Por fin, el chacal terminó la minuta para el león y se la ofreció. El león la tomó con precaución, la leyó con cuidado, hizo algunas observaciones y el chacal las tomó en cuenta. Cuando el asunto quedó suficientemente discutido, el león volvió a apoyar las manos en la cintura y se quedó meditabundo. El chacal se dio nuevos bríos con algunos tragos y nuevas aplicaciones de agua fresca a la cabeza, y se dedicó a la confección de la segunda minuta, que entregó al león de la misma manera, cuándo ya daban las tres de la madrugada.
—Ahora que hemos terminado, Sydney, vamos a tomar un ponche —dijo Stryver.
El chacal se quitó las toallas de la cabeza, que ya estaban casi secas, se desperezó, bostezó y empezó a preparar el ponche.
—Tenías razón, Sydney, por lo que se refiere a los testigos de hoy.
—Siempre la tengo.
—No lo niego. Pero, ¿qué te pasa que vienes tan malhumorado? Tómate un vaso de ponche y te alegrarás.
El chacal profirió un gruñido e hizo lo que su amigo le indicaba.
—Siempre ha sido lo mismo —exclamó Stryver—. Tan pronto estás arriba como abajo; a veces lleno de entusiasmo y a los dos minutos desesperado.
—Sí —contestó el aludido dando un suspiro—. Soy el mismo Sydney, con la misma suerte. Ya cuando estudiaba me dedicaba a hacer los temas y los ejercicios de los demás muchachos y descuidaba los míos.
—Y ¿por qué?
—Sólo Dios lo sabe. Porque era así.
—La verdad es, Sydney —le dijo Stryver—, siempre has llevado mal camino. Careces de energía y de voluntad. Mírame a mí.
Lo menos que puedo pedirte —contestó Sydney— es que no me vengas con sermones.
—¿Cómo he logrado lo que tengo? —exclamó Stryver—. ¿Cómo hago lo que hago?
—En parte, porque me pagas para que te ayude, supongo. Pero no hay necesidad de que me dirijas reproches. La verdad es que siempre has hecho lo que has querido.
—Cuando estudiábamos eras siempre el primero y yo el último.
—Porque me lo proponía. Ya comprenderás que no nací en primera fila.
—Yo no estaba presente en la ceremonia, pero creo que sí —exclamó Carton riéndose—. Pero dejemos esta conversación y hablemos, si quieres, de otra cosa…
—Pues hablaremos de la linda testigo…
—¿Quién es? —preguntó Sydney malhumorado.
—La hermosa hija del doctor Manette.
—¿Te parece bonita?
—¿No lo es?
—No.
—¡Pero si fue la admiración de toda la sala!
—¿Y quién ha hecho de Old Bailey juez de belleza? ¡Aquella muchacha no era más que una muñeca rubia!
—¿Sabes, Sydney, que empiezo a sospechar que simpatizaste más de la cuenta con aquella muñeca rubia y por eso viste en seguida que se ponía mala?
—Me parece que no se necesita un anteojo para darse cuenta de que se desmaya una muchacha a una yarda de distancia. Pero conste, por eso, que niego que aquella muchacha fuese hermosa. Y si no tenemos nada más que beber me iré a la cama.
Stryver acompañó a su amigo hasta la escalera, llevando una vela en la mano para alumbrarle, pero ya se filtraba la luz del día a través de las sucias ventanas. Cuando Sydney salió de la casa el aire era fresco, el cielo estaba sombrío, el río tenebroso y la calle desierta. El aire de la mañana levantaba nubes de polvo, como si a lo lejos estuvieran las arenas del desierto.
Lleno de fuerzas que despilfarraba y en medio de un desierto como parecía la ciudad a aquella hora, ante aquel hombre se ofreció el espejismo de honrosa ambición, austeridad y perseverancia. En la encantada ciudad de su visión había hermosas galerías espléndidas, desde las cuales lo miraban los amores y las gracias, y había también jardines en que maduraban los frutos de la vida, y las aguas de la esperanza brillaban ante sus ojos. Pero un momento después la visión desapareció, y encaramándose a su alta habitación en una especie de pozo de viviendas de casas, se echó sin desnudarse en la descuidada cama y mojó la almohada con sus lágrimas.
El sol se levantó tristemente, pero salió sobre una noche no más triste que aquel hombre dotado de talento y de buen corazón, incapaz de dirigir convenientemente sus cualidades, incapaz de ayudarse a sí mismo y de conquistar la felicidad, aunque se daba cuenta de que cada vez se hundía más y más y por fin se abandonaba a su lamentable destino.
Capítulo VI
Centenares de personas
L
a tranquila vivienda del doctor Manette estaba situada en un rincón de una calle no muy alejada de la plaza de Soho. Una tarde de domingo, cuando ya las oleadas de cuatro meses habían pasado sobre la causa por traición, y se la llevaron mar adentro, adonde ya no alcanzaba el interés ni el recuerdo de la gente, el señor Jarvis Lorry recorría las calles llenas de sol desde Clerkenwell, donde vivía, para ir a cenar en casa del doctor. Después de varias recaídas en la enfermedad de sus negocios, que lo absorbían a veces por completo, el señor Lorry trabó estrecha amistad con el doctor, y el tranquilo rincón de la calle en que vivía fue, desde entonces, el rincón lleno de sol de su vida.
