Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (57 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—Bueno —dijo la Diosa después de un rato—. Es un asunto muy sombrío. Te corresponde a ti elegir entre detener esta Reconciliación o permitir que continúe y arriesgarte a que Hapexamendios haga algún daño.

—Sí —respondió Jude, agradecía que la hubieran dispensado de la necesidad de explicarse—. No sé lo que está planeando el Invisible. Quizá nada…

—… y quizá el fin de Imajica.

—¿Podría hacerlo?

—Es muy posible —dijo Urna Umagammagi—. Ha hecho daño a Nuestros templos y a Nuestras hermanas muchas, muchas veces, tanto en Persona como a través de Sus agentes. Es un alma errada y letal.

—¿Pero sería capaz de destruir un Dominio entero?

—No puedo predecir su comportamiento más que tú —dijo Umagammagi—. Pero lamentaré que se pierda la oportunidad de completar el círculo.

—¿El círculo? —dijo Jude—. ¿Qué círculo?

—El círculo de Imajica —respondió la Diosa—. Por favor, has de entender, hermana, que nunca se pretendió que los Dominios estuvieran divididos de esta forma. Eso fue obra de los primeros espíritus humanos cuando heredaron la vida terrestre. Y con eso tampoco hacían ningún daño, al principio. Fue su forma de aprender a vivir en un estado que los intimidaba. Cuando levantaban los ojos, veían estrellas. Cuando los bajaban, veían la Tierra. No podían dejar su marca en lo que tenían sobre sus cabezas pero lo que había abajo se podía dividir, poseer y luchar por ello. De esa división surgieron todas las demás. Se perdieron en territorios y naciones, todas formadas por el otro sexo, claro está; todas bautizadas por ellos. Incluso se enterraron en la Tierra para poseerla de una forma más completa, preferían los gusanos a la compañía de la luz. Fueron incapaces de ver Imajica y el círculo se rompió, y Hapexamendios, fabricado por la voluntad de estos hombres, adquirió la fuerza suficiente para renegar de Sus artífices y así pasó del Quinto Dominio al Primero…

—… asesinando diosas por el camino.

—Hizo daño, sí, pero podría haber hecho un daño aún mayor si hubiera sabido cuál es la forma de Imajica. Podría haber descubierto qué misterio rodeaba y haberse dirigido allí en su lugar.

—¿Qué misterio es ese?

—Vas a volver a un lugar peligroso, mi dulce Judith y cuanto menos sepas, más segura estarás. Cuando llegue el momento, desentrañaremos estos misterios juntas, como hermanas. Hasta entonces, consuélate pensando que el error del Hijo es también el error del Padre y con el tiempo todos los errores deben deshacerse y desaparecer.

—Entonces, si se van a resolver solos —dijo Jude—, ¿por qué tengo que volver al Quinto?

Antes de que Urna Umagammagi pudiera continuar hablando, se interpuso otra voz. Unas partículas se elevaron entre Jude y la Diosa cuando habló esta otra mujer, partículas que aguijoneaban a Jude allí donde la tocaban y le recordaban un estado que sabía de hielo y de fuego.

—¿Por qué confías en esta mujer? —dijo la extraña.

—Porque vino a nosotras sin esconderse, Jokalaylau —respondió la Diosa.

—¿De veras puede ser sincera una mujer que pisa sin derramar una lágrima el lugar donde murió su hermana? —dijo Jokalaylau—. ¿De veras puede ser franca una mujer que acude a Nuestra presencia sin vergüenza cuando lleva al hijo del autarca Sartori en su vientre?

—Aquí no hay lugar para la vergüenza —dijo Umagammagi.

—Tú quizá no tengas lugar —dijo Jokalaylau al tiempo que se dejaba ver—. Yo tengo de sobra.

Al igual que su hermana, Jokalaylau lucía aquí su apariencia esencial: una forma más compleja que la de Uma Umagammagi y menos agradable a la vista porque los movimientos que se mezclaban en ella eran más caóticos. No era una apariencia tan ondulada como hirviente y al hacerlo soltaba sus dardos punzantes.

—La vergüenza es lo más apropiado para una mujer que ha yacido con uno de Nuestros enemigos —dijo la Diosa.

A pesar de lo mucho que la intimidaba la Diosa, Jude alzó la voz para defenderse.

—No es tan sencillo —dijo, alimentaba su valor la frustración que sentía al ver que esta intrusa estropeaba su conversación con Uma Umagammagi—. No sabía que era el Autarca.

—¿Quién te imaginaste que era? ¿O es que no te importaba?

El intercambio podría haberse intensificado pero Uma Umagammagi volvió a hablar y su tono fue tan sereno como siempre.

—Mi dulce Judith —dijo—, déjame hablar con mi hermana. Ha sufrido a manos del Invisible más que Tishalullé o yo y no perdonará con facilidad a la piel que hay a tocado Él o Sus hijos. Por favor, has de entender su dolor, como yo espero hacerle entender a Ella el tuyo.

Hablaba con tal delicadeza que Jude sintió ahora la vergüenza que Jokalaylau la había acusado de no tener, no por el niño, sino por su ataque de ira.

