Ilión (29 page)

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Authors: Dan Simmons

BOOK: Ilión
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—¿Quieres hablar sobre los sonetos de Shakespeare? —preguntó Orphu de Io.

—¿Me la estás metiendo doblada, tío? —a los moravecs les encantaban las frases coloquiales de los antiguos humanos, cuanto más escatológicas mejor.

—Sí —dijo Orphu—. Te la estoy metiendo doblada, amigo mío.

—Espera un momento, espera un momento —dijo Mahnmut—. Los restos empiezan a brillar. Y nosotros también. Acumulamos ionización.

Le agradó que su voz conservara la calma. Ante ellos, trozos grandes de la nave espacial brillaban en un rojo oscuro. La proa de
La Dama Oscura
empezaba a brillar también. Los sensores externos de
La Dama Oscura
empezaron a informar que la temperatura del casco aumentaba. Estaban entrando en la atmósfera de Marte.

—Es hora de enderezarnos —dijo Orphu, que recibía los datos del casco del sumergible y hacía lo que podía con la descarga de control parcial de Koros III mientras disparaba los impulsores adjuntos al submarino y realineaba el giroscopio—. ¿Se acabaron los vuelcos?

—No del todo.

—No podemos esperar. Voy a darle la vuelta a este montón de hierro oxidado antes de que nos incendiemos.

—Este «montón de hierro oxidado» se llama
La Dama Oscura
y puede que nos salve la vida —comentó Mahnmut fríamente.

—Vale, vale —convino Orphu—. Avísame cuando la marca sesgada del monitor de vídeo de popa se centre en el brazo de Marte sobre el polo. Empezaré a controlar los giros entonces. Dios, lo que daría por recuperar uno de mis ojos. Lo siento, es la última vez que lo digo.

Mahnmut observó el monitor. A causa de la nube de residuos que se ensanchaba cada vez más, las únicas indicaciones en las que podía confiar para guiar a Orphu los últimos treinta minutos procedían del propio Marte. Incluso las dos pequeñas lunas eran invisibles. Ahora los impulsores resonaban huecamente y el submarino dañado giraba despacio; la cámara de proa perdía su visión de Marte y mostraba plasma brillante, metal calentado al rojo vivo y un millón de esquirlas relucientes que una vez fueron su nave espacial y sus compañeros de viaje.

La masa anaranjada, roja, marrón y verde de Marte llenó la cámara de proa y la marca sesgada que Orphu había indicado a Mahnmut que buscara en el monitor se alzó, cruzando la costa cubierta de nubes, mostrando mar azul, luego blanco...

—Casquete polar —informó Mahnmut—. Ahí está el brazo superior.

—Muy bien —respondió Orphu. Todos los impulsores martillearon—. ¿Ves el polo norte en la cámara de proa?

—No.

—¿Alguna estrella reconocible?

—No. Sólo más ionización en el casco.

—Lo suficiente para gobernar —dijo el ioniano—. Ahora voy a usar el anillo de impulsores de popa como cohetes de freno.

—Koros III iba a usar el gran subsistema de reacción de la proa para reducir la velocidad en la reentrada, y luego expulsarlo antes de que golpeáramos la atmósfera —dijo Mahnmut. El brillo de popa era ahora de un rojo más profundo.

—Yo voy a conservar esos impulsores más pesados mientras entramos en la atmósfera —dijo Orphu.

—¿Porqué?

—Ya verás.

—¿No es posible que, si conservamos esos impulsores, exploten cuando se calienten durante la reentrada?

—Es posible —gruñó el ioniano.

—Estamos bastante fastidiados —dijo Mahnmut—. ¿Alguna posibilidad de que nos rompamos cuando se desgaje material ardiente del casco?

—Claro, existe esa posibilidad —dijo Orphu. Disparó los impulsores de hierro pesado.

