Guerra y paz (5 page)

Read Guerra y paz Online

Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

BOOK: Guerra y paz
10.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No, prometa, prometa, Vasili —dijo Anna Mijáilovna yendo en pos de él, con una sonrisa de joven coqueta que seguramente había sido un rasgo peculiar suyo, pero que ahora no encajaba en absoluto con su agotado y bondadoso rostro. Era evidente que se había olvidado de sus años y movida por la costumbre utilizaba todos sus recursos femeninos. Pero tan pronto él se hubo ido, su rostro adoptó la misma expresión fría y falsa de antes. Volvió al círculo en el que el vizconde continuaba su relato y de nuevo hizo como que escuchaba, esperando la hora de marcharse, dado que ya había cumplido con su misión.

VI

E
L
final de la historia del vizconde fue como sigue:

El duque de Enghien sacó del bolsillo un frasco de cristal de roca, labrado en oro, en el que había unas gotas revitalizantes, regalo de su padre el conde Saint-Germain. Estas gotas, como es sabido, tienen el poder de devolver la vida a un muerto o un moribundo, pero no se han de administrar a nadie excepto a los miembros de la familia Condé. Una persona extraña a la que se le den las gotas se cura igual que los Condé, pero se convierte en enemigo irreconciliable de la casa del duque. Como ejemplo de esto puede servir el hecho de que el padre del duque, deseando curar a un caballo moribundo, le dio esas gotas. El caballo sobrevivió, pero después intentó unas cuantas veces tirar al jinete y una vez le llevó durante la batalla al campamento republicano. El padre del duque mató a su querido caballo. Sin tener esto en cuenta el joven y arrojado duque de Enghien vertió unas cuantas gotas en la boca de su enemigo Bonaparte y el monstruo volvió a la vida.

—¿Quién es usted? —preguntó Bonaparte.

—Un pariente de la criada —contestó el duque.

—¡Mentira! —gritó Bonaparte.

—General, estoy desarmado —contestó el duque.

—¿Su nombre?

—Soy el que le ha salvado la vida —contestó el duque.

El duque se fue, las gotas hicieron efecto y Bonaparte empezó a sentir un gran odio hacia el duque y desde aquel día juró aniquilar al desventurado y magnánimo joven. A través de sus secuaces supo por un pañuelo olvidado por el duque, en el cual estaba bordado el escudo de la casa Condé, quién era su adversario. Bonaparte ordenó con la excusa de una conspiración entre Pichegru y Georges, detener en el condado de Baden al héroe mártir y matarle.

—Ángel y diablo. Y de este modo se consumó el más horrible crimen de la historia.

De esta forma culminó el vizconde su relato y arrasado por el dolor se volvió en la silla. Todos guardaron silencio.

—El asesinato del duque fue algo más que un crimen, vizconde —dijo el príncipe Andréi sonriendo suavemente como si se burlara de él—; además fue un error.

El vizconde levantó una ceja y separó las manos, su gesto podía significar muchas cosas.

—¿Y qué les parece a ustedes esta última comedia de la coronación en Milán? —dijo Anna Pávlovna—. He aquí una nueva comedia: los pueblos de Génova y Lucca manifiestan sus deseos al señor Bonaparte. El señor Bonaparte se sienta en el trono y cumple los deseos del pueblo. ¡Esto es espléndido! Parece cosa de locos. Se diría que todo el mundo ha perdido el juicio.

El príncipe Andréi se volvió hacia el lado contrario de Anna Pávlovna, como si pensara que esas conversaciones no iban con él.

—«Dios me ha otorgado la corona. Ay de aquel que la toque» —dijo el príncipe Andréi con orgullo, como si fueran palabras suyas (palabras de Bonaparte en el momento de la coronación)—. Dicen que estuvo muy acertado al decir estas palabras —añadió él.

Anna Pávlovna miró severamente al príncipe Andréi.

