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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Drama,Relato,Historico

Gringo viejo (13 page)

BOOK: Gringo viejo
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—Fuimos a salvar a Cuba.

—Venimos a salvar a México.

Harriet bailando esta noche con su padre erguido, condecorado, valiente, en un sarao de bienvenida a los héroes de Cuba, escarapelas tricolores en cada pecho de mujer, WELCOME BACK HEROES OF SAN JUAN HILL, su padre uniformado, con bigotes tiesos y pelo perfumado, orgulloso de su hija esbelta en revuelo de tafetas, el capitán Winslow sin embargo oloroso a algo distinto y ella clavando la nariz en la nuca del padre, oliendo a la ciudad de Washington en la nuca de su padre, esa falsa Acrópolis de mármol y cúpulas y columnas plantadas en el barro húmedo de un trópico pernicioso porque no dice su nombre: un sofoco septentrional, la jungla de mármol como un cementerio grandioso y deshabitado, los templos de la justicia y el gobierno hundiéndose en una maleza ecuatorial, devoradora, creciente: un cáncer vegetal enredado en los cimientos de Washington, una ciudad mojada como la entrepierna de una negra en celo. Harriet hundió la nariz en la nuca de Tomás Arroyo y olió a sexo erizado y velludo de una negra: Capitán Winslow, estoy muy sola y usted puede tomarme cuando guste.

Tomás Arroyo apretó el talle de la mujer extranjera mientras bailaban y se acercó más a su vientre boscoso, imaginó el vientre de Harriet como un bosque muy lindo que él vería siempre de lejos, y detrás de una puerta de espejos salió Tomás Arroyo un niño a bailar con su madre, su madre la esposa legítima de su padre, su madre la señora limpia y derecha, sin un peso de nubes sobre los hombros, sin una corona de cierzos en la cabeza, sin los ojos cenicientos de cargar tanto sol, sino limpia, sólo eso, una señora limpia, vestida limpia, peinada limpia, calzada limpia, que bailaba con su hijo el vals
Sobre las olas
que tantas veces oyeron desde lejos, en el caserío donde podían vedarse las miradas pero no los rumores de la música.

Tan intensa la música que le daba voz a la tierra casi siempre silenciosa y les permitía mira somos nosotros dedicarse al amor sin miedo de ser escuchados. Tomás Arroyo metió la lengua en la oreja de Harriet Winslow. Ella sintió entonces el temor de conocer la belleza y el peligro al mismo tiempo.

El temor se convirtió en un placer sólo por haberlo pensado. El verdadero temor fue que después no volviera a pasar nada. Tomás Arroyo le metió la lengua en la oreja y Harriet Winslow sintió una ausencia terrible, no la de su padre, sino la del gringo viejo. "Voy a conquistar al general Tomás Arroyo antes de regresarme a mi casa y seguir mi vida de costumbre."

Pero el viejo le habría dicho que en México no había nada que someter y nada que salvar.

—Esto es lo que nos cuesta entender a nosotros porque nuestros antepasados conquistaron la nada mientras que aquí había una raza civilizada. Eso me lo contó mi padre después de la guerra en 1848. México no es un país perverso. Es sólo un país diferente.

Una lengua diferente, en su oreja: oída, sentida, húmeda, reptante, que Harriet aceptó pero de la cual, al mismo tiempo, huyó invocando su personal predisposición al cambio de estaciones: bailaba en brazos de Arroyo pero ella era capaz ahora mismo de darle un sentido a las temporadas que aquí no existían; bailó en los veranos de su infancia cerca de los rumores frescos de Rock Creek Park; descendió velozmente en un trineo por las pendientes nevadas de Meridian Hill Park; corrió tomada de la mano de su padre por la calle Catorce, comprando las manzanas y las nueces del otoño en las olorosas abarroterías griegas; fue al cementerio de Arlington un día de la primavera llena de polen fugitivo y cerezos asombrados y vio una tumba vacía.

