Ha estallado la paz (24 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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Ahora bien, no todos los gerundenses eran muchedumbre amorfa. En consecuencia, no faltaron personas a las que la noticia de que Alemania construía mil aviones diarios causó visible preocupación, y que por otra parte criticaban con dureza los derroches publicitarios a escala nacional de que Mateo se había hecho eco. ¡Hogueras en las montañas, la espada del Cid! ¿Es que no había otros quehaceres más urgentes? ¿Por qué no se reparaba la carretera Gerona-Olot, que estaba hecha una calamidad? ¿Y por qué Mussolini, en vez de regalarle a la ciudad de Zaragoza bustos de emperadores, no le regala una nueva estación ferroviaria o un nuevo edificio de Correos?

Uno de los más ostentosos disidentes, comparable en cierto sentido al doctor Chaos, era precisamente el teniente jurídico Manolo Fontana.

El teniente Manolo Fontana, cuya brillante hoja de servicios le permitía también levantar impunemente la voz, en las tertulias del Casino manifestó sin ambages que consideraba aquel juego exhibicionista y adulador harto peligroso, por cuanto desconectaba de la realidad y desembocaba fatalmente en el endiosamiento. «Si a mí me sepultaran bajo espadas de oro, títulos y medallas, acabaría emborrachándome y sintiéndome infalible». «Yo no hice la guerra para que luego nos dedicáramos a cantar ópera». Esther, la joven esposa de Manolo, que hablaba con inimitable acento andaluz, le dijo a José Luis Martínez de Soria: «¿Qué sensación debe de causar que le llamen a uno Salvador Invicto?».

José Luis Martínez de Soria, que desde el incidente del baile no se llevaba muy bien con el matrimonio Fontana, escuchaba estos lamentos con la sonrisa en los labios. Se abstenía de opinar con respecto a las potencias del Eje, «porque en su opinión era un error meter en el mismo saco al Führer y al Duce»; ahora bien, estimaba absolutamente lógico que José Antonio tuviera un sitio en El Escorial. «La historia está llena de símbolos, ¿no es cierto? ¿Qué mal hay en ello?». Y en cuanto a Franco su convicción era que se trataba de un hombre básicamente modesto y que todos los honores que pudieran rendirle debían de tenerle sin cuidado. «Imagino que acepta esto como el camarada Dávila ha de aceptar los jamones y los pollos que le regalan los campesinos agradecidos». «No creo que se endiose jamás, y si alguna virtud ha demostrado hasta ahora es el sentido realista».

—Si tan modesto es, ¿por qué consiente esa invasión de fotografías suyas en todas partes?

—Sabe que es el jefe y estima que ello es necesario.

—¿Y ese faraónico Monumento a los Caídos? ¿No será que se pirra por lo árabe y que quiere construir su mezquita?

—Eso no lo hace pensando en él. Lo hace pensando en España.

Con todo, el principal núcleo de disidentes, tal como le constaba a «La Voz de Alerta», lo constituían los amigos de Matías que, diariamente, después de almorzar, se reunían con éste en el Café Nacional. La diferencia estribaba en que allí no se hablaba en voz alta, como en el
Casino de los Señores
. Todo eran fusiones, medias frases, mientras las fichas de dominó repiqueteaban en las mesas de mármol. Los componentes de dicha tertulia habían llegado a crearse un argot propio —para el caso de que algún fisgón anduviera por allí cerca—, que sólo Ramón, el fiel camarero, entendía. Alemania era el seis doble; Italia el cero doble; la Falange, un cafetito caliente, y «La Voz de Alerta», Búfalo Bill; Franco era el sheriff y José Antonio la copita de Jerez.

