Guardapolvos (15 page)

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Authors: Martín de Ambrosio

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BOOK: Guardapolvos
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Lo que hay un montón es infidelidades de guardia, gente casada, con hijos. Encima pareciera que para algunos es mejor contarla que vivirla. Viene un tipo con el que a lo mejor no tenés una gran relación y te cuenta a quién se cogió, cómo y cuándo. Yo la verdad es que no estuve mucho de joda pero si pasaba más de lo que contaban ya entramos en el terreno del escándalo. Dentro de los que están casados cada uno sabe a la perfección quiénes cogen y quiénes no. Incluso te advierten con una frase: ojo con ese que pese a estar casado o casada no tiene problemas en coger. He ido a casamientos de ciertos pibes y dos o tres años después ya les conozco mínimo otras cuatro minas. Sin divorciarse, obvio. Es algo idiosincrático, me dice, no creo que sea sólo algo propio de los médicos, aunque es cierto que el ambiente de guardias las 24 horas con camas disponibles, con acceso a una jerarquía que obviamente atrae, esa cosa de médico y enfermeras, es el ambiente propicio. Si es un sábado a la noche y todo el mundo está de joda y vos encerrado, si podés armar una fiesta ahí, la armás. No necesariamente tiene que ser sexual, me dice, cerveza, partidos de fútbol, películas, todo sirve. Pero no creo que pase por el hecho de que seamos médicos. Si hubiera guardias de abogados sería igual.

Y por otro lado, hay muchos que son jóvenes también y están solteros, de joda. Quien más quien menos, todos hemos hecho alguna trasgresión. Qué se yo, ponerse en pedo es la más común. Yo estuve todo mi primer año de guardia los sábados, entre septiembre de 2001 y septiembre de 2002. Trabajaba de lunes a viernes y el sábado enterito, así que algo tenía que permitirme. Cumpleaños, salidas de amigos, todo te perdés si laburás el sábado de noche. Y cuando sos residente estás en una etapa de la vida en que querés diversión, así que muchas veces directamente nos íbamos a tomar a un bar a unas cuadras del hospital. Que cualquier cosa nos llamaran.

A los diez minutos estaban todos quebrados. Eso pasaba muy seguido y si justo te tocaba tenías que ir a atender al paciente a como diera lugar. Una vez pasó que eran las tres de la madrugada y al traumatólogo, que estaba totalmente borracho, roto, lo llamaron al boliche porque le había caído un paciente. Tuve que ir yo, cruzar los dedos y decirle al señor «buenas noches, soy el traumatólogo, cómo le va», mientras rogaba que no tuviera ningún hueso quebrado o algo más que yo no pudiera tratar. Por suerte no tenía nada, apenas un dolorcito en la muñeca, le di un ibuprofeno y lo mandé a dormir.

Otra vez nos tocó un paciente todo lastimado al que había que suturar en áreas cercanas al ojo, de lo que se encarga el oftalmólogo, y en el resto de la cara. Pues bien, como estábamos en una fiesta y nos tuvimos que volver, lo suturamos los dos a la vez para hacerlo rápido. Son cosas que por procedimiento no se deben hacer, es primero una sutura y después otra. Pero no, este tipo, que seguro se había peleado fiero en la calle, tenía dos médicos que lo suturaban a la vez. Al menos el trámite fue rápido y volvimos a la fiesta.

Pero las guardias son una mierda, lo peor de la profesión, me dice Darío. Son veinticuatro horas encerrado, en las que por ahí dormís, pero te despertás y seguís laburando al instante. Y eso que como oftalmólogo hay poco estrés, yo dormía relativamente bien, pero siempre está la sensación de que te puede sonar el radio y tenes que bajar de raje, no te sacás la ropa, dormís casi con el ambo puesto, se come mal. Yo trataba de no descarriar mucho los sábados porque si el domingo me la pasaba durmiendo directamente no veía el sol en toda la semana. Igual, la mayoría de los que necesitan de urgencia un oftalmólogo es porque se pelearon en el boliche o por cosas menores como que le pican los ojos o tienen una conjuntivitis; sobre todo en las clínicas privadas, en las que como tienen cubierto todo vienen por pavadas. De los siete años que llevaré de guardia, te diría que sólo tuve tres o cuatro urgencias verdaderamente complicadas, de esas heroicas, de tener que subir al quirófano. La mayoría de las veces dormís de corrido; a lo sumo, bajás media hora por una conjuntivitis y seguís durmiendo.

