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Authors: Charles Dickens

Grandes esperanzas (66 page)

BOOK: Grandes esperanzas
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CAPITULO LIII

La noche era muy oscura, a pesar de que se levantaba la luna llena, cuando pasaba por entre los terrenos acotados, a fin de salir a los marjales. Sobre aquella línea negra que tendían en la noche había una faja de cielo claro, lo bastante ancha para que se destacara netamente la roja y enorme luna. En pocos minutos hubo subido más allá de aquel espacio claro y se hundió en las masas de nubes.

Soplaba melancólicamente el viento y los marjales tenían triste aspecto. Quien no estuviese habituado a ellos los habría encontrado insoportables, y aun a mí me parecían tan depresivos que vacilé por un momento, sintiéndome inclinado a volverme. Pero como los conocía muy bien, habría podido hallar mi camino en la más negra noche, y una vez en aquel lugar ya no tenía excusa alguna para volver. De modo que, habiendo llegado allí a pesar de mis deseos, continué avanzando.

La dirección que tomara no era la que conducía a mi antiguo hogar, ni tampoco la misma que seguí durante la persecución de los presidiarios. Mientras iba adelante volvía la espalda a los distantes Pontones, y aunque veía las antiguas luces en los bancos de arena, podía divisarlos mirando por encima de mi hombro. Conocía el horno de cal tan bien como la vieja Batería, pero estaban a varias millas de distancia uno de otra; de manera que si aquella noche hubiese estado encendida una luz en cada uno de estos dos puntos, aún quedaría una extensión considerable de negro horizonte entre ambos resplandores.

Al principio tuve que cerrar varias puertas a mi espalda, y otras veces tenía que detenerme mientras el ganado que estaba echado junto a los senderos se levantaba y se dirigía hacia los espacios cubiertos de hierba. Pero después de unos momentos me encontraba ya solo en aquella dilatada llanura.

Transcurrió aún media hora hasta que llegué al horno. La cal ardía lentamente, con olor sofocante, pero habían dejado el fuego encendido y no se divisaba ningún obrero. Muy cerca había una cantera de piedra que se interponía directamente en mi camino. Sin duda trabajaron en ella aquel día, según pude juzgar por las herramientas y las carretillas que estaban diseminadas.

Saliendo nuevamente al nivel del marjal, al subir de aquella excavación, porque el mal sendero cruzaba por allí, vi una luz en la antigua casa de la compuerta. Apresuré el paso y con la mano llamé a la puerta. Esperando la respuesta, miré alrededor, observando que la compuerta estaba abandonada y que la casa, que era de madera, cubierta de tejas, no ofrecería mucho abrigo cuando el tiempo fuese malo, y aun tal vez tampoco en tiempo bueno. Observé que el mismo barro estaba cubierto por una capa de cal y que el vapor del horno, el humo del horno, se arrastraba de un modo fantástico hacia mí. Pero no tuve respuesta y por eso volví a llamar. Y como aún no me contestaran, probé de abrir.

Obedeció el picaporte y cedió la puerta. Mirando al interior vi una bujía encendida sobre la mesa, un banco y un jergón sobre un camastro. Advirtiendo que en la parte superior había una especie de desván, pregunté:

—¿No hay nadie?

Tampoco me contestaron, y entonces me volví hacia la puerta, indeciso acerca de lo que haría.

Empezaba a llover copiosamente. Como no viera nada más después de lo que acababa de observar, me volví a la casa y me cobijé bajo la puerta, mirando al exterior. Mientras me decía que alguien debía de haber estado allí unos momentos antes y que regresaría en breve, porque, de lo contrario, no habría dejado encendida la bujía, se me ocurrió la idea de ver cuál era el largo del pábilo. Me volví con este objeto, y había tomado la bujía, cuando la apagó un choque violento, y comprendí en el acto que había caído en una grosera trampa.

—Ahora —dijo una voz contenida— ya lo tengo.

