Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (11 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—Estoy tan cansada… —dijo Quaisoir—. ¿Te importa si duermo un poco?

—Por supuesto que no —dijo Jude.

—¿Sigue la sangre de Seidux todavía en la cama? —le preguntó a Concupiscencia.

—Lo
eztá
, señora.

—Entonces creo que no quiero acostarme ahí. —Extendió el brazo y dijo—: Llévame a la habitación azul pequeña. Dormiré allí. Judith, tú también deberías dormir. Toma un baño y duerme. Tenemos tantas cosas que planear juntas.

—¿Ah, sí?

—Oh, sí, hermana —dijo Quaisoir—. Pero más tarde… Dejó que Concupiscencia se la llevara mientras Jude vagaba por las cámaras que Quaisoir había ocupado durante todos aquellos años de poder. Era cierto que había un poco de sangre en las sábanas pero la cama tenía un aspecto tentador a pesar de todo y el aroma que emanaba de ella era tan fuerte que la embriagaba. Sin embargo, rechazó su opulenta blandura y se alejó en busca de un baño, en el que anticipaba otro aposento de excesos barrocos. De hecho, resultó ser la única habitación de toda la suite que se acercaba de una forma mínima a la contención y Jude estuvo encantada de quedarse allí un buen rato; se preparó un baño caliente y se lavó las cenizas del cuerpo mientras contemplaba su reflejo brumoso en los azulejos negros.

Cuando salió con una sensación de hormigueo en la piel, las ropas de las que se había deshecho (sucias y malolientes) la repugnaron. Las dejó en el suelo y, en su lugar, se puso la más modesta de las túnicas que yacían esparcidas por el dormitorio y se metió entre las sábanas perfumadas. Habían matado a un hombre allí pocas horas antes pero ese pensamiento (que en otro tiempo la habría hecho huir de la habitación, por no hablar ya de la cama) no la preocupó en absoluto. No descartó la posibilidad de que esa falta de interés en el sórdido pasado de la cama fuera en parte producto de los aromas que emitía la almohada en la que había posado la cabeza. Estos conspiraban con la fatiga, y con el calor de la bañera de ¡a que había salido, para provocar una languidez a la que no habría podido resistirse aunque su vida hubiera dependido de ello. La tensión abandonó sus músculos y sus articulaciones, su vientre renunció a la angustia. Cerró los ojos y dejó que la cama de su hermana la adormeciera y la invitara a soñar.

Incluso durante sus meditaciones más descorazonadoras en el pozo del Eje, Sartori nunca había sentido el vacío de su condición con la intensidad con la que lo sentía ahora que se había separado de su otro yo. Tras conocer a Cortés en la torre y tras presenciar la llamada del Eje a la Reconciliación, había sentido nuevas posibilidades en el aire: un matrimonio de seres iguales que lo sanaría y lo completaría. Pero Cortés había vertido desdén sobre esa visión, prefería a su esposo místico antes que a su hermano. Quizá cambiara de opinión ahora que Pai'oh'pah estaba muerto pero Sartori lo dudaba. Si él fuera Cortés (y lo era) la muerte del místico sería algo con lo que obsesionarse y magnificar hasta el momento en que pudiera vengarse. La enemistad entre ellos estaba confirmada. No habría reencuentro.

No compartió nada de eso con Rosengarten, que lo encontró arriba, en el cenador, engullendo chocolate y reflexionando sobre su furia. Y tampoco permitió que Rosengarten le relatara los desastres de la noche (los generales muertos, el ejército asesinado o amotinado) durante mucho tiempo sin detenerlo. Tenían planes que hacer juntos, le dijo al hombre de las manchas y no servía de mucho apurarse por lo que se había perdido.

—Vamos a ir al Quinto, tú y yo —informó a Rosengarten—. Vamos a construir una nueva Yzordderrex.

No era frecuente que recibiera una respuesta de aquel hombre pero ahora ocurrió. Rosengarten sonrió.

—¿El Quinto? —dijo.

—Lo conocí hace muchos años, claro, pero a decir de todos ahora está desnudo. Los maestros que conocí están muertos. Su sabiduría deshonrada. El lugar está indefenso. Los tomaremos con tales ecos que ni siquiera sabrán que han rendido su Dominio hasta que la Nueva Yzordderrex esté en ya en sus corazones e inviolada.

Rosengarten expresó un murmullo de aprobación.

—Despídete de quien tengas que despedirte —dijo Sartori—. Que yo haré lo mismo.

—¿Nos vamos ahora?

—Antes de que se apaguen los incendios —dijo el Autarca.

