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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (53 page)

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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—¿Cómo lo supo?

—Tu tía Dolores se lo dijo en un almuerzo en casa de tu tía Carolita.

Laura cerró los ojos y apretó los puños, y María Pancha, que aún tenía la mano sobre su vientre, percibió que se endurecía. Llamó a una de las domésticas y le pidió un té de valeriana bien cargado.

—Lo necesitarás —le aseguró—. No son buenas las noticias que tengo para darte.

—Habla ya, María Pancha. Estás matándome de angustia.

—Primero tomarás el té y luego hablaré.

La valeriana no resultó suficiente. Laura se quebró sin remedio. Por momentos lloraba amargamente, por momentos la asaltaban arranques de furia que descargaba en su criada, a quien no perdonaba por haber confesado a Nahueltruz su amorío con Roca, y para nada contaba que el propio Nahueltruz lo hubiese sospechado seriamente después de los comentarios de Cambaceres.

—Yo se lo habría negado con mi último aliento, lo habría jurado por mi propia vida si hubiese sido necesario —exclamó—, pero jamás, ¡jamás! lo habría admitido. ¿Es que acaso no lo conoces? ¿No conoces su carácter endemoniado? Su corazón es de piedra, jamás me perdonará.

—Te perdonará, él volverá porque tú eres lo único por lo que ese indio quiere vivir.

—¡No, no! Jamás me perdonará. Y mi hijo no tendrá padre. Este hijo —susurró— que tanto habíamos deseado, que él me había pedido. Mi hijo nacerá sin padre. Iré a verlo, tengo que hablar con él, algo le diré, algo se me ocurrirá. Le pediré perdón de rodillas, pero haré que vuelva a mí.

—No —se opuso María Pancha—. Dejarás pasar unos días hasta que se calme. No entrará en razón ahora. Está muy herido y será peor. El tiempo aplacará su cólera y ése será el momento para hablar. Pero ahora, Laura, debes esperar.

En realidad, María Pancha temía que Guor la golpeara. Lo había conocido enfurecido, atizado por el alcohol y los celos. Reportes de naturaleza alarmante le llegaban a diario cuando visitaba lo de la señora Esmeralda,

—Sigue en su estudio —le detallaba—, aferrado a la botella, infamando al mismísimo Dios.

María Pancha moriría antes de permitir que Laura estuviera presente cuando un ataque lo acometiera. Laura, sin embargo, fue a lo de Nahueltruz. Golpeó repetidas veces, pero nadie salió a recibirla. Pasó una nota por debajo de la puerta y se marchó. Mientras se alejaba del zaguán, se dio vuelta repentinamente y vio que alguien se ocultaba tras las cortinas de
voile.
Subió al coche llorando.

Lord Edward y lady Verity seguían hospedándose en la Santísima Trinidad, y Laura debía ensayar una sonrisa cada mañana cuando se encontraban en la sala luego del desayuno. Ella, que no tenía fuerzas para caminar, debía hacer de anfitriona. Lord Edward, sin embargo, sospechaba que un grave problema la aquejaba y cada vez más seguido salía solo o con su hermana por toda compañía. A pesar de ser francés y para peor, parisino, había hecho buenas migas con Armand Beaumont, que lo introdujo rápidamente en el mundo social de Buenos Aires. No le faltaban invitaciones cada noche, y poco a poco la presencia de los Leighton en la mesa de los Montes fue una rareza.

La familia aceptó la ruptura del compromiso del mismo modo que, desde hacía algunos años, aceptaban las veleidades de Laura: con sumisa resignación. Para ellos tampoco había pasado inadvertido el desmejoramiento de la muchacha y, aunque recelaban que debía de tratarse de una contrariedad importante, no osaban preguntar. De seguro María Pancha sabía la verdad, pero preguntarle a ella habría sido lo mismo que hacerlo a un muro. Sobre todo, los inquietaba que Laura hubiera dejado de escribir sus folletines.

