»—No sé si muchos de los romanos piensan como vos…
»—Mi señor—dijo Cayo Emiliano con voz servil—, vos sois la esperanza para estas tierras. Estáis cerca de los romanos; habéis juzgado con discreción en los asuntos de ambos pueblos. Los hispanos queremos un rey godo como vos.
«Hermenegildo sabía que nadie da nada por nada; que aquellas lisonjas tenían un precio.
»—¿Qué deseáis, entonces, de mí?
»—Nombradme conde del tesoro en vuestra corte de Hispalis. Yo sabré corresponder a vuestra confianza.
»—Esos nombramientos los realiza mi padre. Ya hay un conde del tesoro. Quizás en un futuro… Yo recompensaré vuestros servicios generosamente.
»—Bien. Os aconsejo lo siguiente: levad hombres y armas de los terratenientes de la Bética. Algunos se negarán, pero otros os seguirán gustosamente, porque les ocurre como a mí, no les gustan los orientales. Antes de atacar a los bizantinos, alistad un ejército con los hombres de la Bética. Acercaos a los católicos y creaos fama de hombre tolerante.
»La música llenó el ambiente; volatineros, saltimbanquis y acróbatas se introdujeron danzando en la amplia sala, donde tenía lugar la fiesta. Se separó, entonces, de Cayo Emiliano con la cabeza llena de lo que acababa de oír. Consideró que Emiliano tenía razón. Antes de emprender cualquier campaña frente a los bizantinos debía conseguir hombres, dinero y armas de los próceres hispanos de la Bética.
»A lo lejos vio a Leandro. El obispo se sentía ajeno al espectáculo, Hermenegildo se dio cuenta de ello. En cambio, su esposa Ingunda palmeaba feliz, ante los saltos y danzas de los equilibristas, mientras hablaba animadamente con Hildoara y otras mujeres, algunas de ellas romanas.
«Leandro se acercó a Hermenegildo.
»—Quisiera retirarme, noble señor.
»—¿No os gusta esta fiesta…?
»—Me siento fuera de lugar, mi mundo es otro, un mundo de estudio y oración. El vino me marea, la música me saca fuera de mí.
«Hermenegildo lo entendió, pero él deseaba aún otras cosas del obispo.
»—Quisiera hablar detenidamente con vos. Si os place, podríamos ver los libros y pergaminos que se albergan en este antiguo palacio.
«Leandro se animó ante la propuesta, era un amante de los libros y aquello le atraía más que el ruido y el bullicio de la recepción. Ambos hombres se alejaron de la sala porticada y atravesaron distintas estancias. A través de unas escaleras se subía a una sala amplia abierta a una terraza e iluminada por antorchas. En la sala se acumulaban manuscritos. Leandro fue examinándolos uno a uno: Celso, escritos de Aristóteles y Platón, Plotino, Cicerón;
La guerra de las Galias
de César. Además, las leyes romanas y los códigos de Eurico y Alarico. Los tratados jurídicos reposaban sobre una mesa, con signos de haber sido utilizadas recientemente.
»—¿Estudiáis leyes?
»—Mi padre quiere lograr un acuerdo para unir a romanos y a godos. Me ha encargado de que examine, personalmente, las leyes godas y romanas para lograr una postura intermedia; pero yo no encuentro muchas soluciones, no soy hombre de letras.
»—En las leyes, quizás encontraréis una postura intermedia; pero ésta no existe en las cosas de Dios, ni en lo que afecta profundamente al espíritu humano. Las leyes, la guerra, la política, son campos para la opinión. Mirad esa alcuza de aceite, si la veis desde abajo la veréis abombada, si la observáis desde arriba, la veréis excavada. Ambas opiniones son verdad. Pero, en lo que afecta a la naturaleza del hombre y a Dios, la media verdad no es la verdad, y el medio error no es una verdad. La verdad es una.
«Hermenegildo escuchó atentamente las palabras de Leandro y después afirmó como hablando consigo mismo:
»—Estoy de acuerdo en lo que decís, los hombres calamos parcialmente en lo que es la verdad de las cosas. La verdad absoluta no existe.