Fue un extraño sueño en el que cayó Jude, pero había viajado por el país de la inconsciencia con la frecuencia suficiente para no sentirse intimidada. Esta vez no se movió de la habitación en la que yacía sino que se entregó a sus excesos, elevándose y cayendo como los velos que rodeaban la cama y con la misma brisa llena de humo. De vez en cuando oía algún sonido proveniente de los patios que estaban muy por debajo de su ventana y permitía que los ojos le aletearan y se le abrieran por el puro y perezoso placer de volver a cerrarlos; una vez la despertó el sonido de la voz aflautada de Concupiscencia que cantaba en una habitación lejana. Aunque las palabras eran incomprensibles, Jude sabía que era un lamento, lleno de anhelos por las cosas que se habían ido y nunca podrían volver, luego volvió a deslizarse en el sueño pensando que las canciones tristes eran iguales en cualquier idioma, ya fuera gaélico, navajo o patashoquano. Al igual que el glifo de su cuerpo, esta melodía era algo esencial, una señal que podía pasar entre los Dominios.

La música y el aroma sobre el que yacía eran potentes narcóticos y después de unos cuantos melancólicos versos de la canción de Concupiscencia, Jude ya no estaba segura si se había dormido y oía el lamento en sueños o despierta pero liberada por los perfumes de Quaisoir y flotando entre los pliegues de las sedas que pendían soñando de su cama. Fuera lo que fuera, poco le importaba. Las sensaciones eran placenteras y ella no había disfrutado de demasiados placeres últimamente.

Entonces llegó la prueba de que aquello era en realidad un sueño. Un triste fantasma apareció en la puerta y se quedó allí, contemplándola a través de los velos. Supo quién era incluso antes de que se acercara a la cama. No era un rostro en el que hubiera pensado mucho en los últimos tiempos, así que era un tanto extraño que lo hubiera conjurado pero eso había hecho y no podía negar la carga erótica que sentía ante su presencia soñada. Era Cortés, recordado a la perfección, la expresión preocupada como con tanta frecuencia ocurría, acariciaba con las manos los velos como si fueran sus piernas y pudiera separarlas con sus halagos.

—No creí que estuvieras aquí —le dijo el hombre. Tenía la voz ronca y su expresión estaba tan llena de pérdidas como la canción de Concupiscencia—. ¿Cuándo has vuelto?

—Hace un ratito.

—Tu olor es tan dulce.

—Me he bañado.

—Mirándote así… pienso que ojalá pudiera llevarte conmigo.

—¿Dónde vas?

—Vuelvo al Quinto —dijo él—. He venido a decir adiós.

—¿Desde tan lejos? —le respondió ella.

El rostro del hombre se abrió en una inmoderada sonrisa y ella recordó, al verla, lo fácil que le había resultado siempre seducir; las mujeres se quitaban las alianzas y se bajaban las bragas en cuanto él les dedicaba una mirada. ¿Pero por qué había que ponerse grosera? Esto era una fantasía erótica, no un juicio. Pero soñó que él veía la acusación en sus ojos y que le pedía perdón.

—Sé que te he hecho daño —dijo.

—Eso quedó en el pasado —respondió ella con magnanimidad.

—Mirándote ahora…

—No te pongas sentimental —dijo la mujer—. No quiero sentimientos. Te quiero aquí.

Abrió las piernas y le dejó ver la hornacina que tenía para él. El hombre no dudó más, apartó el velo y trepó a la cama mientras le arrancaba la túnica de los hombros y posaba su boca sobre la de ella. Por alguna razón lo había conjurado con sabor a chocolate. Otra rareza pero no estropeaba los besos.

La mujer le tiró de la ropa pero eran una invención soñada: la tela azul oscura de la camisa, los encajes y botones en profusión fetichista, cubierta de escamas diminutas como si toda una familia de lagartos se hubiera desprendido de su piel para vestirlo a él.

Tenía la piel sensible tras el baño y cuando el hombre descendió con todo su peso sobre ella y empezó a apretar su cuerpo contra el de ella, las escamas le pellizcaron el estómago y los senos de una forma de lo más excitante. Lo envolvió con las piernas y él aceptó la captura mientras sus besos se iban haciendo más intensos por momentos.

—Las cosas que hemos hecho —murmuró él al tiempo que ella le besaba el rostro—. Las cosas que hemos hecho…

El corazón de Jude hacía flotar su mente, que saltaba de un recuerdo a otro y volvía al libro que había encontrado en el piso de Estabrook tantos meses antes, uno de los regalos que Oscar le había traído de los Dominios, un manual de posibilidades sexuales que en aquel momento la había escandalizado. Imágenes de aquellas cópulas aparecían ahora en su cabeza, intimidades que eran posibles quizá sólo en la prodigalidad del sueño y que desenredaban tanto al hombre como a la mujer y los volvían a entrelazar juntos otra vez en nuevas y extáticas combinaciones. Llevó la boca al oído de su amante soñado y le susurró que no le prohibía nada, que quería que compartieran las sensaciones más extremas que fueran capaces de inventar. Esta vez él no sonrió, cosa que la complació, sino que se apoyó en las manos, hundidas hasta entonces a ambos lados de su cabeza, en las vellosas almohadas y la miró con algo de la misma tristeza que había leído en su rostro cuando había llegado.

—¿Una última vez?

—No tiene que ser la última vez —dijo ella—. Siempre puedo soñarte.

—Y yo a ti —dijo él con el mayor cariño y cortesía.