Pero te pasás navidades y años nuevos ahí dentro. Se forma una camaradería, se hacen brindis, por ahí hasta te ponés un poco en pedo o alegre, pero seguro que preferís estar en tu casa y vestido de civil, porque el ambo es como un traje de preso. ¿Borracho se puede atender? Medianamente borracho, sí, la piloteás, te ponés una pastillita de menta y le metés para adelante. Algunas especialidades tienen dos médicos, uno inferior y otro superior, y en general es el inferior el que se hace cargo si el superior quiebra. Nunca vi armarse un lío grande, me imagino que de algún modo se resolvía sin dejar afectados. En la clínica privada, supongo que debe ser porque es difícil explicar que sancionaste a uno de tus médicos por atender borracho, debe ser eso, no pueden ser tan boludos de no ver lo que pasa. Porque los telefonistas, que suelen ser medio buchones, se dan cuenta, si pasa un médico y dice «si cae algún paciente, llamame a tal interno», pasa otro y le nombra el mismo interno y así varios, es que en ese interno hay fiesta, desde ya. Pero si les caés cada tanto con alfajores o cigarrillos por ahí te dan una mano, como cualquiera. Además, los directivos suelen ser médicos grandes que pasaron exactamente por lo mismo unos años antes, así que si la situación no se desboca, la dejan pasar. Distinto era cuando hacía guardias en el Hospital Argerich de La Boca. Eran diurnas y dos o tres veces por día te caía alguien gravemente herido, que había que reponerle sangre, víctimas de asaltos, de peleas en la Bombonera o ellos mismos delincuentes.

Más allá de ese recuerdo, Darío está, sobre todo, desencantado. Yo me hice oftalmólogo porque mi padre lo era, dice. Durante la carrera te das cuenta de que la medicina no es lo que parece. Eso del médico héroe no existe, no me interesa. Soy un oficinista, con un trabajo muy reglado, cuando termina, termina.

Le pregunto por los cirujanos, casi vedettes de todas las entrevistas que llevo hechas. No me responde con diplomacia. Los cirujanos son los peores seres humanos de la Tierra, dice. La medicina es como un régimen militarizado, si sos R-1 no podés hablar con un R-3 si no es a través del R-2; está lleno de malos tratos; si hacés algo que no les gusta, te hacen hacer una guardia castigo. En ese contexto, los cirujanos son los malos de la película. Tienen eso de creerse Dios. El clínico hace de todo por dos pesos y de repente aparece Dios con dos pases mágicos, te abre de acá hasta acá (Darío se señala su propio cuello y desciende hasta su ombligo) y listo, se lleva una pequeña fortuna. Los cirujanos son los que tienen más tiempos muertos y a la vez los que menos bola les dan a los pacientes. Son prepotentes: me cojo a quien quiero, maltrato a todos y me voy con mi camioneta 4x4. Son exhibicionistas, coger o no coger, pero que se sepa, que todos lo sepan, ¿oyeron? Son los que más subalternos tienen. Instrumentadoras, anestesistas, enfermeras, ayudantes. Todos trabajan para él. Para ser cirujano tenés que tener una cierta personalidad previa. Es un poco el ambiente que te va formando y otro poco algo que traés de la cuna. Es raro ver un cirujano introvertido, sumiso, con vida interior y que hable poco. Vienen siempre con personalidad apabullante. En cambio, si hablamos de prototipos, el traumatólogo, que le sigue en la joda, es un poco más divertido. Al cirujano no lo soportás, caricaturizado son todos así, como te dije.