—Espero —continuó ella— que esta haya sido, por fin, la gota que colma el vaso. Los soberanos no pueden tolerar por más tiempo a este hombre, que todo lo amenaza.

—¿Los soberanos? No me refiero a Rusia —dijo el vizconde educada pero desesperadamente—. ¡Los soberanos! ¿Qué es lo que han hecho por Luis XVI, por la reina, por Isabel? Nada —continuó él, animándose—. Y créanme, ahora sufren el castigo por su traición a los Borbones. ¿Los soberanos? Pero si mandan emisarios con sus respetos para el usurpador del trono.

suspiró con desdén cambiando nuevamente de posición. El príncipe Hippolyte, que había estado durante largo rato mirando al vizconde a través de los impertinentes, de pronto, al oír estas palabras se volvió hacia la princesita y pidiéndole una aguja empezó a explicarle, dibujando con la aguja en la mesa, el escudo de los Condé. Le explicó las características del escudo dando a entender que ella se lo había pedido.

—El escudo Condé presenta un broquel con estrechas líneas dentadas azules y rojas —decía él. La princesa le escuchaba sonriendo.

—Si Bonaparte continúa un año más en el trono de Francia —continuó el vizconde la conversación iniciada con el aspecto de ser una persona que no escucha a los demás y que en un asunto que conoce mejor que los otros, sigue solo el transcurrir de sus pensamientos—, las cosas irán demasiado lejos por las intrigas, la violencia, los destierros y las condenas. La sociedad, y me refiero a la buena sociedad francesa, quedará destruida para siempre. ¿Y entonces?

Se encogió de hombros y separó las manos.

—El emperador —dijo Anna Pávlovna, con la tristeza que acompañaba siempre su voz cuando hablaba de la familia imperial— ha declarado que permitirá a los mismos franceses que elijan su forma de gobierno. Y pienso sin duda alguna que su nación, una vez liberada del usurpador, se echará en brazos del legitimo rey —dijo Anna Pávlovna intentando ser amable con el emigrado y realista.

—¡Ah, si pudiera algún día llegar ese minuto feliz! —dijo el vizconde y agradeciendo la deferencia hizo una inclinación de cabeza.

—¿Y usted qué opina, monsieur Pierre? —preguntó cariñosamente Anna Pávlovna al grueso joven cuyo embarazoso silencio molestaba a la amable anfitriona—. ¿Qué opina? Usted hace poco que ha vuelto de París.

Anna Pávlovna sonreía al vizconde y a los otros esperando la respuesta, como diciendo: tengo que ser amable con él; vean cómo le hablo, aunque sé que no puede decir nada.

VII

—¡T
ODA
la nación moriría por su emperador, por el hombre más extraordinario del mundo! —dijo de pronto el joven sin ningún tipo de preámbulos, en voz alta y con acaloramiento, como un joven campesino, como si temiera que le interrumpieran y que después de haber tenido esa ocasión no le diera tiempo a explicarse plenamente. Miraba al príncipe Andréi y este sonreía.

—Es el mayor genio de nuestro siglo —continuó Pierre.

—¿Cómo? ¿Esa es su opinión? ¡Está usted bromeando! —exclamó Anna Pávlovna con un espanto, que provenía no solo de las palabras pronunciadas por el joven, sino también de esa actitud tan poco apropiada para un salón y totalmente inoportuna que expresaban las voluminosas y rollizas facciones del joven y especialmente el sonido de su voz, que era demasiado fuerte y sobre todo natural. Él no hacía gestos, hablaba de forma interrumpida, de vez en cuando se colocaba bien las gafas y miraba, pero a todas luces era evidente que ahora nadie le detendría y que iba a decir todo lo que pensaba sin tener en cuenta las consecuencias. El joven se parecía a un caballo salvaje que no ha sido domado; al que aún no se ha ensillado, ni se ha puesto las riendas, y que está tranquilo y hasta tímido y en nada se diferencia de los otros caballos, pero que cuando le ponen los arreos de pronto empieza, sin ninguna causa lógica, a torcer la cabeza, a levantarse y a encabritarse de la manera más cómica, sin saber él mismo lo que está haciendo. Era evidente que el joven había olfateado los arreos y comenzaba a encabritarse cómicamente.

