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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

¡Hágase la oscuridad! (24 page)

BOOK: ¡Hágase la oscuridad!
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Los ángeles iniciaron una curva, sobrevolando la zona en que la avanzadilla de la multitud se precipitaba sobre las hileras de sacerdotes de los niveles superiores, y cruzaron la plaza a ras de suelo, tan a ras que decapitaron a algunos fieles desafortunados.

El campo de atracción que formaba el grupo de sacerdotes inferiores, frenó de forma catastrófica el vuelo del ángel que estaba en el centro quien picó de nariz y se estrelló contra el suelo, aplastando sacerdotes y fieles al mismo tiempo. Su cuerpo se arrugó y su osamenta de metal quedó al descubierto. A través de una brecha se veían los restos del sacerdote—piloto, muerto por el choque.

Los otros ángeles se enderezaron y se alzaron bruscamente, evitando por los pelos los tejados vecinos y luego viraron para sobrevolar de nuevo la multitud.

Se oyeron los gritos terribles de los que habían sufrido la fuerza aplastante de los chorros de propulsión dirigidos hacia el suelo.

El furor incontrolado de la multitud dio paso a un terror enloquecido. La muchedumbre se debatía inútilmente como una bestia indefensa. Algunos de los que estaban en las primeras líneas lucharon con los sacerdotes de alto nivel. Otros, al intentar huir, tan sólo añadían más confusión a la masa central que se agitaba. Todas las bocacalles estaban bloqueadas.

Entonces, cuando los ángeles no eran todavía más que minúsculos puntos en el azul del cénit, aparecieron, cayendo en picado desde el barrio de los fieles, por encima del horizonte de tejados, seis figuras negras que dejaban tras de sí una densa nube de humo negro como la tinta, como si se tratara de grandes calamares. Iban directos a la Catedral, como murciélagos surgidos del infierno y pronto demostraron que el infierno era posiblemente el lugar de donde procedían, ya que cuando se acercaron, sobrevolando por encima de la muchedumbre, pudieron distinguirse sus brazos deformes que acababan en garras, sus miembros inferiores peludos y extendidos rígidamente y sus colas cortas y negras. Sus rostros sombríos y demoníacos, provistos de cuernos, crecían, crecían, crecían.

El primer diablo voló, en apretados círculos, en torno al atril en el que se había acurrucado el predicador y le envolvió en un vapor negruzco hasta que quedó completamente cubierto.

Los dos siguientes se elevaron y dibujaron complicadas figuras en torno a la cabeza, el cuerpo y los brazos del Gran Dios, mientras le pintaban con chorros de tinta. Su enorme cara mostraba todavía su habitual sonrisa indulgente, pero ahora parecía una sonrisa imbécil. Entonces, a través del amplificador más potente, situado tras la gran boca abierta por aquella estúpida sonrisa, la voz de trueno del gran Dios empezó a balar:

—¡Piedad! ¡Piedad, Amo y Señor! ¡No me hagáis daño! ¡Les diré la verdad! ¡Soy el esclavo de Satanás! ¡Mis sacerdotes han mentido! ¡El Señor del Mal reina sobre todos nosotros.

Los tres últimos diablos arremetieron contra el estrado. Los arciprestes, pálidos de terror, reaccionaron por fin, mirándoles aterrorizados. Entonces, cuando estaban tan sólo a unos metros de distancia, se oyó el ruido seco de una detonación y se produjo una oscilación en el estrado de los arciprestes. En respuesta a las órdenes repetidas frenéticamente por Goniface, el Centro de Control de la Catedral había conectado, por fin, la potente cúpula repulsora para proteger al Consejo Supremo. Los tres diablos que se aproximaban, cambiaron bruscamente de dirección y se alejaron.

En un silencio expectante y repentino, en medio de aquel caos, se oyó con claridad la voz amenazante y condenatoria del viejo Sercival. Durante todo el Gran Jubileo, el enjuto y viejo Fanático no había dicho ni una palabra, tan sólo observaba fríamente, con sombría indignación, sacudiendo la cabeza de vez en cuando y murmurando en voz baja.