¿Y la instrumentadora?, aporto. Está estigmatizada, me dice. Así como las que estudian para secretaria ejecutiva estudian para asistir a alguien y es obvio que si pueden se lo van a querer coger, lo mismo pasa con las instrumentadoras: es obvio que se van a querer coger al cirujano. He presenciado peleas entre ellas para ver si cogieron más, o a un cirujano con más estatus. El chiste prejuicioso es que ellas se quieren casar para salvarse, pero mientras tanto se los garchan. En cambio, las enfermeras son más humildes, ellas sí tienen verdadera vocación de servicio, mujeres por lo general que ni siquiera pensaron que podían llegar a médicas pero a las que les gusta estar en contacto con los pacientes. Ésa es la diferencia. La instrumentadora quiere escalar con métodos por ahí más discutibles. Insisto, no son todas así, me aclara. Y yo pienso, o recuerdo (no mientras estoy con él sino ahora, cuando escribo), que Martín Caparrós en un libro de crónicas escribió que el prejuicio es un homenaje de la razón a lo que ignora.

El otro lugar común que siempre aparece, sigue Darío, es la duda respecto de si los oftalmólogos somos médicos o no. Creen que somos técnicos o algo parecido a lo que son los odontólogos, que tienen su propia Facultad. A mi viejo todos los días le rompían las pelotas con eso; a mí, no mucho, pero cada tanto alguien salta con la preguntita.

Igual, a mí ya me interesa poco, la medicina, la oftalmología. Ahora busco calidad de vida antes que gusto profesional. El resto, ya no me interesa. No sé qué más, si querés le puedo preguntar a un residente que hizo de todo si quiere charlar con vos, ¿te parece?

1
.
Este y el siguiente testimonio fueron tomados para una nota publicada en la sección de Ciencia del diario
Perfil
del 25 de julio de 2010.

2
.
Léase apropiadamente:
a
tontas y locas y no
con
tontas y locas, como saben Les Luthiers.

CLASES SOCIALES HOSPITALARIAS

Con ésta sí, con ésta no, con esta residente
me encamo yo.

Sodomía, sodomizar, dos de mis palabras predilectas.

Almudena Grandes,

Las edades de Lulú.

Esta rara y floreciente especie (la humana) se muestra orgullosa de poseer el mayor cerebro de todos los primates, pero procura ocultar la circunstancia de que también tiene el mayor pene.

Desmond Morris,

citado por Frans de Waal.

Algunas de mis entrevistas sirvieron para que los médicos me hicieran una especie de autobiografía sexual sin que lo pidiera, casi como si estuvieran ante un psicoanalista que los requiere, un cura o un tribunal que les exige la verdad (no seré el primero en decir que en todos los casos citados se está ante el mismo principio de la confesión: el periodista ha venido a cumplir esa función con un aliciente, la posibilidad eventual de que lo contado se haga notorio y ciertas injusticias empalidezcan).

Me pasó con Verónica, cuando el otoño asomaba una tarde en un bar que todavía es tradicional en una esquina de un barrio de Buenos Aires con ínfulas, con un mozo parlanchín y al borde de la hipomanía.

Verónica habla y al principio habla en general hasta que su voz sólo recupera casos en primera persona, como en un olvido temporario de todo lo que no sea ego.

Cirujanos y traumatólogos son los más mujeriegos, arranca, le dan a todo lo que pasa por el camino. Las parejas más habituales son de cirujanos con instrumentadoras y enfermeras; y en general no se relacionan con pares cirujanas. Lo que pasa con esos tipos, los cirujanos, es que vienen en una escala imaginaria (imaginada por ellos mismos) apenas después de Dios y pisándole los talones. Cuando los ves caminar parece que los pasillos se abrieran para que la eminencia, con la frente que busca el horizonte, se desplace. Tienen plata, poder y mujeres. Pasan mucho tiempo con las instrumentadoras; no hay cirujano con el que te cruces y no te tire los perros, estén casados o no ellos, casada o no vos, dice.

Cuenta una escena de celos en un hospital del Gran Buenos Aires de una pareja de médicos que se conocieron ahí. Parece, dice, que ella le encontró un mail o un chat abierto donde quedaba claro que se iba a encontrar con una ex compañera del secundario, nada demasiado explícito al parecer, aunque yo lo conozco y sé que no es un santo (a mí se me tiró muchas veces). Y se volvió loca, entró en terapia a los gritos, revoleando historias clínicas, que lo echaba de la casa; después siguió con discusiones, más gritos y llantos. Todo eso con los chicos internados en terapia de testigos. Después se ve que se dieron cuenta o alguien les dice que salgan, que se vayan de la sala. Y la siguen en un pasillo, a la vista de todos. Entre todos rearmamos la historia de lo que pasó, dice Verónica, con lo que cada uno se enteraba.

