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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (63 page)

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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—En realidad, lo invité a almorzar porque deseaba un momento a solas con usted, algo infrecuente por estos días con tanta gente pululando en torno. Y deseaba un momento a solas con usted para hablar acerca de su madre, mi sobrina Blanca Montes.

Nahueltruz apoyó los cubiertos y miró a su anfitriona con perplejidad.

—El día de la lamentable caída —explicó la anciana—, escuché a María Pancha llamarlo Nahueltruz. «Yo conozco a un Nahueltruz», me dije. En realidad, no conocía a un Nahueltruz; lo había sentido nombrar cientos de veces por su madre, mi querida sobrina Blanca. No fue difícil determinar que aquel Nahueltruz, el de Blanca, y usted eran la misma persona. Y por fin supe por qué sus ojos atraían tanto mi atención: porque son iguales a los de mi madre, su bisabuela. Es un gris tan inusual, tan puro, un gris poco común. —Ante el silencio de Guor, Carolina agregó—: No necesito que me ratifique lo que digo. Mi sobrino Agustín lo hizo por usted. También me explicó los pormenores de su vida y lo riesgoso que sería si su verdadera identidad cayera en manos de la Justicia. ¿Por qué no me dijo la verdad enseguida de habernos conocido en París? Habría sido una inmensa alegría para mí recibir en mi casa al hijo de la que consideré mi hija.

—En aquel momento, yo, en fin... La situación era tan complicada, tan confusa, mi vida se había convertido en un infierno y yo... También hubo algo de vergüenza —admitió—. Vergüenza de ser indio, de ser un fugitivo, de ser el hijo del hombre que les había arrebatado a mi madre.

—El hijo del hombre que su madre amó.

La sonrisa de Carolina Beaumont enmendó el malestar, y el cariño que le ofrecía se convirtió en un paliativo después de semanas de mendigar inútilmente el amor de Laura.

—Siempre quise decirle la verdad, madame.

—Me daría inmensa dicha si me llamaras como todos mis sobrinos, tía Carolita.

—No será fácil —admitió Nahueltruz.

—Querido mío —dijo Carolina, con repentino ardor, y le sujetó la mano—. Querido mío, ¡cuánto deseé conocerte! El Señor me ha otorgado esta gracia antes de morir. Si tu madre pudiera ver en qué hombre tan magnífico te has convertido, ¡qué orgullosa estaría de ti! Mi pobre Blanca —dijo, y se le quebró la voz—. Discúlpame, pero quise tanto a tu madre que pocas veces la menciono sin emocionarme.

Carolina quería saber de Blanca y pidió a Nahueltruz que detallara su suerte, luego de abandonar la estancia en Ascochinga hasta el día en que murió. Nahueltruz satisfizo ampliamente ese pedido y la conversación se extendió hasta bien entrada la tarde.

—¡Qué ser tan extraordinario era tu madre, Nahueltruz! Debes de estar orgulloso de ella.

—Lo estoy. Y también estoy orgulloso de mi padre, el cacique Mariano Guor, un gran líder del pueblo ranquel, reconocido por su generosidad, su sentido de la justicia y su corazón noble. Un enamorado de su pueblo.

—Debe de haber sido un hombre muy valioso cuando tu madre lo amó tanto. Lamenté sinceramente al enterarme de que su tumba habia sido profanada.

—Es un gran dolor para mí —confesó Nahueltruz—, al igual que para mi familia. Lucharé hasta recuperar sus restos y devolverlos a Leuvucó, donde descansarán en paz junto a mi madre. Agustin y el padre Marcos Donatti han prometido ayudarme.

—Y Laura y Gabrielito serán el estímulo para que nunca bajes los brazos —añadió Carolina.

—Todo lo que soy y lo que tengo, todo lo que quiero ser y tener es para ellos.

Al dejar el dormitorio de madame Beamont. Nahueltruz consultó su reloj: las cinco de la tarde. No tenia sentido regresar a la obra, tampoco deseaba hacerlo. Sólo quería estar con su mujer y su hijo. En lo de Javier, María Pancha le informo que Laura y doña Generosa habían salido de compras: Gabrielito estaba con ellas.