Magdalena, dividida entre su hija y la boda, creyó que colapsaría. Una noche, luego de una cena en la que Laura no había participado, se presentó en su dormitorio y la encontró llorando. Tal vez porque hacía días que no hablaba con María Pancha y un poco también movida por el desconsuelo, Laura le confesó a su madre que había vivido un romance con Lorenzo Rosas y que estaba encinta. Magdalena, que había sospechado del entendimiento entre su hija y el morocho, como lo llamaba íntimamente, no se mostró sorprendida por la noticia. Lo del embarazo era harina de otro costal y la impresionó profundamente. Después lamentó la reacción tan intempestiva, pero en ese primer momento la abofeteó. Laura se sobó la mejilla y lloró movida por la vergüenza.

—Ahora entiendo por qué se deshizo el compromiso con lord Leighton —habló Magdalena cuando se sobrepuso a la turbación.

—Fui yo quien rompió el compromiso para casarme con Lorenzo.

—¡Cásate, pues! —se exasperó Magdalena.

—Lorenzo me ha dejado cuando supo de mi compromiso con Leighton.

—¡Oh, qué enredo, Laura! ¿Es que no puedes llevar una vida normal, como la de cualquier muchacha?

—Su vida tampoco fue normal, madre. Usted vivió separada de mi padre la mayor parte de su matrimonio.

Magdalena se marchó ofendida. A la mañana siguiente, tras horas de insomnio y reflexión, entró en el dormitorio de Laura y, con aire paciente, expuso sus ideas. Laura las objetó una a una. Retomar la idea del matrimonio con Leighton le pareció la más indigna pues, según aclaró, jamás endilgaría a un hombre el hijo de otro.

—Entonces, confiésale a lord Leighton tu situación, dile que esperas el hijo de otro —se empecinó Magdalena—. Estoy segura de que te aceptará igualmente. Está enamoradísimo de ti.

Pero Laura no claudicó y, cuando Magdalena propuso visitar, junto al doctor Pereda, a “ese morocho canalla” para exigirle que cumpliera con su deber de caballero, Laura perdió la calma y se lo prohibió a los gritos. Entonces, Magdalena se desesperó.

—¡No quiero un nieto bastardo! —dijo.

A pesar de que no le dirigía la palabra, Laura permitía a María Pancha que siguiera haciéndose cargo de su ropa, de la limpieza de su dormitorio, del cuidado de su cabello, del orden de sus papeles, de lidiar con su correspondencia. En verdad, Laura no soportaba la lejanía de su criada por mucho tiempo. María Pancha era parte de ella, la parte fuerte e invariable, esa que, a lo largo de su vida, nunca la había abandonado. Se trataba de una constante: cuando todo se desmoronaba y amenazaba con desaparecer, María Pancha surgía como un faro y la rescataba del naufragio. Como por ejemplo en ocasión de la pelea entre Agustín y el general Escalante, cuando su hermano los dejó para tomar los hábitos; o cuando sus padres se separaron, pero sobre todo después de perder a Nahueltruz y durante el matrimonio con Riglos. Ella sabía que jamás lo habría logrado sin su adorada negra María Pancha. Incluso bajo las circunstancias actuales, a pesar de culparla del enojo de Nahueltruz, saber que María Pancha estaba allí, silenciosa y servicial, la consolaba.

—¿Por qué le confesaste lo de mi romance con el general?,—le preguntó cuando se le tornó insoportable no hablarle.

—Ya te dije que Guor lo sospechaba seriamente luego de que el senador Cambaceres le dijo que, a su parecer, eras tú quien le había pedido al general el permiso para Martín García.

—Yo lo habría negado —insistió Laura.

—Laura —habló María Pancha, con acento benévolo—, ¿cómo podría marchar adelante un matrimonio cuando uno de los cónyuges alberga dudas tan importantes acerca del otro? ¿Cuánto tiempo habría pasado hasta que él, con ese genio de mil demonios que tiene, te hubiera enfrentado y exigido la verdad? La duda acerca de tu romance con el general habría sido como el pus en una herida, que tarde o temprano infecta todo, revienta y sale para fuera. ¡Aprende de tus padres, niña!

