos electrones descienden para completar la subcapa omitida situada debajo? Si ocurre esto, el actinio puede ser el comienzo de una nueva serie de «metales de tierras raras».

Los elementos naturales de esta serie son el actinio, el torio, el protactinio y el uranio. No fueron ampliamente estudiados hasta 1940. Lo poco que se sabía sobre su química sugería que se trataba de elementos usuales de transición. Pero cuando se añadieron a la lista los elementos neptunio y plutonio —elaborados por el hombre— y se estudiaron detenidamente, mostraron un gran parecido químico con el uranio. Glenn Seaborg fue urgido a proponer que los elementos pesados estaban, de hecho, siguiendo la pauta lantánida y llenando y llenando el cuarto subhueco sin llenar del hueco O. Con el laurencio se ha ocupado este subhueco, y los quince actínidos existen, en perfecta analogía con los quince lantánidos. Una confirmación importante es que la cromatografía de intercambios de iones separa los actínidos en la misma forma que separa los lantánidos.

Los elementos 104 (ruterfordio) y 105 (hahnio) son
transactínidos
y, los químicos están del todo seguros al respecto, aparecen por debajo del hafnio y tantalio, los dos elementos que siguen a los lantánidos.

Los gases

Desde los comienzos de la Química se reconoció que podían existir muchas sustancias en forma de gas, líquido o sólido, según la temperatura. El agua es el ejemplo más común: a muy baja temperatura se transforma en hielo sólido, y si se calienta mucho, en vapor gaseoso. Van Helmont —el primero en emplear la palabra «gas»— recalcó la diferencia que existe entre las sustancias que son gases a temperaturas usuales, como el anhídrido carbónico, y aquellas que, al igual que el vapor, son gases sólo a elevadas temperaturas. Llamó «vapores» a estos últimos, por lo cual seguimos hablando «de vapor de agua», no de «gas de agua».

El estudio de los gases o vapores siguió fascinando a los químicos, en parte porque les permitía dedicarse a estudios cuantitativos. Las leyes que determinan su conducta son más simples y fáciles de establecer que las que gobiernan el comportamiento de los líquidos y los sólidos.

Licuefacción

En 1787, el físico francés Jacques-Alexandre-César Charles descubrió que, cuando se enfriaba un gas, cada grado de enfriamiento determinaba una contracción de su volumen aproximadamente igual a 1/273 del volumen que el mismo gas tenía a 0 °C, y, a la inversa, cada grado de calentamiento provocaba una expansión del mismo valor. La expansión debida al calor no planteaba dificultades lógicas; pero si continuaba la disminución de volumen de acuerdo con la ley de Charles (tal como se la conoce hoy), al llegar a los –273 °C, el gas desaparecería. Esta paradoja no pareció preocupar demasiado a los químicos, pues se daban cuenta de que la ley de Charles no podía permanecer inmutable hasta llegar a temperaturas tan bajas, y, por otra parte, no tenían medio alguno de conseguir temperaturas lo suficientemente bajas como para ver lo que sucedía.

El desarrollo de la teoría atómica —que describía los gases como grupos de moléculas— presentó la situación en unos términos completamente nuevos. Entonces empezó a considerarse que el volumen dependía de la velocidad de las moléculas. Cuanto más elevada fuese la temperatura, a tanta mayor velocidad se moverían, más «espacio necesitarían para moverse» y mayor sería el volumen. Por el contrario, cuanto más baja fuese la temperatura, más lentamente se moverían, menos espacio necesitarían y menor sería el volumen. En la década de 1860, el físico británico William Thomson —que alcanzó la dignidad de par, como Lord Kelvin— sugirió que el contenido medio de energía de las moléculas era lo que disminuía en un índice del 1/273 por cada grado de enfriamiento. Si bien no podía esperarse que el volumen desapareciera por completo, la energía sí podía hacerlo. Según Thomson, a
–273 °C
, la energía de las moléculas descendería hasta cero, y éstas permanecerían inmóviles. Por tanto, –273 °C debe de ser la temperatura más baja posible. Así, pues, esta temperatura (establecida actualmente en –273,16 °C, según mediciones más modernas) sería el «cero absoluto», o, como se dice a menudo, el «cero Kelvin». En esta escala absoluta, el punto de fusión del hielo es de 273 K. En la figura 6.5 se representan las escalas Fahrenheit, centígrada y Kelvin.

Fig. 6.5. Comparación de las escalas termométricas Fahrenheit, Centígrada y Kelvin.

Este punto de vista hace aún más seguro que los gases se licuefactarían a medida que se aproximase el cero absoluto. Con incluso menos energía disponible, las moléculas de gas requerirían tan poco sitio que se colapsarían unas en otras y entrarían en contacto. En otras palabras, se convertirían en líquidos, puesto que las propiedades de los líquidos se explican al suponer que consisten en moléculas en líquido, pero que las moléculas contienen aún energía suficiente como para deslizarse y quedar libres por encima, por debajo y para pasarse unas a otras. Por esta razón, los líquidos pueden verterse y cambiar fácilmente de forma para adaptarse a un recipiente en particular.

