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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (34 page)

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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Más tarde, faltando poco para la cena, María Pancha entró en el dormitorio de Laura y le dijo que Blasco la aguardaba en el vestíbulo. Laura, que acostumbraba a recostarse unos minutos antes de cenar, se incorporó con pereza y se dirigió al tocador.

—¿Por qué no lo has hecho pasar a la sala?

—No quiere, dice que en el vestíbulo está bien. Ayer vino a buscarte tres veces. En la última oportunidad lo agarró tu tía Dolores y le ladró como perro rabioso. Terminó echándolo.

Laura se presentó en el vestíbulo e insistió en que pasaran a la sala.

—Aquí estoy bien, señorita Laura. Sólo deseo hablar unas palabras con usted. Disculpe la hora.

—Esta es
mi
casa, Blasco. Aquí se hace lo que yo ordeno. Y ahora te ordeno que pases a la sala y te pongas cómodo.

Se sentaron, y Laura pidió un aperitivo.

—Te quedarás a cenar.

—¡Oh, no! —exclamó Blasco, y las orejas se le pusieron coloradas.

—Oh, sí —emuló Laura—. Si llegas a casarte con mi sobrina Pura nosotros pasaremos a ser tu familia y compartiremos muchas veladas juntos. Es hora de que te vayas acostumbrando.

—Casarme con su sobrina Pura —repitió el muchacho con aire abatido—. Creo que será imposible. Su primo, el señor Lynch, jamás me aceptará.

—Blasco —dijo Laura con acento imperioso—, lo último que deseo para mi sobrina es un hombre pesimista que no hace frente a los escollos por juzgarlos demasiado grandes. ¡Ánimo, Blasco! Las circunstancias están de nuestro lado, ¿es que no logras ver eso? Después de haber desenmascarado a Lezica, el camino se allanó notablemente.

—Sí, es cierto —concedió, carente de vehemencia—. Pero, usted sabe, yo soy poca cosa para Pura. Ella está tan por encima de mí. ¿Que puedo ofrecerle? No quiero que pase necesidades ni que sea infeliz por mi culpa. Yo... —pareció dudar—. En fin, después de haber sido testigo de lo que les ocurrió a ustedes, a Nahueltruz y a usted...

Laura levantó la mano y lo mandó callar.

—Disculpe —musitó Blasco, sin mirarla

Ninguno habló inmediatamente. El muchacho, por vergüenza. Ella, porque estaba sumamente afectada. Blasco, de las pocas personas que conocían en detalle los vaivenes de aquellos vertiginosos días en Río Cuarto, se había cuidado de mencionarlo desde su regreso en abril, es más, se había mantenido alejado e indiferente. Desde el primer momento, había hecho manifiesto que compartía el rencor de Nahueltruz Guor y que no deseaba reiniciar la amistad. Tiempo más tarde, las circunstancias los habían acercado. De todos modos, eso no le confería el derecho para abordar un tema tan doloroso e irrumpir con comentarios que no estaba preparada para escuchar.

—A ti y a Pura no les ocurrirá lo que a nosotros —expresó casi en un susurro, y, de inmediato, agregó—. Ayer estuve con mi primo, José Camilo Lynch, y accedió a recibirte en su casa como festejante de su hija —Blasco levantó rápidamente la mirada, se le había iluminado el rostro moreno y de nuevo tenía las orejas como granadas—. Sí, es cierto. Te permitirá visitarla. Pero no voy a mentirte, Blasco. El señor Lynch no mira con buenos ojos tu cortejo. Quedará en tus manos destruir los prejuicios que se ha formado respecto de tu persona. Deberás demostrarle que, además de amar profundamente a su hija, estás dispuesto a progresar para ofrecerle una vida digna de la hija de un Lynch. Mi primo no es de la filosofía «Contigo pan y cebolla». Te ofrezco mi ayuda. Ya sabes que cuentas con ella. Además —agregó, porque le pareció que Blasco se había desmoralizado—, tú y Pura son jóvenes. Ella acaba de cumplir quince años. Aún tienen mucho tiempo para conocerse. Crecerán y madurarán juntos. Hay tiempo, Blasco —repitió, mientras le palmeaba la mano—, mucho tiempo.

