Authors: Dan Simmons
—¿Sabes cómo eliges quedarte embarazada? —preguntó Harman, todavía hurgando distraídamente en el suelo con su bastón.
Ada se detuvo, desconcertada. La pregunta era... sorprendente.
Harman se detuvo y la miró como si no hubiera dicho nada fuera de lo común.
—Quiero decir si sabes como funciona el mecanismo —dijo él, todavía aparentemente ajeno a lo inadecuado de la pregunta. Los hombres y mujeres simplemente no discutían estas cosas.
—Si vas a darme un sermón sobre los pajaritos y las abejitas, es un poco tarde —dijo ella, envarada.
Harman se rió de buena gana. A lo largo del último par de semanas, esa risa había encandilado a Ada. Ahora la irritó una barbaridad.
—No me refiero al sexo, querida —dijo. Ada advirtió que era la primera vez que usaba ese término, pero no estaba de humor para apreciarlo—. Me refiero a cuando recibas permiso para quedarte embarazada, quizá dentro de décadas... y a elegir el donante de esperma.
Ada se estaba sonrojando y el hecho de que no pudiera dejar de sonrojarse le enfurecía. Se sonrojó aún más.
—-No sé de qué estás hablando.
Sí lo sabía, naturalmente. Eran los hombres quienes se suponía que no sabían ni discutían de estas cosas. La mayoría de las mujeres decidían solicitar un embarazo en torno a su Tercer Veinte. Normalmente el periodo de espera era de uno o dos años antes de que se concediera el permiso, transmitido por los posthumanos a través de los servidores. En ese punto, la mujer abandonaba la actividad sexual, tomaba el desinhibidor de embarazos y decidía cuál de sus antiguas parejas sería el padre espermático de su hijo. El embarazo se producía en cuestión de días v el resto era tan antiguo como... bueno, como la humanidad.
—Estoy hablando del mecanismo por el que decides qué esperma almacenado es elegido por tu cuerpo —continuó Harman—. Las hembras humanas antiguas no tenían esa elección.
—Tonterías —replicó Ada—. Nosotros somos igual. Siempre ha sido así.
Harman negó con la cabeza lentamente, casi con tristeza.
—No —dijo—-. Incluso en la época de Savi, hace unos mil años más o menos, el embarazo era algo más que un acto casual. Ella dice que este mecanismo de almacenamiento y selección de esperma era algo que los posts insertaron en nosotros (en las mujeres) basándose en la estructura genética de las polillas.
—¡Las polillas! —dijo Ada, no ya sólo sorprendida sino verdadera y profundamente furiosa ahora. Aquello era tan absurdo como denigrante—. ¿De qué demonios estás hablando, Harman
Uhr
?
Él alzó la cabeza y pareció advertir su reacción por primera vez, como si el uso del tratamiento formal hubiera sido una bofetada en la cara que lo hubiera devuelto a la realidad.
—Es cierto —dijo—. Lo siento si te molesta, pero Savi dice que los posts estructuraron genéticamente esta habilidad para elegir al padre espermático años después de la relación a partir de los genes de una polilla llamada...
—¡Basta! —gritó Ada. Tenía los puños cerrados. Nunca había golpeado a nadie en la vida, ni había querido hacerlo, pero en ese momento estaba a punto de darle un puñetazo a Harman—. Savi dice esto, Savi dice lo otro. Ya estoy harta de esa vieja bruja. Ni siquiera creo que sea tan vieja... ni tan sabia. Está loca, nada más. Voy a volver al sonie.
Se internó en el bosque.
—¡Ada! —llamó Harman.
Ella lo ignoró, caminando colina arriba, resbalando en las agujas y el humus mojado.
—¡Ada!
Ella continuó, dispuesta a dejarlo atrás.
—Ada, no es por ahí.
Hannah alcanzó a Odiseo a unos cientos de metros del claro. Él se dio la vuelta y se llevó la mano al pomo de la espada cuando la oyó salir de los matorrales, pero se relajó al ver quién era.
—¿Qué quieres, muchacha?
