Guerra y paz (12 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

BOOK: Guerra y paz
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A la condesa se le saltaron las lágrimas y reflexionó en silencio.

—Con frecuencia pienso y puede que sea pecado —dijo la princesa—, pero con frecuencia pienso: el príncipe Kiril Vladímirovich Bezújov vive solo... tiene una inmensa fortuna... ¿y por qué vive? Para él la vida es penosa y en cambio Borís acaba de empezar a vivir.

—Seguramente le dejará algo a Borís —dijo la condesa.

—Solo Dios lo sabe. Estos grandes señores tan ricos son todos unos egoístas. De todos modos iré ahora a verle con Borís y le expondré sin tapujos cuáles son mis necesidades. Que piensen lo que quieran de mí, realmente me da lo mismo cuando el destino de Borís depende de ello. —La princesa se puso en pie—. Son ahora las dos. Y a las cuatro es vuestra comida. Tendré tiempo de volver. —Y con los modales de una gran señora peterburguesa con muchas ocupaciones que sabe aprovechar el tiempo, Anna Mijáilovna fue a por su hijo y en su compañía salió al recibidor.

—Adiós, alma mía —dijo a la condesa que le había acompañado a la puerca—. Deséame suerte —dijo en voz baja para que no la oyese su hijo.

—¿Va a casa del conde Kiril Vladímirovich, querida mía? —dijo el conde desde el comedor saliendo también al recibidor—. Si se encuentra mejor invite a Pierre a comer con nosotros. Me ha visitado alguna vez y ha bailado con los niños, invítele sin discusión. Bueno, veamos cómo se ha esmerado hoy Tarás. Dicen que ni en casa del conde Orlov hubo una comida como la que daremos hoy aquí.

XIX

—M
I
querido Borís —dijo la princesa Anna Mijáilovna a su hijo, cuando la carroza de la condesa Rostov en la que viajaban cruzó la calle cubierta de paja y entró en el amplio patio sembrado de arena roja de la casa del conde Kiril Vladímirovich Bezújov—. Mi querido Borís —dijo la madre sacando una mano del viejo abrigo y poniéndola en la mano de su hijo con un movimiento tímido y cariñoso—, olvídate de tu orgullo. A pesar de todo el conde Kiril Vladímirovich es tu padrino y tu futuro depende de él. Recuérdalo, sé amable como tú sabes serlo.

—Si yo supiera que de esto vamos a obtener algo más, aparte de la humillación —respondió su hijo con frialdad—. Pero se lo he prometido y lo haré por usted. Aunque es la última vez, mamá. Recuérdelo.

A pesar de que la carroza estaba parada en la entrada, el criado miró atentamente a madre e hijo, que sin anunciarse entraban en el acristalado zaguán entre dos filas de estatuas situadas en cavidades labradas en la pared, y observando significativamente el viejo abrigo les preguntó a quién querían ver, si a las princesas o al conde y habiéndole dicho que al conde, dijo que Su Excelencia hoy se encontraba peor y que no recibía a nadie.

—Nos podemos ir —dijo en francés el hijo, que ya se imaginaba que eso iba a suceder.

—Amigo mío —dijo la madre con voz suplicante tocando de nuevo la mano del hijo como si este contacto pudiera tranquilizarle o excitarle.

Borís calló, temiendo una escena delante del criado y adoptó la traza del que está dispuesto a resistir hasta el final. Y sin quitarse el capote miró a la madre interrogativamente.

—Querido —dijo con voz cierna Anna Mijáilovna dirigiéndose al criado—, sé que el conde Kiril Vladímirovich está muy enfermo, por eso he venido... somos parientes... No le molestaré, querido... Solo necesitaría ver al príncipe Vasili Serguévich dado que él está aquí. Anúncienos, por favor.

El criado, malhumorado, tiró de la campanilla y se volvió.

