Hacedor de estrellas (37 page)

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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Hacedor de estrellas
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En otras creaciones los procesos de percepción, memoria, inteligencia y aun deseo y sensibilidad eran tan distintos de los nuestros que podían entenderse realmente como una mentalidad de otro orden. De estas mentes, aunque creí percibir unos ecos remotos, nada puedo decir.

No obstante, aunque soy incapaz de describir los extraños modos físicos de estos seres, puedo hablar aquí de un hecho muy sorprendente. Aunque las fibras mentales básicas y las formas en que estas fibras se entretejían fuesen para mí incomprensibles, había algo en estas criaturas que no se me escapaba. Eran seres con vidas muy extrañas, pero que pertenecían a mi especie. Pues todas estas criaturas cósmicas, más dotadas que yo, enfrentaban constantemente la existencia como yo trato aún de aprender a enfrentarla. Aun en el dolor y en la pena, aun en la lucha moral y en la compasión al rojo vivo, aceptaban con alegría las vicisitudes del destino. Quizá el hecho más sorprendente y alentador de toda mi experiencia cósmica e hipercósmica fue este sentido de relación y de comprensión mutua que encontré entre los seres más ajenos a la experiencia espiritual pura. Pero yo pronto iba a descubrir que en este sentido no había visto todavía todo.

3. El cosmos último y el espíritu eterno

E
n vano mi fatigada, mi torturada atención trataba de seguir las creaciones cada vez más sutiles concebidas por el Hacedor de Estrellas, de acuerdo con mi sueño. Cosmos tras cosmos salieron de esta imaginación ferviente, cada uno de ellos con un espíritu distinto infinitamente diversificado, cada uno de ellos con un momento de plenitud más despierto, pero cada uno de ellos, también, menos comprensible para mí.

Al fin (así me informó mi sueño, mi mito) el Hacedor de Estrellas creó el cosmos último y más sutil. De esta criatura final sólo puedo decir que comprendió en su propia textura orgánica las esencias de todos sus predecesores, que no eran más que primeras pruebas, y muchos otros más. Fue como el último movimiento de una sinfonía, que puede abarcar, por la significación de sus temas, la esencia de los primeros movimientos, y muchos otros más.

Esta metáfora extravagante no alcanza a expresar la sutileza y complejidad del cosmos último. Me sentí forzado gradualmente a creer que la relación de este cosmos con cada uno de los anteriores se parecía a la de nuestro propio cosmos con la de un ser humano, o un solo átomo físico. Todos los cosmos que yo había observado hasta entonces no me parecían ahora sino un ejemplo de una clase compuesta por miríadas de individuos, como una especie biológica, o la clase de todos los átomos de un elemento. La vida interna de cada cosmos «atómico» tenía aparentemente la misma suerte de relación (y la misma suerte de falta de relación) con la vida del cosmos último que esos acontecimientos que ocurren en el interior de una célula cerebral, o en uno de sus átomos, con la vida de una mente humana. Sin embargo, y a pesar de esta discrepancia enorme, creí sentir en toda esta vertiginosa jerarquía de creaciones una sorprendente identidad de espíritu. En este acto final la meta era unir la comunidad a la mente creadora y lúcida.

Traté una y otra vez, de que mi debilitada inteligencia capturase algo de la forma del cosmos último. Con admiración, y protestando también, vislumbré de cuando en cuando las sutilezas finales del mundo, la carne y el espíritu, y de la comunidad de seres más individuales y diferentes, que despertaban a un pleno conocimiento de sí mismos y a la comprensión mutua. Pero mientras yo trataba de escuchar más íntimamente esa música de espíritus concretos en mundos innumerables, recogí ecos no sólo de alegrías inexpresables sino también de inconsolables tristezas. Algunos de estos seres últimos no sólo sufrían, sino que, además, sufrían en la oscuridad. Pues sus poderes de discernimiento eran estériles. No eran capaces de alcanzar la visión pura. Sufrían como los seres inferiores no habían sufrido nunca. Una intensidad semejante de duras experiencias era insoportable para mí, frágil espíritu de un mundo bajo. En una agonía de horror y de piedad cerré los oídos de mi mente. Grité otra vez en mi pequeñez contra el Hacedor, grité que ninguna gloria de lo eterno y lo absoluto podía redimir una agonía semejante en las criaturas. Aunque esa miseria que yo había vislumbrado no fuese más que unas pocas franjas oscuras tejidas en un dorado tapiz, y todo el resto fuese beatitud, no debiera existir, no, grité, no debiera existir una tal desolación de espíritus despiertos. ¿Por qué diabólica malicia, pregunté, no sólo se torturaba a estos espíritus sino que se los privaba también de la consolación suprema, el éxtasis de la contemplación y alabanza que merecen por derecho propio todos los espíritus plenamente despiertos?

