Hijos de un rey godo (81 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: Hijos de un rey godo
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Pasadas las puertas de la muralla, encuentran una pequeña plazoleta con una fuente, en la que las mujeres llenan sus cántaros de agua y beben las bestias.

Mientras el animal abreva, Nícer se dirige a una de las mujeres, preguntándole por el convento de las monjas; le señalan una de las travesías que parten de la plazoleta, para que prosigan por allí.

Cruzan las transitadas calles de Astigis, vías estrechas y anchas, huertos de hortalizas, iglesias y conventos, una ciudad polvorienta y al mismo tiempo alegre, con flores en las casas y pequeñas tiendas de orfebres, tejedores, guarnicioneros que abren sus puertas en la mañana.

El convento está adosado a una iglesia de piedra de nave basilical; una mujer devota sale de la iglesia; se topa con los visitantes y los guía hacia la puerta del monasterio. No está cerrada sino simplemente entornada. Ardabasto la empuja con decisión. Cuando se acostumbran a la penumbra, alcanzan a distinguir que se encuentran en una pequeña estancia de techo bajo donde hay una ventana cubierta por celosías; al lado, una campana. Nícer se acerca a ella y la toca repetidamente. Pasan unos minutos y al otro lado de la reja de madera, se escucha el ruido de sayas.

—Ya voy…

Se descorre una cortina y, a través de la celosía, en la sala contigua, vislumbran una hermana gruesa de pelo blanco.

—¿Qué desean de estas pobres siervas de Dios…? —La voz de la monja es gangosa.

—Queremos ver a la abadesa… —responden.

—Tendrán que aguardar un momento; además, la abadesa ya no recibe visitas.

—Decidle que es un asunto importante… que afecta a personas que ella ha querido. —La voz suave de Liuva se difunde por la pequeña portería del convento.

—¿Quiénes sois?

Entonces, Nícer contesta con voz fuerte:

—Decidle únicamente que Hermenegildo ha regresado.

La hermana lega los inspecciona con desconfianza y extrañeza, antes de desaparecer en las sombras.

—Se lo diré…

Transcurre algún tiempo de espera que a todos se les hace muy largo.

Nícer y Liuva 110 paran quietos por el nerviosismo. El resultado de años de fatigas parece estar ya ante ellos.

Al fin, en la penumbra del claustro, aparece la figura de una anciana, las tocas le cubren el pelo y la frente; la cara es de cutis muy blanco y con pocas arrugas; los ojos de color verdipardo muestran en sus pupilas el cerco oscuro que deja en ellos la edad, están bordeados por unas cejas grises, anchas y expresivas.

—¿Qué deseáis de una sierva de Jesucristo…? ¿Qué relación tenéis con aquel que murió ajusticiado inicuamente?

Ardabasto se adelanta a exponer.

—Mi padre se llamaba Atanagildo y fue educado en Bizancio en la corte del emperador Mauricio. El padre de mi padre fue príncipe entre los godos y rey de las tierras héticas, se llamaba Hermenegildo. Murió ejecutado injustamente.

La monja no habla, sólo observa atentamente el rostro de Ardabasto como queriendo reconocer en la faz de aquel hombre joven los rasgos de otro que ella amó en su juventud.

—Mi padre me hizo llegar una carta de Hermenegildo. Os leeré lo que dice.

Ardabasto saca el pergamino; en ese momento, Florentina le dice:

—No hace falta, conozco su contenido.

La abadesa habla con una voz como de más allá de esta vida, una voz velada por la emoción:

—Han pasado más de cuarenta años desde la muerte de Hermenegildo… ¿Por qué regresáis ahora a turbar la paz de los muertos?

—El juramento que Hermenegildo realizó en el lecho de muerte de su madre debe cumplirse. Mi padre, Atanagildo, no lo hizo, se le ocultó el contenido de esta carta, que expresa el perdón. Se le educó en el rencor hacia la estirpe de Recaredo; finalmente, él, mi padre, Atanagildo, descubrió la verdad: la muerte de Hermenegildo fue debida únicamente al rey Leovigildo; Recaredo no fue culpable.

La abadesa lo escucha como si tuviese delante de sí una visión. Después habla con voz conmovida.

—Yo sé que Recaredo no fue culpable de la muerte de su hermano. Conocí a vuestro padre, Atanagildo, cuando los orientales ocuparon estas tierras. En aquel tiempo, Atanagildo no debía de conocer el contenido de la carta, estaba lleno de rencor. Yo intenté convencerlo de que perdonase. ¿Cómo le llegó a Atanagildo la carta?