—¿Cuándo volveré a ver a su sobrina, señorita Laura?

—Regresará a Buenos Aires pasado mañana junto a doña Luisa del Solar. Podrás verla en la función de
La traviata
en el Teatro Colón.

—¿Pasado mañana? ¿En el Teatro Colón? ¿El que está frente a la Plaza de la Victoria? —Laura asintió—. Mañana mismo iré a comprar la entrada. ¿Quedarán lugares o ya se habrán agotado? Faltando tan poco y siendo
La traviata
tan popular, dudo que queden entradas. No importa, me plantaré en la puerta del teatro. Siempre hay gente que revende sus entradas. Así sucedía en el Palais Garnier. Estoy dispuesto a pagar cualquier precio, por exagerado que sea, todo para volver a verla. No importa. Y si no consiguiese una entrada, entonces me quedaré en la puerta para saludarla cuando la ópera haya terminado. Quizás doña Luisa me permita escoltarlas hasta su casa.

—Toma un poco de aire, Blasco —sugirió Laura, entre risas—. No hará falta que corras mañana a comprar ninguna entrada. Ocuparás una de las butacas de mi palco. Y si logramos sortear la persistente custodia de doña Luisa, podrás sentarte junto a mi sobrina. Debo advertirte que mi prima, Eugenia Victoria, también estará allí. No desfallezcas, ella no es de la misma opinión del señor Lynch respecto de la relación de ustedes.

Blasco parecía refulgir de dicha Laura lo contemplaba embelesada. Una sonrisa amplia y blanca le ocupaba el rostro. Sólo en Río Cuarto Laura lo había visto sonreír de ese modo. Daba la sensación de que se pondría de pie y comenzaría a saltar y a gritar de alegría. Ella conocía con profundidad ese estado de plenitud, a pesar de que hacía años que no lo experimentaba. No pudo evitar sentir envidia, incluso resentimiento, que no iba dirigido a nadie en particular, lo que resultaba sumamente frustrante. Quizás, la única culpable de tanto dolor era ella misma.

—Esta felicidad me embarga de culpa —expresó Blasco, y Laura supo que le haría una confesión que no deseaba escuchar—. Por Nahueltruz, me refiero.

—Al igual que el señor Lynch, Guor tendrá que avenirse a tu relación con Pura.

Blasco la miró confundido; era la dureza de la señorita Laura lo que lo había desorientado. Además, sonó chocante que lo llamara Guor y que se expresara de él como si se tratase de un extraño.

—No me refiero a mi relación con su sobrina. Él ya se ha avenido a la idea. Al menos así parece. De todos modos, Nahueltruz está sufriendo cuando yo me siento tan feliz. Él ha sido un padre para mí, me ha dado todo lo que tengo. A él le debo lo que soy. A él le debo incluso haber conocido a Pura. Cuando digo que sufre me refiero a que sufre por nuestro pueblo, por lo que pasó con ellos mientras él se hallaba tan alejado de todo. Él sufre por su tío Epumer, a quien tienen preso en Martín García. El senador Cambaceres no ha podido conseguir el permiso para visitarlo. Ese es su gran pesar. Sé que quizás se trate de una imprudencia de mi parte, hasta podría tomarlo como una impertinencia, pero, ¿usted no podría ayudarlo, señorita Laura? Usted cuenta con amigos entre la gente de gobierno. Quizás podría hablar con alguno de ellos. Con el general Roca, por ejemplo. Se dice que es su amigo.

—Se dice que es mi amante.

Blasco se puso rígido. Laura, en cambio, prosiguió con soltura, como si no hubiese dicho lo que dijo.