Se apretó más a Tomás Arroyo, como si temiera perder algo, pero apartó la cara para mirar su propia salvaje sorpresa en los ojos del mexicano. —He estado aquí antes, pero sólo al irme me daré cuenta.

Le preguntó a la oreja si le gustaba soñar.

Contestó que sí: dejaba de tener edad.

Algo mejor: cuando despertaba no sabía dónde estaba.

Arroyo sólo recordaba una estación del año: era siempre la misma, el tiempo aquí no tenía esos signos en el camino y por eso era tan violenta la necesidad de marcar el tiempo con heridas inolvidables, de esas que siguen doliendo cuando se cierran: era toda su vida.

—Perdóname gringuita. No sé muchas cosas del mundo. A veces soy muy corajudo. Entiendo y siento algunas cosas muy hondo, gringuita, muy hondo, porque si no las siento, no tengo manera de entender nada.

Bailaron el vals como si bailaran una historia; ella le dijo cosas al oído en inglés, como si él pudiera entenderlas sólo porque ella las dijo como si todo hubiera pasado ya:
nunca más veré a Delaney; cuando hablo de regresar no hablo de repetir; voy a regresar con tu tiempo, Arroyo; con el tiempo del viejo; los voy a guardar, Arroyo; tú no lo sabes pero yo voy a ser dueña de todo el tiempo que gane aquí; voy a hacerme más bella y más feliz a medida que entienda esto mejor y me pasee con los tiempos de todos ustedes, guardándolos, por las cañadas de Rock Creek en el verano y por las veredas nevadas de Meridian Hill en el invierno y deteniéndome en la calle Dieciséis en los otoños y las primaveras frente a una casa abandonada donde el sol poniente juega con los reflejos mutantes del sol sobre los vidrios de las ventanas: me perdonarás entonces porque mantengo tu tiempo, Arroyo, o lo degradarás todo pidiendo que me entregue a ti a cambio de la vida de un hombre…

No lo preguntó, pero tampoco lo afirmó. Ésta no sería más sólo una historia de hombre. La presencia (mi presencia, dijo Harriet) deformará la historia.
Sólo espero que también le dé un secreto y un peligro que los hechos, en sí mismos, nunca garantizaron
.

—La soledad es una ausencia de tiempo.

Arroyo la apretó contra su pecho y hubiera querido decirle todo lo que pensaba, para que ella no se fuera de aquí con ninguna queja, sino que se sintiera dueña de todo lo que aquí ganó. Le iba a pedir que guardara su tiempo, el de Tomás Arroyo, cuando él ya no pudiera hacerlo. Y el tiempo del viejo. También, asintió Arroyo. Lo aceptaría. Harían un trueque de tiempos, sonrió el mexicano: el que sobreviva guardará el tiempo de los otros dos, eso era aceptable, ¿verdad?, dijo casi con timidez, con una como ternura, el general, ¿verdad que sí?, pasara lo que pasara…

Quería que los dos gringos dijeran cuando se fueran de México:

—He estado aquí. Esta tierra ya nunca me dejará. Eso es lo que les pido a los dos. Palabra de honor: es lo único que quiero. No nos olviden. Pero sobre todo, sean nuestros sin dejar de ser ustedes, con una chingada.

Entonces dijo lo que ella temía.

—De ti depende que el gringo regrese vivo a su tierra.

Ya no oyó lo que añadió Arroyo (
Es un rejego. Es valiente. Es una mala cosa para mi tropa ser así
) sino lo que no añadió (
No pasaré esta noche sin ti. Te deseo como no te imaginas, gringuita. Bueno, te deseo como deseo que mi madre resucite. Así. Perdóname pero haré lo que sea para tenerte esta noche, gringuita preciosa
) porque Arroyo no sabía que Harriet estaba bailando con un oficial condecorado, digno, recién bañado y en cambio Arroyo había abandonado a su madre decente y respetada: Harriet vio a Arroyo saliendo entre las piernas de todas las mujeres cargadas de pesares y sombras: asombradas, apesadumbradas.

