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Authors: Douglas Adams

Tags: #ciencia ficción

Hasta luego, y gracias por el pescado (10 page)

BOOK: Hasta luego, y gracias por el pescado
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Poco después de las seis volvió al callejón donde vivía Fenchurch, asiendo una botella de champán.

- Sujeta esto - dijo ella, poniéndole en la mano una sólida cuerda y desapareciendo por las grandes puertas de madera blanca, de las que colgaba un grueso candado sujeto a una barra de hierro negro.

La casa era un pequeño establo acondicionado en un callejón industrial situado detrás de la abandonada Real Casa de la Agricultura de Islington. Además de las grandes puertas de establo, tenía una puerta principal de aspecto normal y coquetamente barnizada con una aldaba negra en forma de delfín. Lo único raro de esta puerta era su umbral a tres metros de altura, en el más alto de los dos pisos, y que, probablemente, en su origen se utilizaba para almacenar el heno para caballos hambrientos.

Una vieja polea sobresalía del ladrillo por encima de la puerta, y de allí colgaba la cuerda que Arthur tenía en las manos. El otro extremo de la cuerda sujetaba un violonchelo suspendido.

La puerta se abrió por encima de su cabeza.

- Vale - dijo Fenchurch -, tira de la cuerda y endereza el violonchelo. Pásamelo para arriba.

Arthur tiró de la cuerda y enderezó el violonchelo.

- No puedo tirar más de la cuerda - anunció - sin que se suelte el violonchelo.

Fenchurch se inclinó.

- Yo sujeto el violonchelo - dijo -. Tú tira de la cuerda.

El violonchelo se puso a la altura de la puerta, oscilando suavemente, y Fenchurch logró meterlo dentro.

- Sube tú - le gritó desde arriba.

Arthur cogió la bolsa de víveres y cruzó las puertas del establo, estremecido.

La habitación de abajo, que antes había visto brevemente, estaba muy desordenada y llena de trastos. Había una antigua planchadora mecánica de hierro forjado y, amontonados en un rincón, una sorprendente cantidad de fregaderos de cocina. Y, según observó Arthur momentáneamente alarmado, un cochecito de niño, pero era muy viejo y estaba lleno de libros, lo que desechaba complicaciones.

El suelo, de cemento viejo y lleno de manchas, presentaba unas grietas interesantes. Y ésa era la medida del estado de ánimo de Arthur cuando empezó a subir la desvencijada escalera del rincón. Hasta un suelo de cemento agrietado le parecía insoportablemente sensual.

- Un arquitecto amigo mío no deja de repetirme las maravillas que podía hacer con esta casa - dijo Fenchurch en tono ligero cuando apareció Arthur -. Se pone a dar vueltas pasmado, y con cara de asombro murmura cosas sobre espacio, objetos, acontecimientos y maravillosos matices de luz; luego dice que necesita un lápiz y desaparece durante semanas. Por lo tanto, hasta la fecha, no han ocurrido maravillas.

Efectivamente - pensó Arthur mientras echaba una ojeada alrededor -, la habitación de arriba era al menos bastante maravillosa. Estaba decorada con sencillez, amueblada con cosas hechas con cojines y también tenía un equipo estereofónico con altavoces que habrían impresionado a los tíos que erigieron los menhires de Stonehenge.

Había flores pálidas y cuadros interesantes.

En el espacio, bajo el techo, había una estructura en forma de galería que albergaba una cama y también un cuarto de baño en el que, según explicó Fenchurch, podías realmente balancear a un gato por la cola.

- Pero sólo - añadió - si se trata de un gato paciente y no le importan unos cuantos coscorrones. Así que, ya ves.

- Sí.

Se miraron un momento.

El momento se prolongó y de pronto se convirtió en un rato largo, tan largo que apenas se sabía de dónde venía todo aquel tiempo.

Para Arthur, que normalmente se volvía tímido si se le dejaba solo el tiempo suficiente en una fábrica de queso suizo, el momento fue de una continua revelación. De pronto se sintió como un animal entumecido y nacido en un zoo, que se despierta una mañana y ve abierta su jaula, con la sabana gris y rosa extendiéndose hacia el lejano sol naciente, mientras a su alrededor empiezan a surgir sonidos nuevos.

Se preguntó cuáles eran aquellos sonidos nuevos mientras contemplaba la curiosa expresión de Fenchurch y sus ojos que sonreían con una sorpresa compartida.

Hasta entonces no se había dado cuenta de que la vida habla con voz propia, con matices que no dejan de brindar respuestas a las preguntas que continuamente se le hacen; hasta aquel momento no había percibido ni reconocido de manera consciente sus carencias, y ahora le decían algo que nunca le habían dicho antes, y ese algo era: «Sí.»

Fenchurch terminó desviando la mirada, con un pequeño movimiento de cabeza, le dijo:

- Lo sé. Tendré que recordar que eres la clase de persona que no puede tener un simple trozo de papel durante dos minutos sin ganar una rifa.

Se dio la vuelta.

