Hay unos tipos abajo (3 page)

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Authors: Antonio Dal Masetto

Tags: #Novela

BOOK: Hay unos tipos abajo
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Afuera los otros dos seguían tirándose manotazos y patadas. Pablo los veía a través del vidrio. Uno perdió el equilibrio, giró sobre sí mismo y quedó doblado contra la vidriera, dándole la espalda a su rival. El otro lo abrazó por detrás y le clavó los dientes en la nuca. El mordido empezó a saltar y a sacudirse, tratando de sacárselo de encima. Giraban juntos y a Pablo le hicieron pensar en un caballo y su jinete en una doma. Fueron a parar al medio de la calle, un auto les frenó encima y tocó bocina varias veces. Los dos, siempre pegados, siempre dando vueltas, se desplazaron hasta la vereda de enfrente, chocaron contra una cortina metálica, salieron del marco de la vidriera del bar y Pablo ya no pudo verlos.

Regresó Ana y mientras se sentaba dijo:

—De todos modos, esos tipos algo están buscando.

Pablo no le contestó enseguida, seguía mirando hacia la calle, esperando que los dos que se estaban peleando volvieran a aparecer.

—Sí —dijo—, por algún motivo están ahí.

—¿Últimamente estuviste con alguien que pudiera estar comprometido en alguna cosa, que pueda estar marcado?

Pablo hizo un gesto de impaciencia:

—Yo qué sé. Todos estamos marcados. Acá basta pensar para estar marcado.

—¿Escribiste alguna nota que pudiera resultar molesta o algo así?

—Ya sabés sobre qué escribo. Pavadas, nada más que pavadas. No le interesan a nadie.

—¿Y la revista no habrá publicado algo?

—¿Qué puede publicar esa gente?

Volvieron a callar. El mozo estaba barriendo y levantando los vidrios.

—¿Qué pasó? —preguntó Ana.

—Se pelearon.

—Estaban muy pasados de cerveza.

—Sí.

Ana dijo que dentro de un rato tendría que irse para su casa porque le traían a Daniel. Todavía disponía de un poco de tiempo y propuso caminar unas cuadras. Pablo llamó al mozo y pagó.

Cruzaron la 9 de Julio y subieron por Corrientes. Durante el trayecto no volvieron al tema de los tipos en el auto. Se fueron demorando en un par de librerías de usados y después Pablo sugirió tomar otro café.

—Ya me estoy yendo —dijo Ana mirando la hora.

—Un café rápido, cinco minutos.

Se sentaron en Los galgos, el bar de Callao y Lavalle. También ahí había sólo una mesa ocupada. En la avenida el tránsito era escaso.

—Sábado tranquilo —comentó Pablo por decir algo.

—La gente se estará reservando para la fiesta de mañana.

—Fiesta si gana Argentina.

—Igual van a festejar.

Ana volvió a mirar la hora. Preguntó:

—¿Cómo vas a hacer para volver a tu departamento?

—Como siempre. Caminando tranquilamente igual que todos los días.

Ella se quedó pensando y después, repentinamente enérgica, apoyó una mano sobre la mesa y dijo:

—No. Así, no. Caminando, no. Yo te digo cómo vamos a hacer: tomamos un taxi, pasamos, vemos cómo está el panorama y de acuerdo a eso te bajás o seguís conmigo.

—¿Y cómo querés que esté el panorama?

—Hagamos eso.

Pablo amagó una protesta, pero finalmente aceptó.

Estaba oscureciendo
y
se habían prendido los faroles. Pararon un taxi y le indicaron que fuera derecho por Paraguay hasta el Bajo. Bastante antes de llegar a Reconquista pudieron ver que el Peugeot no estaba. No había un solo auto estacionado en toda la cuadra.

—Se fueron —dijo Pablo en voz baja.

Ana no dijo nada.

—A mí déjeme a la vuelta —le indicó Pablo al chofer—. La señora sigue.