Pero en aquel momento con una voz penetrante como una daga de hielo, grito:

—Yo os pregunto, ¿quién ha realizado hoy los milagros? Finalmente el Gran Dios se ha cansado de nuestra falta de fe. Nos abandona. Nos deja a merced del Infierno. Sólo la plegaria y una fe total pueden salvarnos, si aún no es demasiado tarde.

Los otros arciprestes no le miraron, pero tuvieron la impresión de que Sercival estaba expresando sus pensamientos más secretos. Pese a todo siguieron inmóviles; eran hombres aislados en comunión con el terror. Incluso la exasperación y el desdén de Goniface estaban teñidos de ese veneno corruptor que eran la duda y el miedo.

En los ojos atentos y fríos dejarles que estaba detrás de Sercival, surgió un brillo de incrédula comprensión. Era la primera vez que veía al líder de los Fanáticos y en aquel momento, por primera vez, le había oído hablar.

La memoria y una clara sensación de evidencia unida a sus recuerdos, se enfrentaron a su incredulidad y vencieron. Su nueva personalidad tomó inmediatamente una de esas decisiones rápidas que eran su mayor orgullo.

En el momento mismo en que actuó, su conciencia se lo recriminó. Negras oleadas de culpa se desencadenaron en su mente, repitiéndole que se trataba de un crimen para el que no había perdón posible, de una acción perversa que horrorizaría al universo entero. Pese a todo, ahogó la voz de su conciencia, como un hombre enfermo domina su impulso de vomitar.

Jarles apuntó el Dedo de la Ira, a la máxima potencia, contra la espalda de la magnífica túnica bordada en oro, a treinta centímetros por debajo de aquel cráneo apergaminado con reflejos de plata, hasta que un leve rayo de luz del día penetró por el orificio recién abierto.

Goniface se dio la vuelta; los otros arciprestes se apartaron precipitadamente de aquella nueva amenaza. La silueta sombría y rígida del Fanático mortalmente herido se tambaleó antes de caer. Jarles gritó:

—¡Era la voz que oí en la Sala del Aquelarre! ¡Es Asmodeo, el líder de la Brujería!

Jarles se precipitó hacia él, tomó el cuerpo que caía, lo depositó suavemente en el suelo y desgarró su túnica escarlata manchada de sangre. Adherido al torso delgado y esquelético, muerto por la misma descarga que había fulminado al Fanático, con la peluda piel encanecida por la edad y salpicada de su propia sangre, había un familiar extremadamente delgado. Su rostro marchito era una caricatura sombría de los rasgos crispados por el dolor de su gemelo.

Los arciprestes le contemplaban fijamente como si fuera imposible. Las máscaras de impasibilidad habían caído por fin.

Goniface miró a los dos hombres. Era como si, por un momento, el estrado protegido bajo la cúpula, se hubiera convertido en el silencioso centro del universo en el que todos los secretos yacen desnudos, el núcleo tenso e inmóvil en torno al cual giran y se agitan en torbellinos todas las acciones.

Fuera de la cúpula, progresaba un intenso conflicto a través de varias fases sucesivas. La multitud, salvada de una segunda masacre por los ángeles, alentada y al mismo tiempo estupefacta por la llegada de sus aliados demoníacos, se había precipitado de nuevo contra los sacerdotes de alto rango que huían en retirada hacia la Catedral. Lo ángeles se habían lanzado de nuevo a la lucha. Los rayos color violeta de la ira habían surgido de sus ojos; tres o cuatro por cada diablo. Se estaba desarrollando un combate confuso y extraño en el que las humaredas negruzcas se utilizaban como pantallas protectoras.

Pero, por el momento, aquella conmoción salvaje y silente no afectaba a Goniface más que como un gran y extraño mural sobre la cúpula repulsora —el cuadro de una batalla—, como telón de fondo de la verdadera crisis.