—Muchas mujeres y hombres guardan grandes secretos y sus matrimonios siguen adelante sin problemas.

—Los matrimonios mediocres, sí —resolvió María Pancha—. Pero un amor como el que ustedes sienten, un amor tan profundo y verdadero, que ha vencido cuanto obstáculo tuvo que vencer, no merece la mentira ni la ocultación. Por el contrario, merece la luz que sólo da la verdad. Tú no puedes tener secretos para él, así como él no los puede tener contigo. Ustedes deben estar
unidos
—dijo con vehemencia, mientras entrelazaba sus dedos con los de Laura—, tan verdaderamente unidos que nada pueda separarlos. Ustedes tienen que ser uno solo. Tú eres él y él es tú.

—Voy a perderlo, María Pancha —sollozó Laura.

—¡Bah! —desestimó la criada—. Después de que se le pase el berrinche, cuando los celos se le esfumen junto con todo el alcohol en el que está ahogándose, entonces volverá. Aunque suene trillado y de mal gusto, Nahueltruz Guor no puede vivir sin ti.

Laura sonrió entre lágrimas y se aferró a María Pancha. Con su rostro hundido en el cuello de la mujer, mientras los conocidos aromas de su piel morena le inundaban las fosas nasales, mientras sentía las caricias de sus manos sobre la espalda, y mientras sus palabras de amor la reconfortaban, Laura tuvo esperanza.

CAPÍTULO XXIX.

Profanación en Tierra Adentro

A pesar de que a lo largo de los últimos años Laura Escalante se había convertido en una gran simuladora, le resultó difícil aparentar contento el día de la boda de su madre. María Pancha la sacó de la cama, la bañó y le puso el vestido y las joyas. Laura ya no lloraba sino qué se sumía en sus consabidos estados letárgicos.

Eduarda, a pasos de ella en la capilla de la baronesa, la notó muy desmejorada. Hacía tiempo que no platicaban, y echaba de menos las tardes de literatura y música. No pudo evitar relacionar el evidente malestar de Laura con el de Lorenzo Rosas, que permanecía encerrado en su casa con órdenes de no recibir a nadie. Eduarda, que había sospechado un amorío entre ellos, no creía en casualidades y, a pesar de que quería mucho a Laura, se dijo que escribiría a Geneviéve para ponerla al tanto; después de todo, su primera lealtad era para con su gran amiga parisina.

Más tarde, terminada la misa, Magdalena y el doctor Pereda recién casados, Blasco se presentó en la Santísima Trinidad y pidió hablar con la señora Riglos. La doméstica le informó que la señora estaba almorzando y que no recibiría hasta la tarde. No obstante, la vehemencia con que Blasco le dijo que se trataba de un asunto urgente la convenció de interrumpir a su patrona. Pura escuchó que el joven Tejada se hallaba en el vestíbulo y, luego de excusarse con su bisabuela, doña Ignacia, dejó la mesa junto a Laura.

—¡Blasco! —exclamó la muchacha, y casi corrió a su encuentro.

Blasco le tomó las manos y se las besó. Laura se mantuvo aparte, mirándolos, intentando al mismo tiempo impregnarse de la fuerza y la dicha que ellos inspiraban. Pura se dio vuelta y le pidió que se acercara.

—Blasco —dijo Laura—, ¿por qué no viniste a la ceremonia? ¿Por qué no pasas a la mesa? ¿Qué asunto tan urgente te impide entrar y reunirte con tu futura familia?

En silencio, Blasco le pasó un recorte de periódico que Laura leyó con ojos impacientes. Apenas pasados los primeros segundos de lectura, Purita vio que su tía empalidecía.

—¿Qué sucede? —se inquietó—. ¿Qué mala noticia trae ese artículo? Tía, por favor, siéntate, estás muy demacrada.