—Lo siento —dijo—. Ha sido muy poco… apropiado.

—Si tienes la amabilidad de esperar en la costa —dijo Uma Umagammagi—, volveremos a hablar dentro de un rato.

Desde el instante en que la Diosa había hablado del regreso de Jude al Quinto, la joven había sabido que llegaría el momento de partir. Pero no se había preparado para abandonar el abrazo de la Diosa tan pronto y ahora que sentía que la gravedad volvía a reclamarla, se sumió en la agonía. Pero no había forma de evitarlo. Si Uma Umagammagi sabía lo que sufría (¿y cómo podía no saberlo?), no hizo nada por aliviar ese dolor, sino que plegó su glifo de nuevo en la matriz y dejó que Jude cayera como el pétalo de un árbol en flor, con ligereza pero también con una sensación de pérdida peor que cualquier magulladura. Las formas de las mujeres a través de las que había pasado seguían desplegándose y plegándose allí abajo, tan exquisitas como siempre y la música acuática de la puerta era tranquilizadora pero no podía aliviar el dolor del adiós. La melodía que tan alegre había sonado cuando había entrado era ahora elegiaca, como un himno que se entona en la fiesta de la cosecha, agradecida por los dones conferidos pero con un toque de miedo ante la estación fría que llega.

Era la espera al otro lado de la cortina esa estación. Aunque los niños todavía reían en la orilla y la cuenca seguía siendo un espectáculo glorioso de luz y movimiento, Jude se había alejado de la presencia de un espíritu cariñoso y no podía evitar lamentarlo. Sus lágrimas asombraron a las mujeres del umbral y varias se levantaron para consolarla pero ella sacudió la cabeza cuando se acercaron y las mujeres se separaron en silencio y le permitieron seguir su camino sola, hasta el agua. Allí se sentó, sin atreverse a volver los ojos atrás, hacia el templo donde se estaba decidiendo su destino; en su lugar los dirigió hacia la cuenca.

¿Y ahora qué? se preguntó. Si las Diosas volvían a reclamar su presencia para decirle que no era la persona adecuada para tomar una decisión sobre la Reconciliación, sería feliz con la sentencia. Dejaría el problema en manos más seguras que las suyas y volvería a los pasillos que rodeaban la cuenca, donde con el tiempo quizá pudiera reinventarse y volver a este templo como novicia, lista para aprender a plegar la luz. Si, por otro lado, se limitaban a rechazarla, como era obvio que quería hacer Jokalaylau, si la expulsaban de este milagroso lugar y debía volver a la jungla exterior, ¿qué haría? Sin nadie que la guiara, ¿qué conocimientos poseía que la ayudaran a elegir entre los caminos que se le ofrecían? Ninguno. Se secaron sus lágrimas después de un momento pero lo que vino a sustituirlas fue peor: una sensación de desolación que sólo podía ser el propio infierno, o una provincia vecina, separada de la principal por carceleros diabólicos, construido para castigar a las mujeres que habían amado de forma inmoderada y que habían perdido la perfección por falta de un poco de vergüenza.

Capítulo 20
1

E
n la última carta que le había mandado a su hijo, escrita la noche antes de subir a bordo de un barco con rumbo a Francia (con la misión de extender el evangelio de la Tabula Rasa por toda Europa), Roxborough, azote de maestros, había plasmado la esencia de una pesadilla de la que acababa de despertar.

«Soñé que viajaba en mi carruaje por las detestables calles de Clerkenwell, escribió, no hace falta que nombre mi destino. Ya lo conoces y sabes también qué infamias se planearon allí. Como ocurre en los sueños, estaba falto de autonomía pues aunque llamé muchas veces al conductor y le rogué por mi alma que no me llevara de nuevo a esa casa, mis palabras no tenían el poder de persuadirlo. Sin embargo, cuando el carruaje giró en la esquina y quedó a la vista la casa del maestro Sartori, Bellamare se encabritó espantada y no quiso seguir. Siempre fue mi baya favorita y sentí que me inundaba tal agradecimiento hacia ella por negarse a llevarme a aquel impío portal que me bajé del carruaje para darle las gracias al oído.

Y he aquí que cuando mi pie tocó el suelo, las losas comenzaron a hablar como seres vivos, sus voces pétreas pero alzadas en espantosos lamentos y ante el sonido de su angustia, los propios ladrillos de las casas de esa calle, y los tejados, balcones y chimeneas, todos lanzaron un grito semejante, sus voces unidas en un afligido testamento lanzado al Cielo. Jamás oí un estrépito semejante pero no podía tapar mis oídos para no escucharlo, ¿pues no estaba su dolor en parte provocado por mí? Y los oí decir:

Señor, no somos más que seres sin bautizar y no tenemos esperanza de entrar en tu Reino, pero te suplicamos que hagas caer sobre nosotros alguna tormenta que nos muela y convierta en polvo con tu justo trueno, para que nos restriegue y destruya y no suframos la complicidad con los hechos perpetrados ante nosotros.