—Cuando regresó a Bizancio, tras la muerte de Recaredo; el emperador Mauricio se la entregó junto con otros documentos que, tras recorrer las tierras de Europa, por fin habían llegado a la corte bizantina tiempo después de que él partiese hacia Hispania, a la guerra contra Recaredo. Comprendió que su deber era buscar la copa y devolverla, pero lo fue postergando. En Hispania reinaba Witerico y no era el momento de regresar, el tirano habría matado a cualquier persona que perteneciese a la casa real de los baltos. Además, en aquella época, mi padre contrajo matrimonio con Flavia, la hija del emperador Mauricio, y fue feliz. Poco tiempo le duró su felicidad, en el año segundo de su matrimonio, los rebeldes de Focas se sublevaron contra el emperador Mauricio, asesinando a toda la familia real. Yo fui salvado por una nodriza de la corte que me entregó al entonces general bizantino Heraclio, con unos papeles que acreditaban mi origen, entre los que se hallaba esta carta que podéis leer.

La abadesa se retira un poco de la reja de la clausura dando unos pasos atrás, quizá no quiere que se trasluzca su emoción. Entonces, se escucha el ruido de una enorme llave introduciéndose en una cerradura antigua. La puerta situada junto a la celosía se abre y la abadesa entra en la pequeña sala. Es una mujer alta ligeramente inclinada hacia delante que mira Interrogante a las personas presentes en la sala.

Ardabasto habla de nuevo:

—¿Sabéis dónde reposa Hermenegildo…?

—Lo sé, pero antes de revelaros el misterio, quisiera conocer la identidad de los que os acompañan.

La abadesa descubre al monje ciego, lo observa con curiosidad. Ardabasto le explica:

—Este hombre ciego fue rey entre los godos, es hijo de Recaredo; su nombre es Liuva. La inquina de los nobles le ha conducido a este estado.

—Habéis sufrido mucho de la mano de los hombres —reconoce ella.

Liuva, tras tantos años de penalidades, encuentra en aquellas palabras su consuelo, un bálsamo que calma el dolor de sus heridas.

Después, Florentina se vuelve hacia aquel hombre alto y fuerte, con el pelo blanco y en el que las fatigas pasadas han cincelado estrías en la cara. Nícer habla de sí mismo, presentándose:

—Soy Nícer, hijo de Aster, quien fue príncipe de los albiones, mi madre lo fue también de Recaredo y Hermenegildo. En las tierras del norte fui bautizado como Pedro, soy duque de los cántabros. Guardo la copa dorada que poseyó Recaredo.

De una faltriquera, Nícer extrae la hermosa copa de medio palmo de altura revestida de ámbar y coral. La copa que conduce al poder.

La abadesa prosigue entonces en un tono de voz apacible y melodioso:

—El destino nos ha unido a todos aquellos que de un modo u otro amamos a Hermenegildo. La Providencia divina ha dispuesto que demos cumplimiento a la promesa.

Con unas manos blancas que quizás hace tiempo no han visto el sol, la abadesa acaricia suavemente la copa dorada.

—En ella van los odios y el destino, es una copa consagrada para el culto divino, destruye a quien la utiliza mal. —Ahora la voz era la de Liuva, quien ha presentido que la copa se halla próxima.

Florentina observa fijamente su interior, el oro resplandece. Entonces les anuncia:

—Ha llegado la hora de la verdad…

—¿Sabéis dónde reposan los restos de Hermenegildo?

La abadesa se concentra en sí misma para rememorar el pasado:

—En el año segundo del feliz reinado de Hermenegildo, éste construyó una iglesia en una población cercana a Hispalis. En aquella época le perseguía ya su padre. La dotó de hermosas coronas votivas, cruces y ornamentos dignos de la fe que él profesaba. Amaba mucho aquel lugar y en él se veneraba una copa, una copa que después llevó consigo hasta la muerte. Cuando sus fieles trajeron los restos, los enterramos allí. Yo presencié su sepultura.

—¿Dónde está ese lugar?

—No muy lejos de aquí, a veinte leguas de camino, junto al río Betis. Iré con vosotros, será mi último homenaje a Hermenegildo, el hombre más noble que nunca he conocido.

Acaba con una frase misteriosa pronunciada como para sí misma.

—Creo que me gustará verle de nuevo.

La abadesa cubre su rostro con el velo que indica su condición de enclaustrada; después toca la campana junto a la puerta y acude la hermana lega. Florentina le indica que permanecerá fuera del convento por un tiempo indeterminado, también le pide que el mandadero del convento le provea de una muía.

Poco tiempo después, la ciudad de Astigis ve salir a una mujer envelada y tres hombres que toman el camino hacia el sur. Atraviesan la campiña ondulada, reseca y agrietada por el calor, un calor que no les deja casi respirar, y que torna lentos los pasos. Cruzan olivares y campos de trigo, siguen el curso del río, lo que les proporciona un cierto frescor. Más abajo, en una población grande, el río Sannil se une con el Betis. Allí se detienen en unos puestos junto a la calzada, para mercar tocino seco y pan negro. En todas partes se escuchan noticias de la derrota de Swinthila.

Florentina se lamenta:

—Sé que no era un hombre justo. Le matarán… No sólo eso, destruirán a su familia. Ningún rey godo depuesto ha sobrevivido.

Durante un cierto tiempo, guarda silencio, interrumpido por unas palabras que Liuva articula lentamente.

—Yo lo he hecho. Yo fui rey, fui destronado y sobreviví.