—¿Qué es esto? —grité, luchando—. ¿Quién eres? ¡Socorro! ¡Socorro!

No solamente mis brazos fueron oprimidos contra mis costados, sino que la presión sobre el izquierdo me causó un dolor horrible. A veces, un fuerte brazo y otras un robusto pecho se aplicaron contra mi boca para ahogar mis gritos, y mientras sentía un cálido aliento sobre mí, luché en vano en las tinieblas, en tanto que me veía estrechamente atado y puesto junto a la pared.

—Y ahora —dijo la voz contenida, después de proferir una blasfemia— vuelve a llamar y verás cómo te acabo de una vez.

Débil y agobiado por el dolor de mi brazo izquierdo, asombrado aún por la sorpresa de que acababa de ser víctima, y, sin embargo, comprendiendo la facilidad con que se podría cumplir aquella amenaza, desistí de luchar y traté de libertar mi brazo, por poco que fuese. Pero estaba demasiado bien atado para eso. Me parecía como si, después de haber recibido quemaduras en el brazo, se me sometiera a la ebullición.

Como la oscuridad se hizo más densa en el lugar donde estaba mi enemigo, comprendí que éste acababa de cerrar un postigo. Después de tantear unos momentos encontró el pedernal y el acero que buscaba y empezó a golpear para encender la luz. Fijé la mirada en las chispas que caían sobre la yesca, y sobre la cual estaba mi desconocido enemigo, del que no podía ver más que los labios, que soplaban sobre la yesca y la chispa que había prendido en ella. La yesca estaba húmeda, cosa nada extraña en aquel lugar, y una tras otra morían las chispas que en ella prendían. Aquel hombre no parecía tener prisa alguna, y sin cesar pude ver sus manos y algunos rasgos de su rostro. Luego advertí que estaba sentado e inclinado sobre la mesa; pero nada más. De pronto volví a ver sus labios, que me parecieron azules, y cuando surgió la llama me mostró que mi enemigo no era otro que Orlick.

No sé ahora a quién había esperado ver, pero desde luego no a él. Y al advertir su identidad comprendí que me hallaba en una situación verdaderamente peligrosa y no le quité los ojos de encima.

Sin vacilar, encendió la bujía con la mecha, soltó esta última y la pisó. Luego dejó la bujía en la mesa, a cierta distancia de él, de modo que pudiese verme bien, y, sin levantarse del asiento, cruzó los brazos y me miró. Observé entonces que yo estaba atado a una especie de escalera perpendicular y a poca distancia de la pared, la cual sin duda permitía el acceso al desván.

—Ahora —dijo después que ambos nos hubimos contemplado— ya te tengo.

—¡Desátame! ¡Suéltame!

—¡Ah! —replicó—. Ya te soltaré. Te soltaré cuando emprendas el viaje que te espera. Todo vendrá a su tiempo.

—¿Por qué me has traído aquí con engaños?

—¿No lo sabes? —me preguntó con siniestra mirada.

—¿Por qué te has arrojado sobre mí en la oscuridad?

—Porque quería hacerlo todo por mí mismo. Una sola persona guarda mejor un secreto que dos personas. Acuérdate de que eres mi mayor enemigo.

El gozo que le producía mi situación, mientras estaba sentado con los brazos cruzados y moviendo la cabeza al mismo tiempo, expresaba tanta malignidad que me hizo temblar. Le observé en silencio en tanto que él movía la mano a un lado y tomaba un arma de fuego con el cañón provisto de abrazaderas de bronce.

—¿Conoces esto? —dijo apuntándome al mismo tiempo—. ¿Te acuerdas del lugar en que lo viste antes? ¡Habla, perro!

—Sí —contesté.

—Por tu culpa perdí aquel empleo. Tú fuiste el causante. ¡Habla!

—No podía obrar de otra manera.

