Authors: Kami García,Margaret Stohl
Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico, #Romántico
Si me quedaba dormido, esos pensamientos se enredarían con los ríos de sangre, tan reales como el barro de mis sábanas de mis sueños la primera vez que conocí a Lena. Quería encontrar un lugar donde esconderme de todo ello, donde las pesadillas y los ríos y la realidad no pudieran alcanzarme. Para mí, ese lugar había estado dentro de un libro.
Y sabía exactamente cuál. No estaba debajo de mi cama; lo había guardado en una de las cajas de zapatos apiladas contra las paredes de mi cuarto. Esas cajas contenían todo lo que era importante para mí, y sabía lo que había dentro de cada una de ellas.
Al menos creí que lo sabía.
Durante un segundo, no pude moverme. Escaneé las brillantes cajas de cartón de colores, buscando el mapa mental que me llevaría a la correcta. Pero no estaba allí. Mis manos empezaron a temblar. Mi mano derecha —la que utilizaba para escribir— y la izquierda —la que utilizaba ahora—.
No sabía dónde estaba la caja.
Había algo mal en mí, y no tenía nada que ver con los Caster ni con Guardianas ni con el Orden de las Cosas. Estaba cambiando, perdiendo cada día más y más una parte de mí. Y no sabía por qué.
Lucille
saltó de mi cama cuando empecé a rebuscar entre las cajas, abriendo las tapas y volcando todo, desde la colección de chapas hasta las postales de baloncesto o las fotos borrosas de mi madre, por el suelo de la habitación. No me detuve hasta que lo encontré en una caja negra de Adidas. Quité la tapa y allí estaba: mi ejemplar de
De ratones y hombres
de John Steinbeck.
No era una historia alegre, de esas que esperas que escoja una persona cuando está tratando de apartar lo que quiera que le esté acosando. Pero la escogí por una razón. Hablaba de sacrificio; si se trataba de sacrificio personal o de sacrificar a alguien para salvar tu propio pellejo, eso ya era más discutible.
Imaginé que lo descubriría por la noche, mientras leía sus páginas. Ya era muy tarde cuando me di cuenta de que alguien más había estado buscando respuestas entre las tapas de un libro.
¡Lena!
Ella también estaba pasando páginas…
Cuando Sarafine cumplió diecinueve años dio a luz a una preciosa niña. La niña fue una sorpresa y, aunque Sarafine se pasó horas contemplando la delicada cara de su hija, el bebé era una bendición sólo a medias. Sarafine nunca había deseado tener un bebé. No quería un niño que viviera la vida de incertidumbre que implicaba ser una Duchannes. No quería que su hijo tuviera que luchar con la Oscuridad que Sarafine sabía que se escondía dentro de ella. Hasta que el bebé recibiera su verdadero nombre a los dieciséis años, Sarafine llamó a su hija Lena, porque significaba «la que es brillante», con la fútil esperanza de aplazar la maldición. John se había reído. Sonaba como algo que hubieran hecho los Mortales, poner sus esperanzas en un nombre.
Sarafine tenía que poner sus esperanzas en algo.
Lena no fue la
única persona inesperada que apareció en su vida.
Sarafine caminaba sola cuando vio a Abraham Ravenwood de pie en la misma esquina donde lo había encontrado la primera vez, casi un año antes. Parecía estar esperando, como si supiera que iba a venir. Como si, de alguna forma, pudiera ver la lucha desencadenada en el campo de batalla de su mente. Una lucha que nunca sabía si iba ganando.
Le hizo un ademán, como si fueran viejos amigos.
—
Pareces preocupada, señorita Duchannes. ¿Hay algo que te inquiete? ¿Puedo hacer algo para ayudar?
Con su barba blanca y su bastón, a Sarafine Abraham le recordaba a su abuelo. Echaba de menos a su familia, a pesar de que se negaran a verla.
—
No lo creo.
—
¿Todavía luchando con tu naturaleza? ¿Se han vuelto más fuertes las voces?
Lo habían hecho, ¿pero cómo podía saberlo? Los Íncubos no se volvían Oscuros. Nacían en la Oscuridad.
Él
lo intentó de nuevo.
—
¿Has estado prendiendo fuegos por accidente? Eso se llama la Estela de Fuego.
Sarafine se paralizó. Había iniciado sin querer varios fuegos. Cuando sus emociones se intensificaban, era como si se manifestaran en llamas. Sólo dos pensamientos la consumían ahora: el fuego y Lena.
—
No sabía que tuviera nombre
—
susurró.
—
Hay muchas cosas que no sabes. Me gustaría invitarte a estudiarlas conmigo. Puedo enseñarte todo lo que necesitas saber.
Sarafine miró hacia otro lado. Él era Oscuro, un Demonio. Sus ojos negros le decían todo lo que necesitaba saber. No podía fiarse de Abraham Ravenwood.
—
Ahora tienes un bebé, ¿no es así?