—Quiero ver tu espada —dijo Hannah, apartándose el pelo oscuro de la cara.
Odiseo se echó a reír.
—¿Por qué no? —soltó la vaina de cuero de su cinturón y le tendió el arma—. Ten cuidado con los filos, muchacha. Podría afeitarme con esta hoja, si alguna vez decidiera hacerlo.
Hannah desenvainó la espada corta y la sopesó, vacilante.
—Savi me ha dicho que trabajas con metales —dijo Odiseo. Se inclinó en un arroyo, recogió agua con las manos y bebió— Dice que puede que seas la única persona, hombre o mujer, de todo este mundo feliz que sabe cómo forjar bronce.
Hannah se encogió de hombros.
—Mí madre se acordaba de historias antiguas sobre la forja del metal, jugaba con fuego y hornos abiertos cuando era más joven. Yo continúo los experimentos —alzó la espada y la descargó.
—Nos has visto luchar en el paño turín —dijo Odiseo.
Hannah asintió.
—¿Y...?
—Estas usando bien la espada, muchacha. Cortar en vez de apuñalar. Esta herramienta está hecha para cercenar miembros y desparramar entrañas, para nada más refinado.
Hannah hizo una mueca y le devolvió el arma.
—¿Es ésta la espada que utilizaste en las llanuras de Ilión? —preguntó en voz baja—. ¿Y en tu aventura para robar el Paladión?
—No. —El alzó la espada verticalmente hasta que parte de la luz que se filtraba entre las altas ramas bailó en su superficie—. Esta espada en concreto fue un regalo que me hizo... una mujer, en uno de mis viajes.
Hannah esperó más explicaciones, pero en vez de contarle otra historia, Odiseo dijo:
—¿Te gustaría ver qué hace a esta espada diferente?
Hannah asintió.
Odiseo usó el pulgar para pulsar dos veces la empuñadura, y de repente la espada pareció temblar levemente. Hannah se acercó más. Sí, un zumbido sutil pero perceptible procedía de la hoja. Alzó una mano hacia el metal pero Odiseo disparó la suya rápidamente, agarrándola por la muñeca.
—Si la tocaras ahora, muchacha, perderías todos los dedos.
—¿Por qué? —Ella no se debatió para liberar la muñeca, y al cabo de unos segundos Odiseo la soltó.
—Está vibrando —dijo Odiseo, plantando la espada ante sus ojos. Hannah advirtió de nuevo que era exactamente tan alta como Odiseo. La noche anterior lo había oído en el salón burbuja verde del puente, después de que los otros se acostaran. Lo acompañó a dar un paseo, regresó a su domi para charlar durante horas, y se había quedado dormida en el suelo junto a su cama. Hannah sabía que Ada pensaba que se habían hecho amantes: a ella no le importaba y no se le ocurría ningún motivo para convencerla de lo contrario.
—Es casi como si estuviera cantando —dijo Hannah, volviéndose un poco para oír mejor el agudo zumbido.
Odiseo se rió con fuerza, aunque Hannah no supo por qué.
—No te preocupes —dijo—. No me lo dio ninguna Dama del Lago, aunque no es algo que esté demasiado lejos de la verdad —se rió de nuevo.
Hannah miró al hombre de la barba. No tenía ni idea de lo que estaba diciendo. Se preguntó si él la tenía.
—¿Por qué vibra? —preguntó.
—Apártate —dijo el hombre del pecho fornido.
La mayoría de las secuoyas de su alrededor tenían unos dos metros de grosor, algunas algo más, pero un pino más pequeño (quizás una ponderosa o un abeto Douglas) crecía en un claro soleado, pocos metros a su izquierda. El árbol tenía probablemente treinta o cuarenta años de edad, de unos quince metros de altura, con un tronco de unos cuarenta centímetros de grosor.
Odiseo plantó los pies en el suelo, agarró la espada con una mano y la blandió ante el tronco. Asestó un golpe sin esfuerzo con el filo.