—La princesa Drubetskáia visita al príncipe Vasili Serguévich —gritó al criado vestido de frac, medias y zapatos con hebilla, que acudió al rellano superior y que miraba desde lo alto de la escalera.

La madre se compuso los pliegues de su vestido de seda ceñida mirándose al espejo veneciano de cuerpo encero de la pared, y subió vigorosamente por la alfombra de la escalera, con sus zapatos de tacones desgastados.

—Querido, me lo has prometido —se volvió de nuevo a su hijo, tocándole con la mano para animarle. Su hijo, bajando los ojos, la siguió disgustado.

Entraron en un salón en que una puerta conducía a la habitación en la que se alojaba el príncipe Vasili.

En el momento en que madre e hijo, que ya estaban en el centro de la habitación, iban a preguntar el camino al viejo criado que se había puesto en pie al entrar ellos, la manilla de una de las puertas giró y salió el príncipe Vasili con bata de estar por casa de terciopelo y una sola condecoración, acompañando a un hombre guapo de cabellos negros. Este hombre era el conocido doctor peterburgués Lorrain.

—Entonces, es seguro —dijo el príncipe.

—Príncipe, equivocarse es humano, pero... —respondió el doctor tartamudeando y pronunciando las palabras latinas con entonación francesa.

—Bien, bien...

Reparando en Anna Mijáilovna y en su hijo, el príncipe Vasili despidió al doctor con una reverencia y en silencio, pero con aire interrogante, fue hasta ellos. El hijo reparó con sorpresa en que los ojos de la princesa Anna Mijáilovna adoptaron de pronto una expresión de profundo pesar.

—En qué tristes circunstancias nos vemos, príncipe... ¿Qué se sabe de nuestro querido enfermo? —dijo ella sin reparar en la mirada fría e insultante fija en ella y dirigiéndose al príncipe como si fuera un buen amigo con el que compartir el dolor. El príncipe Vasili la miró interrogativamente, casi perplejo, y luego miró a Borís. Borís se inclinó cortésmente. El príncipe Vasili, sin responder al saludo, se volvió a Anna Mijáilovna y respondió a su pregunta con un movimiento de cabeza y de labios que quería decir que no había esperanza para el enfermo.

—¿Es posible? —exclamó Anna Mijáilovna—. ¡Oh, es terrible! Resulta horrible pensar... Este es mi hijo —añadió ella, señalando a Borís—. Quería darle las gracias en persona.

Borís se inclinó de nuevo cortésmente.

—Créame, príncipe, que el corazón de una madre no olvidará lo que usted hizo por nosotros.

—Me alegra haber podido hacerle un bien, querida Anna Mijáilovna —dijo el príncipe Vasili arreglándose la gorguera y mostrando con la voz y el gesto que allí en Moscú, ante su protegida Anna Mijáilovna, su importancia era aún mayor que en San Petersburgo en la velada de Anna Scherer.

—Trate de servir bien y de ser digno —añadió él dirigiéndose severamente a Borís—. Me alegro... ¿Está aquí de permiso? —dictó él con su tono impasible.

—Espero órdenes, Su Excelencia, para incorporarme a mi nuevo destino —respondió Borís sin mostrar ni disgusto por el tono del príncipe ni deseo de entrar en conversación, pero tan tranquila y fríamente que el príncipe le miró con atención.

—¿Vive con su madre?

—Vivo en casa de la condesa Rostov —dijo Borís y añadió de nuevo fríamente—: Su Excelencia.

Decía «Su Excelencia» no solo para halagar a su interlocutor sino también para que este se abstuviera de familiaridades.

—Es ese Iliá Rostov que se casó con Natalie Z. —dijo Anna Mijáilovna.

—Lo sé, lo sé —dijo el príncipe Vasili con su monótona voz y su característico desprecio peterburgués hacia todo lo moscovita.