Mahnmut sintió que se apretaba contra su asiento de aceleración durante treinta segundos y luego se relajó cuando el ruido y la vibración cesaron. Oyó un pesado golpe en el momento en que el anillo de control de altitud fue lanzado al espacio.

Una bola de fuego pasó ante la cámara de proa, aunque la cámara mostraba ahora lo que tenían detrás, ya que entraban en la atmósfera de popa.

—Estamos entrando en la atmósfera —dijo Mahnmut, y notó que su voz no era tan calmada como antes. Nunca había estado en una atmósfera planetaria real y la idea de todas aquellas moléculas apretujadas añadía intranquilidad a su náusea—. El subsistema expulsado acaba de ponerse al rojo blanco y se ha incendiado. La popa empieza a brillar. Lo mismo ocurre con el paquete de reacción de proa, pero menos. La mayor parte de las ondas de choque y de calor parecen estar alrededor de nuestra cola. ¡Uf!... ahora caemos detrás del campo de residuos, pero todo arde ante nosotros. Es como si estuviéramos en medio de una enorme tormenta de meteoros.

—Bien —dijo Orphu—. Aguanta.

Lo que fuera la nave de los moravecs golpeó la ahora densa atmósfera marciana tal como Mahnmut había descrito a Orphu: como una tormenta de meteoritos cuyos fragmentos mayores pesaban varias toneladas y se extendían varias decenas de metros. Un centenar de bolas de fuego corrieron por el pálido cielo marciano y una sacudida de graves explosiones sónicas quebró el silencio del hemisferio norte. Las bolas de fuego cruzaron el casquete polar norte como una bandada de feroces pájaros y continuaron hacia el sur a través del Mar de Tetis, dejando largos rastros de vapor de plasma tras su paso. Curiosamente, parecía que volaran en vez de caer.

Apenas unos milenios antes, la atmósfera de Marte, prácticamente inexistente, estaba compuesta en su mayor parte por monóxido de carbono. De unos ocho milibares, no era nada en comparación con la presión de 1.014 milibares de la Tierra al nivel del mar. En menos de un siglo, mediante un proceso que ninguno de los moravecs comprendía, el planeta había sido terraformado hasta lograr unos muy respirables 840 milibares.

Las bolas de fuego recorrieron el hemisferio norte en desordenada formación, dejando huellas sónicas tras su estela. Algunas de las piezas más pequeñas (lo bastante grandes para soportar a la feroz entrada en la atmósfera pero lo suficientemente pequeñas para rebotar en el denso aire) empezaron a desintegrarse a unos ochocientos kilómetros al sur del polo. Contemplado desde el espacio, habría parecido que una deidad disparaba una andanada de enormes balas trazadoras de ametralladora al océano norte de Marte.

La Dama Oscura
era una de esas balas trazadoras. El material de camuflaje en torno a la popa y dos tercios del casco se incendiaron y se unieron a la estela de plasma que dejaba atrás el sumergible en su caída. Las antenas externas y los sensores se quemaron. Luego el casco empezó a humear y a resquebrajarse y a desgajarse.

—Ah... —dijo Mahnmut desde su asiento antiaceleración—, ¿no deberíamos soltar los paracaídas?

Sabía lo suficiente del plan de aterrizaje de Koros como para estar al corriente de que los paracaídas de fibra de buckycarbono tenían que desplegarse a quince mil metros de altura para hacerlos bajar con suavidad hasta la superficie del océano. La última vez que Mahnmut vio el océano, antes de que los ópticos de popa se quemaran, se convenció de que estaban a menos de quince mil metros y de que caían muy rápido.

—Todavía no —gruño Orphu. El ioniano no tenía ningún asiento antiaceleración en la bodega y parecía que las gravedades de la deceleración le estaban afectando—. Usa tu radar para saber nuestra altitud.

—El radar ha desaparecido —dijo Mahnmut.

—Lo intentaré.

