Ha estallado la paz (104 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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En las enseñanzas recibidas desde su llegada a la capital de la URSS flotaba la idea de que serían Rusia y Alemania los países que impondrían en Europa su ley, en cuanto Inglaterra se rindiera. Rusia aportaría sus inmensos recursos… y Alemania su preparación técnica.

De repente, todo habla cambiado. Hitler había demostrado que no quería competidores y que su afán era que esos recursos de la URSS pasaran a formar parte del patrimonio alemán. Desde el primer momento Ruano, el intelectual madrileño, había afirmado que el ataque alemán no era «antibolchevique», no era «ideológico», sino «físico y económico». Hitler pretendía apoderarse de las riquezas del subsuelo ruso, del petróleo del Cáucaso, etcétera, e impedir que la Unión Soviética se convirtiera realmente, andando el tiempo, en una gran potencia. Opinión que coincidía extrañamente con la formulada, según noticias de «La Voz de Alerta», por el conde Ciano y por Mussolini.

Así, pues, Cosme Vila, además de desconcertado, estaba asustado. Su aislamiento informativo había continuado siendo prácticamente absoluto: él y sus camaradas ignoraban lo que ocurría en «las altas esferas» infinitamente más de lo que, en España, pudieran ignorarlo el Gobernador y Mateo. Desde 1939 habían conseguido sostener breves diálogos con «La Pasionaria», cuya fotografía aparecía constantemente en los periódicos; con Togliatti, el jefe italiano; con André Marty, el jefe francés; con el checo Gotwald, todos los cuales, en el momento de producirse el ataque alemán, se encontraban pasando sus vacaciones en Kunsevo; pero siempre habían tropezado con una indiferencia glacial por parte de estos dirigentes. Asimismo, habían hecho una visita a la Academia Frunze, donde recibían cursos superiores de enseñanza militar Modesto, Líster, Tagüeña, etcétera, pero el divorcio fue allí aún mayor. En cuanto al
Campesino
, que tal vez hubiera sido el más asequible, desde primeros de 1941 había sido expulsado de dicha Academia por «indisciplinado», por continuar negándose a rusificarse y por cantarle las verdades al lucero del alba, y a la sazón se encontraba trabajando en la construcción del faraónico Metro de Moscú, de mármol, construcción que a raíz de la guerra se aceleró, pues «podía convertirse en el mejor refugio antiaéreo de la capital».

El susto de Cosme Vila era, pues, doble. Acostumbrado a llamar a Churchill «el primero entre los estranguladores del movimiento de liberación de los pueblos», de pronto debía llamarlo «el mejor aliado de Rusia», puesto que había prometido a Stalin aviones, botas, diez mil toneladas de caucho, aluminio y evitar, mediante vigilancia aérea y marítima por las aguas del norte, que Alemania atacara a Rusia por el Ártico. Lo mismo ocurría con respecto a Roosevelt, «vil encarnación del sistema opresor del capital sobre el proletariado». Roosevelt estaba dispuesto a ayudar sin tasa a la Unión Soviética en su lucha contra «los caníbales Hitler y Von Ribbentrop» enviando mercancías de todas clases, y a partir de ahí era «leal a la causa del pueblo ruso».

Por otra parte, el primer golpe de efecto alemán había socavado las raíces del Kremlin, y Cosme Vila lo sabía. Cosme Vila había captado en la radio una información según la cual en el primer «raid» la aviación alemana había destruido por sorpresa en el suelo ruso, en sus fábricas y aeródromos, tres mil aviones. Y en pocas jornadas las divisiones blindadas de Hitler habían avanzado hasta Minsk. Y era cierto que muchas unidades rusas huían o se entregaban al enemigo; aunque, según Soldevila y Puigvert, que en la Escuela estaban especializándose en el estudio de las diferencias étnicas de la población rusa, se trataba, en estos casos, o bien de divisiones ucranianas, minadas por sentimientos de independencia, o bien de regimientos de
calmucos
o de montañeses del Cáucaso. En suma, una minoría; los demás combatientes resistían… en la medida de sus fuerzas. La inquietante pregunta de Cosme Vila era: «¿Conseguiría Stalin controlar la situación?». Imposible predecirlo. Cosme Vila confiaba en él, ¡cómo no! Pero ¡Hitler llevaba tanto tiempo preparándose…!

Varios aspectos de la actitud de Stalin le infundían cierta esperanza, aunque sólo el tiempo diría si no habrían constituido un mero espejismo. Aspectos escasamente ortodoxos desde el punto de vista comunista, pero que denotaban astucia y picardía. Por ejemplo, el «Padre de la Unión Soviética» había tardado diez días, desde el rompimiento de las hostilidades, en dirigirse personalmente al pueblo ruso, señal de que había meditado detenidamente lo que iba a decir; y sus palabras fueron: «Camaradas, ciudadanos, hermanos y hermanas, soldados y marinos… Me dirijo, amigos míos, a todos vosotros…» «El ataque contra nuestro país es una perfidia que no tiene paralelo en la historia». «¡Muerte al invasor!». «Que cada cual se bata con ánimo de no retroceder, diciéndose a sí mismo: no he de morir sin antes dejar junto a mí el cadáver de un alemán…»