»—Sí, esto es así —continuó Leandro, obispo de Hispalis—. Sólo Dios, Verdad plena, capta por entero la verdad que hay en las cosas. Nosotros somos limitados, nos movemos en un mundo de opiniones; pero eso no quiere decir que no podamos llegar a conocimientos verdaderos. Encontramos aquí, en este mundo, porciones de verdad, girones de infinito que nos salpican y nos llenan de júbilo.
»—Pero…, ¿qué es la verdad?
«Leandro se sonrió ante aquella antigua pregunta.
»—Hablas como Pilatos. Él también preguntó lo que era la Verdad, a la Verdad misma, a Jesucristo.
»—Para ti Jesucristo es Dios.
»—Para mí Jesucristo es la Verdad. Él mismo lo dijo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.» La Verdad es Dios. Sí. Lo es; sin esa creencia nada tendría sentido.
»—Para nosotros, los godos, es un profeta más. Un hombre sabio e ilustre que nos comunicó la existencia de un Dios único frente al paganismo idolátrico. Nuestra religión es más sencilla que esos complicados vuelcos filosóficos que realizáis los católicos.
»Mientras Hermenegildo seguía hablando, el obispo se fijó en su rostro: los rasgos se le habían afilado, eran los de un hombre inquieto, que buscaba el conocimiento.
»—Nosotros podemos ceder —dijo Hermenegildo—, buscar una vía intermedia para que el país esté unido. Cristo puede ser el más eximio de los hombres; pero ¿por qué habría de ser Dios?
«Entonces, Leandro cambió el tono; de hablarle como un obispo a su príncipe, pasó a hablarle como un padre habla a un hijo, tuteándole con confianza.
»—Hermenegildo, sé que tu madre fue católica, sé que te educó en nuestra fe… ¿Tú crees que es posible esa vía intermedia? Las cosas son o no son. A ningún romano va a convencer la religión que está montando tu padre.
»—Lo sé.
»—¿Sabes que tu padre, el gran rey Leovigildo, está persiguiendo a mis correligionarios?
»—No. No lo sabía. ¿Qué ha ocurrido?
»—Ha desterrado a Mássona de Emérita Augusta. Ha expulsado a Eusebio de Toledo. Convocó un concilio arriano y católico, en el que no se pusieron de acuerdo… Mejor dicho, los católicos no aceptaron las imposiciones del rey…
»—Lo supongo. ¿Dónde está Mássona ahora?
»—Creo que en Astigis…
»Al oír el nombre de la ciudad, Hermenegildo se sobresaltó y recordó a aquella dama romana, Florentina, que, en un tiempo pasado, había llenado sus pensamientos. Entonces, con voz levemente trémula, le dijo:
»—Allí está tu hermana…
»—¿No la has olvidado?
»—La herida no duele ya tanto. He encontrado a Ingunda y deseo olvidarla; ella, Florentina, no me quiso…
»—¿Lo crees así?
»—Eso me dijo.
»—Yo sé que mi hermana Florentina puso el corazón en ti, pero es una dama y, desde tiempo atrás, tenía otro destino. Yo la oí llorar muchas noches después de haberte conocido. No quiso darte falsas esperanzas y ahora compruebo que ha sido lo mejor.
«Hermenegildo se quedó callado. A su cabeza volvió el rostro sereno y hermoso de Florentina, el rostro de algo imposible para los dos.
»—Sí. Yo también creo que ha sido lo mejor para ambos… pero ha dolido, me ha dolido mucho…
»—Lo imagino.
»Se quedaron callados, el hijo del rey godo no quería seguir hablando de Florentina, un asunto que le pesaba en el corazón. Comenzaron, una vez más, a examinar pergaminos. Hermenegildo se encontraba a gusto con Leandro. Rieron, comentando algunas citas de autores antiguos. Finalmente alguien llamó a la puerta; en el banquete buscaban a Hermenegildo.
