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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (62 page)

BOOK: Guerra y paz
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En ese mismo instante el mismo general que se había presentado en Braunau, que se encontraba arriba en la entrada, levantó la mano y abrió la boca cuando de pronto una de las balas silbó tan bajo sobre la muchedumbre que todos se agacharon, golpeó algo y el general gimió y cayó en un charco de sangre. Nadie pensó en levantarle y ni tan siquiera le miró.

—¡Al hielo! ¡Al hielo! ¡Vamos! ¡Da la vuelta! ¿Es que no oyes? ¡Vamos!

De pronto tras la bala que había caído sobre el general se escucharon innumerables voces, como sucede siempre en las muchedumbres, sin saber ellas mismas qué gritaban y por qué. Uno de los cañones de atrás, que había entrado en la presa, torció hacia el hielo, la muchedumbre de soldados se arrojó instantáneamente desde la presa al hielo. Bajo uno de los soldados que iban delante el hielo se resquebrajó y una de sus piernas se sumergió en el agua, quiso ponerse de pie y se hundió hasta la cintura; los soldados más cercanos se apelotonaron los unos contra los otros, el conductor del cañón detuvo su caballo, pero por atrás aún se oían gritos: «¡Al hielo, por qué se detienen, vamos!». Los soldados que rodeaban el cañón azuzaron a los caballos para que avanzaran. Los caballos se pusieron en marcha. Un enorme trozo de hielo se desprendió y todos se arrojaron hacia atrás o hacia delante, tirándose al agua los unos a los otros con gritos desesperados que nadie pudo escuchar.

—¡Hermanos! ¡Queridos! ¡Amigos! —gritaba, escupiendo, un anciano oficial de infantería con la mejilla vendada, hundiéndose hasta la cabeza y emergiendo a la superficie, se aferró al borde del hielo, apoyándose en él con los codos y la barbilla, casi consiguiendo salvarse, pero un soldado se agarró al oficial apoyándose en sus hombros, después le arrastró y él mismo se hundió. Y después se agarraron otros soldados, hundiéndose y tratando de salvarse, ahogándose despiadadamente los unos a los otros. Por atrás se seguían escuchando las descargas que se habían escuchado durante todo el día, pero en el estanque y por encima de él volaban las balas aumentando la confusión y el horror.

XVII

E
N
las colinas de Pratzen, en el mismo sitio donde había caído con la bandera en la mano, yacía el príncipe Andréi Bolkonski perdiendo sangre, y sin él mismo saberlo, dejando escapar leves quejidos lastimeros e infantiles. A su lado sonó algo. Abrió los ojos, sin que él mismo creyera albergar en sí la fuerza suficiente, escuchó su gemido y cesó de emitirlo. Ante sus ojos estaban las patas de un caballo gris. Miró más arriba con esfuerzo y vio encima de él un hombre con un sombrero de tres picos, una levita gris, con un rostro feliz y a la vez infeliz. Este hombre miraba al frente con atención. El príncipe Andréi se puso a mirar en la misma dirección y vio los estanques de Augest e incluso la imagen del movimiento de los rusos sobre los estanques y el hielo, que desde la altura parecía un hermoso panorama móvil. Este hombre era Bonaparte. Le dio órdenes a los artilleros y miró hacia abajo a la derecha. El príncipe Andréi siguió la dirección de su mirada. Bonaparte miraba a un soldado ruso muerto, miraba con atención, directamente a ese cuerpo con la misma expresión indiferente con la que miraba a los vivos, como si le fuera necesario preguntar algo a ese cadáver, pero no dijo nada y siguió mirándole con atención e incluso se acercó a él. El soldado ruso no tenía cabeza, solo unos filamentos rojos de carne que le salían del cuello y la hierba seca estaba completamente regada de sangre, la mano de este soldado había adoptado un extraño tranquilo gesto, con los dedos doblados, sujetándose del botón del capote. Napoleón se volvió de nuevo hacia el campo de batalla.

