Ha estallado la paz (93 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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—Conque Ana María, ¿eh? Estás en tu casa, hija.

—Muchas gracias…

—¿Quieres tornar algo?

—Café-café, si es que lo hay…

El inevitable retraso de la procesión, que, pese a los esfuerzos de mosén Alberto, maestro de ceremonias, salió de la puerta de la Catedral a las diez y media, permitió a los cuatro sostener un largo diálogo. Ana María no pareció extasiarse en aquel piso.

Únicamente preguntó de qué siglo era una talla adquirida últimamente por Esther, que representaba un San Sebastián traspasado por varias flechas.

Esther y Ana María hicieron tan buenas migas, que daba gusto verlas juntas y aun dejarlas aparte. En cierto modo, parecían hermanas. ¡Si hasta llevaban casi idénticos zapatos!

Cada vez que Manolo e Ignacio salían al balcón para ver si la cabeza de la procesión asomaba por la esquina de la calle de Ballesterías —«uno de los tres vértices del recinto romano»—, Esther y Ana María se disparaban hablando.

—¡Tenía unas ganas locas de conocerte!

—Y yo a ti…

—¿Te llaman siempre Ana María o Ana-Mari?

—Ana María…

—Un poco largo ¿no?

—Tal vez…

Esther, en uno de esos cuchicheos, cantó las alabanzas de Ignacio.

—Te felicito. De veras… Llegará donde quiera.

—¿Está Manolo contento con él?

—¡Cómo! Lo quiere más que a mí. No te digo más…

Ana María le preguntó:

—¿Y Gerona, qué tal…? ¿De verdad está esto tan soso?

—Un poco… Pero ésa es otra cuestión.

—A lo mejor vengo yo y entre las dos lo animamos…

—¡Calla, en eso confío! Pero por lo que pueda ser, no tardes demasiado…

—Eso ya…

—¡Bah! Todo acaba por arreglarse.

—¿Qué remedio, verdad?

Manolo las llamó.

—¡Esther, llama a los niños, que ya viene!

—¿Quién viene, qué…?

—¿Qué…? ¡La procesión!

—¡Oh, perdona! Estábamos en el limbo…

La doncella trajo a la parejita de la casa, a Jacinto y a Clara, y Ana María los izó uno tras otro y los besó, al igual que Ignacio, quien acostumbraba a bromear mucho con ellos. Jacinto y Clara por fin se escabulleron y salieron rápidamente al balcón.

Todos los imitaron y se acodaron cómodamente en la barandilla. Ignacio miró el piso saliente del balcón y pensó, como otras muchas veces: «Pero ¿cómo es posible que esto no se caiga?».

El cortejo del Viernes Santo empezó a desfilar… Sí, todo aquello era muy solemne.

Las antorchas, los caballos, los capuchones… Al lado de mosén Alberto, y vestido de monaguillo, Manuel Alvear… En el balcón de la Constructora Gerundense, S. A., de la calle Platería, los hermanos Costa, con traje oscuro, junto a sus esposas. A Manolo le sorprendió verlos allí. Había supuesto que desfilarían también bajo los capuchones de la Cofradía de la Purísima Sangre.

Cristo había muerto. Pero Ignacio y Ana María vivían. Vivían en aquel céntrico balcón, que no se caía por milagro, enlazados por la cintura y diciéndose:

—Simpática Esther, ¿verdad?

—Un encanto.

—¿Sabes en quién he pensado al ver la procesión?

—No sé…

—En mosén Francisco…

—Mosén Francisco… ¡Qué hombre!

—¿Me quieres?

Ana María despidió chispitas por los ojos.

—En este momento debería estar prohibido. Pero sí.

Jacinto y Clara, agarrados a los barrotes, miraban como hipnotizados al gran Cristo que, merced a un esfuerzo increíble, el doctor Andújar sostenía en lo alto, escoltado por Agustín Lago y por Mijares, que llevaban los cordones laterales.

