Read Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte Online
Authors: José Mallorquí
Tags: #Aventuras
—Bien, hemos estado perdiendo el tiempo —gruñó Curtis—. Sabemos, únicamente, que
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se disfrazó primero de fraile y luego utilizó mi capa, sin duda con la intención de escapar de esta casa haciendo creer a los centinelas que salía el gobernador. Muy listo.
César de Echagüe no pudo por menos de sonreír ante la sagacidad del gobernador. Ni por un momento se le había ocurrido a él que la capa que había tomado prestada perteneciera a tan importante dueño.
Entretanto, Curtis siguió interrogando a los cuatro sirvientes, sin que pudiera obtener ningún nuevo informe de interés. En realidad ninguno de ellos estaba en condiciones de identificar al misterioso asaltante y por fin el gobernador desistió de seguirles interrogando; volviéndose hacia los invitados, anunció:
—Damas y caballeros, ruego a todos ustedes que no vean en las palabras que voy a pronunciar un insulto a su honradez. Estoy seguro de que la medida que voy a tomar no dará ningún resultado; pero no puedo dejar de ponerla en práctica. Hace una hora ha sido asesinado en esta casa un hombre importante, por todos muy querido. Yo le vi morir sin que me fuese posible prestarle el menor auxilio, pues me encontraba desarmado frente a un asesino dispuesto a todo, que llegó, incluso, a cometer la villanía de levantar su mano contra la infeliz mujer a cuyo marido acababa de asesinar a sangre fría. Creo que todos ustedes desean, igual que yo, enviar al cadalso al asesino de Julián Carreras, por muy
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que sea.
Al verse tan directamente interpelados, los allí presentes se removieron inquietos; pero nadie dijo nada, esperando que Curtis terminara de explicarse.
—Ese bandido —continuó el gobernador— hizo algo más que quitar la vida al alcalde. Robó joyas y objetos de valor y escapó con ellos. Tanto las joyas como los objetos son fácilmente identificares, y es mi penoso deber pedirles que se dejen registrar ustedes. Ya sé que no es agradable que se dude de su honorabilidad —continuó Curtis dominando con su voz los murmullos de indignación que sus palabras habían levantado—. Pero creo que preferirán ustedes eso a verse obligados a sufrir la humillación de que sean las autoridades civiles las que intervengan en el caso. Tres de mis oficiales podrán encargarse del registro. Si alguna de ustedes considera que sus derechos di ciudadano de la Unión le permiten negarse a esta humillación, puede decirlo y entonces procederemos con él cumpliendo todas las leyes.
Fue el dueño de la casa quien tomó la palabra en nombre de sus invitados.
—Excelencia —dijo—. Todos nosotros comprendemos los motivos que le obligan a proceder de esta forma. Creo que nadie tendrá nada que objetar; pero si alguno de mis invitados solicitara de mí que le protegiera impidiendo se le registre, yo…
—Usted protegería al hombre que ha cometido un asesinato y un robo en su casa, señor Ortega —interrumpió, rudamente, el gobernador—. Si considera que el autor de semejantes delitos merece alguna ayuda, puede prestársela. Yo no sospecho de nadie en particular; pero sé positivamente, que nadie ha salido de esta casa después de cometido el asesinato del señor Carreras. Por lo tanto, el asesino, o sea
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, está aquí o escondido en el jardín.
—¿Han registrado bien el jardín sus hombres? —preguntó Ortega.
—Sí.
—Señor gobernador —Pedro Ortega hablaba con orgullosa dignidad—. No es necesario intentar descubrir cuáles son los sentimientos de mis invitados. No importa que todos nos sintamos o no súbditos de la bandera estrellada y barrada, Pero sí es cierto que todos somos súbditos de los Estados Unidos y tenemos derechos legales que nadie, ni el propio gobernador del Estado, puede pisotear. Por lo tanto, en representación de mis invitados, exijo que antes de que se nos someta a la humillación de un registro, se vuelva a registrar el jardín con el suficiente número de fuerzas para que ni un palmo cuadrado de tierra quede sin mirar. Sólo entonces, cuando se haya comprobado que ese asesino no está allí, nos someteremos al registro; pero no sin que antes sean registrados los oficiales y soldados que se hallaban aquí en el momento de cometerse el crimen. ¡Y el registro lo llevaré a cabo yo, caballero!
—Eso no puede ser… —empezó el comandante que mandaba la escolta del gobernador.
Éste se volvió hacia él y, tras una breve vacilación, le interrumpió:
—Ha de poder ser, comandante.
—Nuestros derechos están bien definidos en el Código de Justicia Militar —recordó el comandante.
—Ya lo sé —replicó Curtis—; pero si todos hacemos valer nuestros derechos no conseguiremos otra cosa que facilitarle la huida al asesino. El señor Ortega pide una cosa y cediendo a ella podremos exigir otras que nos podrían ser negadas. Reúna los hombres suficientes para proceder al minucioso registro del jardín. Creo que sería conveniente que hiciera venir una compañía del fuerte.
