Historia de la mujer convertida en mono (9 page)

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Authors: Junichirô Tanizaki

Tags: #Cuento, Drama, Fantástico, Intriga, Terror

BOOK: Historia de la mujer convertida en mono
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—Si me caso con la mujer que usted me indique y si tengo con ella un hijo idealizado según su pensamiento, ése no será mi arte sino el suyo.

—Bueno, digamos que será un arte de los dos.

—Yo sólo le sirvo como materia prima de su arte, como si se tratara de pinturas o de mármol. Me tengo entonces que sacrificar para la creación del niño perfecto.

—¿Te disgusta que sea así? ¿No quieres enamorarte de la mujer ideal?

—Supongo que enamorarse sería una labor agradable, y con mucho gusto me sacrificaría con tal de enamorarme. Sólo que me parece poco probable que llegue a enamorarme de una mujer seleccionada por usted. ¿Quién podría enamorarse de una mujer, por más bella que fuera, si se la imponen por encima de su voluntad?

—Te equivocas. Al buscar tu pareja, no estoy ignorando tu voluntad, pues bien sé que puedes rechazar cierto tipo de mujeres. Te aseguro que te conseguiré una novia auténtica, de la que estarás destinado a enamorarte. Creo que sólo existe una mujer que puede ser tu novia, sólo una y nadie más.

—No lo puedo creer.

—No importa si lo crees o no. No sé cuánto tiempo voy a necesitar, quizá uno o dos años, y está bien que sigas desconfiando hasta que al fin me aparezca con esa mujer. Oye, ¿tú has leído a Platón?

—No, maestro.

—En
El banquete
de Platón hay una escena en la que Aristófanes hace un discurso sobre el amor. Según éste, en sus orígenes los humanos tenían dos caras, cuatro manos y cuatro piernas, con un cuerpo redondo como una gran bola. Eran seres tan poderosos que incluso despreciaban a los dioses, por lo que fueron castigados por Zeus, quien, iracundo, les partió el cuerpo en dos. En ese momento aparece Apolo, que intenta estirar la piel desgarrada de aquellos seres escindidos y atarla por arriba del estómago, y de ahí surge el ombligo. De modo que las dos mitades, tristes y abatidas por la separación, comenzaron a anhelar, cada una a su manera, la unión con la otra mitad y ése fue el comienzo del amor mundano. Cada uno de los seres humanos es como un lenguado, según Aristófanes.

—¿Lenguado? ¿Cómo?

—El lenguado es un pez que tiene los dos ojos en un lado y nada en el otro. Se asemeja a los humanos, separados de su otra mitad, en la medida en que parece ser el producto de una separación ajena a su voluntad. Esto quiere decir que ninguno de los seres humanos es completo por sí solo. Todos estamos a la espera de la otra mitad. Y esa otra mitad es nuestra verdadera pareja, ¿comprendes? Bueno, puede que te parezca absurdo el argumento, pero estoy seguro de que el mito de
El banquete
contiene una profunda sabiduría.

—Me parece una historia interesante, de todos modos. Casi me ha convencido de la validez de su argumento. O sea que a mí también se me puede aparecer mi otra mitad.

—Es justamente la que estoy buscando para ti.

—Se lo agradezco mucho. Me dan ganas de conocerla pronto.

3

(Conversación sostenida en la primavera del año siguiente)

—¿Cuántos años vas a cumplir, niña?

—Dieciséis, señor.

—¿Cómo te llamas?

—Ai, señor.

—¿Qué ha sucedido con tus padres?

—Nací cuando mi padre tenía diecisiete años y mi madre dieciséis. No sé absolutamente nada de mi padre: ni de dónde era, ni cómo se llamaba, ni si vive aún. Mi madre trabajó durante un tiempo como geisha en el centro de Tokio, pero murió hace dos años. Soy huérfana, señor.

—¿Quieres conocer a tu padre?

—Me gustaría, si fuera posible.

—¿Crees que tu padre también te busca?