Matías hubiera preferido, por supuesto, que sus contertulios no hablasen de política; pero no había forma de evitarlo. ¡Con tanto marisco contribuyendo al Subsidio del Combatiente y con tanto coro ruso añorando las estepas! Por otra parte, ¿podía negarse que la compañía de aquellos hombres le resultaba agradable? Ninguno de ellos —ni Marcos, el de las cuatro o cinco aspirinas diarias; ni Galindo, de Obras Públicas, el sensacional mecanógrafo; ni Carlos Grote, oriundo de Canarias, funcionario de Abastecimientos y Transportes, etcétera—, podía hacerle olvidar a Julio García; pero tampoco tenían los derechos de éste.

—Son buena gente —decía Matías—. Pinchan, pero sin intención de dañar. La ironía por la ironía, nada más.

Tal vez estuviera en lo cierto. Por ejemplo, la principal queja que el aprensivo Marcos formulaba contra el Gobierno era que en Gerona faltaban dispensarios y, sobre todo, urinarios públicos. ¿Cabía imaginar algo más inofensivo? Y el máximo argumento que esgrimía contra Alemania e Italia era que sus sabios no habían descubierto todavía el remedio contra la calvicie. Él estaba convencido de ser el hombre más calvo de Europa, lo que lo acomplejaba sobremanera, sobre todo pensando en su mujer, que por cierto empezaba a ser llamada «la guapetona Adela». «El día que Goebbels invente un remedio contra la calvicie, le mandaré un telegrama diciéndole que puede contar conmigo».

Por su parte, Galindo, el solterón, era gallego y su «leit motif» era subir el sueldo a los peones camineros. Ayudante de ingeniero, admiraba a los italianos porque habían construido la Torre de Pisa; en cambio, detestaba a los alemanes porque el cine que elaboraban era de ínfima calidad, excepto algunos documentales. «A mí no me importa que Hitler se considere un dios; pero que inunde nuestros cines de películas interminables, con tanto casco militar y tantas niñas en bicicleta, no se lo perdono». El gallego Galindo, que fue el inventor del apodo de Búfalo Bill aplicado a «La Voz de Alerta», cada vez que oía hablar del Movimiento Nacional miraba las fichas de dominó alineadas frente a sí y decía: «Paso».

En cuanto a Carlos Grote, con el que Matías había intimado especialmente y que por ser canario le temía al invierno como el camarada Rosselló a los baches de las carreteras de la provincia, su oposición a las potencias del Eje era sin duda la más seria: estaba convencido de que éstas conducirían al mundo a una guerra mucho peor que la española: a una guerra mundial.

—Hoy quiero esto, mañana lo otro, hasta que los ingleses digan ¡basta!

—¿Y cuándo dirán ¡basta! los ingleses? —le preguntaba Matías.

—Eso no lo sé —contestaba el señor Grote—. Pero cuando lo digan, ¡que el padre Forteza nos confiese!

El Café Nacional… Todas las novedades de la ciudad y del país quedaban registradas allí, como en el Servicio de Fronteras la ficha de los repatriados. Matías no hubiera podido dejar de ir. Además, trataba a sus nuevos amigos, precisamente por su condición de depurados, con tal gentileza, que todos ellos lo apreciaban de veras, cada día más. Naturalmente, le tomaban el pelo porque, si Dios no le ponía remedio, iba a ser nada menos que suegro de Mateo y de María. «Dos palomitas, ¿verdad Matías?». Matías se echaba para atrás el sombrero madrileño. «Señores —comentaba, en respuesta a las chanzas de sus amigos—, a mí las palomitas me preocupan muy poco. A mí lo que me preocupa es el reuma, que no me deja dormir por las noches, y, sobre todo, ese elemento de Guadalajara de que habló el periódico, que compraba duros a seis pesetas y los vendía a siete en Portugal…».

Capítulo XII

Manolo Fontana, teniente jurídico honorario a raíz de la guerra, no podía con su alma. Las tareas de represión o, como las llamaba «La Voz de Alerta», de limpieza, proseguían en todas partes; en Gerona, con ritmo acelerado, pues los detenidos en el Seminario —de acuerdo con la apreciación de la Torre de Babel— sumaban una cifra enorme, suministrada en gran parte por los pueblos. Ello suponía que lo menos tres veces a la semana Manolo debía actuar de «defensor de oficio» y muy a menudo, al entrar en la Sala, no había tenido tiempo siquiera de abrir el sumario de turno.