Lenguaje insólito, a fe. Ni una alusión al socialismo ni al Partido. En vez de proletarios, ciudadanos, hermanos, hermanas… En vez de Repúblicas Soviéticas, país… En vez de enemigo del comunismo, invasor… Todo ello unido al léxico empleado por los periódicos, indicaba que Stalin, para hacer frente a aquella guerra, invocaba al patriotismo y no a la revolución. ¡Ah, Stalin debía de saber muy bien que estaba muy lejos de contar con la adhesión de los doscientos millones de rusos! En cambio, si apelaba al concepto de Patria y él conseguía erigirse en catalizador…

—O mucho me equivoco —comentó Cosme Vila—, o pronto leeremos en
Pravda
elogios a Pedro el Grande, a Catalina II, y va a ser eso, patriótica… Guerra rusa contra el germanismo, el eterno enemigo… El «viejo» se las sabe todas…

Otra medida que Cosme Vila alineó en el mismo frente psicológico: la orden dada por Stalin de deportar a Siberia a todos los habitantes de origen alemán, incluyendo a los comunistas, y el anuncio según el cual Hitler atacaría de modo preferente a los semitas —¡el padre Forteza habría acertado, pues!— y desataría una campaña feroz contra los
koljoses
, es decir, contra las cooperativas agrícolas.

Y otra: su reconciliación con la Iglesia Ortodoxa, que «durante centurias había salvaguardado la unidad nacional contra los mahometanos y contra la Polonia católica».

Stalin recibió en el Kremlin, ¡quién pudo predecirlo!, al Metropolitano de Moscú y a siete arzobispos.

Todo ello resultaba apasionante desde el punto de vista estratégico, pero no aminoraba la gravedad de la situación presente. ¿Qué ocurriría? ¿Y si Hitler, contestando a estas artimañas con la fuerza del hierro, continuaba penetrando hacia el interior de Rusia? Decíase que, en el Kremlin, Stalin se estaba construyendo un refugio especial; pero se hablaba también de trasladar el Gobierno a la ciudad de Gorki…

—¿Y qué será de nosotros, los españoles? ¿De los que estamos en Moscú y de los que trabajan en las fábricas? ¿Qué será de Regina Suárez y de sus alumnos? ¿De todos los niños españoles que andan por ahí?

Cosme Vila temía que en un momento de crisis, cualquier «extranjero» fuera considerado peligroso, como les había ocurrido a los súbditos de origen alemán; y que fueran deportados… o convertidos en carne de cañón.

—Lo más probable —decía Soldevila— es que muchos de nuestros compatriotas se ofrezcan voluntarios para ir a luchar… ¡Las fábricas y las minas son tan aburridas!

—A mí me parece —opinó Ruano— que si en alguien Stalin puede tener confianza es precisamente en nosotros, los españoles. Quién sabe si nos llamará para custodiar el propio Kremlin, en caso de que la situación empeore…

Una cosa resultaba cierta: Cosme Vila y sus camaradas de la Escuela de Formación Política no se ofrecerían voluntarios para tomar un fusil… Habían cobrado conciencia de élite; se habían, por decirlo así, burocratizado. La demografía rusa, la anónima densidad de la población —aquellas ciento ochenta y tres razas de que les había hablado su primer profesor, el lituano—, era la que debía llevar el peso directo de la batalla. La mujer de Cosme Vila lloriqueaba… Les temía a los bombardeos. «No tenemos ningún refugio cerca de casa… Y si es verdad que los alemanes fusilan a las mujeres y a los niños…» ¡Ah, el eterno miedo de aquella mujer! Menos mal que, si la guerra se prolongaba —si conseguía resistirse hasta el invierno—, sabría hacer milagros en la cocina, con el poco racionamiento que les fuera asignado…

El 20 de julio Cosme Vila y sus amigos tuvieron en sus manos el texto íntegro del discurso que Franco había pronunciado en Madrid el día 18, «aniversario del Alzamiento», ante el Consejo Nacional. Tal discurso les produjo una fuerte impresión, por la rotundidad de las afirmaciones del «Caudillo», que contrastaban con su habitual y comedido lenguaje. «La suerte está echada. En nuestros campos se dieron y se ganaron las primeras batallas. En los diversos escenarios de la guerra de Europa tuvieron lugar las decisivas para nuestro Continente. Y la terrible pesadilla de nuestra generación, la destrucción del comunismo ruso, es ya de todo punto inevitable. No existe fuerza humana capaz de torcer estos destinos…» Más adelante añadió: «Se ha planteado mal la guerra y los aliados la han perdido. Así lo han reconocido, en la propia Francia, todos los pueblos de la Europa Continental. Se confió en la resolución de las diferencias a la suerte de las armas y ésta les ha sido adversa. Nada se espera ya del propio esfuerzo; claro y terminantemente lo declaran los propios gobernantes. Es una nueva guerra la que se pretende, una guerra entre los continentes, que prolongando su agonía les dé una apariencia de vida, y ante esto, los que amamos a América, sentimos la inquietud de los momentos y hacemos votos porque no les alcance el mal que presentimos». «La campaña contra la Rusia de los Soviets, con la que hoy aparece solidarizado el mundo plutocrático, no puede ya desfigurar el resultado. Sus añoradas masas sólo multiplicarán las proporciones de la catástrofe».