El taxi paró sobre Leandro Alem y Pablo bajó.

—Esta mañana mi teléfono tampoco funcionaba —dijo Ana—. Si no se arregló te llamo desde un público dentro de una hora.

El auto arrancó, Pablo vio que Ana lo estaba mirando por el vidrio trasero y saludó con la mano.

Bajo la recova, el pordiosero de cada noche ya dormía sobre su colchón de cartones, con la cabeza tapada por la manta. Pablo dio un breve rodeo para evitar los cuatro perros que le cuidaban el sueño y se enfurecían si alguien pasaba demasiado cerca.

Dobló y cuando estaba llegando a la puerta del edificio vio dos hombres parados en la otra esquina, enfrente. Permanecían apoyados contra la ochava, en actitud indolente, parecían conversar.

5

Cuando entró lo primero que hizo fue poner música: un casette de Serrat. Se sirvió un vaso de tinto y lo tomó despacio, junto a la ventana, mirando los edificios contra el cielo nocturno y la figura lenta de mujer que caminaba en el balcón... Detrás de ella, dentro del departamento, había algo de luz. La silueta de la mujer iba y venía frente a esa claridad escasa. ¿Se habría quedado ahí moviéndose sin parar desde la tarde? Pablo comenzó a inventarle una historia, una edad, una cara, pero no pudo avanzar mucho. La imagen de los tipos allá afuera, parados en la esquina, se le interponía. Durante un rato se esforzó, sin éxito, por sacárselos de la cabeza. Después, sólo por hacer algo, se puso a ordenar la mesa, que estaba tapada de carpetas, diarios y revistas.

En la Olivetti portátil había una hoja escrita hasta la mitad y leyó de parado. Era el comienzo de un relato con un hombre joven dirigiéndose en auto hacia cierta localidad de la provincia de Buenos Aires donde debía realizar una tarea importante. Antes de llegar se detenía al costado de la ruta, se subía a un árbol y se quedaba allá arriba estudiando el pueblo como si se tratara de una fortaleza a la que debía tomar por asalto.

Hacía tres días que había escrito esas treinta líneas y se dijo que ya era hora de bajar al muchacho del árbol, hacerlo entrar en el pueblo y que comenzara la acción. Llenó el vaso y se sentó. Prendió un cigarrillo, lo fumó manteniéndolo colgado del costado de la boca y cuando el filtro comenzó a quemarse todavía no se le había ocurrido nada. Sacó la hoja de la máquina, colocó una en blanco y copió rápidamente el texto anterior, sin otras modificaciones que el agregado de un par de comas. El impulso que suponía haber arrancado desde el comienzo no le sirvió de nada, porque cuando llegó al final se atascó y no pudo escribir una sola palabra más. Leyó de nuevo, puso otra hoja y volvió a copiar. Igual que antes se trabó en la última frase y desistió.

Se levantó, tomó algunos de los libros que estaban apilados en el piso, sobre la mesa y las sillas, los abrió en cualquier parte y los dejó. Pensó que debía conseguirse unas tablas, armar una estantería y poner un poco de orden en ese departamento. Por fin se tiró en el sillón y comenzó a releer el primer cuento de
Feria de agosto
de Cesare Pavese. Se detuvo en el curioso error de traducción —mariposas en lugar de amapolas— que había descubierto por casualidad, una semana antes, al cotejarlo con el texto original en una revista italiana. El error aparecía en la primera, sexta y décima línea de la primera página y se repetía seis veces más en las siguientes. Lo había marcado con cruces en los bordes. Pablo tenía el libro desde hacía años, lo hojeaba a menudo, y ahora se quedó pensando que al abrirlo, cada vez, se había encontrado con esa palabra errada que había reiterado en su cabeza la correspondiente representación errada. Después, por encima de las imágenes alternadas de amapolas y mariposas, aparecieron de nuevo los hombres de la esquina. Se le instalaron delante de los ojos y ya no pudo desalojarlos.