La hoja describió un arco tan suave que pareció que había fallado por completo. No hubo ningún sonido de impacto. Unos pocos segundos más tarde, el alto pino se estremeció, se agitó y cayó ruidosamente al suelo.
Odiseo pulsó de nuevo el pomo y el leve sonido de vibración cesó.
Hannah se acercó a inspeccionar el tocón y el árbol caído. Las secciones del tronco parecían haber sido separadas quirúrgicamente, no serradas. Pasó la mano por el tocón cercenado a la altura del pecho. No había savia, ni irregularidades en el corte. La madera era tan suave como si hubiera sido sellada con plástico y cauterizada de algún modo. Se volvió hacia Odiseo.
—Eso debió venirte muy bien durante el asedio de Troya —dijo.
—No has estado escuchando, muchacha —respondió Odiseo. Volvió a envainar el arma y se la colgó del ancho cinturón—. Éste fue un regalo que me hicieron unos cuantos años después de que dejara la guerra e iniciara mis viajes. Si la hubiera tenido en Ilión... —Odiseo sonrió horriblemente—. No habría quedado ni un troyano, ni un dios ni una diosa con la cabeza sobre los hombros. Te lo prometo.
Hannah le sonrió al viejo. No eran amantes (todavía no), pero tenía planeado quedarse en Ardis Hall mientras Odiseo estuviera allí de visita, ¿y quién sabía qué podría suceder?
—Estáis aquí —dijo Savi, bajando la pendiente hacia ellos. Cerró el puño y lo que pareció el campo indicador de un localizador de palma se apagó.
—¿Es hora de continuar? —preguntó Odiseo, hablándole a Savi pero mirando a Hannah como si fueran viejos conspiradores.
—Hora de continuar —dijo Savi.
Tres semanas de viaje hacia el oeste río arriba (mar interior, en realidad) del Valle Marineris, y Mahnmut estaba a punto de perder su mente moravec.
Su falucho, tripulado por veinte hombrecillos verdes, era sólo uno de los muchos navíos que se abrían paso hacia el este o el oeste camino del valle inundado o al norte o al sur por el estuario que daba a la Planicie de Chryse del océano septentrional de Tetis. Además de una docena de otros faluchos tripulados por HV, habían pasado al menos tres barcazas de cien metros de largo cada día, todas ellas transportando cuatro grandes piedras sin tallar para hacer cabezas, todas dirigiéndose al este desde la cantera del sur del Laberinto Noctis, situado en el extremo occidental del Valle Marineris, todavía a unos dos mil ochocientos kilómetros por delante del falucho de Mahnmut.
Orphu de Io había sido trasladado a bordo y asegurado en la cubierta media, oculto a la vista aérea por un toldo levantado, atado junto a las piezas grandes de carga y otros artículos rescatados de
La Dama Oscura
. Sólo pensar en su sumergible (dejado atrás en la caverna marina situada a más de mil quinientos kilómetros de ellos) deprimía a Mahnmut.
Hasta aquel viaje, Mahnmut no sabía que fuera capaz de deprimirse, capaz de sentir una tensión emocional tan terrible y una sensación de desesperación tal que lo dejaba casi sin voluntad y aún con menos ambición, pero la violenta separación de su submarino le había demostrado lo mal que podía sentirse. Orphu (cegado, lisiado, transportado a bordo como lastre inútil) parecía de buen humor, aunque Mahnmut estaba aprendiendo lo cuidadosa y raramente que su amigo mostraba sus verdaderos sentimientos.
El falucho había llegado, como prometieron, temprano aquella mañana marciana después de su arribada a la costa, y mientras los HV arrastraban a bordo al pobre Orphu, Mahnmut bajó al submarino inundado varias veces, sacando todas las unidades energéticas extraíbles, las células solares, el equipo de comunicación, los discos de bitácora y todos los instrumentos de navegación que pudo transportar.
—Nadaste desnudo hasta el lugar del naufragio y te llenaste los bolsillos de bizcochos antes de volver, ¿eh? —dijo Orphu aquella mañana cuando Mahnmut le contó sus esfuerzos de salvamento.