Parece que en el pasillo ella lo obliga a hablar con la chica en discusión, Natalia. Hablá, hablá con Natalia, le dice. Decile que no la vas a ver nunca más. Lo hace pero igualmente ella se va en el auto, sola y ofendida. Y él retorna y me dice a mí, dice Verónica, me tengo que ir, me tengo que ir a casa, y a medida que dice que se tiene que ir reflexiona que tiene que llegar junto con ella: si llega antes me va a tirar todas las cosas. Y se fue, dice Verónica. Esto fue un viernes; no los vemos durante todo el fin de semana. Pero el martes él se aparece con cortes hechos por un cuchillo, evidentemente, en el cuello y las manos. El boludo fue a primeros auxilios del mismo hospital en el que trabajada, se escandaliza Verónica. Y tuvo que volver a vivir con sus padres; pero tres semanas después se amigaron y siguen juntos.

Durante ese receso yo hablé con él y le pregunté cómo estaba y siempre me decía que mal, que la extrañaba a ella. Hacé las cosas bien entonces, dice Verónica que le recriminó. Después de eso se calmó, aclara. Bueno, para algo sirven los celos, las peleas, las locuras esas, insinúo yo. Tal vez sirven para poner límites, de un modo exagerado, frenético, irracional, a lo que cada miembro de la pareja puede hacer dentro de ella. El riesgo obvio, además del papelón, es el gasto de energía de semejante pelea pública, que se pudo tornar trágica incluso, y con la posibilidad de que en definitiva la pareja se quebrara. Pero sirve para señalar los límites, sí que de un modo drástico, de qué se puede y qué no. Es como un riesgo que hay que correr para mantener lo que uno sin dudas quiere, porque ella estaba enamorada de él y lo quería, por eso la bronca y la furia. Verónica no parece muy segura de mis argumentos. Puede ser, me dice, y vuelve a las historias.

Enseguida pasa a contar el caso de Melina, una instrumentadora que andaba con un cirujano. Pero él era joven, recién recibido, aún no tenía dinero ni poder, así que ella lo engañaba: se cagan aún en la misma guardia del mismo hospital, no se filtra nada, no se respeta nada. Se perdieron los valores, concluye. Uno está tentado de preguntar qué valores pero teme perder el hilo de la narración, que es lo que importa, además de la cerveza.

Otro, Pedro, dice, me llegó a confesar que estaba enamorado de su mujer, que sería la madre de sus hijos, que no la voy a dejar nunca por nada del mundo, pero si puedo tener sexo con otras no me parece mal. Y este Pedro, tendrías que conocerlo, es realmente horrible, con muchos granos en la cara, un tipo feo. Hizo ese comentario delante de varios y varias de nosotros, en un almuerzo. Nos indignó. Podés pensarlo pero en todo caso no decirlo, dice Verónica al borde del escándalo. Con suavidad, yo le digo, o más bien le insinúo, que en realidad lo que cambia entonces no es la conducta sino el discurso. Que sería algo así como el fin de la hipocresía, reconocer en el discurso lo que verdaderamente sucede en los hechos aunque parezca una jactancia barata. No sé, dice ella, lo que pasa es que duele escucharlo tan abiertamente. Uno quiere estar bien con alguien y verbalizarlo así (usa ese verbo Verónica) es no respetar a la otra persona, que hace más de tres años que llevás a fiestas, cumpleaños y reuniones a las que vamos todos, no parece muy coherente.

El último caso es el eslabón previo a que Verónica arranque a explayarse sobre su propia vida sexual. Yo estaba casada, pero hacía rato que veníamos mal. Yo estaba mal. Decidí irme de vacaciones con él para ver si había una chance más. Para entonces yo era residente de tercer año y ahí tenés relación con residentes de años inferiores (R-3 y R-2, en la jerga). Le enseñaba a Germán, al que le decían el Rubio por obvias razones. El Rubio tenía una novia, Carla, con la que llevaba como cuatro años emparejado. Además salía con una compañera de año, Gabriela, y con Jimena, una pediatra ex residente. Él me contaba todo esto como amigo. Entonces yo estaba tan mal con mi marido que había empezado a tener una historia con un enfermero, Urquiza, que había surgido porque yo estaba convencida de que era o me estaba volviendo frígida, tan mal venía con mi marido.