—Vos sois distinto…

—¿Distinto…? ¿En qué? Quizá queréis decir que yo fui un rey débil, un pobre tonto, quizá por eso sobreviví. Swinthila es un hombre fuerte, quizá por eso morirá…

Ella, que no quiso anteriormente ofenderle, se intenta excusar.

—Vos quizá teníais amigos… Swinthila no los tiene, alrededor de ese hombre solamente hay clientelas de gente servil que le traicionarán y le venderán.

—¿Amigos? Pasé veinte años en el norte abandonado por todos… Ya no me importa. Ahora, después de tanto tiempo, ya no tiene relevancia para mí ser o no ser como se espera que sea un rey. Creo que cada uno se labra su propio destino. Yo lo hice, soy culpable de mis propios errores. Desde que hace diez años Swinthila apareció en mi retiro del norte y se llevó la copa, he aprendido muchas cosas. He aprendido que, a veces, el débil es el que sobrevive, y el fuerte, el que muere. ¿Habréis oído la fábula del junco y el roble?

—Sí, el junco en la tormenta se doblega; el roble no y se troncha…

—Efectivamente. Cada vez me veo más como el junco…

Liuva esboza una suave sonrisa, quizás hace años que no lo ha hecho. Florentina logra que se encuentre a gusto. Con ella, Liuva recuerda el pasado, que de tan sombrío, se le ha hecho menos doloroso.

Ella, con su suave tono de voz, continúa:

—Nícer y vos habéis sobrevivido a muchas cosas.

—Sí. Desde que nos hemos hecho —Liuva habla en tono jocoso—, digamos que inseparables, hemos sufrido un naufragio, casi nos comen, meses de prisión, tormentos, asaltos… Lo hemos superado todo. Ya ves: un ciego y un hombre ahora ya anciano.

—Nícer lucha muy bien.

—¡Todos los hijos de Aster lo hacen…!

—¿Aster? —pregunta Ardabasto, que está escuchando la conversación.

Liuva no quiere decir nada más y resume con presteza el asunto.

—Una leyenda, una leyenda de los pueblos del norte. El padre de los astures.

Nícer camina delante de los que así conversan, levanta la cabeza al oír hablar de los hijos de Aster. Entonces observa atentamente a Ardabasto, ahora que se ha desprendido de su atuendo oriental y se cubre con una simple capa y las vestimentas de un hombre rústico, le recuerda más a Aster, su padre.

Continúan andando bajo un sol que parece que les va a derretir las entrañas. El camino se les hace largo, cuando escuchan la voz de la abadesa, quien levanta la mano y señala un lugar a los lejos. En aquella dirección se levanta una iglesia pequeña, de tres naves de piedra, con contrafuertes y techo cubierto de madera. Las campanas repican con el toque del mediodía. Algunos labriegos salen de su interior.

—¿Nos permitirán abrir el sepulcro…?

—Yo conozco al preste que cuida la iglesia y vos, mi señor Nícer, si como decís luchasteis al lado de Hermenegildo, también lo conoceréis.

—¿Quién es?

—El hombre que le acompañó en su muerte, su escudero Román; el que recogió la copa de ónice tras su ejecución.

En la iglesia, la triple arquería se apoya en sobrios pilares, cubiertos por estuco. La luz proviene de una ventana trífora situada sobre la bóveda de la capilla mayor. Florentina atraviesa la nave central y entra en la sacristía. Habla detenidamente con un clérigo, un hombre ya anciano. Es Román, aquel antiguo siervo que acompañó a Hermenegildo en sus últimos momentos. El siervo saluda a Florentina y observa con curiosidad a las otras personas que forman la comitiva. Después, ambos inician una larga conversación. En un determinado momento, la abadesa va señalando a las gentes que la acompañan. Después, la monja y el clérigo se dirigen a ellos. Tras unos saludos apresurados, el ahora preste Román cierra las puertas del templo.

La iglesia de gruesas paredes de piedra, sorprendentemente luminosa, se divide en tres naves alargadas. En la parte superior de las naves se abren ventanas cubiertas de finas celosías que dejan entrar la luz. El presbiterio y el altar están separados del resto del templo con un cancel. Florentina se dirige sin dudar a una capilla lateral que parece sobresalir hacia el exterior; en ella hay un pequeño altar contiguo a la pared. Sobre el altar en la penumbra puede leerse, en una piedra alargada, una inscripción latina:

In nomine Domini anno feliciter secundo regni Domni nostri Erminigildi regis quem persequitur genetor sus Domiinus Liuuigildus rex in cibitate Ispalensem duti aione
.
[38]

Florentina la lee en voz alta, en un latín más vulgar y comprensible para todos.

En el nombre del Señor, en el año segundo del feliz reinado de nuestro señor Hermenegildo, el rey, a quien persigue su padre, nuestro señor el rey Leovigildo; conducido a la ciudad de Hispalis para siempre.

Aquellas palabras traen a la memoria de Nícer la carta que había conseguido en la corte de los francos, por lo que exclama:

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