El comandante saludó y abandonando la sala dirigióse hacia la puerta principal. Un momento después se oyeron sus voces de mando.
Dirigiéndose de nuevo a los invitados a la fiesta, el gobernador pidió:
—¿Tendrían inconveniente, mientras se cumplen mis órdenes, en darme algunos informes muy importantes?
No hubo objeción y el gobernador procedió a describir el aspecto del enmascarado fraile que había asesinado a Carreras, advirtiendo que no creía que fuese un fraile de verdad, sino
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que utilizaba aquel disfraz para abrirse más fácilmente paso por entre los piadosos californianos.
Varias personas declararon haber visto a un fraile de largo hábito, paseando lentamente por el jardín, con la capucha caída sobre el rostro. Todos afirmaron que les sorprendió mucho la presencia de un fraile en aquella fiesta; pero que, debido al respeto que inspiraban los franciscanos, ninguno de ellos se atrevió a molestarle.
El señor Ortega afirmó no haber invitado a ningún fraile ni sacerdote, y negó haber visto ninguno en su fiesta.
César de Echagüe escuchaba atentamente las declaraciones de los testigos, y las grababa en su cerebro.
Se fijó exactamente la hora en que se cometió el crimen y se comprobó que nadie oyó el disparo, acallado por las detonaciones de los cohetes. Tampoco vio nadie subir ni bajar de la pérgola al falso fraile, ya que todas las miradas estaban fijas en el cielo.
Un oficial entró acompañado de varios soldados, para sustituir a los que montaban guardia en el salón y que, más conocedores del jardín que los recién llegados, podían ayudar mejor a las pesquisas. César de Echagüe dirigió una distraída mirada a los recién llegados y por un momento se sobresaltó. En uno de aquellos soldados que vestían el uniforme de la Caballería estadounidense, acababa de reconocer a un amigo de Charlie MacAdams, o sea uno de los soldados que estaban de guarnición en el Fuerte Moore cuando
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realizó sus primeras hazañas en Los Ángeles. Claro que aquel hombre no podía conocer la verdadera identidad del
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; pero si era lo bastante inteligente para recordar incidentes y coincidencias, tal vez… César de Echagüe decidió celebrar una conferencia con aquel soldado que, forzosamente, se fijaría en él cuando llegara el momento del inevitable interrogatorio.
Transcurrieron unos treinta o cuarenta minutos y, por fin, volvió el comandante que había dirigido las pesquisas en el jardín. Era indudable que no había perdido el tiempo, y entre las manos traía botín suficiente para justificar la exclamación de asombro que brotó de todos los labios.
Sobre la mesa que se había despejado para que el amanuense del gobernador pudiera escribir con más facilidad, el comandante colocó un lío de ropa en el que todos reconocieron un hábito de franciscano. Luego, un sargento de poblada barba, depositó sobre la mesa un pañuelo en el que iban el reloj y la condecoración del gobernador, así como gran parte de las joyas robadas. El resto, junto con el antifaz del
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, lo entregó un soldado.
Menudearon las exclamaciones de asombro, y César, que observaba al soldado que perteneciera a la guarnición de Los Ángeles, le vio dilatar los ojos, como si estuviese viendo algo increíble.
También se trajo la capa y el sombrero del gobernador.
—¿Dónde estaba todo esto? —preguntó Curtis.
El comandante explicó que había hecho colocar una marca en cada uno de los distintos lugares donde fueron halladas las diferentes prendas y objetos.
—Esto indica que
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no ha podido huir y que, viéndose perdido, abandonó sus armas y su botín. Por consiguiente, está entre nosotros.
Las palabras del gobernador cayeron como una sentencia sobre los invitados a la fiesta. Oyéronse algunos murmullos; pero nadie protestó de la acusación lanzada.
—Habiendo encontrado todo esto —siguió Curtis— no creo necesario registrar a ninguno de los presentes. Sería inútil, pues como se ve bien claro,
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abandonó todo cuanto podía comprometerle. Sólo nos queda una solución. Que cada uno de los que estaban presentes en esta casa en el momento de aparecer
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procure demostrar con testigos dónde se hallaba. Empezaré por mí mismo y por las damas que me acompañaban. Estábamos en la pérgola contemplando el castillo de fuegos artificiales.
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surgió de entre unos arbustos y nos conminó a entregar nuestras joyas. Ni el señor Carreras ni yo íbamos armados; pero el señor Carreras, impulsado por su ardiente sangre, quiso luchar contra el ladrón y fue asesinado. Luego, la esposa de la víctima quiso también probar sus fuerzas con el bandido y fue derribada sin sentido. Después,
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nos despojó de los objetos de valor que llevábamos y desapareció. Por lo que se refiere a su aspecto físico, puedo decir que un bigotito muy recortado adornaba su labio superior y que llevaba las mejillas rasuradas. No pude ver nada más pues la capucha y la oscuridad protegían al bandido. Ruego que los demás comprueben lo que estaban haciendo al cometerse el crimen, es decir, en el preciso momento en que se encendió el castillo de fuegos artificiales.