Era un problema existencial, estaba sin sexo desde hacía meses; no tenía un marido sino que vivía con un amigo con el que además estaba casada. Yo siempre tenía una excusa para no ir a la cama con él, y claro, cada vez que íbamos él estaba tan atrasado, venía tan cargado, que a los dos segundos acababa y yo no alcanzaba a disfrutar una mierda. Un desastre. Claro, me había casado a los 17 casi con mi primer novio, y hasta los 28 había sido la única persona que me había tocado. Así que de repente empecé a tener una buena relación con este Urquiza; estábamos de guardia y por ahí yo no me iba a dormir aunque no hubiera pacientes por quedarme a tomar mate con él. Toda la noche con el enfermero, al principio sólo charlando. Me empezó a despertar cosas. Sobre todo la sensación de que no era finalmente una piedra, una heladera, una frígida. La primera vez creo que fuimos a un telo. Yo la pasaba re bien con él, que estaba casado y con un hijo. Nunca había cogido tan bien, quería escaparme, irme con él; arreglábamos para que entrara en la habitación en la que yo dormía durante las guardias. Pero el pajarito de la conciencia me empezó a torturar al poco tiempo, está mal lo que hacés, está mal lo que hacés, y yo sabía que con Urquiza no llegaba ni a la esquina. Me tenía que separar. Pero no sabía cómo, no quería encarar el momento. Hasta que un día…

Un día salgo del telo con Urquiza y me pasa algo que marcó el quiebre mental de la situación. No le había dicho a mi marido que estaba de guardia aunque hay muchos que lo hacen, dicen que están de guardia, nunca van al hospital y se van con sus amantes. Yo nunca me arriesgué así. Le dije que tenía un curso. Pero me explotaba la cabeza, tenía mucha culpa. Cuando vuelvo a casa, lo encuentro a mi hermano en la puerta y entramos. De repente me doy cuenta de que me había olvidado la billetera. Me la olvidé en el telo, se me paró el corazón. Le tuve que contar a él, a mi hermano que me odió, y le pedí que me llevara de nuevo a buscarla. Fuimos, la busqué, le pedí al conserje que me dejara entrar en la habitación, tuve que esperar porque había gente, horrible todo. Y no estaba ahí. En realidad, la encontré después en el auto. Típico acto fallido. Ahí dije basta. Y me separé.

Ahí es que aparece el Rubio que te mencioné antes. Era un personaje, salía con varias a la vez y no le importaba nada; a mí me contaba como amiga. Pero yo me empecé a preguntar qué le pasa a este que le tira onda a todas menos a mí. Él sabía de lo mío con Urquiza; bah, muchos ya sabían porque nos habían visto en las guardias y demás. Un domingo, finalmente, mi marido se va de casa, pero con la intención de volver, de hacer sólo un pequeño impasse para retomar la senda del matrimonio sanamente constituido. Ahí es que empiezo con el Rubio; mientras sigo viendo a Urquiza, aunque con menos énfasis. Pero este Rubio no: cortó con todas y se puso de novio conmigo, cuando yo no tenía interés en embarcarme al toque en algo así. Salimos tres años. Urquiza se me quejó un poquito pero a la larga lo entendió; es un tipo buena onda, pese a que tuvo roces con el Rubio en el hospital, no sé si por esto o por problemas previos. Todo esto en 2002, la Argentina estallaba y yo estaba feliz, había recuperado mi sexo.