A medida que la energía continúa decreciendo con el descenso de la temperatura, las moléculas llegarán a poseer tan poco espacio para abrirse paso las unas a las otras, e incluso para ocupar alguna posición fijada en la que vibrar, que no pueden moverse. En otras palabras, el líquido se ha helado y convertido en sólido. Así le pareció claro a Kelvin que, a medida que uno se aproximaba al cero absoluto, todos los gases no sólo se licuefactarían sino que se congelarían.

Naturalmente, entre los químicos existía un deseo de demostrar lo exacto de la sugerencia de Kelvin, haciendo descender la temperatura hasta el punto donde todos los gases se licuefactarían en primer lugar, y luego se congelarían, de la forma en que se consigue el cero absoluto. (Existe aquí algo respecto de un horizonte lejano que llama para su conquista.)

Los científicos habían estado explorando los extremos del frío mucho antes de que Kelvin hubiese definido el último objetivo. Michael Faraday descubrió que, incluso a temperaturas ordinarias, algunos gases se licuefactan bajo presión. Empleó un fuerte tubo de vidrio inclinado en forma de bumerán. En el extremo cerrado, colocó una sustancia que podría contener el gas tras el que iba. Luego, cerró el extremo abierto. El extremo con la materia sólida lo situó en agua caliente, con lo que se liberó el gas en una cantidad cada vez más creciente, y, puesto que el gas se hallaba confinado dentro del tubo, desarrolló una presión cada vez mayor. El otro extremo del tubo lo mantuvo Faraday en un cubilete lleno de hielo picado. En ese extremo, el gas se hallaría sometido tanto a una presión elevada como a baja temperatura, y se licuaría. En 1823, Faraday licuefacto de esta forma el gas cloro. El punto normal de licuefacción del cloro es de –34,5 °C (238,7 K).

En 1835, un químico francés, C. S. A. Thilorier, empleó el método de Faraday para formar dióxido de carbono líquido bajo presión, empleando cilindros metálicos, que podrían soportar mayores presiones que los tubos de vidrio. Preparó dióxido de carbono líquido en considerable cantidad y luego lo dejó escapar del tubo a través de una estrecha boquilla.

Naturalmente, en esas condiciones, el dióxido de carbono líquido, expuesto a las temperaturas normales se evaporaría con rapidez. Cuando un líquido se evapora, sus moléculas se separan de aquellas de las que está rodeado, a fin de convertirse en entidades singulares que se muevan con libertad. Las moléculas de un líquido tienen una fuerza de atracción entre sí, y el conseguir liberarse de la atracción es algo que requiere energía. Si la evaporación es rápida, no hay tiempo para que suficiente energía (en forma de calor) entre en el sistema, y la única restante fuente de energía para alimentar la evaporación es el líquido en sí. Por tanto, cuando el líquido se evapora rápidamente, la temperatura del líquido residual disminuye.

(Este fenómeno es algo experimentado por nosotros, puesto que el cuerpo humano siempre transpira ligeramente, y la evaporación de la fina capa de agua de nuestra piel retira calor de esa piel y nos mantiene frescos. Cuanto más calor hace, como es natural, más sudamos, y si el aire es húmedo y esa evaporación no puede tener lugar, la transpiración se recoge en nuestro cuerpo y nos llegamos a sentir incluso incómodos. El ejercicio, al multiplicar las reacciones productoras de calor dentro de nuestro cuerpo, también incrementa la transpiración, y asimismo nos encontramos incómodos en condiciones de humedad.)

Cuando Thilorier (para volver a él) permitió al dióxido de carbono evaporarse, la temperatura del líquido descendió a medida que tenía lugar la evaporación, hasta que el dióxido de carbono se congeló. Por primera vez se había conseguido formar dióxido de carbono sólido.

El dióxido de carbono líquido es estable sólo bajo presión. El dióxido de carbono sólido expuesto a condiciones ordinarias se
sublima
, es decir, se evapora directamente a gas sin fundirse. El punto de sublimación del dióxido de carbono sólido es de –78,5 °C (194,7 K).

El dióxido de carbono sólido tiene la apariencia de hielo empañado (aunque está mucho más frío), y dado que no forma un líquido se le ha llamado
hielo seco
. Cada año se producen unas 400.000 toneladas del mismo, y la mayor parte se emplea para preservar los alimentos a través de la refrigeración.

El enfriamiento por evaporación revolucionó la vida humana. Con anterioridad al siglo XIX, el hielo, cuando estaba disponible, podía emplearse para conservar los alimentos. El hielo debía recogerse en invierno y guardarse, bajo aislamiento, durante el verano; o bien había que bajarlo desde las montañas. En el mejor de los casos era un proceso tedioso y difícil, y la mayoría de la gente debía improvisarlo en verano (o con el calor de todo el año, pongamos por caso).

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