Al separarse de Arroyo se vio en un salón de baile Lleno de espejos. Se vio entrando a los espejos sin mirarse a sí misma porque en realidad entraba a un sueño y en ese sueño su padre no había muerto.

Miró a Arroyo y lo besó con una salvaje sorpresa. El niño dejó caer el peso de plata pero la moneda no sonó contra la piedra porque una mano pecosa y huesuda, cubierta de vello blanco, la pescó en el aire.

XV

Se sintió humillado por la presencia paciente de la mujer con cara de luna envuelta en el rebozo azul. En sus ojos húmedos había un dominio de sí misma, hondo y sabio. Una mujer de soldado: las había conocido en su vida o había leído sobre ellas en todas las épicas del pasado. Pero ahora ella lo tocó con la mano larga y suave, pidiéndole sin palabras que fingiera que nada estaba pasando, que ella y él estaban aquí, en la brillante jaula de vidrio del salón de baile, enjaulados como el Cristo en su féretro transparente o como los terratenientes ausentistas que cada año ofrecían aquí un solo baile para las damas y caballeros de Chihuahua y El Paso y hasta la ciudad de México.

Fingían: él se sintió degradado, pero ella no.

—A veces él se siente solo y siempre es un hombre —dijo la mujer con cara de luna.

—¿Usted no le satisface? —dijo bruscamente el gringo viejo.

Ella no se ofendió.

—Es que los hombres y las mujeres somos diferentes.

—Eso no es cierto y usted lo sabe. Yo no soy feminista. Una de las razones por las que estoy aquí, señora, es porque temo a un mundo lleno de sufragistas enloquecidas; un matriarcado insoportable. Lo que pasa es que todos nos desquitamos. Nada más que ustedes lo hacen más secretamente que nosotros. Eso es todo.

La mujer con cara de luna le dio la razón. La verdad es que ella estaba satisfecha y él no, no porque no la quisiera, sino porque le pedía que demostrara su amor aceptando que él lo necesitaba más que ella.

—Tú no eres campesina.

Tomó las manos de la mujer y las miró.

—No. Yo sé leer y escribir.

—¿Dónde te encontró?

—No, yo lo encontré a él. Entró a mi pueblo como un joven corcel, negro y sedoso. Luego el pueblo fue tomado por los federales. Yo lo salvé de una muerte horrible, créeme, general indiano.

—La gratitud.

—Yo soy la agradecida, pues. Nunca me imaginé que alguien me pudiera amar así. No es lo acostumbrado en mi pueblo. Era un pueblito triste donde hasta las parejas casadas se acostaban a oscuras. Y con miedo o con asco, ya no sé.

Dijo que en cambio Arroyo era un hombre desnudo, hasta cuando andaba vestido. Era un hombre callado, hasta cuando hablaba.

—Tuve que salvarlo para salvarme. Estamos unidos y yo lo comprendo.

—Qué bueno.

Guardaron silencio largo tiempo; el gringo viejo trató de imaginar lo que Arroyo le estaría diciendo a Harriet mientras esta mujer le hablaba a él, sin imaginarse que también Arroyo podría estar pensando en lo que la mujer le contaba al gringo viejo mientras Arroyo le contaba a Harriet cómo la mujer con la cara de luna lo había salvado cuando estaba escondido de los federales en los primeros días de la campaña contra Huerta aquí en el norte:

Estaba por todos lados y Arroyo supo que lo matarían si lo encontraban. Se quedó solo en el pueblo y encontró refugio en un sótano. Desde allí los oyó taconear sobre su cabeza y matar a sus camaradas capturados. Lo oyó todo, porque ese sótano era como un caracol de mar. Luego lo clavetearon todo con tablas.