Me dije, por favor, todo lo que me estaba perdiendo. Sólo tuve que lidiar un poco con mi ex marido que quería volver, y que me pidió que hiciéramos terapia de pareja, lo intentamos pero enseguida nos dimos cuenta los dos de que no tenía sentido; yo había accedido a la terapia para ayudarlo a él. Durante un tiempo largo me llevaba todos los días al hospital una flor. Pero todos los días. Y si algún día no podía, al siguiente me llevaba dos. Se caía en las guardias así de patético. En las guardias… no sé por qué pero ahí te echás los mejores polvos. Debe ser por eso del lugar prohibido, que te pueden oír. Muchos cuentan que en los lugares públicos o prohibidos se estimula la libido; a mí me gustaba eso de lo prohibido. No tenías todo el tiempo del mundo; bah, eran polvos rapiditos. Pero muy bien.

Después tuve millones de situaciones de levante ahí, pero ya paré un poco la mano. Y si acepté las insinuaciones, después la concreción fue afuera. Ya está, en el hospital se trabaja y listo. Ahora en las guardias del domingo, en las que somos muchos, unas doce personas, está todo tranquilo. Nadie con nadie. Ninguno quiere romper un grupo que funciona lindo.

Ahí termina la historia sexual de Verónica (al menos en lo que tiene que ver con sus colegas y con la institución). Pero te puedo contar un par más de casos que supe, continúa:

  • Una vez uno de mantenimiento se estaba bañando y se le metió un enfermero gay en la ducha, y le pidió algo o le insinuó algo o se le acercó. Terminaron a las piñas.
  • Una vez un enfermero acosó a la madre de un paciente y quiso abusarse. Ella lo denunció.
  • Dos lesbianas, pediatras, se conocieron en el hospital. Tenían 50 años y eran muy amigas pero nunca hicieron juntas una guardia.
  • Y la última: una residente casada, un hijo. Una noche de guardia el marido la llamaba, la llamaba y ella no lo atendía. Sospechaba algo. La fue a buscar. No la encuentra. Le pregunta a una enfermera. No sé, no la vi, responde. Nadie sabía dónde estaba. Finalmente la encuentra. Venía por un pasillo, como arreglándose. La sube al auto, discuten. Se dicen cosas que sólo ellos saben porque él le pega un tiro y después se mata. Ahí. Ahí, en el estacionamiento del hospital.

¿Por qué los médicos parecen tener tantas historias de este tipo? No sé, dice. Creo que los médicos no tenemos algo especial con el sexo, debe ser en todos los laburos igual, ¿no?

Otra idea de sentido común biologicista durante los últimos, digamos, treinta años o más y que combaten con denuedo desde el mismo paradigma las últimas camadas de estudiosos del comportamiento humano a la luz que emana un tal Charles Darwin, es que entre macho y hembra se da lo que alguien alguna vez con tino para el marketing denominó guerra de los sexos o batalla de los sexos. La idea fundamental es argumentar la separación radical entre machos y hembras, que se origina a la hora de cuidar la causa y consecuencia de la reproducción. Mientras las hembras tienen pocos óvulos que no pueden derrochar y deben elegir con cuidado con quien acceder al encuentro carnal, los machos pueden ser más pródigos porque su semen puede abastecer muchas crianzas a la vez; lo que repercute no sólo en el modo de pensar sino en varias conductas. Por ejemplo, machos polígamos y hembras monógamas por naturaleza.

Este modo de pensar —que por ejemplo García Leal desmonta a favor de la existencia más de cooperación inevitable que de guerra— se ha extendido incluso al análisis botánico. Las plantas hembras serían las que más aportarían en cuanto a recursos energéticos para que el retoño (aquí no hay metáfora) crezca fuerte y saludable; en cambio, la planta macho vería todo de lejos como sin importarle mucho el futuro de su verde hijo. Unos investigadores de las universidades de Bath, de Exeter y del Albrecht von Haller Institute for Plant Sciences (en Alemania), pusieron a la
Arabidopsis
hembra a reproducirse con diferentes tipos de plantas macho y midieron el tamaño de las semillas producidas en cada caso. Y, como algunas fueron más grandes que otras y dieron lugar a diferentes plantitas bebé, los investigadores se dieron el lujo de concluir que había un aprovechamiento de parte de las plantas macho para dejar una descendencia más exitosa, porque el tamaño puede serlo todo. Parece que antes de este experimento, publicado en el
Proceedings of the Royal Society B
en 2010, se creía que el tamaño de las semillas era sólo controlado por los genes de la madre.

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