—Una hermosísima muerte, de un bello hombre —dijo él mirando a la presa de Augest y volviéndose de nuevo hacia el cadáver—. Diga que la vigésima batería dispare algunas balas.

Uno de los ayudantes corrió a cumplir la orden. Napoleón se volvió hacia la izquierda y reparó en el yaciente príncipe Andréi con el asta de la bandera tirada junto a él. La bandera ya se la había llevado algún soldado francés como trofeo.

—He aquí un joven que ha sabido morir bien —dijo Napoleón, y a la vez, sin olvidar nada, dio en ese preciso momento la orden de comunicar a Lannes que avanzara hacia el arroyo la división de Frianne.

Bolkonski escuchó todo lo que decía Napoleón que se encontraba sobre él, escuchó la alabanza que Napoleón le había hecho, pero le interesaba tan poco como si una mosca zumbara por encima de él; le ardía el pecho, sentía que estaba perdiendo sangre y veía sobre sí el cielo lejano, alto e infinito. (En ese instante pensaba con tal claridad y veracidad sobre toda su vida, como no había pensado desde el día de su boda.) Sabía que ese era Napoleón, su héroe, pero en ese momento Napoleón le parecía una persona tan insignificante en comparación con lo que sucedía en ese momento entre él, su alma y ese alto e infinito cielo con nubes que evolucionaban rápidamente por él. En ese momento le daba completamente igual quién estuviera a su lado, o quién hablara de él, estaba contento de que se hubieran detenido ante él y solamente deseaba que esas personas le ayudaran y le devolvieran a la vida que de tan diferente manera entendía ahora y que amaba ahora con tanta intensidad y que tenía intención de utilizar de modo tan distinto, si la fortuna le concedía esa oportunidad. Reunió sus últimas fuerzas para moverse un poco e hizo un débil movimiento con las piernas que le arrancó involuntariamente un gemido de dolor.

—Levantad a este joven y trasladadlo al puesto de socorro. —Y Napoleón siguió adelante al encuentro del mariscal Lannes, que se acercaba a Bonaparte felicitándole por la victoria.

El príncipe Andréi no recordaría nada más, perdió el conocimiento a causa del terrible dolor que le originó la colocación sobre la camilla, el traqueteo del transporte y el tratamiento de la herida en el puesto de socorro. Se despertó más tarde, al final del día, cuando junto a otros oficiales rusos heridos y prisioneros le trasladaron al hospital. Las primeras palabras que escuchó cuando se despertó fueron las palabras de un oficial del convoy que decía apresuradamente:

—Hay que detenerse aquí, él vendrá ahora, le satisfará ver a estos señores prisioneros.

—Hoy hay tantos prisioneros, casi todo el ejército ruso, que seguramente le aburrirá —dijo otro oficial.

—¡No, qué va! Dicen que este es el comandante de toda la guardia del emperador —dijo el primero señalando a un oficial ruso con un uniforme blanco de la guardia, que Bolkonski instantáneamente reconoció como el príncipe Repnín. Se había encontrado con él en sociedad en San Petersburgo. A su lado se encontraba otro joven oficial de la caballería de la guardia. Ambos estaban heridos y era evidente que ambos se esforzaban en tener un aspecto digno y afligido. «Como si no diera todo igual», pensó el príncipe Andréi mirándoles. En ese momento se acercó Bonaparte a caballo. Le dijo algo sonriendo al general que iba a su lado.

—Ah —dijo él al ver a los prisioneros—, ¿quién es el oficial superior? Le dijeron que era el coronel, el príncipe Repnín.

—Usted era comandante del regimiento de caballería del emperador Alejandro —le preguntó Napoleón.

—Comandaba un escuadrón —respondió el príncipe Repnín.

—Su regimiento cumplió su deber con honor —dijo Napoleón.

—La alabanza de un gran general es la mejor recompensa para un soldado —fue su respuesta.