—Según mi madre, él fue un hombre hermoso en extremo, pero terriblemente frío. Aunque todavía esté con vida, no creo que se acuerde siquiera de haber tenido una hija en alguna etapa de su vida.

—Bueno, me estoy convenciendo de que eres una niña muy avispada y sagaz. Me caes bien. Te cuento que andaba preguntando por ti, en lugar de tu padre, desde hace mucho tiempo.

—¿O sea que conoce a mi padre? ¿Me dejará verlo?

—Siento decirte que no puedo. Hay otras personas a las que debes conocer, y te voy a presentar a una de ellas.

—¿Qué clase de persona es?

—Al igual que tu padre cuando te engendró a ti, es un muchacho que va a cumplir diecisiete años. Un joven mucho más hermoso que tu padre. Casi tanto como tú.

—No tengo ganas de conocer a alguien así.

—Aunque no lo quieras, no lo podrás evitar. Este joven es mucho más importante que tu padre para tu vida, porque va a ser tu verdadero novio.

—Todavía no conozco el amor. No creo que llegue a tener novio.

—En el momento en que conozcas a la persona de la que te estoy hablando, conocerás el amor. Ése es tu destino.

—Si es así, menos aún me interesa conocerlo. Al contrario, tengo miedo de verlo. Mi madre me dijo que el amor es algo terrible. Y me advirtió también que los hombres guapos son poco cariñosos.

—Mira, tu padre abandonó a tu madre por la sencilla razón de que nunca fueron auténticos amantes. Pero tú jamás serás abandonada por este chico, que ha estado esperando desde su nacimiento, con los brazos abiertos y el corazón dispuesto y entregado a ti, el momento en que aparezcas en su vida. Él está destinado a enamorarse de ti, a mezclar su sangre con la tuya y así procrear un hijo bello. Así como los rayos del sol llegan siempre a la tierra, el corazón de este muchacho llegará a tus manos.

—No merezco ser novia de un joven tan hermoso.

—Deja a un lado la humildad. Sabes muy bien cuánto vale tu belleza. Encuentro
misterio
en cada una de las partes de tu cuerpo. Veo brotar desde el fondo de tus pupilas una fuente inagotable de ternura y sensualidad. En la comisura de tus labios florece la mala hierba que seduce a los hombres como si se tratara de una flor carnívora. Lo que toques con tus manos o con tus pies se ilumina de júbilo, así como se va purificando el suelo al paso de los dioses. Alrededor de la silla donde te sientas, encima de la mesa donde colocas tus manos, donde sea que estés, flota un
misterio
nunca antes conocido en esta habitación. Tus mejillas son tan tiernas como el cuerpo de una paloma. El talle de tu cuerpo es tan elástico como una serpiente. La textura de tu piel es tan tersa y sensual que embriaga a los hombres como una dulce melodía… ¿Cómo podrías no desear un hijo que heredará ese cuerpo tan hermoso?

—No puedo dejar de sospechar que usted me está tomando el pelo, señor.

—Te juro que no te estoy tomando el pelo, sé muy bien lo que digo.

—Pero ese novio auténtico, del que tanto me ha hablado, ha de ser mucho más hermoso que yo.

—Cierto, el chico posee algunos encantos de los que tú careces, pero eso no quiere decir que sea más hermoso que tú. Si acaso hay alguien que los pueda superar a ambos en cuanto a la belleza física, ése será el hijo que habrán de tener.

—¿Dónde está ese muchacho que me está esperando?

—¿Ves la ventana cubierta por una cortina verde a la sombra de aquel jardín de flores? Él te está esperando adentro. Anda, vamos hasta allá.

—…

—La habitación es muy linda. Todo ha sido arreglado, a propósito, para cuando llegues. En la pared está pintado un paisaje de fantasía. El piso está cubierto por una alfombra de piel. La silla donde te vas a sentar ha sido tapizada con un tejido exótico. La columna sobre la que te apoyarás desprende un rico aroma a incienso. El armario está surtido de vestidos, joyas y pulseras que te sentarán bien. Si dejas de temer al amor, todo cuanto haya en ese cuarto será tuyo. Te convertirás en la dueña de ese palacio porque te voy a adoptar como mi hija…

—Mire, señor, se está moviendo la cortina verde que cubre la ventana. Alguien nos está observando detrás de la cortina.

