Ha llegado el águila (19 page)

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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

BOOK: Ha llegado el águila
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—Detesto este tipo de violencia insensata —dijo Himmler—. ¿Y usted,
herr Untersturmführer
?

Preston tenía la boca seca y se le estaba revolviendo el estómago.

—Sí,
herr Reichsführer
, es terrible.

—Si nos quisieran escuchar esos lobos… Es un asunto molesto, pero ¿de qué otra manera se puede tratar a los traidores contra el Estado? El Reich y el Führer exigen una lealtad absoluta e incuestionable y los que entregan menos deben aceptar las consecuencias. ¿Me comprende?

Preston comprendía perfectamente. El
Reichsführer
se volvió y subió por la escalera y Preston caminó vacilante detrás, con un pañuelo en la boca, tratando de controlar las náuseas que sentía.

En la oscuridad de su celda, abajo, el general de artillería Kurt Steiner se arrastró hacia un rincón y se apoyó contra la pared, con los brazos cruzados como para que su cuerpo no se desarmara.

—Ni una palabra —dijo en voz baja, a través de los labios hinchados—. Ni una sola palabra. Lo juro.

Exactamente a las 2.20 horas de la madrugada del sábado 9 de octubre, el capitán Peter Gericke del grupo de combate nocturno número 7, que operaba a la altura de Grandjeim, sobre el litoral de Holanda, abatió su avión número 38. Pilotaba un Junker 88 en medio de un cielo cubierto de nubes; era uno de esos aparatos de aspecto torpe, negro, de dos motores, lleno de antenas de radar, que ya había demostrado su capacidad devastadora sobre las escuadrillas de bombarderos nocturnos de la RAF en las incursiones que efectuaba sobre Europa.

Gericke había tenido mala suerte esa noche. La obstrucción de una cañería de alimentación de uno de los motores le había dejado en tierra treinta minutos después de que el último avión de su escuadrilla levantara vuelo para atacar a una gran formación de bombarderos británicos que volvían a Inglaterra sobrevolando Holanda, después de una incursión sobre Hannover.

Cuando Gericke llegó a la zona de combate, la mayoría de sus compañeros había regresado. Pero siempre quedaban aviones rezagados, así que decidió permanecer un rato patrullando el cielo.

Gericke tenía 23 años. Era un joven bien parecido, de rostro sanguíneo y ojos oscuros, impacientes como si la vida le resultara demasiado lenta. En ese instante silbaba en voz baja el primer movimiento de la
Pastoral
de Beethoven.

Detrás suyo, Haupt, el operador de radar, inclinado sobre el equipo Lichtenstein, dio un brinco, excitado.

—Tengo a uno.

En el mismo momento la base se puso en contacto y la voz familiar del comandante Hans Berger, que controlaba el vuelo de su grupo, le resonó a Gericke en los auriculares.

—Vagabundo Cuatro, aquí Caballero Negro. Tengo una noticia para usted. ¿Me escucha?

—Perfectamente —le dijo Gericke.

—Gire a la derecha ocho…, siete grados. El blanco está a diez kilómetros aproximadamente.

El Junker salió de las nubes en ese instante y Bohmler, el observador, le tocó el brazo a Gericke. Gericke vio inmediatamente la presa. Un bombardero Lancaster que volvía a casa a la luz de la luna. Una delicada nubecilla de humo se iba formando detrás de uno de sus motores exteriores.

—Caballero Negro, habla Vagabundo Cuatro —dijo Gericke—.

Le tengo a la vista y no me hace falta más ayuda.

Volvió a entrar en las nubes, descendió doscientos metros, se dejó llevar directamente hacia la derecha y emergió a unos tres kilómetrospor detrás y debajo del averiado Lancaster. Parecía un blanco inmóvil, que se les desplazara por encima como un fantasma con esa nube de humo que se movía tenue y suavemente.

Durante la segunda mitad de 1943 muchos cazas alemanes empezaron a operar de noche con un arma secreta que se conoció con el nombre de
Schraege Musik
, un par de cañones de 20 milímetros montados en el fuselaje y preparados para disparar hacia arriba en un ángulo de entre 10 y 20 grados. Este arma permitía a los cazas nocturnos atacar desde abajo y desde atrás. Desde esa posición el bombardero presentaba un blanco enorme y estaba virtualmente ciego. No usaban balas trazadoras; de este modo, gran cantidad de bombarderos fueron derribados sin que sus tripulaciones supieran siquiera quién les atacaba.

Así sucedió ahora. Durante una fracción de segundo Gericke apuntó al blanco, y cuando giraba a la izquierda para regresar, el Lancaster cayó en picado en dirección al mar, mil metros más abajo.

Un paracaídas, luego otro. Un momento después el avión estalló convertido en una brillante bola color naranja. El fuselaje cayó al mar; uno de los paracaídas se incendió y ardió un instante.

—¡Dios de los cielos! —exclamó Bohmler, horrorizado.

—¿Qué Dios? —preguntó Gericke, brutal—. Envía un mensaje a la base sobre ese pobre diablo de abajo para que vean si hay alguien que le pueda rescatar, y volvamos a casa.