«¿Comprendes, Esther? —decía Manolo—. Sin conocer el sumario, ¿cómo puedo yo defender a esos hombres?».

Manolo Fontana era hijo del prestigioso abogado barcelonés José María Fontana Vergas, hombre ponderado, ecuánime, que amaba la buena administración de las leyes como doña Cecilia, la esposa del general Sánchez Bravo, amaba los sombreros y los collares, y como mosén Falcó, el dinámico consiliario de Falange, amaba «la santa intransigencia».

El doctor Chaos, pues, aun sin ser psiquiatra de profesión, hubiera podido diagnosticar con facilidad lo que le ocurría a Manolo en Gerona, el porqué de su creciente inconformismo, de sus reiteradas protestas. Manolo había aprendido en el bufete paterno el respeto a la legalidad jurídica y no conseguía adaptarse a los procedimientos empleados en
Auditoría de Guerra
. Ésa era la clave de la cuestión. Tales procedimientos diferían hasta tal extremo de los consejos que su padre le dio desde que empezó a estudiar Derecho, que cada día se sentía más incómodo vistiendo el uniforme.

De talante deportivo y alegre —de ahí su barbita a lo Balbo, la flexibilidad de su léxico y su pasión por los chistes y por la música de jazz—, veía agriarse paulatinamente su carácter. Esther sufría por él. Y también los dos hijos del matrimonio, Jacinto, de siete años, y Clara de cinco. «Papá, ¿por qué no nos llevas a hombros como antes?». «Papá, ¿cuándo volverás a hacernos sesiones de títeres?». ¡Ah, todo resultaba inútil! Las quejas de Manolo se perdían en las aguas del Oñar. El mecanismo puesto en marcha era arrollador. Las leyes, encabezadas por la de Responsabilidades Políticas, pecaban de ambigüedad, puesto que hablaban de «oposición al Movimiento Nacional con actos concretos o pasividad grave»; del delito de haber pertenecido «a partidos o agrupaciones de análoga significación»; de «adhesión al Frente Popular por el solo hecho de serlo»; etcétera.

—¿Te das cuenta, Esther? Pasividad grave, análoga significación, adhesión al Frente Popular… ¿Desde cuándo estos términos tienen valor legal? Se prestan a toda suerte de equívocos y de abusos.

Por si fuera poco, si los firmantes de las denuncias eran personas como «La Voz de Alerta» o Jorge de Batlle, no debían siquiera hacer acto de presencia en la Sala: con su firma bastaba. De los interrogatorios previos se encargaba la brigadilla Diéguez, utilizando procedimientos poco amables. En cuanto al Tribunal, formado por militares —habitualmente, un teniente coronel y cuatro capitanes—, sus deliberaciones eran a menudo muy breves y sus veredictos acostumbraban a ser duros.

Lo malo era que Manolo Fontana no se limitaba a desahogarse con Esther. Como es sabido, expresaba en voz alta sus opiniones dondequiera que se encontrase. En vano sus amigos le advertían: «Por favor, Manolo, repórtate… Esto va a acarrearte algún disgusto». Nada que hacer. «Lo digo y lo sostengo. Luché como el primero. Por tanto, no me neguéis ahora el derecho al pataleo…»

Por fortuna, surgió una persona —Esther no se lo agradecería nunca lo bastante— que consiguió hacerlo entrar en razón, gracias a que se había ido ganando en buena lid una muy buena autoridad moral sobre él, como antaño se la ganara sobre Mateo e Ignacio: el profesor Civil. El profesor Civil, desde la cumbre de sus años y de sus canas, con la ventaja de que se conocía también el Código al dedillo, hizo el milagro de convencer a Manolo de que gastar la pólvora en salvas era, no sólo arriesgado, sino poco inteligente.