Poco después pasó Jesús Yacente, joya de la iglesia de San Félix, dentro de la urna de cristal, con los soldados llevándolo en andas. Luego pasaron los penitentes con cadenas, con cruces… Penitentes anónimos, como los soldados. Cumpliendo probablemente promesas hechas durante la guerra.

Detrás, las autoridades. El fajín del general era como un clavel en la noche. El Gobernador no se había quitado las gafas negras. ¿Por qué? «La Voz de Alerta» parecía un conde. El notario Noguer, un notario. Mateo, un centurión romano…

El obispo, doctor Gregorio Lascasas, avanzando con el báculo, parecía meditar hondamente, al tiempo que medía el enlosado y la piedad y el grado de penitencia de la ciudad.

—Mañana he de regresar a Barcelona… ¡Qué horror!

—Sí, esto habrá sido como un sueño.

No fue un sueño, fue una realidad.

Terminada la procesión, Ana María e Ignacio se despidieron de Manolo y Esther y de los chicos, y se lanzaron a la calle, mezclándose entre la multitud. Estuvieron andando hasta las tantas. Ana María iba mirándolo todo como quien se despide de algo muy querido. Los cofrades regresaban de la Catedral llevando en la mano el capuchón, que ahora parecía una prenda inútil.

Ana María se empeñó en pasar por centésima vez delante de la casa de Ignacio y luego delante del Banco Arús, que estaba casi al lado del hotel. Delante del Banco se paró y preguntó:

—¿Cuántas veces barriste ese vestíbulo?

—¡Huy! Y los días de lluvia, tenía que llenarlo de aserrín…

—¿Te acuerdas mucho de aquella época?

—Más de lo que te figuras… Aprendí mucho ahí dentro.

Ana María miró a Ignacio. Y al llegar a la puerta del hotel comentó, al tiempo que le daba el beso de despedida:

—Una de las cosas que más me gustan de ti es que empleas a menudo la palabra aprender…

CUARTA PARTE

Del 30 de marzo al 12 de diciembre de 1941

Capítulo LII

Las noticias publicadas en
Amanecer
que en aquellas semanas merecieron el honor del subrayado en rojo de Jaime, y que provocaron en el ánimo de Matías reacciones de muy diversa índole, fueron las siguientes:

«Los jugadores del Club de Fútbol Barcelona depositaron una corona de laurel en la tumba de José Antonio, en El Escorial. La ofrenda fue hecha por el capitán del equipo, Escola. Un padre de la Comunidad de Agustinos rezó un responso y finalmente, en el Patio de los Reyes, el entrenador azulgrana dio los gritos de rigor».

«El presidente de la República Argentina, Oswaldo Ortiz, ha regalado al Caudillo una montura típica de los gauchos de las pampas, los cuales son considerados como descendientes del Caballero Hispánico».

«Ante el problema que plantea la proliferación de la mendicidad en Madrid se están construyendo, en los pabellones próximos al Puente de la Princesa, albergues para cuatrocientos mendigos».

«El escritor español Pío Baroja pronunciará el 5 de abril una conferencia en el local social del Real Club de Tenis, de Barcelona. Será obligatorio el traje de etiqueta».

«El ex rey Carol, de Rumanía, que se refugió en España a raíz de la anexión alemana de su país, se ha fugado a Portugal, cruzando a pie la frontera por Badajoz. El ex rey ha abandonado en su hotel de Sevilla ejemplares valiosos, para cuya adquisición se han recibido ofertas importantes».

«En Madrid ha pronunciado una conferencia el embajador inglés, Sir Samuel Hoare, titulada: “Entre dos guerras”. Al final de la misma el embajador afirmó que, pasada la actual crisis, las costumbres inglesas continuarán basándose en el respeto a la Corona, a la Biblia y a la Marina».

«Una nueva Sociedad, la
Fefasa
, elaborará fibras artificiales sustitutivas del algodón, de la lana y de la seda, empleando para ello paja de cereales españoles».