Pensó en ir a golpearle la puerta a su vecina Carmen, cuyo departamento daba a la calle. Seguramente lo invitaría a tomar café y entonces podría espiar hacia afuera por una de las ventanas. Estuvo a punto de hacerlo, pero la perspectiva de la larguísima charla que lo esperaba lo desanimó. Al café le seguiría la copita de licor y después una de las tantas historias de la época de militancia de Carmen en el peronismo, su amistad con Eva Perón, la relación con el senador que le había regalado ese departamento, la gente de la farándula que la visitaba siempre, actores, directores de cine, cantores de tango, las fiestas que en esos años se hacían en su casa. Y para rematar la cosa intentaría tirarle las cartas del Tarot. No era fácil desprenderse de Carmen cuando lograba atraparlo.

Dejó el libro de Pavese, tomó otro, lo abandonó también, cambió el casette, encendió el televisor. Igual que por la tarde, cuando se enteró del auto estacionado, sintió necesidad de salir y verles las caras a los tipos. Un par de veces estuvo a punto de ponerse la campera y se contuvo. "Tranquilo", murmuraba mientras iba y venía con el vaso en la mano, "tranquilo". Y, como si cada tanto tuviera que convencerse, se iba repitiendo que la aparición de esos fulanos no tenía nada que ver con él. Ninguna razón para suponer algo así. "¿Salir para qué? ¿De qué te sirve verlos?" Lo mismo le había dicho Ana. Lo más sensato era mantenerse quieto en su cueva, echar doble vuelta de llave, regular el volumen de la televisión, abrir otro vino. Eso era lo que debía hacer. Eso era lo que intentaba hacer. Sus razonamientos trabajaban en esa dirección. Pero había una exigencia, instalada en alguna parte, que desequilibraba la balanza. Podía reconocerla porque no se trataba de una presencia nueva: era la necesidad de moverse, de ir al encuentro, de precipitar las cosas. La oscura mezcla del temor a algo y la impaciencia por enfrentarse a ese algo. Una compulsión que se le echaba encima en ciertos momentos críticos y que ahora acababa de apoderarse una
vez
más de su cuerpo. Su cuerpo que no dejaba de desplazarse por el departamento, que se le escapaba, que lo empujaba hacia afuera, hacia la calle.

Fue a la cocina, tomó una bolsa de plástico y metió una botella vacía. No necesitaba vino, había comprado bastante al mediodía, la botella era nada más que una excusa para justificar la salida. Inmediatamente se encontró reflexionando también sobre eso. ¿Una excusa? ¿Para qué necesitaba una excusa? Ahora se estaba moviendo a ritmo acelerado y siguió así hasta llegar a la puerta de calle. Ahí se frenó, salió a la vereda y con andar pausado, controlándose, se dirigió hacia la esquina.

Los dos tipos seguían en el mismo sitio. Pablo cruzó en diagonal hacia ellos y mientras se acercaba les dirigió una mirada rápida. Uno era alto y fornido, usaba bigote. El otro tenía el pelo entrecano y las mejillas chupadas. Estaban bien vestidos. Eso fue todo lo que pudo ver. Ambos mantenían la vista baja y Pablo tuvo la impresión de que sabían que él los estaba observando. No pudo establecer si se trataba de los mismos hombres del auto. Pasó a un par de metros, siguió hasta la mitad de la cuadra y se metió en la despensa. Había tres clientes, mujeres, tuvo que esperar. Como en todas partes, también ahí se hablaba del partido del día siguiente y el almacenero andaba más lento que de costumbre. Intentó involucrarlo en la charla y Pablo sonrió y sólo dijo:

—Vamos a ver cómo viene la mano.

Una de las clientas sacó una banderita de la bolsa de las compras y la sacudió:

—Argentina campeón.

Las otras rieron.

Pablo se impacientó y fue dos veces hasta la puerta pero no se animó a asomarse. Llegó su turno y pidió una botella de blanco. Al lado del almacén había un quiosco y compró cigarrillos.