—Eso hiciste, y ya habría sido bastante. ¿Cómo te atreviste a interponerte entre mí y la muchacha a quien yo quería?

—¿Cuándo hice tal cosa?

—¿Que cuándo la hiciste? ¿No fuiste tú quien siempre daba un mal nombre al viejo Orlick cuando estabas a su lado?

—Tú mismo te lo diste; te lo ganaste con tus propios puños. Nada habría podido hacer yo contra ti si tú mismo no te hubieses granjeado mala fama.

—¡Mientes! Ya sabes que te esforzaste cuanto te fue posible, y que te gastaste todo el dinero necesario para procurar que yo tuviese que marcharme del país —dijo recordando las palabras que yo mismo dijera a Biddy en la última entrevista que tuve con ella—. Y ahora voy a decirte una cosa. Nunca te habría sido tan conveniente como esta noche el haberme obligado a abandonar el país, aunque para ello hubieses debido gastar veinte veces todo el dinero que tienes.

Al mismo tiempo movía la cabeza, rugiendo como un tigre, y comprendí que decía la verdad.

—¿Qué te propones hacer conmigo?

—Me propongo —dijo dando un fuerte puñetazo en la mesa y levantándose al mismo tiempo que caía su mano, como para dar más solemnidad a sus palabras—, me propongo quitarte la vida.

Se inclinó hacia delante mirándome, abrió lentamente su mano, se la pasó por la boca, como si ésta se hubiera llenado de rabiosa baba por mi causa, y volvió a sentarse.

—Siempre te pusiste en el camino del viejo Orlick desde que eras un niño. Pero esta noche dejarás de molestarme. El viejo Orlick ya no tendrá que soportarte por más tiempo. Estás muerto.

Comprendí que había llegado al borde de mi tumba. Por un momento miré desesperado alrededor de mí, en busca de alguna oportunidad de escapar, pero no descubrí ninguna.

—Y no solamente voy a hacer eso —añadió—, sino que no quiero que de ti quede un solo harapo ni un solo hueso. Meteré tu cadáver en el horno. Te llevaré a cuestas, y que la gente se figure de ti lo que quiera, porque jamás sabrán cómo acabaste la vida.

Mi mente, con inconcebible rapidez, consideró las consecuencias de semejante muerte. El padre de Estella se figuraría que yo le había abandonado; él sería preso y moriría acusándome; el mismo Herbert llegaría a dudar de mí cuando comparase la carta que le había dejado con el hecho de que tan sólo había estado un momento en casa de la señorita Havisham; Joe y Biddy no sabrían jamás lo arrepentido que estuve aquella misma noche; nadie sabría nunca lo que yo habría sufrido, cuán fiel y leal me había propuesto ser en adelante y cuál fue mi horrible agonía. La muerte que tenía tan cerca era terrible, pero aún más terrible era la certeza de que después de mi fin se guardaría mal recuerdo de mí. Y tan rápidas eran mis ideas, que me vi a mí mismo despreciado por incontables generaciones futuras..., por los hijos de Estella y por los hijos de éstos..., en tanto que de los labios de mi enemigo surgían estas palabras:

—Ahora, perro, antes de que te mate como a una bestia, pues eso es lo que quiero hacer y para eso te he atado como estás, voy a mirarte con atención. Eres mi enemigo mortal.

Habíame pasado por la mente la idea de pedir socorro otra vez, aunque pocos sabían mejor que yo la solitaria naturaleza de aquel lugar y la inutilidad de esperar socorro de ninguna clase. Pero mientras se deleitaba ante mí con sus malas intenciones, el desprecio que sentía por aquel hombre indigno fue bastante para sellar mis labios. Por encima de todo estaba resuelto a no dirigirle ruego alguno y a morir resistiéndome cuanto pudiese, aunque podría poco. Suavizados mis sentimientos por el cruel extremo en que me hallaba; pidiendo humildemente perdón al cielo y con el corazón dolorido al pensar que no me había despedido de los que más quería y que nunca podría despedirme de ellos; sin que me fuese posible, tampoco, justificarme a sus ojos o pedirles perdón por mis lamentables errores, a pesar de todo eso, me habría sentido capaz de matar a Orlick, aun en el momento de mi muerte, en caso de que eso me hubiera sido posible.