—
No era exactamente una pregunta
—.
¿Quieres que camine por el mundo cargando con una maldición que se remonta a mucho antes de que nacieras? ¿O quieres que sea capaz de Cristalizarse por sí misma?
Sarafine no le contó a John que se reunía con Abraham Ravenwood en los Túneles. Él no lo entendería. Para John, el mundo era negro o blanco, Luminoso u Oscuro. No sabía que pudieran convivir a la vez, en la misma persona, como lo hacían en ella. Odiaba mentir, pero lo hacía por Lena.
Abraham le mostró algo de lo que nadie en su familia se atrevía a hablar, una profecía relacionada con la maldición. Una profecía que podía salvar a Lena.
—
Estoy seguro de que los Caster de tu familia nunca te contaron nada de esto.
—
Sostuvo el borroso papel en su mano mientras leía las palabras que prometían cambiarlo todo: «El Primero será Negro /pero el Segundo podrá elegir volver atrás».
Sarafine sintió que se quedaba sin aliento.
—
¿Entiendes lo que significa?
—
Abraham sabía que esas palabras lo significaban todo para ella, y que se aferraría a esa esperanza como si fuera parte de la profecía
—.
El primer Natural nacido en la familia Duchannes sería Oscuro, una Cataclyst.
—
Estaba hablando de ella
—.
Pero el segundo podría elegir. Podría Cristalizar.
Sarafine encontró el valor para hacer la pregunta que la reconcomía.
—
¿Por qué me está ayudando?
Abraham sonrió.
—
Yo también tengo un niño, no mucho mayor que Lena. Tu padre lo está criando. Sus padres lo abandonaron porque tenía unos poderes inusuales. Y también un destino inusual.
—
Pero no quiero que mi hija se vuelva Oscura.
—
No creo que de verdad comprendas lo que es la Oscuridad. Tu mente ha sido envenenada por los Caster de Luz. Luz y Oscuridad son dos caras de la misma moneda.
Una parte de Sarafine se preguntó si tendría razón. Rezó para que fuera así.
Abraham también la estaba enseñando cómo controlar los arrebatos y las voces. Sólo había una forma de exorcizarlos. Sarafine prendía fuegos, arrasaba campos enteros de maíz y enormes extensiones de bosques. Era un alivio permitir que sus poderes reinaran libremente. Y nadie resultaba herido.
Pero las voces aún seguían apareciendo, susurrando la misma palabra una y otra vez.
Quema.
Cuando las voces no la acechaban, podía escuchar a Abraham en su cabeza, fragmentos y retazos de sus conversaciones resonaban una y otra vez: «Los Caster de Luz son peores que los Mortales. Consumidos de envidia porque sus poderes son inferiores, quieren diluir nuestro linaje con sangre Mortal. Pero el Orden de las Cosas no lo permitirá». Cuando llegaba la noche, algunas de esas palabras cobraban sentido. «Los Caster de Luz rechazan el Fuego Oscuro, del que emana todo poder». Y otras trataba de grabárselas en las profundidades de su mente. «Si fueran lo suficientemente fuertes, nos matarían a todos».
Estaba tumbado en el suelo de mi desordenada habitación, mirando al techo azul claro.
Lucille
se había sentado en mi pecho, lamiéndose las patas.
La voz de Lena se abrió camino en mi mente de forma tan sigilosa que apenas la escuché.
Lo hacía por mí. Me quería.
No supe qué decir. Era cierto, aunque no era tan sencillo. En cada nueva visión, Sarafine se hundía más profundamente en la oscuridad.
Sé que te quería, L. Lo que no creo es que pudiera luchar con lo que le estaba sucediendo.
No podía creer que estuviera defendiendo a la mujer que había matado a mi madre. Pero Izabel no era Sarafine, al menos no en ese momento. Sarafine mató a Izabel, igual que hizo con mi madre.
Lo que le estaba sucediendo no fue otra cosa que Abraham.
Lena buscaba a alguien a quien culpar. Todos lo hacíamos.
Escuché cómo se pasaban las páginas.
¡Lena, no lo toques!
No te preocupes. No activa siempre las visiones.
Pensé en el Arco de Luz, en la forma en que me sacó fortuitamente de este mundo llevándome a otro. Lo que no quería pensar es en lo último que había dicho Lena. Siempre. ¿Cuántas veces habría abierto el libro de Sarafine? Lena estaba hablando en kelting de nuevo antes de que me decidiera a preguntárselo.
Ésta es mi frase favorita. Lo escribió por todas partes dentro de la cubierta. «El sufrimiento ha sido más fuerte que cualquier otra enseñanza y me ha hecho comprender cómo solía ser tu corazón».
Me pregunté a qué corazón se referiría Sarafine.
Tal vez fuera al suyo.
E
ra el Día de Acción de Gracias, lo que significaba dos cosas.
Una visita de mi tía Caroline.