Cuando Gericke y sus dos tripulantes informaron de su salida en la Sala de Operaciones y Control de Vuelo, sólo estaba allí el comandante Adler, el segundo oficial, un hombre jovial, de 50 años, con el rostro levemente rígido, propio del que ha recibido fuertes quemaduras. En realidad, había volado en la escuadrilla de Von Richthofen durante la Primera Guerra Mundial y llevaba al cuello la cinta azul.

—Al fin has llegado, Peter —dijo—. Más vale tarde que nunca.

Confirmaron tu hazaña por radio. Una cañonera.

—¿Qué pasó con el hombre que saltó en paracaídas? —preguntó

Gericke—. ¿Le han encontrado?

—Todavía no, pero le están buscando. También están patrullando por aire.

Sacó una caja de madera de sándalo que tenía en el escritorio.

Contenía cigarrillos holandeses, muy delgados y largos. Gericke tomó uno.

—Pareces preocupado, Peter. Nunca hubiera pensado que fueras tan humanitario.

—No lo soy —respondió casi con violencia Gericke, mientras encendía el cigarrillo—, pero mañana me puede tocar a mí. Me gusta pensar que esos bastardos de las operaciones de rescate actúan con eficacia.

—Prager te quiere ver —le dijo Adler al retirarse.

El teniente coronel Otto Prager era el
Gruppenkommandeur
de Grandjein, responsable de tres escuadrones entre los que estaba el de Gericke. Era un hombre sumamente estricto y duro, partidario de la más severa disciplina, y un ardoroso nacionalsocialista. Ninguna de sus cualidades le gustaba mucho a Gericke. Pero le perdonaban esas pequeñas molestias, porque era un excelente piloto completamente dedicado a cuidar de las tripulaciones a su cargo.

—¿Qué quiere?

Adler se encogió de hombros.

—No te lo podría decir, pero me telefoneó y era evidente que te quería ver apenas llegaras.

—Me lo imagino —dijo Bohmler—. Goering debe de haberle llamado. Quizá te quieran invitar para el fin de semana a Karinhall.

Todo el mundo sabía que cuando a algún piloto se le iba a condecorar con la Cruz de Caballero, el
Reichsmarschall
, que había sido piloto en sus tiempos, siempre deseaba hacerlo personalmente.

—Será por eso, seguramente —dijo Gericke, entre dientes.

Muchos hombres con una hoja de servicios menos brillante ya habían recibido, sin embargo, la preciada recompensa. Esto le dolía, le molestaba.

—No te preocupes tanto, Peter —le dijo Adler—, ya llegará tu día.

—Si vivo lo suficiente —le dijo Gericke a Bohmler, mientras se detenían a la entrada principal del edificio de operaciones—. ¿Te apetece beber algo?

—No, gracias. Todo lo que necesito es un baño caliente y ocho horas de sueño. Me cae mal a estas horas de la mañana, aunque estemos viviendo con los horarios al revés.

Haupt empezaba a bostezar y Gericke le dijo, enfáticamente:

—Condenado luterano. De acuerdo, hasta pronto.

—No te olvides de que te quiere ver Prager —le gritó Bohmler antes de perderse de vista.

—Más tarde —dijo Gericke—, le veré más tarde.

—Se la está buscando —observó Haupt, que le miraba mientras se iba al bar—. ¿Qué le pasa últimamente?

—Lo mismo que a todos nosotros. Aterriza y despega demasiado —dijo Bohmler.

Gericke se encaminó, cansado, hacia el comedor de los oficiales. Sus botas de vuelo resbalaban sobre el piso. Se sentía inmensamente deprimido, agotado, como al fin de todo. Le parecía muy raro no poder quitarse de la cabeza a ese inglés, el único superviviente del Lancaster que él había derribado. Necesitaba un trago. Una taza de café bien caliente, y una cerveza grande, o un
Schnapps
, ¿o quizá un Steinhager?

Entró a la antesala y la primera persona que vio fue al coronel Prager, sentado en una silla muy cómoda junto con otro oficial, los dos muy cerca uno del otro y conversando en voz baja. Gericke vaciló, pensó volver atrás, porque el
Gruppenkommandeur
era sumamente estricto y había prohibido que se entrara al comedor con ropa de vuelo. Prager levantó la vista y le vio.

—Ah, Peter. Venga un momento.

Golpeó las manos para llamar al mozo del comedor y le pidió un café mientras Gericke se acercaba. No toleraba que los pilotos bebieran alcohol.

—Buenos días, señor —dijo amablemente Gericke, intrigado con el otro oficial, un coronel de tropas de montaña, con un parche negro sobre un ojo y la Cruz de Caballero muy visible.

—Enhorabuena —dijo Prager—. Me he enterado de que ha derribado otro avión.

—Exacto. Un Lancaster. Se salvó un hombre. Le vi caer. Le están buscando.

—El coronel Radl —dijo Prager.

Radl extendió su mano buena y Gericke se la estrechó.

—Señor.