- Vamos a dar un paseo - se apresuró a sugerir -. A Hyde Park. Me pondré algo menos elegante.

Llevaba un vestido oscuro bastante sobrio de líneas no muy atractivas que, en realidad, no le sentaba bien.

- Lo llevo especialmente para mi profesor de violonchelo - explicó -. Es un viejo agradable, pero a veces creo que de tanto darle al arco se excita un poco. Bajaré dentro de un momento.

Subió ágilmente las escaleras que conducían a la galería y dijo, levantando la voz:

- Pon el champán en la nevera, para luego.

Al abrir la puerta del frigorífico, vio que la botella tenía un gemelo idéntico para hacerle compañía.

Se acercó a la ventana y miró afuera. Se volvió y se puso a ver sus discos. Escuchó el ruido que hizo el vestido al caer sobre el suelo, encima de él. Pensó en la clase de persona que era. Se dijo con mucha firmeza que al menos en aquel momento mantendría los ojos clavados en las cubiertas de los discos, leería los títulos, asentiría de manera apreciativa e incluso los contaría si era necesario. No levantaría la cabeza.

En esto último falló por completo, entera y vergonzosamente.

Desde arriba, ella le observaba con tal intensidad que apenas pareció notar su mirada. Luego meneó la cabeza, se puso el ligero vestido de verano y desapareció rápidamente en el cuarto de baño.

Poco después volvió a salir, toda sonrisas y con un sombrero, y bajó saltando por la escalera con extraordinaria agilidad. Era un extraño movimiento como de danza. Vio que Arthur lo había observado y movió suavemente la cabeza hacia un lado.

- ¿Te gusta?

- Estás impresionante - se limitó a contestar, porque así era.

- Hummmm - repuso ella, como si Arthur no hubiese contestado realmente a su pregunta.

Cerró la puerta de arriba, que había estado abierta todo el tiempo, y echó una mirada por la pequeña habitación para ver si todo estaba en condiciones de quedarse así durante un rato. Los ojos de Arthur la siguieron a todas partes, y cuando miró en otra dirección, ella sacó algo de un cajón y lo introdujo en el bolso de lona que llevaba.

Arthur volvió a mirarla.

- ¿Estás lista?

- ¿Sabes - preguntó ella con una sonrisa un tanto confundida - que me pasa algo?

Su franqueza pilló desprevenido a Arthur.

- Pues he oído que una vaga especie de...

- Me pregunto qué sabes de mí. Si te lo dijo quien yo creo, entonces no es eso. Russell se inventa cosas, porque no puede enfrentarse a lo que es en realidad.

Arthur sintió una punzada de inquietud.

- Entonces, ¿qué es? ¿Puedes decírmelo?

- No te preocupes - dijo ella -, no es nada malo. Sólo que no es normal. Es algo muy, muy anormal.

Le tomó de la mano y luego, inclinándose hacia adelante, le dio un beso fugaz.

- Tengo mucho interés en saber - le aseguró - si lograrás averiguarlo esta noche.

Arthur sintió que si alguien le daba un golpecito en aquel momento, habría resonado como una campana, con el profundo y continuo campanilleo que hacía su pecera gris cuando la rozaba con la uña del pulgar.

19

Ford Prefect estaba enfadado porque el ruido de] tiroteo le despertaba continuamente.

Bajó la escotilla de mantenimiento que había convertido en un camastro desmontando algunos aparatos ruidosos y envolviéndolos en toallas. Bajó por la escala de acceso y deambuló de mal humor por los pasillos.

Eran claustrofóbicos y estaban mal Iluminados. La poca luz que había parpadeaba constantemente y perdía potencia, pues la energía estaba mal repartida por la nave, causando fuertes vibraciones y produciendo ruidos como murmullos chirriantes.

Pero eso no era.

Se detuvo y se recostó en la pared cuando algo parecido a un pequeño taladro plateado pasó volando junto a él y siguió por el pasillo con un seco y desagradable chirrido.

Aquello tampoco era.

Trepó desganado por un escotillón y se encontró en un pasillo más amplio, pero igual de mal Iluminado.

Pero tampoco era eso.

La nave dio una sacudida. Las daba a menudo, pero aquella era más fuerte. Pasó un pequeño pelotón de robots armando un tremendo estrépito.

Y aquello tampoco era.

Al fondo del pasillo se elevaba un humo acre, de modo que caminó en dirección contraria.

Pasó por delante de una serie de monitores de observación empotrados en las paredes detrás de unas placas de plástico, duro pero muy rayado.

Uno de ellos mostraba un horrible reptil verde y escamoso que gesticulaba y vociferaba comentando el sistema del Voto Transferible Unico. Era difícil saber si estaba a favor o en contra, pero era evidente que manifestaba unos sentimientos muy fuertes al respecto. Ford bajó el sonido.

Pero aquello no era.

Pasó por delante de otro monitor. Emitía un anuncio de una marca de pasta de dientes que, al parecer, liberaba a la gente que lo usaba. También sonaba una música estrepitosa y desagradable, pero eso no era.