—¡Han salido solas y se han llevado a mi hijo con este frio!

—¡Cómo cree! —se ofendió Maria Pancha—. La señora Magdalena y el doctor Pereda las acompañaban. En cuanto al frio, Gabrielito fue abrigado por estas manos —y se las puso cerca del rostro—. Si al llegar tiene siquiera la punta de la nariz fría, yo no me llamo María Francisca Balbastro, ¿me escuchó? Si desea, espere en la sala. Le traeré el periódico y un café. ¿O quiere otra cosa?

—Café estará bien —contestó Nahueltruz.

No había terminado de leer la primera página de
La Gaceta de Río Cuarto
cuando lo alcanzó un alboroto en la puerta principal. El llanto de su hijo se distinguía sobre el resto de las voces. Soltó el periódico y corrió al recibo. Laura se quitaba deprisa el gabán y el sombrero, mientras Generosa sacudía a Gabrielito para calmarlo y Magdalena impartía órdenes. Narciso Pereda, el único que conservaba la serenidad, miró a Guor y le dijo:

—El niño tiene hambre.

Nahueltruz volvió a respirar. Laura le pasó el abrigo y el sombrero y él los recibió con manos torpes, al tiempo que descubría que su blusa estaba empapada en leche y le transparentaba la enagua. Las mujeres entraron en la salita de costura y cerraron la puerta. Un momento después, Gabrielito se había calmado.

—¡Qué pulmones! —exclamó Narciso Pereda; se acomodó en el sillón de la sala, tomó el periódico y se puso a leer.

Guor seguía en el recibo, con el sombrero y el gabán en las manos. Pensó en volver a la sala y aguardar. Pero ya había aguardado bastante; en verdad, estaba harto de hacerlo. Laura y su cortejo no le impedirían tomar posesión de lo que, por derecho natural, le pertenecía. Arrojó el abrigo y el sombrero sobre una silla y entró en la salita sin llamar.

—Por favor —tronó su voz—, quiero que me dejen a solas con mi mujer y mi hijo.

Magdalena amago con quejarse, pero el gesto de Guor no admitía interferencias. Doña Generosa fue la primera en levantarse y abandonar la habitación; Magdalena no tardó en seguirla. Nahueltruz cerró la puerta y echó llave. Laura lo contemplaba con impasibilidad, y le dirigió una sonrisa cuando sus miradas se encontraron. Le molestaron su flema y esa sonrisa condescendiente que parecía expresar que la soledad y la marginación a las que lo había sometido le importaban un comino. Aferró una silla por el respaldo y la ubicó junto a ella.

Gabriel se amamantaba con las manitas aferradas al pecho de Laura, y el cuadro que componía pegado al regazo de su madre extasió a Nahueltruz. El rítmico movimiento de su boca que desbordaba de leche al succionar operó como un encantamiento sobre su ánimo alterado. Permaneció largo rato con la vista fija en esa cara de rasgos diminutos y oscuros en contraste con la blancura de los pechos que lo alimentaban.

Gabriel frunció el entrecejo antes de comenzar a quejarse.

—¿Qué le sucede? —se asustó Guor.

—Nada. Se acabó la leche —explicó Laura, mientras lo colocaba del otro lado.

El pezón despreciado estaba cubierto de gotas blancas, y Nahueltruz experimentó la irresistible tentación de sentirlo dentro de su boca. Cuando Laura intentó cubrirse con la enagua, le detuvo la mano e, inclinándose sobre ella, se apoderó del pezón y succionó. Todavía salía leche, dulce, tibia y espesa, que le ocupó la boca y descendió por su garganta con la suavidad del terciopelo. La experiencia resultaba fascinante, y siguió succionando a pesar de que ya no había más. Sintió los dedos de Laura entrelazarse en su cabello y quiso mirarla en ese instante porque supo que, al levantar la vista, ella estaría contemplándolo con esa ternura que últimamente sólo dispensaba a Gabriel.