Prager parecía deprimido o nervioso; en todo caso Gericke nunca le había visto así. Era evidente que estaba sometido a algún tipo de tensión. Se movía y acomodaba en la silla como si le causara verdadero malestar físico que el mozo tardara en traer la bandeja con el café.

—¡Déjela, hombre, déjela! —ordenó Prager, cortante.

Se produjo un breve silencio una vez que se hubo marchado el mozo. El
Gruppenkommandeur
rompió abruptamente la tensión.

—El oficial aquí presente viene de la Abwehr. Tiene órdenes para usted.

—¿Órdenes, señor?

Prager se puso de pie.

—El coronel Radl se lo explicará mejor que yo, pero es evidente que se trata de una extraordinaria oportunidad de servir al Reich.

Gericke se levantó. Prager vacilaba, pero finalmente le dio la mano.

—Ha trabajado muy bien aquí, Peter. Estoy orgulloso de usted.

Y en cuanto a lo otro… Le he recomendado tres veces; ya no depende de mí.

—Lo sé, señor —le dijo calurosamente Gericke—, y se lo agradezco.

Prager se marchó y Gericke se sentó de nuevo. Radl le dijo:

—Con ese Lancaster son treinta y ocho los aviones derribados, ¿verdad?

—Parece muy bien informado, señor —dijo Gericke—. ¿Me acompaña con un trago?

—¿Por qué no? Un coñac me vendría bien.

Gericke llamó al mozo y le dio la orden.

—Treinta y ocho aviones y aún no le han concedido la Cruz de Caballero —comentó Radl—. ¿No es raro?

—Así sucede a veces —dijo Gericke, acomodándose.

—Lo sé —dijo Radl—. Pero no debe olvidar que durante el verano de 1940, cuando usted volaba en los Messerschmidt 109 en la base de Calais, le dijo al
Reichsmarschall
Goering, que estaba inspeccionando su escuadrilla, que opinaba que el Spitfire era un avión mejor. —Sonrió amablemente—. La gente de esa importancia no olvida a los jóvenes oficiales que hacen observaciones de esa índole.

—Con todo respeto, le debo señalar que durante mi trabajo sólo me puedo fiar del presente, porque mañana muy bien puedo estar muerto; por eso me gustaría que apreciaran un poco más ese tipo de observaciones. Por otra parte, y por la misma razón, me gustaría saber de qué se trata todo esto.

—Es muy simple —dijo Radl—. Necesito un piloto para una operación bastante especial.

—¿Usted necesita?

—Está bien, el Reich —le dijo Radl—. ¿Así le parece mejor?

—Me da lo mismo —dijo Gericke, que vació el vaso de

Schnapps
y llamó al mozo para que le trajera otro—. Por lo demás, me encuentro muy bien aquí.

—¿Una persona que consume tanto licor a las cuatro de la madrugada? Lo dudo. En todo caso, no hay opción.

—¿Así están las cosas? —preguntó Gericke, molesto.

—Puede confirmarlo, si quiere, con el
Gruppenkommandeur
.

El mozo le trajo el segundo vaso de coñac, Gericke se lo bebió de un trago e hizo una mueca.

—Dios, me carga este licor.

—¿Por qué lo bebe, entonces?

—No lo sé. Quizás he estado demasiado tiempo ahí fuera, en la oscuridad, o he volado demasiado. —Se rió irónicamente—. O quizá necesito un cambio, señor.

—Creo que no exagero nada si le digo que es eso lo que le estoy ofreciendo.

—Muy bien. —Gericke se bebió el resto del café—. ¿Cuál es el próximo movimiento?

—Tengo una cita en Amsterdam a las nueve. Nuestro destino está a unos treinta kilómetros de esa ciudad, al norte, camino de Den Helder. Tendremos que partir de aquí antes de las siete y media.

—Eso me deja tiempo para el desayuno y un baño. Y podré dormir un poco en el coche, si no le molesta.

Se levantó y en ese instante se abrió la puerta y entró un ordenanza. Saludó y le entregó un papel al joven capitán. Gericke lo leyó y sonrió.

—¿Es algo importante? —preguntó Radl.

—El inglés que se lanzó en paracaídas del Lancaster que derribé hace un rato. Le han recogido. Era un oficial navegante.

—Ha tenido suerte —comentó Radl.

—Buen augurio —dijo Gericke—. Esperemos que me sirva.

Landsvoort era un pequeño pueblo desolado a unos treinta kilómetros al norte de Amsterdam, entre Schagen y el mar. Gericke durmió profundamente todo el viaje y sólo despertó cuando Radl le tomó del brazo.

Había una granja muy vieja con un establo, dos hangares con techo de hierro ondulado y una sola pista de cemento en mal estado.

La hierba aparecía entre las grietas del suelo. La verja de alambre no tenía nada de particular y la puerta de acero, que parecía nueva, estaba custodiada por un sargento con la enseña de la policía militar colgada del cuello. Tenía una metralleta Schmeisser en una mano y con la otra sujetaba por la cadena a un perro alsaciano de aspecto salvaje.

Revisó los documentos, impasible, mientras el perro emitía profundos gruñidos, en actitud amenazante. Radl entró por la gran puerta de acero y se detuvo ante los hangares.

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