Era tan urgente interrogar al Fanático moribundo que casi no tuvo tiempo de contactar con el Centro de Control de la Catedral para hacer comprender al director técnico la naturaleza de sus órdenes:

—¡Arrestad a los dos Fanáticos del Quinto Círculo! ¡Son ellos quienes han alterado y modificado los controles! ¡Matadlos si es preciso!

No se detuvo siquiera a contemplar la desesperada lucha de los dos traidores contra los leales Realistas mucho más numerosos.

No perdió tampoco mucho tiempo en dar órdenes a sus lugartenientes:

—Id inmediatamente al Santuario. Organizad patrullas de ataque, arrestad a todos los Fanáticos y matadlos si se resisten. Cerrad el Santuario para impedir que escapen y para evitar la entrada de la multitud. Informad al Primo Deth que está en las criptas de esta situación y haced que el Centro de Comunicaciones transmita instrucciones parecidas a todos los santuarios. Tomad todas las medidas complementarias que hagan falta. ¡Deprisa!

Después, se volvió hacia el viejo Fanático. Su rostro de mármol mostraba una terrible impaciencia.

Sercival sonrió. Sus labios estaban pálidos a causa del dolor; su respiración era débil y entrecortada.

—Estabas sentado junto a mí cuando la bruja ha sido torturada —empezó Goniface, aunque no era eso lo primero que hubiese querido preguntar—. Utilizaste una pistola de dolor de corto alcance, ¿no es así?

Con dificultad, Sercival sonrió de nuevo. Su voz era como un sonido de ultratumba: débil, sincopada, susurrante.

—Tal vez sí, tal vez no. Las estratagemas de Satanás… son, muy variadas.

Los ojos de los arciprestes se abrieron desmesuradamente. Una especie de escalofrío se extendió por el grupo de túnicas escarlata y oro.

—¿Satanás? ¡Tonterías! —se burló Goniface—. Lo único que buscabas era el poder, como todos nosotros y la Brujería era tu estrategia para obtenerlo. Tú…

Pero Sercival ya no parecía oírle. Con un gesto penoso extendió la mano hasta tocar el pelo plateado y bañado en sangre de su familiar, ya rígido por la muerte.

—¿También tú has muerto, Tobit? El más anciano de tu efímera especie —se interrumpió para respirar—. Pronto estaré contigo en el Infierno. Tomaremos formas nuevas y seremos verdaderos hermanos.

—El telón ha caído. Ya no vale la pena que sigas actuando —interrumpió Goniface secamente.

El viejo Sercival alzó un poco la cabeza y un carraspeo débil surgió de su garganta, como si intentara hablar. Los dedos de su mano izquierda se movieron lentamente, como si trazaran el inicio de un gesto ritual.

—Satanás —susurró—, recibe… mi… espíritu…

Los arciprestes parecían haberse convertido en estatuas escarlatas. Fuera, continuaba la escena tumultuosa, iluminada por un sol rojizo que por el Oeste se acercaba ya al horizonte. Al Este estaba oscureciendo.

—Has sido muy inteligente —continuó Goniface inclinándose más aún sobre el agonizante líder de la Brujería. Se sentía forzado, contra su voluntad, a hacer una última pregunta—, pero cometiste un extraño error. ¿Por qué siempre me apoyaste en el Consejo Supremo? ¿Por qué votaste sin titubear por la excomunión de Frejeris? ¿Por qué no te opusiste cuando el más realista de los sacerdotes, el más peligroso para la Brujería, yo mismo, fue nombrado Jerarca del Mundo?

Reinaba el silencio en el hemisferio aislado bajo la cúpula repulsora. El arcipreste se inclinó más aún en un intento de escuchar la respuesta. Pero la respuesta no llegó.

Asmodeo había muerto.