«En Sevilla ha hecho explosión un polvorín. Más de tres mil personas han quedado sin hogar. El Ayuntamiento, en señal de duelo, ha suspendido las próximas Ferias».

Sin embargo, la noticia más importante dada a conocer por aquellas fechas fue la del fallecimiento de Alfonso XIII, ocurrido en Roma el día 28 de febrero, a consecuencia de un ataque cardíaco.

El comunicado oficial del Gobierno daba cuenta de que el Rey había sido asistido en sus últimos momentos por el padre López, jesuita, y que sería enterrado provisionalmente en la capital italiana, en la iglesia española de Montserrat, en la capilla que guardaba los restos de los Papas españoles Alejandro VI y Calixto III.

El Caudillo decretó un día de luto nacional, que durante tres días ondearan a media asta todas las banderas y comunicó que los restos del Rey serían trasladados, llegado el momento, a El Escorial.

Matías comentó largamente con don Emilio Santos la muerte del Rey. Matías había votado por la República, pero la figura de Alfonso XIII le merecía respeto, por cuanto si se marchó de España en 1931 lo hizo, según su propia declaración, «porque la patria había dejado de amarle, porque no quería dominar por el terror y porque creía que con ello evitaría derramamiento de sangre». Con lo cual, según Matías, demostró ser un perfecto demócrata.

Además, Alfonso XIII, hombre, le había caído siempre simpático a Matías.

—¿Cuál era su debilidad, don Emilio? Las mujeres… ¿Hay algo malo en ello? Prefiero eso a que lo llamaran el Impotente, como aquel otro rey que no recuerdo cómo se llamaba…

—Enrique IV.

—Eso es.

No, a Matías no le parecía mal que Alfonso XIII hubiera sido galanteador.

—¡Tuvo una infancia tan triste! Natural que luego quisiera divertirse un poco, ¿no le parece?

Don Emilio Santos contestó:

—En realidad, tuvo mala suerte toda su vida. Tan raquítico al nacer; la pronta muerte de sus hermanas; el atentado cuando la boda; los hijos lisiados, y, desde mil novecientos treinta y uno, el destierro. ¿No será por el número trece que le correspondió?

Matías comentó:

—Eso leí yo en un libro de «El Caballero Audaz» que me encontré en un desván en Telégrafos antes de la guerra…

La noticia impresionó también al Gobernador, quien dio las órdenes oportunas para que se cumplieran en Gerona las disposiciones del Gobierno y presidió los funerales que se celebraron en la Catedral. Sin embargo, el Gobernador fue menos indulgente en sus comentarios. Hablando con Mateo dijo:

—Era un monarca débil… Y eso no puede perdonársele a un rey.

Los más afectados en la ciudad fueron «La Voz de Alerta», ¡Carlota!, el notario Noguer, la viuda de Oriol… y los gitanos.

«La Voz de Alerta» publicó en «Ventana al mundo» una semblanza conmovida de Alfonso XIII, en la que lamentó no haber aprovechado su estancia en Italia, cuando huyó de la zona «roja», para rendirle una visita de pleitesía. En dicha semblanza «La Voz de Alerta» recordó también que fue Alfonso XIII quien consagró España al Sagrado Corazón de Jesús, entronizando su imagen en el Cerro de los Ángeles.

Carlota, monárquica hasta la médula, en los funerales lloriqueó y a la salida dijo:

—A ver si la profecía de don Anselmo Ichaso se cumple y pronto gobierna a España un verdadero rey y no un general.

En cuanto a los gitanos, asistieron en masa al funeral —y entre ellos figuraba «El Niño de Jaén»—, colocándose con sus exóticos atuendos en los altares laterales del gran templo cuyos orígenes Ignacio detalló tan minuciosamente a Ana María…

Para muchos gerundenses aquel acto de adhesión de los gitanos constituyó una sorpresa. Pero el notario Noguer, que tantas cosas sabía, dio la necesaria explicación:

—Es cosa sabida… En España los gitanos son católicos… y monárquicos. Adoran al Papa, a la Virgen de Lourdes y al Rey. No hay que olvidar que ellos se consideran descendientes de los faraones…

La viuda Oriol comentó:

—No deja de ser curioso.