—No creo que Guor acepte mi ayuda. Desde que llegó a Buenos Aires ha dejado en claro que mi presencia le es aborrecible. En pocas palabras, Blasco, Guor me detesta.

—Él no la detesta, señorita. Está resentido, pero no la detesta.

—No sé si quiero hablar de este tema contigo.

—En un principio —prosiguió el muchacho—, yo también estaba resentido con usted. A mí me tocó decirle a Nahueltruz que usted se había casado con el doctor Riglos. Y lo vi sufrir. Lo vi llorar, señorita. Cuando creía que yo dormía, Nahueltruz lloraba, un llanto reprimido, casi silencioso, pero yo lo escuchaba igualmente. Jamás pensé que un hombre como él pudiera llorar. Ahora entiendo que un hombre también puede llorar, pero en aquel momento me afectó profundamente. Supongo que, cuando él la perdió a usted, deseó morir. —En un tono bajo, casi inaudible, agregó—: Creo que aún la ama.

Dolores Montes entró en la sala y se detuvo repentinamente al ver a Blasco.

—Ah, tía Dolores —dijo Laura, y se quitó las lágrimas pasándose una mano impaciente por la mejilla—. ¿Por qué no me avisó que el señor Tejada vino a visitarme ayer por la tarde?

Dolores no respondió y se quedó mirándolos con frialdad.

—Pídale a Esther —prosiguió Laura— que coloque otro lugar en la mesa. El señor Tejada nos acompañará esta noche.

—¿A cenar? —se escandalizó la mujer.

—Sí, a cenar. Vamos, tía, ¿qué espera? Incluso para usted lo que acabo de decir es una orden fácil de entender.

A criterio de Roca, los porteños poseían la inútil cualidad de imputar las culpas a las personas y situaciones más disparatadas, errando de plano los verdaderos promotores del conflicto. Así, achacaban a su candidatura todos los males que asolaban al país. Personajes destacados como Bartolomé Mitre y Rufino de Elizalde, ambos del Partido Nacionalista, aseguraban que una “liga de gobernadores” pretendía imponer por el fraude y la violencia a un general como presidente. Roca encontraba irresponsable esta afirmación porque, viniendo de personalidades tan destacadas y admiradas, servía para enardecer los ánimos de por sí caldeados.

Por su parte, Sarmiento, aunque no era porteño, aprovechaba la sazón para promocionar su segunda candidatura agregando su cuota de jaleo al escándalo. Nada deseaba más que volver a ocupar el sillón presidencial. Él sostenía que, cualquiera de las dos propuestas, la de Roca o la de Tejedor, harían retroceder veinte años al país, sumiéndolo nuevamente en la guerra civil. Y como todos le temían a esa posibilidad, parecía factible que su deseo se convirtiera en realidad.

A pesar de tener a grandes como Mitre y Sarmiento en contra, Roca no se amilanaba, y, si bien no estaba solo, el mayor poderío que lo acompañaba radicaba en su propia mesura y sensatez. Cierto que sus enemigos no le daban tregua la corriente tejedorista encontraba cabida en la mayoría de los diarios y pasquines porteños, incluso en las escuelas, en los clubes y en cada hogar se infundía la idea de que Roca representaba poco menos que al demonio, mientras Carlos Tejedor se había convertido en el paladín defensor de Buenos Aires. Eran tan burdas las objeciones en contra de su propuesta que Roca no entendía cómo prosperaban, la población se había idiotizado al son de discursos rimbombantes y vociferados. Recordaba el viejo refrán
L'argent fait la guerre,
que, infalible, le marcaba el norte en aquella rencilla poco digna. Porque si bien se instaba a la población de Buenos Aires a tomar armas en contra del Gobierno Nacional con la excusa de la libertad y la independencia, el verdadero y antiguo motivo de encono se escondía como un cobarde los ingresos aduaneros. A Roca lo admiraba la ingenuidad de los porteños. ¿Acaso creían que si se convertía en presidente de la República haría desaparecer a Buenos Aires del mapa?