Él había bebido licor, y sus ojos estaban enrojecidos. En torno del cuello llevaba, colgada, una botella de hojalata, que yo conocía por haberla visto allí mismo cuando se disponía a comer y a beber. Llevó tal botella a sus labios y bebió furiosamente un trago de su contenido, y pude percibir el olor del alcohol, que animaba bestialmente su rostro.

—¡Perro! —dijo cruzando de nuevo los brazos—. El viejo Orlick va a decirte ahora una cosa. Tú fuiste la causa de la desgracia de tu deslenguada hermana.

De nuevo mi mente, con inconcebible rapidez, examinó todos los detalles del ataque de que fue víctima mi hermana; recordó su enfermedad y su muerte, antes de que mi enemigo hubiese terminado de pronunciar su frase.

—¡Tú fuiste el asesino, maldito! —dije.

—Te digo que la culpa la tuviste tú. Te repito que ello se hizo por tu culpa —añadió tomando el arma de fuego y blandiéndola en el aire que nos separaba—. Me acerqué a ella por detrás, de la misma manera como te cogí a ti por la espalda. Y le di un golpe. La dejé por muerta, y si entonces hubiese tenido a mano un horno de cal como lo tengo ahora, con seguridad que no habría recobrado el sentido. Pero el asesino no fue el viejo Orlick, sino tú. Tú eras el niño mimado, y el viejo Orlick tenía que aguantar las reprensiones y los golpes. ¡El viejo Orlick, insultado y aporreado!, ¿eh? Ahora tú pagas por eso. Tuya fue la culpa de todo, y por eso vas a pagarlas todas juntas.

Volvió a beber y se enfureció más todavía. Por el ruido que producía el líquido de la botella me di cuenta de que ya no quedaba mucho. Comprendí que bebía para cobrar ánimo y acabar conmigo de una vez. Sabía que cada gota de licor representaba una gota de mi vida. Y adiviné que cuando yo estuviese transformado en una parte del vapor que poco antes se había arrastrado hacia mí como si fuese un fantasma que quisiera avisarme de mi pronta muerte, él haría lo mismo que cuando acometió a mi hermana, es decir, apresurarse a ir a la ciudad para que le viesen ir por allá, de una parte a otra, y ponerse a beber en todas las tabernas. Mi rápida mente lo persiguió hasta la ciudad; me imaginé la calle en la que estaría él, y advertí el contraste que formaban las luces de aquélla y su vida con el solitario marjal por el que se arrastraba el blanco vapor en el cual yo me disolvería en breve.

No solamente pude repasar en mi mente muchos, muchos años, mientras él pronunciaba media docena de frases, sino que éstas despertaron en mí vívidas imágenes y no palabras. En el excitado y exaltado estado de mi cerebro, no podía pensar en un lugar cualquiera sin verlo, ni tampoco acordarme de personas, sin que me pareciese estar contemplándolas. Imposible me sería exagerar la nitidez de estas imágenes, pero, sin embargo, al mismo tiempo, estaba tan atento a mi enemigo, que incluso me daba cuenta del más ligero movimiento de sus dedos.

Cuando hubo bebido por segunda vez, se levantó del banco en que estaba sentado y empujó la mesa a un lado. Luego tomó la vela y, protegiendo sus ojos con su asesina mano, de manera que toda la luz se reflejara en mí, se quedó mirándome y aparentemente gozando con el espectáculo que yo le ofrecía.

—Mira, perro, voy a decirte algo más. Fue Orlick el hombre con quien tropezaste una noche en tu escalera.

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