* * *

El padre Forteza vivía una temporada de muy intensa actividad, aunque a menudo, al leer noticias como la de la construcción en Madrid de albergues para mendigos, sentía ganas de abandonar los quehaceres apostólicos que lo absorbían en Gerona y dedicarse íntegramente a los pobres. Instalarse en el barrio de la Barca y entregar allí la vida por los necesitados. Le temía a la Iglesia triunfante… Les temía a las riquísimas casullas que exhibía el doctor Gregorio Lascasas. Temía que los fieles interpretaran con malicia el hecho de que quien atendió al Rey en su muerte fuera precisamente un miembro de la Compañía de Jesús…

Sin embargo, entretanto, y mientras meditaba al respecto, continuaba asistiendo a los reclusos en la cárcel, a la que había llegado un nuevo director que invitaba a la población penal a cantar los himnos con el brazo extendido, lo que creaba problemas.

Continuaba ocupándose de la causa de beatificación de César, recogiendo, de acuerdo con lo que dijera a los Alvear, los testimonios directos de aquellas personas que se beneficiaron de la labor caritativa del seminarista, labor de un volumen verdaderamente insospechado. Asimismo, el jesuita dedicaba como siempre muchas horas a la Congregación Mariana, con resultados que él estimaba positivos. Una serie de muchachos, presididos por Alfonso Estrada, llevaban una vida ejemplar, haciendo honor a la cinta azul que les colgaba del pecho en los actos litúrgicos. Eran muchachos dignos, serios… y castos. Tal vez Matías, consecuente con su tesis más o menos irónica, hubiera tildado a muchos de ellos de faltos de virilidad, por lo menos en su aspecto externo y en sus ademanes. «¿Por qué será que casi ningún congregante tiene necesidad de afeitarse?». Pero el padre Forteza estaba convencido de que la objeción carecía de valor, de que él insuflaba a aquellos chicos una formación que los convertía en hombres, en el más recio sentido de la palabra. Admitía que la castidad juvenil, acompañada de un fervoroso amor a la Virgen, podía producir en determinados casos cierta inestabilidad emocional; pero entendía que tal peligro quedaba compensado con creces por el sistema directo de confesión que continuaba utilizando en su celda, en aquella celda de la ropa puesta a secar, del desbarajuste, del crucifijo austero y de la jaula con un pajarillo…

¡Ah, sí, el padre Forteza aborrecía cada día más la religión «merengue» y seguía resistiéndose a escuchar en confesión a las prolijas mujeres! «San Francisco Javier, San Francisco Javier es el modelo… —repetía una y otra vez, sobre todo cuando recibía carta de su hermano, misionero en Nagasaki, donde el santo predicó—. Rezaba… pero sabía enfrentarse con los maremotos. Y con el hambre. Y con los gobernantes japoneses».

El más difícil de los congregantes que tenía a su cargo era Pablito. Pablito, además de sus pinitos literarios, seguía soñando noche tras noche, día tras día, con redondeces de mujer, y le salían granos en la cara. El padre Forteza le obligaba a reventarse esos granos delante del espejo, al tiempo que le decía: «¡Fuera ese pus! ¡A dominarte! ¡Demuestra que eres hombre!». Pablito pensaba: «¿No lo demostré ya llorando en el lecho de mi madre?». Pero era el caso que esa otra hombría que le exigía el padre Forteza le costaba al muchacho un esfuerzo mucho mayor, de suerte que habitualmente se declaraba vencido, cayendo siempre en lo mismo. Cada semana el padre Forteza le repetía: «De acuerdo. ¿Ves este cilicio? Mañana me lo apretaré un poco más… ¿A ver si durante esta semana consigues aguantarte!». Pablito entonces no sabía si besarle la mano al jesuita, si indignarse con él y no verlo más, o si encerrarse en su cuarto a leer novelas de Salgari.

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