»—Puedes demorarte entre los libros el tiempo que quieras; además, tienes mi permiso para acercarte a este lugar y trabajar o leer a tu gusto… De hecho, me gustaría mucho verte por esta mi casa.
Creo que a la princesa le confortaría que te acercases a ella, necesita alguien próximo a su fe, como lo eres tú.
»Tras estas palabras, Hermenegildo regresó a la fiesta. En su mente se debatía la idea de verdad que le había propuesto Leandro. El banquete estaba en su punto álgido. Las mujeres se habían separado de los hombres y éstos hablaban, formando diversos grupos. En general, los godos se habían separado de los romanos aunque, en algún lugar, estaban mezclados.
«Hermenegildo se dirigió a un grupo de magnates romanos, entre los que estaba Lucio Espurio. Al acercarse el joven duque, se produjo una situación incómoda. Uno de ellos, un joven con una fina barba pero sin bigote, cuidadosamente arreglado, con cabello oscuro peinado hacia atrás, se dirigió a Hermenegildo. Se llamaba Gaudilio. A primera vista se dejaba ver que era un tipo que nunca había trabajado en nada, ni combatido por nadie.
»—Joven duque, habéis sobrepasado los banquetes de Lucio Espurio… A partir de este momento no habrá hombre o mujer en Hispalis que no desee ser invitado a esta casa…
»—Las bailarinas son hermosas y el espectáculo de acróbatas hacía tiempo no se veía en la ciudad. Hasta ese viejo cascarrabias de Leandro se quedaba mirándolas sin pestañear.
»Todos rieron. Leandro era conocido en la ciudad por sus homilías en las que rechazaba los espectáculos públicos. A los jóvenes patricios les gustaba reírse del nuevo obispo, al que consideraban excesivamente riguroso.
»—Es vuestro obispo —dijo Hermenegildo, a quien en el fondo no le divertían aquellas bromas—, quizá podríais cambiarlo por uno arriano.
»—¿Ermanrico, por ejemplo? —continuó el joven atildado—. No, gracias. A nuestro obispo no le gustan los placeres de la carne, al vuestro le gustan demasiado esos placeres y el vino. Si no me creéis, mirad hacia allí.
»El grupo se volvió hacia el lugar que señalaba el joven; el obispo dormía en una esquina roncando ruidosamente. El grupo se rio al escuchar los ronquidos. Entre dientes se rio también Hermenegildo, un tanto molesto por la actitud del prelado. Aquello no era la vía intermedia que quería su padre. Al día siguiente la borrachera del obispo arriano se comentaría por toda la ciudad.
»—Sé que la postura de este clérigo no os gusta. Que despreciáis a los arríanos y que os sentís más cercanos a los imperiales que obedecen al obispo de Roma. Hispalis es romana, los bizantinos son griegos. Los godos hemos sido los primeros aliados del Imperio romano. Ahora hablamos vuestro mismo idioma. En cambio, no compartís la lengua, ni la forma de ver la vida de los orientales… Hispania debe ser una sola nación, regida por nosotros, los godos, pero con la colaboración de los romanos. Nosotros los godos queremos una nación fuerte, cosa que también a vosotros os conviene.
»Se produjo un silencio en el grupo de nobles hispalenses, un silencio expectante. Hermenegildo continuó:
»—Necesitamos vuestra ayuda, para beneficio mutuo. Sé que muchos comerciáis con los orientales. También, que les habéis prestado ayuda en diversas ocasiones…
»Se elevó un murmullo de desacuerdo, los senadores romanos negaban tal colaboración. Hermenegildo pensó que lo hacían para congraciarse con él.
»—Necesito vuestra ayuda —repitió—. Si colaboráis con hombres y armas en la lucha contra el invasor bizantino, seréis recompensados en botín de guerra y se os disminuirá la carga del fisco.
»—Mi señor —habló uno de los senadores—, nadie nos ha hablado así. Vuestros antecesores han esquilmado nuestras tierras, han impuesto sus leyes y prerrogativas. Podéis contar con la ayuda de mi casa.