«La Cruzada emprendida contra la dictadura comunista ha destruido de un golpe la artificiosa campaña contra los países totalitarios. ¡Stalin, el criminal dictador rojo, es ya aliado de las democracias! Nuestro Movimiento alcanza hoy en el mundo justificación insospechada. En estos momentos en que las armas alemanas dirigen la batalla que Europa y el Cristianismo desde hace tantos años anhelaban, y en que la sangre de nuestra juventud va a unirse a la de nuestros camaradas del Eje, como expresión viva de solidaridad, renovemos nuestra fe en los destinos de nuestra Patria, que habrá de velar estrechamente unidos nuestros ejércitos y la Falange».

Cosme Vila comentó:

—La cosa está clara. Franco le teme a la intervención de los Estados Unidos…

Ruano, que echaba de menos el tabaco español —el que fumaba en Rusia le producía carraspera—, añadió:

—De todos modos, también el «gallego» se las sabe todas… ¿Qué pretende con esa División Azul, con esa sangre de la juventud española? No hay más que una explicación: comprar, con unos cuantos muertos, el derecho a participar luego en el reparto del botín…

Soldevila se sulfuró.

—Pero ¿de qué estás hablando? ¿Es que das por perdida la guerra? Ruano miró al techo de aquella casa de la calle de Bujanian, en el que la humedad había trazado unas líneas que remedaban las de un frente de batalla.

—Si los Estados Unidos se limitan a enviarnos unos cuantos tanques y latas de conservas, sí… Necesitamos eso que Franco teme: que declaren la guerra a Hitler. Mi impresión es que, con nuestros propios medios, aquí no tenemos nada que hacer…

* * *

Los comunistas españoles residentes fuera de Rusia, repartidos por el mundo entero, vivían también, al igual que Cosme Vila y sus camaradas, horas angustiosas. Sin embargo, no cejaban en su labor. En Hispanoamérica, desde Santo Domingo y Cuba hasta Uruguay, Panamá y la Argentina, habían creado multitud de organizaciones «con el objeto de recoger fondos para ayudar a los pueblos invadidos de Europa», pero que en realidad servían para ampliar sus tentáculos. Dichas organizaciones recibían los más diversos nombres: Frente Nacional Antifascista, Liga de Mutilados de la Guerra de España, Comité de Ayuda a la URSS, etcétera. Y sus miembros procuraban introducirse en los antiguos y tradicionales Centros de emigrantes españoles —gallegos, asturianos…— y en las Universidades. El núcleo de mayor expansión era Méjico, el único país que sostenía relaciones oficiales con los exilados españoles, y cuyas bellezas naturales y originalidad temperamental habían terminado por subyugar a David y Olga.

Aparte de los exilados españoles comunistas, actuaban también con tesón antiguos combatientes de las Brigadas Internacionales, muchos de ellos utilizando falsos pasaportes: los que habían pertenecido a los componentes de la Brigada Lincoln, de los Estados Unidos, que había luchado en la guerra de España.

Gorki, en Perpignan, es decir, en la Francia no ocupada, había perdido alrededor de veinte kilos. Separado de Cosme Vila, siempre con la espada del mariscal Pétain apuntando a su barriga, no sabía qué hacer. No se atrevía a instalar ninguna emisora clandestina ni a editar ningún folleto contra la Virgen de Lourdes. Vagaba por los cafés, en los que a veces coincidía con Canela, la cual estaba furiosa porque el prohombre de Izquierda Republicana que la protegía cuando Ignacio habló con ella, la había abandonado; y porque la disputa pública que sostenían Negrín y Prieto en el exilio —éste en Méjico, y aquél en Londres— sobre los «fondos monetarios pertenecientes a la República Española», ofrecía al mundo un espectáculo lamentable.

Por otra parte, Gorki había perdido a José Alvear, con quien en las horas trágicas de la invasión alemana de Francia había hecho buenas migas. José Alvear permaneció unos meses con Gorki en Perpignan, echando de menos a su
madame
Bidot, de Toulouse; pero de repente, enterado de que en la Francia ocupada, sobre todo por el Norte, se habían fundado embrionarias células de resistencia francesa, favorables a la Francia Libre de De Gaulle, había cruzado sin más la línea divisoria y se había ido primero a Lyon y luego a París, donde se encontró con Antonio Casal, muerto de miedo, dudando entre esconderse en cualquier
chambre de bonne
o irse a trabajar a Alemania, puesto que «allí pagaban buenos sueldos, suficientes para alimentar a la familia».

—¡Abur…! —le había dicho José Alvear a Gorki, al marchar. Y ahora, en París, estaba en contacto con otros anarquistas españoles que, en conexión con algún que otro «franchute», proyectaban volar trenes o apuñalar centinelas alemanes por la espalda; reteniéndolos únicamente el temor a las represalias anunciadas por Hitler.

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