Aquella tarde de domingo el señor Lorry se dirigía a Soho, muy temprano, por tres razones habituales. La primera porque los domingos en que hacía buen tiempo, salía muchas veces antes de cenar con el doctor y Lucía; la segunda porque, en los domingos en que hacía mal tiempo, tenía la costumbre de permanecer con ellos como amigo de la familia, conversando, leyendo, mirando por la ventana y, en una palabra, pasando el día; y, tercera, porque tenía algunas dudas que le interesaba resolver, y sabía que en ninguna parte podría hallar la solución como en casa del doctor.
Habría sido difícil encontrar en Londres un rincón más bonito que aquél en que vivía el doctor. No lo atravesaba calle alguna y desde las ventanas de la parte delantera de la vivienda se gozaba de la hermosa vista de la calle, que tenía aspecto tranquilo y reposado. Entonces había pocos edificios al norte del camino de Oxford y por allí cerca había bosquecillos y flores silvestres. A consecuencia de eso, el aire era puro en los alrededores de Soho y cerca de allí había una pared muy abrigada y soleada, junto a la cual maduraban los melocotones en su tiempo.
En la primera parte del día aquel rincón estaba alumbrado por la luz del sol, pero cuando se caldeaban las calles, el rinconcito quedaba en la sombra y era como un remanso fresco y agradable, y excelente refugio de las ruidosas vías de la ciudad.
El doctor ocupaba dos pisos de una casa grande y tranquila. En la vecindad, separado por un patio en donde había un hermoso plátano, había un taller de órganos de iglesia y además se cincelaba plata y batía oro un misterioso gigante, cuyo brazo parecía brotar de la pared y ser también de oro, como él mismo se hubiese convertido en este precioso metal y amenazara con igual suerte a todos los que se acercaran. Estas industrias ocasionaban muy poco ruido y salvo el rumor producido por algún vecino o por un guarnicionero que estaba en la tienda, nada venía a turbar la paz y el silencio. De vez en cuando se veía un obrero que cruzaba la calle, a un paseante que descubría aquel rincón o se oía el eco lejano de algún martillazo. Estas eran las excepciones, para probar que la regla era que allí se oyera solamente el piar de algunos gorriones y los ecos que iban a morir en aquel rincón.
El doctor Manette recibía a los enfermos que le habían proporcionado su antigua reputación y el rumor de las desgracias que lo afligieran. Sus conocimientos científicos, su cuidado y habilidad en los ingeniosos experimentos que llevaba a cabo, le dieron cierta fama y ganaba lo bastante para cubrir sus necesidades.
Todo esto lo sabía perfectamente el señor Jarvis Lorry, cuando tiró del cordón de la campanilla de la casa del doctor en aquella hermosa tarde de domingo.
—¿Está en casa el doctor Manette?
—No, señor.
—¿Y la señorita Lucía?
—Tampoco.
—¿Y la señorita Pross?
—Tal vez sí —contestó la criada que, ignorante de las intenciones de la señorita Pross, no se atrevió a contestar afirmativamente.
—Bueno, pues, como me creo en mi casa, subiré.
A pesar de que la hija del doctor nada conocía de la patria de su nacimiento, parecía haber heredado de ella la habilidad de hacer mucho con pocos medios, lo cual es muy útil y agradable. A pesar de que el mobiliario era muy sencillo, estaba adornado por algunas chucherías, pero de muy buen gusto y el conjunto resultaba muy lindo.
En el piso bajo había tres habitaciones, cuyas puertas estaban abiertas para que por ellas circulara el aire. El señor Lorry las recorría, mirando satisfecho su aspecto. La primera era la mejor y en ella estaban los pájaros de Lucía, flores, libros, una mesa escritorio, una mesa de trabajo y una caja de pinturas a la aguada; la segunda era la sala de consulta del doctor, que también se utilizaba como, comedor, y la tercera, junto a la cual se veían las ramas del plátano del patio, era el dormitorio del doctor, y allí, en un rincón, se veía la banqueta de zapatero y las herramientas que estuvieran en el quinto piso de la casa de París en cuyos bajos tenía la taberna el señor Defarge.
—Es raro —murmuró el señor Lorry— que conserve estas cosas que han de recordarle inevitablemente sus sufrimientos pasados.
—Y ¿por qué os extrañáis? —preguntó a su lado una voz que le sobresaltó.
Procedía de la señorita Pross, la mujer de rostro colorado y de ligera mano con la que trabara conocimiento en el Hotel del Rey Jorge, en Dover.
—Me figuraba… —balbució el señor Lorry.
—¿Os figurabais?… —replicó desdeñosamente la señorita Pross. Y en vista de que el caballero no le decía nada más, le preguntó—: ¿Cómo estáis?
—Muy bien, muchas gracias —contestó suavemente el señor Lorry. ¿Y vos?