—Fíjate en el rostro del hombre… Ése es tu novio. ¿No ves cómo nos está mirando con atención mientras asoma su cabeza fuera de la ventana?

—…

—No pienses más. Anda, vamos ya.

4

(Conversación sostenida en primavera del mismo año)

—Como había profetizado el maestro, al fin me enamoré de ti. Me crees, ¿verdad?

—Siempre he confiado en ti desde el momento en que te conocí.

—Resultaste ser la mujer de mi vida, mi gran amor.

—Soy más feliz de lo que fue mi madre.

—¡Qué hermosa eres!

—¡Y tú eres divino!

—Dame lo que no tengo, y te doy lo que te falta. Vamos a hacer un hijo perfecto, para así cumplir la voluntad del maestro.

—Le voy a dejar como herencia este cabello liso y negro y estas largas pestañas, que son los rasgos de los que careces.

—Y yo esta apariencia firme y la fuerza de mi cuerpo, atributos que te faltan a ti.

—Entonces, yo le aportaré la piel tersa y perfumada que tú no tienes.

—Y yo mis dientes sólidos y mis gruesas cejas, porque las tuyas son demasiado finas.

—Yo la hermosa comisura de mis labios y la franja de mi frente como dibujada con un buril.

—Yo esta nariz erguida y mis músculos sanos.

—Y tus senos tan bien delineados y esos brazos tuyos tan elásticos.

—Y tus talones redondos, tus dedos, tus uñas.

—¿Falta algo?

—El resto lo tenemos los dos. Fina sensualidad, malicia, pasión abrasadora…

—Y todo se lo dejaremos a nuestro hijo.

5

(Conversación sostenida en primavera, quince años después)

—Papá, ésta es la foto de mi abuelo, ¿verdad?

—Sí, hijo. ¿Ya no te acuerdas de tu abuelo?

—Sí, lo recuerdo muy bien. Murió cuando yo tenía nueve años. Pero no soy su verdadero nieto, ¿verdad?

—¿Quién te contó eso, hijo?

—Me lo contó mi madre hace poco. Mi nariz la heredé de usted y mis labios de ella, pero ninguno de ustedes se parece al hombre de esta foto. Usted no es hijo de mi abuelo, ¿no es cierto?

—No soy hijo del abuelo, pero tú sí que eres su hijo.

—No es verdad. ¿Su hijo, el verdadero, el que heredó ese rostro firme y las extremidades finas de mi madre? No es posible que mi abuelo haya engendrado un hijo tan hermoso como yo.

—Pero, aun así, no dejas de ser el hijo de tu abuelo. Tu madre y yo fuimos elegidos por él para procrear un hijo divino, y ése eres tú. Le ofrendamos a tu abuelo lo que tenemos, cada uno aportando sus propias cualidades, y así te creamos a ti. En tu cuerpo no corre ni una gota de sangre de tu abuelo, pero tu apariencia es una obra de arte, la que él quiso que quedara en este mundo como síntesis de su sensibilidad y de su alma de artista.

—¿Cómo, papá? ¿Yo, una obra de arte?

—Has visto las esculturas y pinturas que hizo tu abuelo en su juventud. Su profesión, que comúnmente se conoce como artista, consistía en hacer esas obras.

—Pero ninguna de esas pinturas y esculturas fueron hechas después de mi nacimiento. ¿No es verdad?

—Ciertamente. Pero te creó a ti en su lugar. Tu abuelo nunca llegó a estar del todo satisfecho de sus propias creaciones, ni con sus esculturas ni con sus pinturas, que tampoco fueron muy bien acogidas a nivel popular. Fue por eso que quiso crear un arte mucho más vital que la pintura o la escultura, y te
creó
a ti. Realmente eres una creación perfecta, a tal grado que casi me das miedo.