»Varios nobles más se pronunciaron en el mismo sentido, eran ricos comerciantes y grandes terratenientes. Otros, discretamente, se fueron, sin comprometerse a nada. Hermenegildo reparó en quiénes eran. Uno de los que salían era Lucio Espurio; pensó que, quizá, los informes de Cayo Emiliano podrían ser verosímiles.
»Se hacía tarde y el banquete iba decayendo, los convidados de mayor edad abandonaron la sala del banquete. Poco a poco, los concurrentes fueron saliendo, dejando aquel desorden característico de una fiesta. Los criados limpiaron silenciosamente el lugar, mientras los últimos invitados iban saliendo.
«Hermenegildo estaba contento, la velada había sido fructífera para sus planes. Tras la salida del último invitado, estiró sus músculos, desperezándose. De pronto, advirtió que alguien estaba detrás de él, una mujer menuda; era Ingunda, quien, colgándose de su brazo, se quejó:
»—No os he visto en toda la noche…
»—Pero habéis disfrutado, os vi alegre con Hildoara y las otras mujeres.
»—Sí. Pero no habéis estado conmigo y os he echado de menos…
»—¿Así que ahora me echáis de menos cuando estoy a poco más de unos pasos de vos?
»—Sí. Me gustaría que estuvieseis siempre conmigo. Con vos estoy segura. Tanta gente extraña me asusta.
«Hermenegildo se rio, la veía pequeña y desprotegida. Estaban juntos, pero no solos. Los criados que recogían las salas les espiaban divirtiéndose al ver al guerrero alto y fuerte bajarse hacia la pequeña princesa franca, la de los rubios cabellos.
«Durante los días siguientes, Hermenegildo fue visitando uno a uno a los nobles que habían asistido a la fiesta. De modo sorprendente consiguió ayuda y tropas incluso de los más reluctantes a hacerlo. Poco a poco, formó un ejército en una explanada cercana al río. Un ejército integrado, fundamentalmente, por hispanorromanos. Después, se dedicó a entrenarlos. Adquirió caballos y armas. Los bizantinos poseían una caballería famosa en todo el orbe por su disciplina y eficacia. El conde Belisario, uno de los generales del ejército de Justiniano, había desarrollado un grupo de lanceros a caballo de gran potencia militar. Contra aquel tipo de jinetes era difícil competir. Durante algunos meses, Hermenegildo, ayudado por Gundemaro y Wallamir, entrenó a los bisoños soldados hispanos en el arte de la caballería militar. Rebajó el peso de las armaduras; en ellas colocó el ristre para apoyar la lanza. Tornó a aquel equipo de hombres en guerreros expertos en el manejo de las armas. Las gentes de la ciudad acudían al adiestramiento de los soldados, les divertía ver los combates y la habilidad de los soldados. Muchos jóvenes se unieron espontáneamente al ejército de Hermenegildo, jóvenes sedientos de gloria y honor que se sentían unidos con aquel duque, casi de su misma edad, que les enseñaba un modo nuevo de combatir. Algunos eran menestrales de la ciudad pero, pronto, se unieron los hijos de los nobles romanos. Los padres, ante el riesgo que corrían sus hijos, se apresuraban a dotarlos de hombres a su servicio que pasaban a engrosar el ejército de la Bética.
«Hermenegildo necesitaba dinero, cada vez en mayor abundancia, para comprar más caballos y armas. Así, mi hermano intentó sanear la economía de la ciudad, rebajando impuestos; sin que disminuyesen por ello los ingresos a las arcas del estado. Había, entre los oficiales godos dedicados al cobro de impuestos, algunos que so capa de cobrar para el fisco, engrosaban sus arcas personales. Hermenegildo supervisó las cuentas del estado personalmente. Cambió los recaudadores por gente de su total confianza; muchos de ellos habían combatido en la campaña del norte; y los hizo trabajar al lado de hispanorromanos que dominaban el arte de la contabilidad. Sin embargo, aquello no era suficiente.»