—¿Qué? —Mahnmut se preguntó si el cascado ioniano había perdido por fin la cabeza.
—Un pequeño error de continuidad en el
Robinson Crusoe
de Defoe —se estremeció Orphu—. Siempre me gustan los errores de continuidad.
—No la he leído —dijo Mahnmut. No estaba de humor para bromas. Dejar atrás a
La Dama Oscura
lo había dejado destrozado.
Discutieron su reacción durante las tres primeras semanas de viaje, ya que tenían poco que hacer a bordo del falucho excepto discutir cosas. El receptor-transmisor de radio de onda corta que Mahnmut había conectado a Orphu funcionaba bien.
—Estás sufriendo de agorafobia tanto como de depresión —dijo Orphu.
—¿Cómo es eso?
—Fuiste diseñado, programado y entrenado para formar parte del submarino, oculto bajo el hielo de Europa, rodeado de oscuridad y a profundidades aplastantes, cómodo en tus estrechos espacios —dijo el ioniano—. Ni siquiera tus breves incursiones en la superficie helada de Europa te prepararon para estas amplias vistas, los distantes horizontes y los cielos azules.
—El cielo no es azul ahora mismo —fue todo lo que dijo Mahnmut por respuesta. Era por la mañana temprano y, como la mayoría de las mañanas, el Valle Marineris estaba cubierto de nubes bajas y densa niebla. Los HV habían arriado las velas del falucho y avanzaban a golpe de remo (treinta hombrecillos remaban, quince a cada banda, al parecer infatigables) cada vez que el viento no movía el barco de vela latina de dos mástiles. Brillaban linternas en la proa, el mástil delantero, ambos costados y la popa, y el falucho apenas se movía. Esta sección del Valle Marineris tenía más de ciento veinte kilómetros de anchura y la sección en la que pronto entrarían tendría doscientos kilómetros: era un mar interior más que un río; incluso en los días despejados, los altos acantilados de las orillas norte o sur eran invisibles en la distancia, pero había suficiente tráfico de naves de HV para tomar precauciones con la niebla.
Mahnmut advirtió que era cierto, que la agorafobia era parte de su problema, ya que sentía más agudamente la depresión en los días claros, cuando la visión era ilimitada; pero también sabía que era más complicado, que no se debía sólo al hecho de estar separado del seguro nido y los controles sensoriales de su nave. Mahnmut era, lo había sido siempre, un capitán, y sabía por su propia programación y posteriores lecturas, que nada duele más a los capitanes que la pérdida de sus navíos. Además, le habían encargado una misión importante (llevar a Koros III a la base oceánica del Monte Olympus), y había fracasado miserablemente. Koros III estaba muerto, al igual que Ri Po, el moravec que tendría que estar esperando en órbita para recibir, interpretar y transmitir los importantes datos de reconocimiento de Koros.
¿A quién? ¿Cómo? ¿Cuándo?
Mahnmut no tenía ni idea.
Hablaron también de eso durante sus semanas de tranquilo viaje. Era aún más tranquilo de noche, ya que los HV entraban en hibernación en cuanto el sol se ponía. Aseguraban el falucho con una complicada ancla (Mahnmut había hecho sondeos y decidió que el agua bajo ellos tenía más de seis kilómetros de profundidad) y no se volvían a mover hasta que la luz del sol tocaba su piel verde y transparente a la mañana siguiente. Parecía obvio que los HV obtenían energía solamente de la luz solar, incluso a través de la niebla matutina. Desde luego Mahnmut nunca había visto a un hombrecillo verde comer ni segregar nada. Podía preguntárselo, pero aunque tenía la hipótesis de que el HV individual no «moría» realmente después de la comunicación (pensaba que los hombrecillos verdes eran una consciencia múltiple, no un conjunto de individuos), Mahnmut no se fiaba lo suficiente de esa hipótesis para meter la mano dentro del pecho de otra personita verde, agarrar lo que podía ser su corazón y hacer preguntas que podían esperar hasta otro día.