—Cuando no puedas más, cuando sientas necesidad de salir al balcón e improvisar un mitin, vente a casa y tomaremos juntos una copa de coñac.

El profesor Civil hablaba de este modo, primero porque la postura de su joven amigo le inspiraba respeto y segundo porque en su fuero interno sufría sustancialmente idéntica incomodidad. Además, el profesor se encontraba solo, con su esposa enferma, en la cama. Había perdido con la guerra a su hijo Benito, de Falange; y su otro hijo, Carlos, casado y con tres hijos pequeños, había encontrado en Barcelona un buen empleo en una inmobiliaria y se había trasladado allí. «Sí, hombre, ven a verme. Se me han llevado incluso a mis nietos. También yo necesito desahogarme…»

Manolo le hizo caso. ¡Cuántos diálogos sostuvo con el profesor Civil, los muebles de cuyo despacho —a excepción del piano— eran muy semejantes a los que el padre de Manolo tenía en su bufete de Barcelona!

Naturalmente, el profesor Civil, que en la cárcel había aprendido a dominar sus impulsos, procuraba no echar leña al fuego… Aun a sabiendas de que no había testigos, creía que su obligación era en última instancia calmar a Manolo y encauzarlo a pesar el pro y el contra de los hechos. Pero ocurría que los datos que Manolo aportaba eran con frecuencia tan rigurosos, que al profesor le costaba lo suyo mantenerse en su papel de catalizador.

—¿Se imagina, mi querido profesor Civil, la cifra de detenidos que arrojarían todas las cárceles de España? ¿Y si pudiéramos llevar la cuenta de las sentencias diarias? En el campo de concentración de Albatera, en Alicante, hay veinte mil prisioneros… En el Norte, ¡quién sabe! Nosotros juzgamos aquí un promedio de treinta diarios: exceptuando los domingos, claro. Los domingos la Audiencia permanece cerrada, tal vez porque los jueces deben consagrar su jornada al Señor…

El profesor Civil, encorvado en su mesa, miraba a Manolo por encima de las gafas.

—De todos modos, Manolo, piensa que la guerra ha sido feroz y que en la zona roja la cosa era mucho peor. Por ejemplo, que yo sepa, en Gerona no funciona ninguna checa…

—¡Pero la guerra ha terminado! ¿No cree usted que eso cambia las cosas? Además, ¿vamos a ponernos al nivel de los Tribunales rojos? El presidente aquí es un teniente coronel del Ejército, no un carterista del «Metro» o un delincuente común…

—Tienes razón, hijo… Pero se da la circunstancia de que a ese teniente coronel los anarquistas, como tú sabes, le mataron en Albacete a la mujer y a un hijo de tu edad. ¿Entonces?

—¡Entonces habría que prohibirle que ejerciera! La justicia ha de ser neutral.

—¡Huy, estimado Manolo! Eso es pedir peras al olmo. Eso funciona a base de escalafón, como en todas partes. Además, ¿qué ganarás protestando por ahí? Destrozarte los nervios, nada más. Desde que entraste por esa puerta no has parado de fumar un pitillo tras otro…

Manolo aplastaba «ipso facto» la colilla en el cenicero.

—Compréndalo, profesor… Me encuentro solo en Auditoría. Mis compañeros «de oficio» no quieren complicaciones. Se limitan a levantarse y decir: «Pido para el acusado la máxima clemencia», sin aportar testigos a su favor ni atenuantes de ninguna clase.

—Te comprendo, Manolo. Pero no vayas a creer por eso que tu papel es el peor. ¿Conoces al alférez Montero?

—Sí, es amigo mío.

—Pues dile que te cuente… Cuando le toca mandar el piquete de ejecución, ha de acercarse luego a los fusilados y pegarles el tiro de gracia…

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