17

Con un bastón en una mano arrugada y una vela en la otra, la Madre Jujy avanzaba cojeando por el viejo túnel. De vez en cuando murmuraba para sí misma malignamente:

—¡No van a dejar que una vieja bruja viva sus últimos años en paz! ¡No la dejarán ni vivir bajo tierra como un topo! ¡Oh, no! Los diáconos bajarán para traer el desorden a los túneles y acosarán a la Madre Jujy que tendrá que descender cada vez más abajo. No, no la buscan a ella. ¡Oh, no! ¡Rómpele la crisma a la Madre Jujy y déjala en una esquina! No la buscan a ella; es a los nuevos brujos a quienes buscan. A las brujas jóvenes. A las brujas guapas. La Madre Jujy fue hermosa una vez. ¡Las nuevas brujas no habrían tenido entonces ninguna oportunidad! Pero ahora se han ido y han armado un gran jaleo en todo el mundo con sus locuras. ¡Lo han puesto todo patas arriba y ya no queda un lugar tranquilo para una vieja bruja! ¡Ojalá tengan que bailar en el Infierno sobre planchas ardiendo al ojo vivo!

En su excitación, la anciana se había detenido y blandía el bastón en dirección a la bóveda baja del techo. Una gata negra que le precedía delante, guiada por la luz oscilante de la candela, volvió sobre sus pasos con un maullido interrogativo.

—No, «Grimalkin», no se trata de una rata. ¡Y no tengo nada para darte de comer!, pero no te preocupes. La Madre Jujy va morir de hambre de un momento a otro y podrás darte un festín con sus huesos, ¡a menos que ella te coma a ti primero! Y puedes dar gracias por todo esto a esas nuevas brujas que han arruinado el negocio.

«Grimalkin» seguía su exploración delante de ella. La Madre Jujy continuaba con sus salvajes imprecaciones, mientras avanzaba cojeando. De repente, oyó unos terribles siseos y chillidos. La Madre Jujy aceleró el paso. Su sombra alargada cojeaba y se tambaleaba al ritmo de la vela que parpadeaba y brillaba con luz mortecina.

—¿Qué has encontrado, «Grimalkin», una rata, una cucaracha o el cadáver de un diácono? Sea lo que sea, este jaleo que estás organizando es desproporcionado.

«Grimalkin», con la espalda arqueada y los pelos erizados, se había detenido ante una pequeña sombra de tono cobrizo y siseaba ferozmente en torno a ella.

La Madre Jujy se adelantó, se inclinó y echó un vistazo:

—¿De qué se trata? ¿Una rata roja? No, un mono rojo. No, ¡por la peste de Satanás! ¡Un familiar! ¡Un asqueroso familiar muerto!

La anciana levantó el bastón para golpearle, pero de entre las sombras surgió una voz débil y aguda:

—Sí, mátame. Mata a Dickon. Dickon está cansado de esperar la muerte en medio del frío y la oscuridad.

La Madre Jujy se detuvo con el bastón todavía levantado.

—¿Qué es esto? ¡Estáte quieta, «Grimalkin»! No puedo oír lo que murmura este montón de despojos.

—Mata a Dickon. Es lo que he dicho. Rompe sus frágiles huesos con tu enorme bastón. Madre Jujy. Deja que tu gata asesina le despedace con sus garras y beba su sangre helada y yerta. El fantasma de Dickon te lo agradecerá.

—¿Qué te hace pensar que voy a hacerte un favor, marioneta llorona? —preguntó la Madre Jujy con voz áspera—. Conozco tu voz. Eres el loco animalito de ese inquieto tramposo, el Hombre Negro.

—Sí, pero ahora el hermano mayor de Dickon languidece en las celdas del Santuario, donde sacerdotes crueles torturan incluso sus pensamientos. Ahora él no puede proteger a Dickon. Puedes matar a Dickon sin peligro.

—Es inútil que supliques, enano inmundo, porque no voy a hacerte caso. ¡Atrás, «Grimalkin»!

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