Sorprendentemente, funcionó. Mostró la huella de una superficie sólida (bueno, agua líquida) que se acercaba a ellos a una distancia de ocho mil doscientos metros, ocho mil metros, siete mil ochocientos metros. Mahnmut transmitió la información a Orphu.

—¿Soltamos ahora los paracaídas? —preguntó.

—Los otros restos no van a desplegar paracaídas.

—¿Y?

—¿De verdad quieres bajar flotando bajo un dosel, para aparecer en todos los sensores?

—¿Sensores de
quién
? —replicó Mahnmut, pero comprendió el argumento de Orphu. Con todo...—. Cinco mil metros —dijo—. Velocidad tres mil doscientos kilómetros por hora. ¿De verdad queremos chocar contra el agua a esta velocidad?

—En realidad, no —dijo Orphu—. Aunque sobreviviéramos al impacto, quedaríamos enterrados bajo cientos de metros de cieno. ¿No dijiste que este océano tiene sólo unos centenares de metros de profundidad?

—Sí.

—Voy a hacer girar tu nave ahora —dijo Orphu.


¿Qué?

Pero entonces Mahnmut oyó el pesado encendido de los impulsores (de algunos solamente) y el giroscopio gimió, aunque el ruido fue más un rechinar que un zumbido.

La Dama Oscura
, inició un doloroso vuelco, girando la proa. El viento y la fricción tiraron del casco, arrancando los últimos sensores situados en mitad de la nave y quebrando una docena de compartimentos. Mahnmut desconectó las ululantes alarmas.

Ahora caían de proa. Uno de los últimos registros de vídeo mostró las salpicaduras en el océano (si cabe llamar «salpicaduras» a las columnas de vapor y plasma de dos mil metros causadas por los impactos) y Mahnmut comprendió que les tocaría el turno en cuestión de segundos.

Describió los impactos a Orphu y dijo:

—¿Paracaídas? ¿Por favor?

—No —dijo Orphu, y disparó los impulsores principales que deberían haber sido expulsados en órbita.

Las fuerzas de deceleración arrojaron a Mahnmut hacia las correas que lo sujetaban y le hicieron desear tener el gel de aceleración que habían usado en la maniobra de onda en el Tubo de Flujo de Io. Más columnas de vapor se alzaron alrededor del sumergible, en picado, como columnas corintias que pasaran de largo, y el océano llenó la pantalla. Los impulsores rugieron y giraron, disminuyendo su velocidad. Mahnmut vio que la anilla de depósitos se desprendía y volaba tras ellos en el instante en que el rugido cesó. Estaban sólo a unos miles de metros sobre el océano y la superficie parecía tan dura como la superficie helada de Europa.

—Para... —empezó a decir Mahnmut, gimiendo ahora abiertamente y sin avergonzarse por ello.

Los dos enormes paracaídas se desplegaron. La visión de Mahnmut se volvió roja, luego negra.

Golpearon el Mar de Tetis.

—¿Orphu? ¿Orphu?

Mahnmut, rodeado de oscuridad y silencio, intentaba que sus bancos de datos entraran en línea. Su nicho medioambiental estaba intacto, El O
2
todavía fluía. Eso era sorprendente. Sus relojes internos indicaban que habían pasado tres minutos desde el impacto. Su velocidad era cero.

—¿Orphu?

—Arugghhh. —Un ruido a través de la conexión. Cada vez que intento dormir, me despiertas.

—¿Cómo estás?


Dónde
estoy sería más acertado preguntar —rezongó Orphu—. Me solté del nicho. Ni siquiera estoy seguro de que esté todavía en
La Dama Oscura
. Si lo estoy, el casco está roto: estoy dentro de agua. Agua salada. Espera, tal vez me haya orinado encima.

—Sigues conectado por el cable —dijo Mahnmut, ignorando el último comentario del ioniano—. Probablemente estés todavía en la bodega. Estoy recibiendo algunos datos del sonar. Estamos hundidos en el fondo de cieno, pero sólo un metro o cosa así, a unos ochenta metros de la superficie.