—Se la concedo con mucho gusto —dijo Napoleón, y preguntó—: ¿Quién es ese joven que se encuentra a su lado?

El príncipe Repnín le dijo que era el teniente Sujtelen, que apenas pasaba de la edad infantil.

Tras mirarlo Napoleón dijo sonriendo:

—Demasiado joven se le ha ocurrido venir a medirse con nosotros.

—La juventud no impide ser valiente —respondió audaz y expresivamente Sujtelen.

—Hermosa respuesta —dijo Napoleón—. Joven, usted llegará lejos.

El príncipe Andréi, para completar el trofeo de los prisioneros, estaba también expuesto ante los ojos del emperador y no pudo no llamar su atención. Napoleón evidentemente le reconoció.

—Bueno, y usted, joven —se dirigió a él—, ¿cómo se siente?

A pesar de que cinco minutos antes el príncipe Andréi aún con esfuerzo había conseguido decir algunas palabras, ahora, sosteniendo fijamente la mirada del emperador, calló. De nuevo pensaba en ese alto cielo, que había visto al caer herido. Todo lo presente le parecía insignificante en ese instante. Le parecían estúpidas todas las afectadas y artificiales conversaciones de Repnín y Sujtelen. Tan pequeño e insignificante le parecía su propio héroe visto ahora de cerca y habiendo perdido esa aureola de secreto y de ignorancia, le parecía tan insignificante con su mezquina vanidad en comparación con ese alto cielo. Todo parecía inútil e insignificante en comparación con ese severo y majestuoso pensamiento que le provocaba el debilitamiento a causa de la pérdida de sangre, el sufrimiento experimentado y la cercanía de la muerte. Pensaba en la insignificancia de la grandeza y la insignificancia de la vida, de la que nadie podía comprender el sentido y aún más sobre la insignificancia de la muerte, el sentido de la cual nadie de los vivos podía entender ni explicar. Sobre esto pensaba el príncipe Andréi mirando en silencio a los ojos de Napoleón. El emperador, sin esperar respuesta, se volvió y al alejarse le dijo a uno de sus mandos:

—Que cuiden de estos señores y que les lleven a mí campamento, para que mi doctor Larrey observe sus heridas. Hasta la vista, príncipe Repnín. —Y él, espoleando el caballo, siguió adelante al galope. En su rostro se reflejaban la felicidad y la alegría de un muchacho de trece años enamorado.

Los soldados que llevaban al príncipe Andréi y que le habían quitado la imagen de oro que le había colgado a su hermano la princesa María, al ver el afecto con el que el emperador se dirigía al prisionero, se apresuraron a devolvérsela. El príncipe Andréi no vio quién y cómo se la había colgado, pero de pronto se encontró sobre su pecho la imagen sujeta a la fina cadena de oro.

«Estaría bien —pensó el príncipe Andréi, mirando a la imagen que su hermana le había colgado con tal piedad y emoción—, estaría bien si todo fuera tan claro y sencillo como le parece a la pobre, bondadosa y encantadora princesa María. Qué bien estaría saber dónde buscar ayuda en la vida y saber que su significado nos va a ser desvelado y hallar ayuda incluso en la muerte, sabiendo firmemente qué habrá tras la tumba. Pero para mí ahora mientras muero, no hay nada seguro excepto la insignificancia de todo lo que conozco y la grandeza de algo que me es desconocido, desconocido pero importante.»

Las camillas comenzaron a avanzar. A cada bache sentía un insoportable dolor, le aumentó la fiebre y comenzó a delirar. Sueños sobre una vida familiar tranquila, sobre su padre, su mujer, su hermana y el futuro hijo, el arrepentimiento en relación a su mujer y la ternura que experimentó la noche anterior a la batalla eran el principal fundamento de sus imaginaciones febriles. La vida tranquila y la apacible felicidad familiar en Lysye Gory le atraían hacia sí, ya había logrado esa calma cuando se le apareció la figura del pequeño Napoleón con su mirada fría, protectora y feliz con la infelicidad de otros, le quemaba el pecho, haciéndole sufrir, le arrastraba y le despojaba de ello a Bolkonski, de todo aquello que era tranquilo y feliz.