Arroyo no comprendía. Creyó que habían condenado este pueblo a muerte por darle cuartel a los revolucionarios. Lo encerraron sin saberlo en este sótano. El siempre fue bueno para olérselas. Olió a los perros dormidos allí en un rincón. El martilleo los despertó. Eran grandes y feos, grises con hocicos de acero. Nunca vio nada que se despertara tan despacio como si hubieran sido olvidados en ese sótano desde el principio del tiempo. Pensó que se los habían dejado nomás a él, que eran sus nahuales, sus espíritus animales. La verdad es que eran dos mastines feos, feroces y grises que el dueño de la casa abandonó allí porque los federales se lo robaron todo y a este hombre le gustaban sus perros más que su plata, de haberla tenido, o su mujer, que si la tenía.

—No me mires así, gringa.

—Así lo siento.

—Estás aquí libremente.

—Si, pero sólo por lo que tú dijiste. Lo sabes muy bien. 

—Ah, te gusta el viejo.

—Si. Tiene un dolor. Por lo menos eso entiendo. 

—¿Y yo entonces?

—Tú infliges el dolor. Yo trataré de ayudarlo como pueda. Entiende que por eso estoy aquí.

—¿Vas a salvarlo como ella me salvó a mi?

—No sé cómo te salvó ella.

Arroyo y los perros se acecharon. Los perros sabían que él estaba allí. Al sabia que los perros estaban allí. Los perros siempre atacan o ladran. Lo extraordinario de esta situación era que nada más acechaban a Arroyo, como si le temieran tanto como él a ellos. Quizás ellos no sabían que él no era otro animal o quizá su dueño les metió miedo de todo lo que oliera a soldado. Quién sabe. Los perros tienen más de cinco sentidos. Arroyo dijo que ni siquiera contaría esta historia, si no fuera tan rara.

Fue un día muy largo. Arroyo no se movió y les hizo sentir que él también era fuerte pero que por ahora no les haría daño. Luego vino la noche y él supo que los perros aguardaron porque podían sentirlo mejor de lo que él podía verlos. Gruñeron. Sintieron que Arroyo se estaba preparando contra ellos. Ladraron muy feo, y al rato saltaron. Arroyo disparó contra ellos. Los atravesó en el aire, como dos pesadas águilas. Les vació la pistola. Cayeron gruñendo horriblemente. Los miró. Temió que los disparos se hubieran escuchado y entonces otros iban a matarlo a él como él mató a los mastines. Les dio una patada y los volteó con la punta de la bota. Dos perros feos, monstruosos.

—Te cuento todo esto con la esperanza de que al fin me entiendas.

—Tú sabes por qué estoy aquí.

Pasaron los días y Arroyo podía oír las órdenes militares encima de su cabeza, sobre todo las órdenes a los pelotones de fusilamiento. Mientras él se iba muriendo de hambre con una pistola vaciada en una mano y dos perros muertos a sus pies. Le dieron ganas de que le sobrara una bala. Era mejor que comerse a sus enemigos muertos.

—Creeré cualquier cosa que me digas ahora.

—No eres mi prisionera.

—Eso ya lo sé.

—Créeme todo lo que te digo. Puedes irte cuando tú quieras.

Esa noche oyó que alguien tocaba con los nudillos sobre los tablones claveteados. Una voz de mujer le dijo que no comiera ansias. Ella lo dejaría salir apenas pasara el peligro. Que no comiera ansias. Lo que ella no sabía es que Arroyo se hubiera comido a los perros. Pero escuchó su voz y se dijo que debía creer en ella, no debía ofenderla dudando de ella y además ella era su única esperanza. No debía comer esa carroña para no tener que decirle luego: creí en ti sabiendo que no era cierto y beso tus labios con los mismos labios que comieron carne de perro.

—Compréndeme y perdona mi amorcito pasajero por ti, gringa.

—Ya lo sé. Yo también sé salvar a un hombre. Pero quizás las consecuencias sean distintas. Sabes muy bien lo que debes contarme, general Arroyo.

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