—Nadie en Francia piensa ahora en los Borbones —continuó él apresuradamente para que no le interrumpieran y mirando constantemente al príncipe Andréi como si solo de él pudiera esperar apoyo—. No olviden que solo hace tres meses que volví de París.

Se expresaba en un excelente francés.

—El señor vizconde opina muy acertadamente que va a ser demasiado tarde para los Borbones. E incluso ya es tarde. Ya no hay más realistas. Unos han abandonado su patria y otros se han hecho bonapartistas. Todos los Saint-Germain se han rendido ante el emperador.

—Hay excepciones —dijo el vizconde con indulgencia.

La mundana y bien entrenada Anna Pávlovna miraba intranquila bien al vizconde, bien al inoportuno joven y no podía perdonarse haber invitado tan irresponsablemente a ese joven sin conocerle antes.

El inoportuno joven era hijo natural de un ilustre y acaudalado gran señor. Anna Pávlovna le había invitado por respeto al padre considerando que monsieur Pierre acababa de volver del extranjero donde había estado estudiando.

«Si hubiera sabido que era tan mal educado y además bonapartista», pensaba ella, mirando su enorme cabeza rapada y sus voluminosas y rollizas facciones. «Esta es la educación que le dan ahora a los jóvenes —pensaba ella—. Cómo se reconoce siempre a un hombre de la alta sociedad», decía para sus adentros, admirándose de la tranquilidad del vizconde.

—Prácticamente toda la nobleza —continuó Pierre— se ha puesto de parte de Bonaparte.

—Eso lo dicen los bonapartistas —dijo el vizconde—. Ahora es difícil conocer la opinión pública de Francia.

—Según palabras de Bonaparte —dijo el príncipe Andréi. Rápidamente todos se volvieron hacia su baja, indolente, pero siempre audible por su aplomo, voz, esperando escuchar qué es lo que había dicho Bonaparte.

—«Les he enseñado el camino a la gloria, pero lo han rechazado —continuó el príncipe Andréi después de un breve mutismo, repitiendo de nuevo las palabras de Napoleón—: les abrí mis zaguanes y toda la multitud corrió para entrar.» No sé hasta qué punto tenía derecho a hablar así, pero esto está mal, muy mal —concluyó él con una amarga sonrisa y se volvió.

—Tenía derecho a decir esto contra los realistas de la aristocracia; que ya no existe en Francia —prosiguió Pierre—, y si existe no tiene peso específico. ¿Y el pueblo? El pueblo adora al gran hombre y el pueblo lo ha elegido. El pueblo no tiene suspicacias, ven en él al mayor genio y héroe del mundo.

—Si era un héroe para algunos —dijo el vizconde, sin contestar al joven y sin siquiera mirarle, dirigiéndose a Anna Pávlovna y al príncipe Andréi—, después del asesinato del duque hay un mártir más en el cielo y un héroe menos en la tierra.

No les había dado aún tiempo a Anna Pávlovna y a los otros a apreciar estas palabras del vizconde, cuando el caballo salvaje ya había continuado con su cómico e insólito cocear.

—El sacrificio del duque de Enghien —continuó Pierre— era una necesidad de estado y yo precisamente encuentro la grandeza de espíritu en que Napoleón no dudara en cargar totalmente con la responsabilidad de este hecho.

—Usted aprueba el asesinato —articuló Anna Pávlovna con un terrible susurro.

—Entonces, monsieur Pierre, usted encuentra grandeza de espíritu en el asesinato —dijo la princesita, sonriendo y volviendo a su labor.

—¡Ah! ¡Oh! —dijeron varias voces.

—¡Formidable! —dijo de pronto en inglés el príncipe Hippolyte dándose golpecitos en las rodillas. El vizconde únicamente se encogió de hombros.