—Me pregunto en cuántos trozos estaré —musitó Orphu.

—Quédate ahí —dijo Mahnmut—. Voy a soltarme y bajaré a verte. No te muevas.

Orphu soltó su temblorosa risa.

—¿Cómo voy a moverme, viejo amigo? Todos mis manipuladores y flagelos han ido a ese gran cielo moravec de las alturas. Soy un cangrejo sin pinzas. Y no estoy demasiado seguro de tener caparazón. Mahnmut... ¡espera!

—¿Qué? —-Mahnmut se había soltado y se estaba quitando umbilicales y cables de control virtual.

—Si... de algún modo... consigues llegar hasta mí, suponiendo que el corredor interno no esté aplastado y las puertas del casco no estén completamente combadas o soldadas por el calor de la entrada... ¿qué vas a hacer conmigo?

—Ver si estás bien —dijo Mahnmut, soltando los cables ópticos. En los monitores, de todas formas, todo era oscuridad.


Piensa
, viejo amigo —dijo Orphu—. Me sacas de aquí... si no me descuajaringo en tus manos... ¿y luego qué? No cabré por tus corredores de acceso interno. Aunque me sacaras del submarino, no quepo en tu nicho y desde luego no podré aferrarme al casco. ¿Vas a caminar mil kilómetros por el fondo del océano llevándome a cuestas?

Mahnmut vaciló.

—Sigo funcionando —continuó Orphu—. O al menos sigo comunicándome. Incluso me fluye O
2
, a través del umbilical, y recibo algo de energía eléctrica. Debo de estar en la bodega, aunque esté inundada. ¿Por qué no pones en marcha
La Dama Oscura
y nos llevas a algún sitio más cómodo antes de intentar que volvamos a reunimos?

Mahnmut salió al aire externo e inspiró profundamente varias veces.

—Tienes razón —dijo por fin—. Cada cosa a su tiempo.

La Dama Oscura
se estaba muriendo.

Mahnmut había trabajado en aquel sumergible —en varios iguales sucesivamente y en progresivos modelos— desde hacía más de un siglo terrestre, y sabía que era duro. Adecuadamente preparado, podía soportar muchas toneladas métricas de presión por centímetro cuadrado y las tensiones de la aceleración de 3.000-g del tubo de flujo, pero el duro y pequeño submarino solo era tan fuerte como su parte más débil, y las tensiones energéticas del ataque en la órbita de Marte habían excedido la tolerancia de la parte más débil.

El casco tenía grietas y quemaduras irreparables. En aquel momento, estaban enterrados de proa. La mayor parte del submarino se encontraba hundida en más de tres metros de cieno y lecho marino y sólo unos cuantos metros de la popa sobresalían del barro, el casco y el bastidor estaban retorcidos, las puertas de la bodega de carga retorcidas e inalcanzables, y diez de los dieciocho tanques de lastre se habían roto. El pasillo interno que comunicaba la sala de control de Mahnmut con la bodega estaba inundado y parcialmente bloqueado. Fuera, dos tercios del material de camuflaje habían ardido y arrasado todos los sensores externos. Tres de los cuatro equipos de sonar estaban estropeados y el cuarto sólo emitía señales intermitentes. Únicamente uno de los cuatro equipos principales de propulsión seguía operativo y los pulsadores de maniobra eran un caos.

A Mahnmut le preocupaba más la avería de los sistemas de energía de la nave: el reactor primario había sido dañado por la subida de energía durante el ataque y funcionaba con un ocho por ciento de eficacia; las células de almacenamiento estaban en reserva. Eso era suficiente para mantener un mínimo de apoyo vital, pero el conversor de nutrientes había desaparecido y sólo les quedaban unos cuantos días de agua potable.

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