—Nunca he podido entender cómo Natalie decidió casarse con ese oso grasiento. Es una persona totalmente estúpida y ridícula. Y para rematar, jugador, según dicen —dijo él, expresando todo su desprecio hacia el conde Rostov y todos los que eran como él y además, que pese a sus importantes asuntos de estado, no era ajeno a los chismes de la ciudad.

—Pero es muy buena persona, príncipe —observó Anna Mijáilovna, sonriendo tiernamente, como si diera a entender que ella misma sabía que el conde Rostov se había ganado esa fama, pero pidiendo indulgencia para el pobre anciano.

—¿Qué dicen los médicos? —preguntó la princesa, después de un corto silencio y expresando de nuevo un gran pesar en su rostro lloroso.

—Hay poca esperanza —dijo el príncipe.

—Y yo que quería agradecer una vez más a mi tío todo el bien que nos ha hecho a mí y a mi hijo. Es su padrino —añadió ella con tal tono como si esta noticia fuera a alegrar extremadamente al príncipe Vasili.

El príncipe Vasili reflexionó y frunció el ceño. Anna Mijáilovna encendió que temía que ella fuera a convertirse en una rival para el testamento del conde Bezújov. Se apresuró a tranquilizarle.

—Si no fuese por mi sincero amor y devoción por mi cío —dijo ella pronunciando estas palabras con una particular seguridad y despreocupación—, conozco su carácter, bondad, rectitud, pero las princesas quedarán can solas sin él... Aún son jóvenes. —Bajó la cabeza y añadió en voz baja—: ¿Ha cumplido con su último deber, príncipe? ¡Qué valiosos son estos últimos minutos! Eso no le empeorará, hay que prepararle si está tan enfermo. Nosotras las mujeres, príncipe —sonrió con amabilidad—, siempre sabemos cómo hablar estas cosas. Es necesario que le vea. Aunque sea duro para mí, pero yo ya me he acostumbrado a sufrir.

El príncipe comprendió, como en la velada de Anna Scherer, que era difícil deshacerse de Anna Mijáilovna.

—¿No sería una pesada entrevista, querida Anna Mijáilovna? —dijo él—. Esperemos a la tarde, los doctores anunciaron una crisis.

—Pero en estos momentos no se puede esperar, príncipe. Piense que en ello se juega la salvación de su alma. ¡Oh! Es terrible, pero son los deberes de un cristiano. —De las habitaciones interiores se abrió una puerca y salió una de las princesas sobrinas del conde con bello, sombrío y frío rostro y con el largo calle asombrosamente desproporcionado con respecto a las piernas.

El príncipe Vasili se dirigió a ella:

—¿Cómo se encuentra?

—Igual. ¿Cómo quiere que esté con este ruido...? —dijo la princesa mirando a Anna Mijáilovna como a una desconocida.

—Querida, no la había reconocido —dijo Anna Mijáilovna con una alegre sonrisa dirigiéndose a la sobrina del conde con suaves pasos de ambladura—. He venido a ayudaros con mi cío. Me hago idea de lo que habéis sufrido —añadió ella con alegría alzando los ojos al cielo.

La princesa, sin siquiera sonreír, pidió que la excusaran y salió inmediatamente. Anna Mijáilovna se quito los guantes y con actitud de vencedora se instaló cómodamente en el sillón, invitando al príncipe Vasili a sentarse a su lado.

—Borís —dijo a su hijo y sonrió—. Voy a ver al conde... a mi tío y tú mientras tanto vete a ver a Pierre, querido, y no te olvides de transmitirle la invitación de los Rostov. Le han convidado a comer. Creo que no querrá ir —le dijo al príncipe.

—Al contrario —dijo el príncipe que estaba visiblemente malhumorado—. Me alegraría que me librara de ese joven. Está aquí y el conde no ha preguntado por él ni una sola vez.

Se encogió de hombros. El criado acompañó al joven abajo por la segunda escalera, al encuentro de Pierre Vladímirovich.