—¿Es un buen o mal acto el asesinato del duque? —dijo él sorprendiendo a todos con su tono de serenidad—. Una de dos...

Pierre sintió que este dilema se le exponía de tal modo que si respondía negativamente eso iba a suponer negar su admiración por el héroe, pero si respondía afirmativamente, que el acto era bueno, Dios sabe qué le sucedería. Respondió afirmativamente, sin temer qué pudiera ocurrirle.

—Fue un gran acto, como todos los que perpetra ese gran hombre —dijo apasionadamente, no haciendo caso del horror que se reflejaba en todos los rostros, excepto en el rostro del príncipe Andréi, y de cómo se encogían de hombros desdeñosamente; él siguió hablando solo en contra del evidente disgusto de la anfitriona. Todos menos el príncipe Andréi le escuchaban intercambiando miradas sorprendidas. El propio príncipe Andréi le escuchaba con interés y una silenciosa sonrisa.

—¿Es que él no sabía —continuó Pierre— la tempestad que se iba a desatar contra su persona a causa de la muerte del duque? Sabía que por esta única muerte le iban a obligar a luchar de nuevo con toda Europa y que se erigiría de nuevo con la victoria, porque...

—Pero ¿es usted ruso?

—Lo soy. Vencerá porque es un gran hombre. La muerte del duque era necesaria. Es un genio y los genios se cuentan entre esa recta gente que no trabajan para sí mismos, sino para la humanidad. Los realistas querían provocar de nuevo la guerra civil que él había contenido. Él necesitaba una pacificación interna, y el sacrificio del duque sirvió de ejemplo para que los Borbones cesaran en sus intrigas.

—Pero querido monsieur Pierre —dijo Anna Pávlovna adoptando al preguntar un tono dulce—, ¿cómo llama usted intrigas al modo de devolver el trono a su legítimo dueño?

—Solo la voluntad del pueblo es legítima —respondió él—, y el pueblo expulsó a los Borbones y entregó el poder al gran Napoleón.

miraba solemnemente por encima de las gafas a los presentes.

—¡Ah!
El contrato social
—dijo en voz baja el vizconde calmándose visiblemente al haber conocido la fuente de la que manaban los argumentos de su oponente.

—¡¿Y tras esto?! —exclamó Anna Pávlovna.

Pero tras esto Pierre continuó del mismo modo descortés su discurso.

—No —decía él, animándose más y más—, los Borbones y los realistas huyeron de la revolución, no pueden comprenderla. Pero este hombre se erigió sobre ella, reprimió sus abusos y conservando todo lo bueno, es decir, la igualdad de los ciudadanos y la libertad de prensa y palabra, y solo por eso ha conquistado el poder.

—Sí, si él, habiendo tomado el poder, se lo hubiera entregado al rey legítimo —dijo el vizconde irónicamente—, entonces yo le hubiera llamado gran hombre.

—No podía hacer eso. El pueblo le había dado el poder solamente para que les librara de los Borbones y porque el pueblo veía en él un gran hombre. La misma revolución ha sido una gran obra —continuó monsieur Pierre, mostrando con estas osadas y provocativas frases su extremada juventud y su deseo de expresarse con total libertad.

—¡¿La revolución y el asesinato de los reyes, una gran obra?! Tras esto...

—Yo no hablo a favor del asesinato de los reyes. Cuando apareció Napoleón la revolución ya había cumplido su tiempo y la propia nación se la entregó en las manos. Pero él entendió las ideas de la revolución y se erigió en su representante.

Other books

On Thin Ice by Eve Gaddy
El húsar by Arturo Pérez-Reverte
A Pirate’s Wife by Lynelle Clark
Telepath (Hive Mind Book 1) by Edwards, Janet
One Love by Emery, Lynn
Isaac Newton by James Gleick
Seaborne by Irons, Katherine
Must Love Breeches by Angela Quarles