Había habido un tiempo en que yo mismo, como mente comunal de un cosmos inferior, había contemplado la frustración y la pena de mis pequeños miembros con ecuanimidad, consciente de que el sufrimiento de estas criaturas somnolientas no era un precio demasiado grande para alcanzar la realización de la lucidez, tarea en la que yo también colaboraba. Pero los seres sufrientes de este cosmos último, aunque pocos comparados con el número de seres felices, eran, me pareció, de mi propia estatura mental y cósmica, y no esas frágiles y sombrías criaturas que habían contribuido con sus grises vicisitudes a mi propia aparición. Y esto yo no podía soportarlo.

Sin embargo, oscuramente, yo entendía que el último cosmos era hermoso, y de forma perfecta, y que todas sus frustraciones y agonías, aunque crueles para el ser sufriente, conducían finalmente sin desviaciones a la acrecentada lucidez del mismo espíritu cósmico. En este sentido, al menos, ninguna tragedia individual era vana.

Pero esto nada significaba para mí. Como a través de lágrimas de compasión y ardiente protesta, me pareció ver que el espíritu del cosmos último y perfeccionado enfrentaba a su hacedor. En ese mismo cosmos, me pareció, la alabanza dominaba la compasión y la indignación. Y el Hacedor de Estrellas, ese poder oscuro y esa lúcida inteligencia, descubrió en la belleza concreta de su criatura la realización del deseo. Y en la mutua alegría del Hacedor de Estrellas y el cosmos último fue concebido, del modo más extraño, el espíritu absoluto, el que comprende todos los seres y en el que están presentes todos los tiempos; pues el espíritu que fue consecuencia de esta unión se presentó a mi inteligencia vacilante como siendo a la vez el campo y la salida de todas las cosas temporales y finitas.

Pero para mí esta perfección mística y remota no significaba nada. Yo sentía piedad por aquellos seres últimos y torturados, sentía vergüenza y furia, y desprecié mi derecho al éxtasis ante aquella perfección inhumana; y deseé volver a mi cosmos inferior, a mi propio mundo, humano y torpe, y a unirme con mi propia especie semianimal contra los poderes de las tinieblas, sí, y contra ese tirano invencible, despiadado, indiferente, cuyos pensamientos eran mundos sensibles y torturados.

Luego, junto con esta actitud de desafío, mientras cerraba de un portazo y echaba llave a la celdita oscura de mi ser separado, la presión de una luz irresistible aplastó y derribó mis muros hacia dentro, y mi visión desnuda ardió una vez más en una lucidez insoportable.

¿Una vez más? No. Yo sólo había vuelto en mi sueño interpretativo al mismo momento de iluminación, cerrada por la ceguera, en que yo había tendido las alas para ir al encuentro del Hacedor y había sido derribado por una luz terrible. Pero ahora entendía más claramente lo que me había abrumado.

Yo me había enfrentado realmente con el Hacedor de Estrellas, pero el Hacedor de Estrellas era ahora para mí más que el espíritu creador y por lo tanto finito. Se me aparecía ahora como el espíritu perfecto y eterno que comprende todas las cosas y todos los tiempos, y que contempla fuera del tiempo las multitudes infinitamente diversas que él mismo encierra. La iluminación que me inundó y me golpeó y me obligó a una ciega adoración fue un centelleo (o así me pareció) de la experiencia absoluta del espíritu eterno.

Con angustia y horror, y no obstante también con aceptación, y aun con alabanza, sentí o creí sentir algo de los modos del espíritu eterno tal como él aprehende en una visión intuitiva e intemporal todas nuestras vidas. Aquí no había piedad, ninguna propuesta de salvación, ninguna ayuda bondadosa. O quizá no había sino piedad y amor, pero dominados por un éxtasis helado. Nuestras vidas rotas, nuestros amores, nuestras locuras, nuestras traiciones, nuestras justificaciones, eran aquí diseccionadas serenamente, tasadas y clasificadas. Es cierto que eran vividas con completa comprensión, con discernimiento y simpatía, aun con pasión. Pero en los modos del espíritu eterno no era la simpatía lo más importante, sino la contemplación. El amor no era absoluto, sí la contemplación. Y aunque en los modos del espíritu había amor, había también odio, y el espíritu se deleitaba cruelmente en la contemplación del horror, y se complacía con la caída de los virtuosos. El espíritu, creí ver, comprendía todas las pasiones, pero dominadas, fríamente encerradas en el éxtasis de la contemplación, cristalino, claro, helado.

Es difícil admitir que éste sea el resultado final de todas nuestras vidas, esta apreciación que podría llamarse científica, o mejor aún estética. Y, sin embargo, yo adoré.

Pero esto no fue lo peor. Pues al decir que el espíritu era ante todo contemplación, le atribuía yo una experiencia humana finita, y una emoción, consolándome así a mí mismo, aunque éste fuese un consuelo frío. Pero, en verdad, el espíritu eterno era inefable. Nada realmente se podía decir de él. Aun llamarlo «espíritu» era quizá decir demasiado. No obstante, negarle tal nombre no sería un error menos grave, pues, de un modo o de otro, era más y no menos que espíritu, más y no menos que cualquier posible interpretación humana de esa palabra. Y desde el nivel humano, y aun desde el nivel de la mente cósmica, este «más», oscura y agónicamente vislumbrado, era un terrible misterio, un misterio que obligaba a la adoración.