—Yo también te necesito —dijo, sin pensar.

—Lo sé —respondió ella, y le besó varias veces la frente.

Gabriel se había dormido con el pezón en la boca y los deditos que aún pellizcaban la carne de su madre. Laura se colocó un paño de gasa sobre el hombro antes de acomodarlo para que eructara, y Nahueltruz admiró su destreza; frente a la vulnerabilidad de Gabrielito, él se volvía desmañado y miedoso. Igualmente debió cargarlo mientras Laura se ponía la blusa medio dura de leche seca.

Desde la sala los siguieron varios pares de ojos, pero nadie se animó a sumarse a esa familia de tres. La actitud de Guor amilanaba. Como un cancerbero, caminaba detrás de Laura, su mano sobre el hombro de ella y la vista fija en la cabecita de su hijo dormido

—Pronto tendré que pasarlo a la cuna, tan grande está —comentó Laura, mientras arropaba a Gabriel en el moisés.

Los brazos de Guor se ajustaron en torno a su cintura y la obligaron a volverse. La miró y la hizo sonrojar. Hacía tiempo que no la miraba de ese modo, hacía tiempo que ella no se lo permitía y, en contra de lo que su instinto materno le dictaba, lo dejó que la arrastrara hasta la pared, donde, aprisionada, sucumbió al frenesí de la boca de él. El beso de Nahueltruz se prolongó hasta enervarla y hacerla gemir laxamente. Ese beso le conjuró la frigidez que por semanas se había adueñado de su cuerpo y le contagió una excitación como la que la había esclavizado durante los meses de embarazo.

—¿Estás lista para recibirme de nuevo? —preguntó Nahueltruz con voz ronca, y ella asintió—. Entonces, vamos a mi hotel.

María Pancha entró sin llamar, y Guor y Laura rompieron el abrazo.

—Saldremos —informó, sin mirarla, mientras se cambiaba la blusa—. Volveremos antes de que Gabrielito despierte.

—No te apures —dijo la criada—. Si el niño despierta y tiene hambre, le engañaré el estómago con agua azucarada.

CAPÍTULO XXXVI.

La promesa de Laura

Estaban desnudos en la cama, amándose, redescubriéndose. Laura todavía mostraba los vestigios del embarazo, y él la encontraba más apetecible con sus redondeces, sus curvas llenas y su vientre apenas abultado, dulces estigmas de la maternidad. Amaba ese cuerpo por generoso, porque le había dado un hijo, y lamentó los nueve meses de ceguera que le habían impedido deleitarse con su preñez. Se desazonó también por la angustia que había causado a quien más amaba, por el abandono al que la había condenado.

—Me disculpo por las cosas que te dije y te hice, y te ruego que me perdones.

—Podría decirte que te perdono, Nahuel, pero soy tan feliz que no siento que deba hacerlo. Vivimos lo que vivimos, sufrimos lo que sufrimos, y ahora estamos aquí, juntos. Nada me importa excepto tú y nuestro hijo.

—Nada va a volver a alejarme de tu lado, Laura. Nunca voy a desampararte. Te protegeré siempre, con mi vida.

—Siempre me protegiste con tu vida, Nahuel.

—Podrías haber muerto al caer por las escaleras —se estremeció, y la apretujó contra su pecho—. Dios mío, habrías muerto por mi culpa.

Laura le puso la mano sobre la boca y le pidió que le recordara momentos hermosos que habían compartido. El atesoraba uno especialmente y lo citó:

—Aquella mañana, a orillas del río Cuarto, cuando después de bañarnos, hicimos el amor bajo el sauce.

Laura emitió un sonido placentero, como un ronroneo, y mencionó a su vez:

—La mañana que hicimos el amor en el granero del convento franciscano, la mañana en que supe que eras el hijo de Blanca Montes.