Y el concurso anual de tartas de Amma: nueces, manzana y calabaza. Amma siempre ganaba, pero la competición era encarnizada y la valoración la causa de un gran alboroto en la mesa.
Este año lo esperaba con más ganas que nunca. Era la primera vez en meses que Amma cocinaría una tarta, y una parte de mí sospechaba que la única razón por la que lo hacía ese día era para que nadie se diera cuenta. Pero a mí eso me daba igual. Entre mi padre vestido con ropa informal en lugar de en pijama como el año pasado, la tía Caroline y Marian jugando al Intelect con las Hermanas y el aroma de las tartas en el horno, casi olvidé los cigarrones y el calor, y la ausencia de mi tía abuela en la mesa. Lo malo era que también me recordaba el resto de cosas que había estado olvidando últimamente —cosas que no había querido olvidar—. Me pregunté cuánto tiempo más podría recordarlas.
Sólo se me ocurría una persona que pudiera saber la respuesta a esa pregunta.
Me planté delante de la puerta de la habitación de Amma durante un buen minuto antes de llamar. Sacar respuestas de Amma era como arrancar dientes, si los dientes pertenecían a un caimán. Siempre guardaba secretos. Formaban parte de ella, al igual que los Red Hots y los crucigramas, su delantal para herramientas y sus supersticiones. Tal vez formaba parte de ser una Vidente. Pero esto era diferente.
Nunca la había visto alejarse de la cocina el Día de Acción de Gracias mientras sus tartas aún se horneaban, o dejar de hacer la tarta de merengue de limón del tío Abner. Era hora de que crecieran esas rótulas.
Alargué el brazo para llamar.
—¿Piensas entrar o hacer un agujero en la moqueta? —dijo Amma desde el interior.
Abrí la puerta preparado para ver filas de estanterías alineadas con tarros de conservas y llenas de todo tipo de cosas, desde sal sin refinar hasta polvo de tumbas. Las estanterías estaban atiborradas de desvencijados volúmenes heredados y cuadernos con recetas de Amma. No hacía mucho tiempo que me había dado cuenta de que esas recetas tal vez no tuvieran nada que ver con la cocina. La habitación de Amma siempre me había recordado a una botica, llena de misterio y cura para cualquier cosa que te afligiera, como la propia Amma.
Pero hoy no. Su habitación estaba patas arriba, igual que la mía después de desperdigar el contenido de veinte cajas de zapatos por todo el suelo. Como si estuviera buscando algo que no encontraba.
Las botellas, que normalmente estaban alineadas con gran pulcritud en las estanterías con las etiquetas hacia delante, estaban apiñadas encima de su cómoda. Los libros amontonados en el suelo, en su cama, en todas partes menos en las estanterías. Algunos de ellos abiertos: viejos diarios escritos a mano en gullah, la lengua de sus ancestros. Distinguí otras cosas que nunca antes había visto allí: plumas negras, ramas y un puñado de piedras.
Amma estaba sentada en medio de todo el desorden.
Pasé dentro.
—¿Qué ha ocurrido aquí?
Me tendió una mano y tiré de ella para levantarla.
—Nada, eso es lo que ha pasado. Estoy haciendo limpieza. Tú también deberías intentarlo en ese desastre que llamas habitación. —Amma trató de echarme, pero no me moví—. Venga, sal. Las tartas deben de estar casi listas.
Me empujó para que saliera. En un segundo estaría en el vestíbulo de camino a la cocina.
—¿Qué me está pasando? —solté de golpe. Y Amma se paró de inmediato. Durante un segundo no dijo una palabra.
—Tienes diecisiete años. Supongo que hay más mal en ti que bien. —No se volvió.
—¿Te refieres a escribir con la mano equivocada y aborrecer el batido de chocolate y tus huevos revueltos de un día para otro? ¿A olvidar los nombres de la gente a la que he conocido toda mi vida? ¿Es ésa la clase de cosas de las que me hablas?
Amma se dio la vuelta lentamente, sus ojos castaños brillantes. Sus manos estaban temblando y las metió en los bolsillos de su delantal para que no lo notara.
Lo que fuera que me estuviera sucediendo, Amma sabía de qué se trataba.
Tomó aire muy despacio. Tal vez iba a decírmelo por fin.
—No sé nada de eso. Pero lo… estoy investigando. Tal vez tenga algo que ver con todo este calor y esos malditos bichos, y los problemas que están teniendo los Caster.
Me estaba mintiendo. Era la primera vez en su vida que Amma no me daba una respuesta directa. Lo cual lo hacía todo aún más complicado.
—Amma, ¿qué es lo que no me estás contando? ¿Qué es lo que sabes?
—«Yo sé que mi Redentor vive». —Me miró desafiante. Era un verso de uno de los himnos que crecí escuchando en la iglesia, mientras hacía bolitas de papel y trataba de no quedarme dormido.