Regresó caminando rápido y mirándose los zapatos. Al llegar a la esquina estuvo detenido en el borde de la vereda, dándoles la espalda a los dos hombres, mientras esperaba que pasaran algunos autos. Los tenía muy cerca detrás de él y prestó atención, pero no los oyó hablar. Aparecieron más autos y lo obligaron a permanecer ahí. Comenzó a sentirse expuesto e indefenso. Por fin pudo cruzar y recorrió los cincuenta metros hasta la entrada de su casa, todo el tiempo con la molesta sensación de ser observado.

Cuando llegó arriba levantó el tubo del teléfono y descubrió que estaba otra vez sin tono. Miró la hora, se dijo que Ana llamaría dentro de poco, tal vez ya estuviese llamando, y se preocuparía al no recibir respuesta. Decidió acudir a Carmen, salió al pasillo, tocó timbre pero nadie contestó. En la puerta de la vecina había una calcomanía con los colores argentinos. Regresó y dio vueltas por el departamento sin saber qué hacer. De tanto en tanto iba hasta el teléfono. Por fin volvió a ponerse la campera y bajó para llamar desde un público.

Pudo ver que los tipos seguían allá, pero ahora se fue en sentido contrario y dobló en Leandro Alem. Dio un pequeño rodeo, alejándose de la vereda, para evitar los perros del pordiosero, cruzó Córdoba y encontró un teléfono en una pizzería de 25 de Mayo. El número de Ana daba ocupado. Esperó y volvió a discar varias veces, mientras tomaba un café en la barra y miraba a dos muchachos jugando al pool. Recordó que Ana le había dicho que por la mañana su teléfono tampoco funcionaba y seguramente seguía así. Salió, subió por Tucumán hasta Carlos Pellegrini, dobló y llegó a la Avenida de Mayo. Se fue deteniendo en todos los teléfonos que encontró. Siempre ocupado. Siguió intentando, aunque sin esperanza de comunicarse. Se alejaba cada vez más de su departamento y pensó que terminaría tomando un colectivo hasta la casa de Ana.

6

Estaba discando desde otro teléfono, en un bar cerca del Congreso, cuando vio que por la entrada de la esquina acababan de aparecer tres hombres. Dos de civil, uno uniformado. Hablaron entre ellos mientras paseaban una lenta mirada por el local. El uniformado se quedó en la puerta y los otros empezaron a recorrer las mesas pidiendo documentos.

El teléfono público estaba al fondo, entre las dos puertas que daban a los baños, y desde ahí se veía el salón entero. Los clientes continuaban hablando como si no pasara nada, aunque para Pablo era evidente que todos habían advertido la presencia de los policías y esperaban que les tocara el turno. Tuvo la sensación de estar ante un escenario donde se llevaba a cabo una simulación generalizada.

Siguió con el tubo en la oreja, oyendo el tono de ocupado, mientras observaba los desplazamientos de los policías y la reacción de la gente. Casi todos suspendían las conversaciones y se quedaban esperando en silencio. Pero hubo algunos —ocurrió en dos mesas— que entregaron los documentos casi sin mirar a los policías y siguieron charlando, como ignorando o queriendo restarle importancia a la interrupción.

Pablo cortó y volvió a discar. No quería apurarse, se estaba esforzando por manejar sus tiempos con naturalidad. El bar tenía otra puerta, cerca de donde él estaba. Los policías habían dejado atrás las primeras hileras de mesas y se acercaban al fondo. Acababan de pedirles documentos a dos mujeres. Una de ellas revolvió la cartera durante un rato, se notaba que estaba nerviosa. Cuando por fin encontró la cédula y la entregó, comenzó a hablar sin que le preguntaran nada. Se esforzaba por sonreír y no paraba de hablar. El policía que estaba junto a ella asentía con secos movimientos de la cabeza. Escuchaba pero no la miraba.

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