Pronto todos los sueños se mezclaron y se fundieron en una masa, sombras de olvido y delirio, que sin lugar a dudas, según la opinión del mismo Larrey debían conducir a la muerte, más que a la curación.

—Es un hombre nervioso y bilioso —dijo Larrey—; no se recuperará.

XVIII

A
L
comienzo del año 1806 Nikolai Rostov volvió de permiso. Se acercaba de noche en un trineo tirado por caballos a la casa aún iluminada de la calle Povarskaia. Denísov también estaba de permiso y Nikolai le había persuadido de que fuera con él y se quedara en casa de su padre. Denísov dormía en el trineo después de la borrachera de la noche anterior.

«¿Llegaremos pronto? ¿Llegaremos pronto? Oh, estas insoportables calles, puestos, kalachi,
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farolas, cocheros —pensaba Nikolai echando el cuerpo hacia delante en el trineo, como si de este modo ayudara a los caballos—. ¡Denísov, hemos llegado! Duerme. Aquí está la esquina, el cruce donde para el cochero Zajar, y ahí está Zajar, y el mismo caballo. Ese es el puestecillo donde comprábamos pasteles. ¿Llegaremos pronto?»

—¿Cuál es la casa? —preguntó el cochero.

—Esa, la grande. ¿No la ves? Esa es nuestra casa. ¡Denísov!

—¿Qué?

—Hemos llegado.

—Está bien.

—Dmitri —dijo dirigiéndose al criado que iba en el pescante—, ¿hay luz en casa?

—Sí, en el despacho de su padre. Aún no se han acostado.

—Procura no olvidarte de sacar mi nueva guerrera. Puede que haya alguien. —Y Rostov se palpó los bigotes. Los tenía bien peinados—. Todo está bien. Bueno, vamos. Y ellos ni siquiera saben que llegamos.

—Seguramente llorarán, su merced —dijo Dmitri.

—Sí, bueno, tres rublos de propina. Vamos. ¡Venga, vamos! —le gritó al cochero—. Despierta, Vasia —le dijo a Denísov, que se había vuelto a dormir—. ¡Es ahí mismo, vamos, tres rublos de propina, vamos!

Nikolai saltó del trineo, y entró en el embarrado parque señorial, la casa resultaba inerte e inhospitalaria. Nadie sabía que llegaban ni salió a su encuentro. Solo el anciano Mijaíl estaba sentado y con las gafas puestas tejiendo unos lapti
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con trocitos de tela.

«¡Dios mío! ¡Qué alegría! Señor, no puedo respirar», pensó Nikolai, deteniéndose para tomar aliento.

—¡Mijaíl! ¿Cómo estás?

—¡Dios santo! —gritó Mijaíl reconociendo al joven señor—. Señor mío Jesucristo, ¿qué es esto? —Y Mijaíl, temblando de la emoción, se volvió hacia la puerta y luego volvió hacia atrás y se apretó contra el hombro de Nikolai.

—¿Están todos bien?

—Sí, gracias a Dios. Ahora acaban de cenar.

—Ven a acompañarme.

Nikolai entró de puntillas a la gran y oscura sala. Todo estaba igual, las mismas mesas de juego, las mismas grietas en las paredes, el mismo espejo sucio. Nikolai ya divisaba a una muchacha y no le dio tiempo a alcanzar el salón cuando algo impetuoso, como una tormenta, voló desde la puerta lateral y le abrazó. Hubo aún una segunda y una tercera. Y hubo aún más besos, más lágrimas, y más gritos.

—Y yo no sabía nada... ¡Koko! ¡Mi querido Kolia! Aquí está nuestro Nikolai... ¡Cómo has cambiado! ¡Velas, té!

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