—¿La gente me considerará como una creación perfecta?

—Por supuesto que sí. Pronto va a haber un escándalo, vas a ver. Dentro de uno o dos años, cuando hayas madurado un poco, pero no…, me horrorizo al pensarlo.

—¿Qué le causa tanto horror?

—Me horrorizo ante el hecho de que eres una creación que tal vez supere el límite de lo divino. Cuando andaba entre los diecisiete y los dieciocho años, me dijeron que mi hermosura era en verdad incomparable, y eso me permitió tener una amada ideal como tu madre. Sin embargo, tú nunca llegarás a tener una verdadera novia, puesto que ninguna mujer podrá aspirar a relacionarse contigo. Hombres y mujeres se enamorarán locamente de ti, pero tú no les harás caso, te burlarás de ellos con frialdad. Adondequiera que vayas despertarás deseos sangrientos, se sembrará cizaña a tu paso y una red pecaminosa se tejerá a tu alrededor.

—¿Todo eso forma parte del arte que nos dejó mi abuelo?

—Exactamente. Todo lo que se relacione contigo es consecuencia de las artes de tu abuelo. Seguramente acabarás con el linaje y la fortuna de los Kawabata, pero, de cualquier manera, pronto podrás contar con la herencia familiar que pondré a tu disposición.

—¿Y usted, padre, qué piensa hacer?

—Tu madre me está esperando allá adentro. La vi por primera vez bajo la sombra del balcón verde. Esa habitación está repleta de la alegría y felicidad de mi vida, y a partir de hoy me voy a retirar a ese lugar soñado para pasar ahí, al lado de mi amada, mi única y querida mujer, los días de eterna primavera que me restan por vivir.

—Me alegra que usted y mi madre hayan encontrado la felicidad que tanto se merecen, para el resto de sus vidas. Y yo quiero decirle que estoy muy agradecido a usted y a mi madre por haber dedicado sus vidas a mí… por lo que soy.

—También debes agradecérselo a tu abuelo.

El odio

Me encanta ese sentimiento llamado “odio”. Creo que es el sentimiento más directo y absoluto, el más sugestivo que pudiera existir. Nada me parece tan divertido como odiar, odiar a alguien hasta más no poder.

Supongamos que entre mis amigos hay uno al que odio en particular. Jamás rompo de manera directa la relación. Al contrario, procuro ser amable, fingiendo una amistad entrañable, pero en el fondo siento unos deseos inmensos de burlarme de él, despreciándolo y portándome de forma grosera, halagándolo con ironía y mostrándole mi falta de honestidad. La vida sería muy triste para mí si no tuviera en este mundo a quién odiar.

Recuerdo muy bien el rostro de las personas que odio. Mucho más que los rostros de las mujeres que he amado. Los puedo vislumbrar en mi mente con todos los detalles como si los tuviera delante de mí. Al odiar a una persona, todo lo suyo, incluyendo la textura y el color de su piel, la forma de su nariz, sus manos y piernas, termina pareciéndome odioso. Suelo decirme: “Qué piernas tan odiosas”; “Qué manos tan odiosas”; “Qué piel tan odiosa”.

Descubrí el odio por primera vez durante mi infancia, a los siete u ocho años. En esa época, trabajaba en mi casa Yasutaro, un muchacho muy travieso de doce o trece años, con cara morena y ojos redondos. Era demasiado arrogante para su edad, lo que se manifestaba en su forma fluida de hablar, no sabía obedecer y despreciaba a los empleados y sirvientes de la casa, que lo regañaban constantemente. Tomaba cursos domésticos de caligrafía todas las noches después de acabar su trabajo en la tienda, pero no aguantaba estar sentado mucho tiempo delante de su pequeño escritorio para hacer los ejercicios obligatorios. Solía quedarse dormido, y si no, le daba por entablar conversación conmigo de esta manera:

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