—¿Cuando te tomé sobre la alfalfa y unas caronas sucias? —se extrañó Guor, y Laura asintió—. O la noche —siguió él—, en que te hice el amor en el huerto de doña Generosa, contra el tronco de un árbol.

—De un nogal —recordó Laura—. Volví al nogal hace poco y reviví cada instante de esa noche. Te deseé tanto en ese momento que casi grito. Ojalá volvieras a tomarme ahí o en cualquier otro árbol —dijo Laura, y comenzó a tocarlo.

—Sus deseos son órdenes para mí, señora.

—Señora Rosas —completó ella—. Qué bien suena.

—Hace siete años que deseo que te llamen así.

—Mi madre me fastidia a diario con nuestro matrimonio y el bautismo de Gabriel Mariano. Ella y el doctor Pereda deben regresar a Buenos Aires, pero no quieren hacerlo hasta verme sentar cabeza.

—¿Cuándo, entonces? —se impacientó Guor—. Yo no lo mencioné antes porque últimamente te he notado distante y fría. Te confieso que temí que ya no me amaras.

—Nahuel —se sorprendió Laura—. Qué ideas tienes a veces. Yo no he estado ni fría ni distante. Ocupada con Gabrielito, sí, pero jamás fría y distante. ¿Vas a decirme que, después de lo que acabamos de hacer, me sientes fría y distante?

—No he quedado muy convencido —fingió Guor—. Deberías volver a intentarlo para convencerme definitivamente.

—Sus deseos son órdenes para mí, señor Rosas —parodió Laura.

Más tarde, tundido de cansancio por haberla amado como sólo a ella podía amar, Nahueltruz hundió el rostro en el cuello de Laura e inspiró profundamente.

—Desde que te conocí, el olor a rosas tiene un efecto devastador sobre mí. A veces, en París, te buscaba entre la gente siguiendo la estela de este aroma. Pero tú nunca estabas allí. En ocasiones —dijo—, tu ausencia se tornaba insoportable.

—Esos tiempos tristes han llegado a su fin, Nahuel. No sé por qué Dios nos puso tantas pruebas, pero las hemos sorteado una a una. ¿Eso no te hace sentir más fuerte? ¿No te lleva a pensar que nuestro amor es inmortal?

—Sí, mi amor, sí.

Se quedaron en silencio, cómodos y aletargados en la tibieza de sus cuerpos saciados. Eran las siete de la tarde, noche cerrada afuera; en la habitación, apenas si se adivinaban las siluetas de los muebles. Hacía rato que el sol había dejado de filtrarse por los resquicios de la persiana; por debajo de la puerta, en cambio, ingresaba la luz amarillenta de la lámpara a gas del pasillo. Los sonidos externos proseguían, pero no eran estridentes, y acentuaban la quietud de la habitación.

—¿Piensas en Linconao al ver a Gabrielito? —murmuró Laura.

—Claro —respondió Guor—. Hoy, por ejemplo, mientras lo amamantabas, me lo recordó mucho.

—¿Se parecen? ¿De veras?

—En los rasgos generales, sí. Linconao también se parecía a mí, aunque él era más moreno que Gabriel y no tenía ojos tan grandes, más bien sesgados.

Hablaron del futuro, de la construcción de la casa, del proyecto de las caballerizas, del campo con peones ranqueles, de la familia de él, de la familia de ella, de regresar a Buenos Aires, de emprender un largo viaje, de tener más hijos, del miedo de Guor a perderla en los partos. También tocaron el tema de Geneviéve Ney y del general Roca. Nahueltruz le confesó que le había propuesto matrimonio a Geneviéve por despecho, y Laura, que había sido Roca, a pedido de ella, quien había emitido el salvoconducto para ingresar en la isla Martín García.

—Meses atrás también le pedí la libertad de tu tío Epumer.

—Ése será el último favor que le habrás pedido —pronunció Nahueltruz, y Laura no se atrevió a replicar—. Nunca mientras viva volveré a recriminarte tu relación con él, pero, de ahora en adelante, el trato entre ustedes se limitará al cortés y protocolar. ¿Está claro?

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