Esa mañana, Artemio Gramajo le había alcanzado los periódicos más relevantes.
El Mosquito,
con sus conocidas y mordaces caricaturas y
La Nación,
de Bartolomé Mitre, que lo atacaban ferozmente, un artículo del primero se inmiscuía en su vida privada y hasta mencionaba abiertamente a la viuda de Riglos. El diario
El Pueblo,
de reciente creación para sostener la campaña roquista, no se quedaba atrás y arremetía contra Tejedor con la misma insidia. A Tejedor, sin embargo, era difícil involucrarlo en
affaires non sanctos
fuera del matrimonio, demasiado recto e inflexible para pillarlo en un desliz de esa índole.

Roca apartó los periódicos con un gesto de desagrado. Lo sorprendió encontrar bajo la pila un ejemplar de
La Aurora,
no se trataba de un periódico que Artemio soliera llevarle. Esa mañana, en primera plana, había una columna firmada por su director, Mario Javier, donde se comentaba la reciente creación del Tiro Nacional en Palermo. «Resulta poco propicia, —rezaba el artículo—, la creación de un predio para aprender el manejo de armas de fuego en un momento en que la población toda se encuentra exaltada y propensa a la violencia. Esto demuestra la poca sensibilidad de un gobierno enceguecido en su sed por alcanzar el poder nacional». Si bien en ninguna línea se advertía el apoyo a Roca y su candidatura, la prosa manifestaba explícitamente su rechazo a una propuesta de localismo exacerbado que «sólo conducirá al quiebre de la Nación, con la consecuencia inevitable de una guerra civil. ¿Cuánta sangre de hombres útiles necesitamos derramar los argentinos para comenzar a ser un país serio? ¿No basta la ya derramada?». En un artículo en la parte interior del periódico se condenaba el accionar de un grupo de hombres armados conocidos como “los rifleros”, que, en su camino hacia el Tiro Nacional, se habían detenido bajo la ventana del despacho del ministro de Guerra y Marina y habían vociferado «¡Muera Roca!». «No se trata éste, —decía el artículo—, del comportamiento digno de una sociedad democrática y republicana. En fin, parece que algunos porteños cobardes se han olvidado del espíritu que trataron de inculcarnos los hombres de Mayo e intentan imponer en un país donde la palabra libertad es sagrada, su voluntad antojadiza a fuerza de amenaza y coerción.»

Un amanuense llamó a la puerta y anunció la llegada de la señora Riglos. Roca soltó el periódico y se puso de pie.

—Que pase, que pase —dijo, visiblemente sorprendido.

Laura entró y detrás de ella se cerró la puerta. Nuevamente solos Roca se aproximó y la besó casualmente en la mejilla. Laura, sin mirarlo, sonrió con complicidad.

—¿Cómo estás?

—Bien.

—¿Tus hijos?

—Bien, gracias.

—¿Y Clara?

—Con ganas de irse a Córdoba

Laura se sentó en la silla indicada. Roca ocupó la butaca de su escritorio frente a ella. A ambos le resultó extraña la distancia que los separaba.

—¿Tomarás algo?

—No, Julio, gracias. No voy a quitarte demasiado tiempo. Sé que estas muy ocupado.

—Ocupado en leer las apologías a mi persona. Tu interrupción ha sido más que oficiosa. Comenzaba a creerme lo que se dice de mí.

—Y de la viuda de Riglos —acotó Laura, y señaló rápidamente el ejemplar de
El Mosquito
—. Lo leí esta mañana. Mi tía Dolores lo mencionó frente a mis abuelos y a mi madre durante el desayuno.

—Lo siento

—A mí me tiene sin cuidado. Es por ellos que me apeno, que le dan tanta importancia a esos comentarios.

—De veras te importa bien poco, ¿no?

—Sabes que no me afecta lo que dicen los demás. Mi madre asegura que es un defecto.

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