XVI - De regreso

D
esperté en la colina. Las farolas de la calle brillaban más que las estrellas. La reverberación de la campanada del reloj fue seguida por once campanadas más. Descubrí nuestra ventana. Sentí alegría, una tremenda alegría que me sacudió como una ola. Luego, paz.

¡La pequeñez, y la intensidad, de los acontecimientos terrestres! Un instante había bastado para abolir la realidad hipercósmica, la inmensa fuente de las creaciones, el rocío de mundos. Desvanecidos, transmutados en fantasía, y en una sublime impertinencia.

La pequeñez, la intensidad, de este grano de arena, con su película de océano y de aire, y su película discontinua y variada de vida; de las colinas en sombras, del mar, de las olas sin horizontes; del faro cefeido y pulsátil, de las vías del ferrocarril, rechinantes. Acaricié la agradable dureza del seto.

Desvanecida la aparición hipercósmica. No debía de ser como yo la había soñado, realmente, sino mucho más sutil, más terrible, más excelente, e infinitamente menos ajena.

Sin embargo, aunque la visión hubiese sido falsa en detalles de estructura, y aun en la totalidad de su forma, en carácter por lo menos había sido significativa, en carácter quizá había sido verdadera. La realidad misma, seguramente, me había impelido a concebir esa imagen, falsa sin duda en todos los temas y facetas y, sin embargo, verdadera en espíritu.

Las estrellas brillaban débilmente sobre las farolas de la calle. ¿Grandes soles? ¿O débiles chispas en el cielo nocturno? Soles, se decía. Luces que servían para navegar, y que hacían señas a la mente invitándola a apartarse de las preocupaciones terrenales, pero que traspasaban el corazón con sus espadas frías.

Sentado allí en el seto, en el grano planetario, me encogí alejándome de los abismos que se abrían a los lados y en el futuro. La oscuridad silenciosa, lo desconocido e informe, eran más temibles que todos los terrores alimentados por la imaginación. La mente miraba alrededor y no veía nada indudable, nada en toda la experiencia humana que pudiese ser realmente cierto, salvo la misma falta de certeza, nada sino una oscuridad engendrada por una densa niebla de teorías. La ciencia del hombre era una mera neblina de números, su filosofía una bruma de palabras. Aun la percepción que tenía de este grano de arena y de todas sus maravillas no era sino una cambiante y engañosa apariencia. Aun uno mismo, ese hecho aparentemente central, era un mero fantasma, tan engañoso que el más honesto de los hombres tiene que cuestionar su propia honestidad, tan insustancial que debe dudar de su propia existencia. ¡Y nuestras lealtades! Tan ilusorias, tan mal informadas, tan mal concebidas. Tan vagamente perseguidas y tan envueltas en odios. Nuestros mismos amores, y aun aquéllos de plena y generosa intimidad deben ser condenados como intentos de autorrecompensa y autocongratulación.

¿Y, sin embargo? Miré nuestra ventana. Habíamos sido felices juntos. Habíamos descubierto o habíamos creado nuestro pequeño tesoro de comunidad, una roca solitaria en toda la agitación del mundo. Esto, no la inmensidad astronómica e hipercósmica, esto, y sólo esto, era el fundamento sólido de la existencia.

Había confusión en todas partes, una tormenta que crecía, olas que asaltaban nuestra roca, y alrededor, en esa oscura conmoción, rostros y manos que llamaban, que asomaban apenas y se desvanecían.

¿Y el futuro? Oscurecido por la tormenta creciente de la locura de este mundo, aunque atravesado por ráfagas de nueva y violenta esperanza, la esperanza de un mundo cuerdo, razonable y más feliz. Entre nuestro tiempo y el futuro, ¿qué horror puede esperar? Los opresores no dejarán dócilmente su sitio. Y nosotros dos, acostumbrados a la seguridad y a la moderación, estábamos preparados sólo para vivir en un mundo bondadoso, donde nadie sería atormentado y por lo tanto nadie estaría desesperado. Estábamos adaptados sólo al tiempo bueno, a la práctica de las virtudes amables, no demasiado difíciles, sin heroísmo, en una sociedad a la vez segura y justa. En cambio nos encontrábamos en una época de conflictos titánicos, desde los implacables poderes de la oscuridad, y los desesperados, y por eso crueles, poderes de la luz iban a librar una lucha mortal en el corazón desgarrado del mundo, donde se sucedían las crisis y había que tomar graves decisiones, y los principios simples o familiares no eran adecuados.

Más allá de nuestro estuario una roja lengua de fuego brotaba de una fundición. Al alcance de la mano, las formas oscuras de la aulaga prestaban misterio al páramo suburbano.

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