XX

B
ORÍS
, gracias a su carácter templado y reservado, sabía siempre cómo comportarse en situaciones difíciles. Y en ese preciso momento esa templanza y reserva se reforzaron aún más con esa nube de felicidad que le envolvía aquella mañana, durante la que se había encontrado con varios personajes y a través de la cual le era más fácil hacer involuntarios juicios sobre las maniobras y el carácter de su madre. El papel de pedigüeño que su madre le obligaba a desempeñar le era difícil de soportar, pero no se consideraba libre de culpa.

A Pierre finalmente no le había dado tiempo a elegir carrera en San Petersburgo y en efecto había sido enviado a Moscú a causa de aquel escándalo. La historia que habían contado en casa del conde Rostov era cierta. Pierre había estado presente y había ayudado a atar al policía al oso. Había llegado hacía unos cuantos días y se alojaba como siempre en casa de su padre. A pesar de que suponía que su historia era ya conocida en Moscú y que las damas que rodeaban a su padre, que siempre habían sentido animadversión hacia él, se servirían de ello para irritar al conde, el día de su llegada fue a las habitaciones de su padre. Al entrar en la sala en la que habitualmente se encontraban las princesas saludó a las damas sentadas en los bastidores mientras una de ellas leía un libro en voz alta. Eran tres. La mayor, una moza muy pulcra, de largo talle y aspecto severo, la misma que se encontrara con Anna Mijáilovna, leía; las pequeñas, ambas lozanas y bonitas, que se diferenciaban entre sí solo por el hecho de que una tenía un lunar sobre el labio, que la embellecía mucho, estaban sentadas tras los bastidores. Pierre fue recibido como si de un cadáver o de un apestado se tratara. La mayor de las princesas interrumpió la lectura y le miró en silencio con ojos asustados; la pequeña, la que no tenía lunar, de carácter alegre y risueño se inclinó hacia el bastidor para esconder la sonrisa provocada probablemente por la escena que se presentaba, que ella preveía que sería divertida. Tiró de los hilos hacia abajo y se inclinó como si examinara el bordado, sin poder apenas contener la risa.

—Buenos días, prima —dijo Pierre—. ¿Es que no me conoce?

—Le conozco demasiado bien, demasiado bien.

—¿Qué tal se encuentra el conde de salud? ¿Puedo verle? —preguntó Pierre torpemente como siempre pero sin alterarse.

—El conde sufre tanto física como moralmente y parece ser que usted se ha cuidado de causarle aún mayores sufrimientos morales.

—¿Puedo ver al conde? —repitió Pierre.

—¡Hum! Si quiere matarle, terminarle de matar, entonces puede verle. Olga, ve a ver si está listo el caldo para el tío; ya es la hora —añadió queriendo mostrar de esta manera a Pierre que ellas se ocupaban de tranquilizar a su padre, mientras que estaba claro que él se dedicaba solo a apenarle.

Olga salió. Pierre siguió de pie, miró a las hermanas y haciendo una reverencia, dijo:

—Entonces volveré a mis habitaciones. Cuando pueda verle, me avisan. —Salió y tras él sonó la risa audible sin ser escandalosa de la hermana del lunar.

Al día siguiente llegó el príncipe Vasili y se alojó en casa del conde. Hizo llamar a Pierre y le dijo:

—Querido mío, si se comporta aquí como en San Petersburgo, acabará muy mal, es todo lo que le voy a decir. El conde está muy enfermo, no tiene por qué verlo.

Desde aquel momento no habían vuelto a molestar a Pierre y él pasaba todo el día solo arriba en su habitación.

Cuando Borís entró en su habitación, Pierre, que estaba abstraído en sus pensamientos, caminaba por la misma, deteniéndose de vez en cuando en las esquinas, haciendo gestos amenazadores hacia la pared como si atravesara a un enemigo invisible con la espada, mirando severamente por encima de las gafas y reanudando de nuevo su paseo, articulando palabras incomprensibles, encogiéndose de hombros y separando los brazos.

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