Pasó delante de otra pantalla, mayor y en tres dimensiones, que mostraba el exterior de la gran nave plateada de Xaxis.

Mientras miraba mil cruceros robot de Zlrzla, aterradoramente armados, cruzaban a toda velocidad la sombra oscura de una luna recortada contra el disco cegador de la estrella Xaxis y, en ese instante, la nave lanzó contra ellos por todos sus orificios unas violentas llamaradas de fuerzas monstruosamente incomprensibles.

Era eso.

Ford meneó la cabeza con irritación y se frotó los ojos. Se dejó caer sobre el cuerpo destrozado de un mortecino robot que había ardido pero que ya se había enfriado lo suficiente como para sentarse encima.

Bostezó y sacó del bolso su ejemplar de la Guía del autostopista galáctico. Conectó la pantalla y pasó ociosamente tres artículos y luego cuatro. Buscaba una cura eficaz contra el insomnio. Encontró descanso que, en su opinión, era lo que necesitaba. Encontró descanso y recuperación, y se disponía a pasar a otro cuando de pronto se le ocurrió algo mejor. Miró a la pantalla de la nave. La batalla se hacía más encarnizada a cada momento, y el ruido era ensordecedor. La nave se tambaleaba, chirriaba y daba sacudidas cada vez que emitía o recibía una nueva descarga de destructora energía.

Volvió a mirar la Guía y pasó unos artículos que podían valer. De pronto soltó una carcajada y luego hurgó de nuevo en el bolso.

Sacó una pequeña ficha de memoria, limpió la pelusa y las migas de galleta y lo conectó a una interfaz de la parte trasera de la Guía.

Cuando consideró que toda la información pertinente se había memorizado en la ficha, la desconectó, la depositó con un ágil movimiento en la palma de la mano, volvió a guardar la Guía en el bolso, sonrió con presunción y fue en busca de los bancos de datos del ordenador de la nave.

20

- El objeto de que el sol descienda en las tardes de verano, sobre todo en los parques - decía la voz en tono serio -, es que se vea con más claridad cómo saltan los pechos de las muchachas, Estoy convencido de que se trata de eso.

Al pasar, Arthur y Fenchurch se rieron tontamente. Ella le abrazó con más fuerza durante un momento.

- Y estoy seguro - sentenció el joven pelirrojo de cabellos crespos Y larga nariz fina que teorizaba desde la tumbona a la orilla del lago Serpentine - de que si llevásemos el argumento hasta sus últimas consecuencias, veríamos que todo ello se deduce con absoluta lógica y plena naturalidad de las ideas que Darwln tenía al respecto - Insistió, dirigiéndose a su moreno compañero, que estaba hundido en la tumbona de al lado y se sentía deprimido a causa de su acné.

- Eso es cierto e irrefutable. Y me encanta.

Se volvió bruscamente y, a través de las gafas, miró de soslayo a Fenchurch. Arthur la apartó, viendo que se estremecía con silenciosas carcajadas.

- La próxima adivinanza - dijo Fenchurch cuando dejó de reír -. ¡Venga!

- De acuerdo - convino él -. El codo. El codo izquierdo. Te pasa algo en el codo izquierdo.

- Te equivocas otra vez - repuso ella -. Por completo. Estás totalmente despistado.

El sol de verano declinaba entre los árboles del parque, como si..., no seamos melindrosos con las palabras. Hyde Park es asombroso. Todo en él lo es, menos la basura que hay los lunes por la mañana. Incluso los patos son asombrosas. Aquel que pase por Hyde Park en una tarde de verano y no se emocione, probablemente irá en una ambulancia con una sábana sobre la cara.

Es un parque donde la gente hace más cosas extraordinarias que en cualquier otro sitio. Arthur y Fenchurch vieron a un hombre que practicaba la gaita debajo de un árbol. El gaitero se detuvo para echar a una pareja de norteamericanos que trataban tímidamente de depositar unas monedas en la cala de la gaita.

- ¡No! - gritó -. ¡Márchense, sólo estoy practicando!

Empezó a hinchar resueltamente la bolsa de la gaita, pero ni el ruido que hacía logró disimular su mal humor.

Arthur envolvió a Fenchurch con sus brazos y siguió bajándolos despacio.

- Me parece que no puede tratarse de tu trasero - dijo, al cabo de un rato -. No tiene aspecto de que le pase nada.

- Sí - convino ella -, a mi trasero no le pasa nada.

El beso que se dieron fue tan largo que el gaitero se fue a practicar al otro lado del árbol.

- Voy a contarte una historia - dijo Arthur.

- Muy bien.

Encontraron un trozo de césped donde no había demasiadas parejas tumbadas una encima de otra, se sentaron y contemplaron los espléndidos patos y la declinante luz del sol que ondeaba en el agua sobre la que nadaban las asombrosas aves.

- Una historia - dijo Fenchurch, apretando el brazo de Arthur en torno a ella.

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