—Nada bien.
—¿De veras?
—De veras —contestó la señorita Pross—. Estoy muy disgustada con lo que ocurre con la señorita Lucía.
—¿De veras?
—¡Por Dios! ¿No sabéis contestar otra cosa que esas dos palabras? ¡Me estáis sacando de quicio!
—¡Es posible! —exclamó el señor Lorry.
—También me fastidia eso, pero ya está algo mejor —exclamó la señorita Pross—. Pues, sí, estoy muy disgustada.
—¿Se puede saber el motivo?
—Pues que me irrita sobremanera que docenas de personas, indignas de nuestra señorita, vengan a cada momento a visitarla.
—Pero ¿son tanto como docenas?
—¡Centenares! —contestó la señorita Pross, una de cuyas características era la de exagerar cualquiera de sus asertos si advertía que se ponía en duda la afirmación original.
—¡Dios mío! —dijo el señor Lorry.
—He vivido con la señorita, o ella conmigo, desde que mi querida niña tenía diez años y me ha pagado, cosa que yo habría rechazado, de haber hallado el modo de vivir sin gastar. Y es verdaderamente muy duro.
Como no advirtiera claramente qué cosa era dura, el señor Lorry se limitó a menear la cabeza.
—Y toda clase de gente, indigna de la pobre señorita, la están rondando continuamente. Cuando vos empezasteis…
—¿Que yo empecé, señorita Pross?
—¡Claro! ¿No fuisteis vos el que devolvió a su padre a la vida?
—Bien, si esto se puede llamar empezar…
—Creo que no pretenderéis que fuese terminar. Pues bien; cuando empezasteis vos ya era bastante duro; no porque haya observado ningún defecto en el doctor Manette, a excepción de que no merece tener una hija como la que tiene, y eso no es falta en él, porque en el mundo no existe quien sea digno de tal felicidad. Pero, realmente, es muy duro tener aquí multitudes y extraordinario gentío, que andan siempre en torno del padre, para robarme el afecto de la hija.
El señor Lorry sabía que la señorita Pross era muy celosa, pero no ignoraba tampoco que bajo tal capa de su excentricidad era una de las criaturas más generosas que se encuentran solamente entre las mujeres capaces, por puro amor y admiración, de constituirse en esclavas de la juventud cuando ellas ya la han perdido, de la belleza que nunca poseyeron, de dones que jamás tuvieron la fortuna de alcanzar y de las esperanzas que nunca brillaron en sus vidas sombrías. El señor Lorry conocía bastante el mundo para saber que ningún servicio es mejor que el hecho por amor, y que no está inspirado en ningún interés mercenario, y por esta razón sentía tal respeto por la señorita Pross, que la consideraba mucho más cerca de los ángeles que a muchas de las damas favorecidas por la belleza y el arte y que tenían grandes sumas depositadas en las cajas del Banco Tellson.
—No hay, ni habrá nunca, un hombre digno de mi querida niña —dijo la señorita Pross—. Solamente habría podido serlo mi hermano Salomón, si no hubiera tenido un pequeño desliz en la vida.
El señor Lorry tuvo ocasión de informarse acerca de la señorita Pross y así supo que su hermano Salomón era un perfecto sinvergüenza, que le robó cuanto poseía, con excusa de realizar un negocio y que luego, sin compasión alguna, la abandonó, dejándola en la miseria más completa. Y aquella buena opinión de la señorita Pross acerca de su hermano, deducción hecha de su pequeño desliz, era un motivo más que contribuía a aumentar la buena opinión del señor Lorry sobre ella.
—Ya que se da la feliz casualidad de que estamos solos y ambos somos personas de negocios —dijo el señor Lorry—, permitidme preguntaros si el doctor se ha referido alguna vez, hablando con Lucía, al tiempo en que se dedicaba a hacer zapatos.
—Nunca.
—Pues ¿por qué conserva esa banqueta y las herramientas?
—Tal vez trata de ello consigo mismo —replicó la señorita Pross.
—¿Creéis que piensa en ello alguna vez?
—Sí, lo creo.
—¿Imagináis?… —empezó a decir el señor Lorry, pero la señorita Pross lo interrumpió diciendo:
—No imagino nada. No tengo imaginación.
—Bueno, lo diré de otra manera. ¿Suponéis… porque espero que alguna vez llegaréis a suponer?
—A veces.
—Pues bien. ¿Suponéis si el doctor tiene opinión formada acerca de la causa de su prisión o de quién tuvo la culpa de ella?
—En este asunto no supongo más de lo que me dice mi niña.
—¿Y es…?
—Que se figura que su padre sabe todo eso.
—No os enoje porque no soy otra cosa que un hombre de negocios, y vos también sois mujer que entiende en ellos. Encuentro muy raro que el doctor Manette, inocente como es él de todo crimen, no quiera hablar nunca de este asunto. Y no ya conmigo, a pesar de que estuvimos antiguamente en relaciones de negocios, sino con su hermosa hija, a quien tanto quiere. Creedme, señorita Pross, si os hablo de eso no es por curiosidad, sino por el interés que el doctor me inspira.