La mujer metió la mano entre sus cuerpos y le quitó el cinturón, luego le abrió los pantalones con cierta violencia, poco dispuesta a que los botones representaran un retraso. Lo que llenó su mano era tan sedoso como tosca era la tela que lo ocultaba, todavía no se había hinchado del todo pero era por ello mucho más ameno. Lo acarició. El hombre suspiró cuando inclinó la cabeza hacia ella y le lamió los labios y los dientes dejando que su saliva, endulzada por el chocolate, cayera de su lengua a la boca femenina. Ella levantó las caderas y movió el surco de su sexo contra la parte inferior de su erección, humedeciéndola. Él empezó a murmurarle palabras de cariño, supuso ella, aunque (como la canción de Concupiscencia) no eran en ningún idioma que ella conociera. Pero su sonido era tan dulce como su saliva y la adormeció como una canción de cuna, como si quisiera deslizaría en un sueño dentro de un sueño. Al tiempo que se le cerraban los ojos, sintió que él elevaba las caderas y tras separar el grosor de su sexo de entre sus labios, empujó sólo una vez, con la fuerza suficiente para quitarle el aliento y penetrarla al tiempo que se dejaba caer sobre ella.

Cesaron entonces las palabras cariñosas, los besos también. Le puso una mano en la frente y con los dedos le cubrió el pelo, la otra se la llevó al cuello y le frotó la tráquea con el pulgar para arrancarle suspiros. Ella no le había prohibido nada y no iba a rescindir esa invitación sólo porque la posesión había sido tan repentina. En lugar de eso, levantó las piernas y las cruzó tras su espalda, luego empezó a azotarlo con insultos. ¿Eso era lo máximo que podía darle, no podía llegar más lejos? No estaba lo bastante dura, no estaba lo bastante caliente. Ella quería más. El hombre aceleró los envites y su pulgar se tensó contra la garganta femenina, pero no tanto como para evitar que ella cogiera aliento y lo volviera a expulsar en una nueva ronda de provocaciones.

—Podría follarte para siempre —le dijo él y en su tono se adivinaba la devoción y la amenaza—. No hay nada que no pueda obligarte a hacer. No hay nada que no pueda hacerte decir. Podría follarte para siempre.

No eran éstas palabras que le habría agradecido a un amante de carne y hueso pero en un sueño resultaba excitante. Lo dejó continuar del mismo modo, abrió los brazos y las piernas debajo de él mientras él recitaba todo lo que le haría, una letanía de ambición que igualaba el ritmo de sus caderas. La habitación que el sueño femenino había levantado a su alrededor se dividía de vez en cuando y otra se filtraba por las grietas para ocupar el mismo espacio: está más oscura que la cámara cubierta de velos de Quaisoir e iluminada por un fuego que ardía a su izquierda. Su amante soñado no se desvaneció, sin embargo; permaneció con ella y dentro de ella, más enloquecido en sus envites y promesas que nunca. Lo vio sobre ella como si lo iluminaran las mismas llamas que calentaban su desnudez, el rostro arrugado y sudoroso, el índice de sus deseos atravesándole los dientes apretados. Sería su muñeca, su puta, su esposa, su Diosa; él llenaría cada uno de sus orificios, para siempre jamás: la poseería, la adoraría, la volvería del revés. Al oír eso, la mujer volvió a recordar las imágenes del libro de Estabrook y el recuerdo hizo que sus células se hincharan como si cada una fuera un brote diminuto listo para estallar, como si sus pétalos fueran placer y su aroma los gritos que ella emitía y que se elevaban para arrancarle a él una nueva adoración. Llegó, por turnos cruel y exquisita. En un momento determinado quería ser su prisionero, atado a cada uno de sus caprichos, alimentándose de su mierda y de la leche que extraería de sus pechos al amamantarse. Al siguiente ella era menos que el excremento que él ansiaba y él era la única esperanza que tenía ella de vivir. La resucitaría follándola. La llenaría con un torrente fiero hasta que los ojos se le salieran de la cabeza y se ahogara en él. Había más pero los gritos de placer que lanzaba ella aumentaban por momentos y cada vez escuchaba menos. También veía menos, cerraba los ojos a las habitaciones mezcladas, iluminadas por el fuego y cubiertas por velos, permitía que su cabeza se llenara con las formas geométricas que siempre acudían a la llamada del placer, formas como su glifo, desenredadas y reelaboradas.

Y luego, justo cuando ella alcanzaba la primera de sus cumbres (con una cordillera de alturas estratosféricas por delante), sintió que el hombre se estremecía y detenía sus envites. No creyó que hubiera terminado, no al principio. Esto era un sueño y ella lo había conjurado para que realizara lo que la realidad nunca hacía: para que continuara cuando los amantes de carne y hueso ya habían derramado sus promesas y jadeaban disculpas a su lado. ¡No podía abandonarla ahora! Abrió los ojos. La cámara iluminada por el fuego había desaparecido y las llamas de los ojos de Cortés habían desaparecido con ella. Ya se había retirado y ella sintió entre las piernas los dedos de él, que se mojaban en las gotas que él le había proporcionado. El hombre la miraba perezoso.

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