—¿Es de hoy? —quiso saber Laura.

—Sí —respondió Blasco—. Del periódico
La Mañana del Sur.
Mario y yo logramos ratificar la información.

—¿Es cierto que fue Racedo?

—El mismo.

—¿Quién es Racedo? —preguntó Pura.

—¿Él ya lo sabe?

—Sí —afirmó Blasco.

—¿Quién es él? ¡Por favor! ¿No van a explicarme?

—Pura —dijo Blasco—, es un asunto entre la señora Riglos y yo. Por favor, no preguntes.

Pura lo miró con desconsuelo, y Laura intervino para suavizar los ánimos.

—Purita —dijo, y la aferró por los hombros—, querida mía, acaba de ocurrir algo muy grave que en nada los afecta a ti o a Blasco, a Dios gracias. Pero tiene que ver conmigo, con mi pasado. Ahora no puedo contártelo, pero te prometo que algún día te diré de qué se trata y me entenderás. Ahora tengo que salir.

—¿Salir? ¿Ahora? ¿En medio del festejo por la boda de tía Magdalena? Se pondrá furiosa.

—Por favor —habló Laura—, regresa a la mesa y no refieras a nadie lo que acabas de ver y oír aquí.

—¿Qué podría referir, si vi poco y entendí menos?

Pura se despidió a regañadientes y los dejó a solas. Entonces, Blasco se expresó con libertad.

—Está como loco —manifestó—. Mi abuela Carmen dice que ha bebido toda la mañana y ha perdido el control más de una vez. Nahueltruz ha dicho que viajará a Río Cuarto para matar a Racedo.

—¡Oh, no, por amor de Dios, no! Tengo que verlo, tengo que verlo —repitió, sin saber cómo.

—Él no querrá recibirla, señorita Laura. Ha dado órdenes de que no le abran la puerta.

—Lo sé —dijo Laura, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Nahueltruz me mataría si supiera que estoy aquí, contándole a usted.

—Está bien, Blasco. Regresa a la editora. Nahueltruz jamás sabrá de boca mía que tú me pusiste al tanto de este penoso asunto. No quiero que tengas problemas con él por mi culpa. Anda nomás. Ya veré como me las arreglo para encontrarlo.

—No, señorita, no vaya. Usted no conoce a Nahueltruz cuando está así, tan desmadrado.

—Te equivocas, Blasco, sí, lo conozco. Pero necesito estar con él en este momento, lo necesito. Es mi deseo y mi deber estar ahí con él.

Blasco bajó el rostro y sacudió la cabeza en desacuerdo. Se despidió con los ánimos caídos, preguntándose si no había cometido un grave error al mostrarle a la señorita Laura el artículo de
La Mañana del Sur.

Sola en el vestíbulo, el artículo entre sus manos, Laura se sentó en un confidente y lo releyó. «El pasado 17 de agosto, encontrándose el coronel Eduardo Racedo en inmediaciones de la localidad de Leuvucó, comprometido en una de sus redadas de salvajes, tomó razón del sitio donde descansaban los restos del gran cacique Mariano Rosas. Y a la usanza de antiguos guerreros, mandó excavar la tumba y hacerse de los huesos del famoso jefe ranquel como trofeo de la victoria apabullante de nuestros soldados sobre sus tribus. Los restos del cacique son preservados en el Fuerte Sarmiento, y el coronel Racedo ha prometido legarlos a...».

María Pancha encontró a Laura llorando en el vestíbulo con un papel arrugado entre las manos. Se lo quitó y lo leyó, y casi de inmediato se persignó y dijo una oración bisbiseada, porque ella respetaba a los muertos y al eterno descanso de las almas. En su opinión, molestarlos podía acarrear ominosas consecuencias. Se preguntó con horror si, en medio del revuelo que habrían armado los soldados para recuperar los huesos de ese demonio de Rosas, algún huesito de su adorada Blanca no habría terminado también en una bolsa. Volvió a persignarse y a rezar.

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