Hijo mío, me maravilló su clamor y también lloré y me avergoncé al oírlos elevar este ruego al Todopoderoso sabiendo que yo era mil veces más responsable que ellos. ¡Oh, cómo deseé entonces que los pies me llevaran a algún lugar menos odioso! Juro que en ese momento hubiera juzgado que el corazón de un horno abrasador era un lugar agradable y allí hubiera posado la cabeza dando hosannas en lugar de tener que estar donde se habían cometido tales acciones. Pero no podía retirarme. Al contrario, mis rebeldes miembros me llevaron hasta la mismísima puerta de aquella casa. Había sangre llena de espuma en el umbral, como si los mártires hubieran marcado esa noche el lugar para que el Ángel de la Destrucción lo encontrara e hiciera que la tierra se abriera en sus cercanías y lo enviara al Abismo. Y de dentro salía el sonido de charlas ociosas, los hombres que yo había conocido debatían sus profanas filosofías.

Caí de rodillas sobre la sangre y llamé a los que estaban dentro para que salieran y se unieran a mí en las súplicas que yo le dirigía al Todopoderoso pidiéndole perdón, pero me despreciaron con grandes carcajadas y me llamaron cobarde y tonto, y me dijeron que me fuera. Eso hice al momento con grandes prisas, huí de la calle mientras las losas me decían que debía emprender mi cruzada sin temor al justo castigo de Dios, pues le había vuelto la espalda al pecado de esa casa.

Ese fue mi sueño. Lo pongo por escrito sin esperar un instante y haré enviar esta carta por correo urgente para que estés advertido del mal que hay en ese lugar y no sientas tentaciones de acudir a Clerkenwell, ni siquiera de extraviarte al sur de Islington mientras yo estoy lejos de tu lado. Pues mi sueño me enseña que esa calle pagará, a su debido tiempo, por los crímenes que ha albergado y no desearía que ni uno de los cabellos de tu dulce cabeza sufriera ningún daño por los actos que en mi delirio cometí yo contra los decretos de Nuestro Señor. Aunque es cierto que el Todopoderoso ofreció a su Unigénito para que sufriera y muriera por nuestros pecados, sé que Él no me pediría a mí el mismo sacrificio pues sabe que soy su más humilde servidor y ruego sólo que me convierta en su instrumento hasta que abandone este valle y acuda al Juicio Final.

Que el Señor nuestro Dios te guarde y te cuide hasta que yo te vuelva a abrazar».

El barco a bordo del que se subió Roxborough unas cuantas horas después de terminar esta carta se hundió a una milla del puerto de Dover, en una tempestad que no molestó a ningún otro navío de los alrededores pero que volcó el barco del autor de las purgas y lo hundió en menos de un minuto. Se perdió toda la tripulación.

Un día después de llegar la carta, el destinatario, todavía con los ojos bañados en lágrimas por la noticia, fue a buscar consuelo en los establos de la baya de su padre, Bellamare. La yegua se había mostrado inquieta desde la partida de su amo y, aunque conocía bien al hijo de Roxborough, soltó una coz al aproximarse el joven y lo alcanzó en el abdomen. El golpe no fue letal al instante pero con el estómago y el bazo partido, el muchacho estaba muerto en menos de seis días. Así pues precedió a su padre, cuyo cuerpo no fue arrastrado a la orilla hasta una semana después, en la tumba familiar.

2

Pai'oh'pah le había relatado esta triste historia a Cortés mientras viajaban de L'Himby a la Cuna de Chzercemit, en busca de Scopique. Fue uno de los muchos cuentos que el místico había contado durante ese viaje y los narraba no como detalles biográficos, aunque por supuesto, muchos eran precisamente eso, sino como un entretenimiento, cómico, absurdo o melancólico que solía comenzar con: «Una vez oí hablar de un tipo que…»

A veces las historias se referían en unos minutos pero Pai se había detenido en esta, había repetido palabra por palabra el texto de la carta de Roxborough, aunque hasta la fecha Cortés no sabía cómo la había conseguido el místico. Sí entendió, sin embargo, por qué se había aprendido la profecía de memoria y por qué se había tomado tantas molestias para repetírsela a Cortés. Había creído en parte que el sueño de Roxborough significaba algo y, de la misma forma que había educado a Cortés sobre otros asuntos relacionados con su yo oculto, también le había contado este cuento para advertir al maestro de los peligros que podría traer el futuro.

Y el futuro era ahora. A medida que avanzaban las horas desde el regreso de Lunes y Jude seguía sin volver, Cortés se vio reducido a desmenuzar lo que recordaba de la carta de Roxborough en busca de alguna pista en las palabras del purificador que le indicara el peligro que podría acercarse a su puerta. Incluso se preguntó si el hombre que había escrito la carta se contaba entre los aparecidos que a media mañana ya se podían vislumbrar en medio de la calima. ¿Había vuelto Roxborough para contemplar la desaparición de la calle que él llamaba detestable? Si así era (si estaba escuchando ante la puerta como lo había hecho en su sueño), lo más probable es que se sintiera tan frustrado como sus ocupantes y que pensara que ojalá siguieran con el trabajo que esperaba que provocase el desastre.

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