El señor Ortega fue el primero en probar, con abundantes testigos, lo que hacía en aquellos momentos. Los testigos que probaron su declaración quedaron a la vez libres de toda sospecha, pues, al probar la coartada del dueño de la casa probaban, al mismo tiempo, la suya.
Durante unos veinte minutos los restantes invitados fueron desfilando ante el gobernador, siendo exonerados de toda culpa. César de Echagüe fue el último. Varias veces había querido adelantarse a declarar; pero el gobernador le obligó a volver atrás. César comprendió las intenciones de Curtis y empezó a temer las inevitables consecuencias. Por fin, a una seña de Curtis adelantóse con cansado paso y sentóse en el sillón que se había dispuesto frente a la mesa con el exclusivo objeto de que las damas que prestaban declaración pudieran hacerlo cómodamente.
—Supongo, señor Echagüe, que habrá advertido usted que, si ha quedado en último lugar, no ha sido por casualidad, sino por premeditado deseo mío.
—¿De veras? —bostezó César, mirando con los ojos entornados al general Curtis—. Pues no me había fijado. En realidad, me he estado cayendo de sueño.
—Déjese de tonterías, don César —interrumpió violentamente el gobernador—. Si le he dejado para el último momento ha sido porque sospecho que es usted el asesino de Julián Carreras. Mejor dicho, que es usted
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Ni un estremecimiento conmovió el cuerpo del joven. Bostezando de nuevo, César recorrió con distraída mirada el salón, hasta clavar la vista en el soldado que había sido buen amigo de Charlie MacAdams. Lo que vio confirmó sus inquietudes. El soldado tenía la mirada fija en él y en sus ojos se leía lo que estaba pasando en su cerebro.
—Supongo que bromea usted, gobernador —replicó, al fin, Echagüe.
—No bromeo; pero estoy dispuesto a comprobar su coartada. Es muy curioso que hasta ahora ninguno de los invitados le haya presentado a usted como testigo. Si nadie ha dicho que estuvo con don César de Echagüe, es de suponer que tampoco usted podrá decir que estuvo con alguno de los invitados.
—Creo recordar que estuve con usted y con el señor Carreras hasta unos momentos antes de encenderse el castillo de fuegos.
—Pero no en el momento en que se encendió dicho castillo, a menos que, como sospecho, nos acompañara usted tras el odioso antifaz del
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.
César de Echagüe se encontraba en una difícil posición.
—Si vuestra excelencia tiene buena memoria, recordará que se me avisó de que alguien deseaba verme.
—Lo recuerdo. Fue usted avisado por un sirviente, a quien no veo entre los del señor Ortega.
El gobernador dirigióse al dueño de la casa y pidió:
—¿Podría decirme dónde está un criado alto, recio, de cabellos rizados y grises?
Ortega dirigió una angustiada mirada a César y por fin movió la cabeza.
—No existe tal criado, excelencia —murmuró—. El señor Echagüe también me pidió que lo buscara, pero no he podido dar razón de él. Ni mi mayordomo, que es el encargado de la servidumbre, ha visto jamás un criado así en nuestra casa.
—Sin embargo, el criado existió en determinado momento —siguió Curtis—, y yo puedo afirmar que el señor Echagüe fue llamado por él. Pero… esto no prueba que dicho criado no fuese un cómplice suyo, Echagüe. Y eso es lo que yo creo, a menos que pueda presentar a la persona que vino a verle. Creo haber entendido que se trataba de una mujer. ¿Quién era esa mujer que vino a visitarle o a hablar con usted en el momento en que la fiesta estaba en su punto culminante?
César inclinó un momento la cabeza, luego la irguió y moviéndola negativamente, contestó:
—Un deber superior a todo me obliga a callar el nombre de esa dama. Puede usted, si quiere, excelencia, acusarme de ser
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o lo que prefiera.
Curtis movió negativamente la cabeza.
—No, Echagüe, no le va a ser tan fácil escudarse tras una falsa caballerosidad. Se ha asesinado a un hombre, a una de las primeras autoridades civiles de Monterrey. Las sospechas recaen sobre usted, que sostuvo un violentísimo altercado con el señor Carreras unos segundos antes de ser informado de la visita de una dama. Díganos ahora quién era esa dama, qué hizo usted con ella, dónde estuvieron y lo que hablaron. Le prometo, mejor dicho, le doy mi palabra de honor, de que su nombre no será divulgado y que las pesquisas se llevarán a cabo con la máxima reserva.