Grandes esperanzas (13 page)

Read Grandes esperanzas Online

Authors: Charles Dickens

BOOK: Grandes esperanzas
13.5Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Será falso —exclamó, resuelta, la señora Joe—. Si fuese bueno, no se lo habría dado al muchacho. Vamos a verlo.

Yo lo desenvolví del papel, y resultó ser legítimo.

—Pero ¿qué es esto? —exclamó la señora Joe dejando caer el chelín y tomando el papel que lo envolviera—. ¿Dos billetes de una libra esterlina?

En efecto, no menos de dos billetes de una libra esterlina, que parecían haber estado circulando por todos los mercados de ganado del condado. Joe se puso el sombrero otra vez y, llevando los billetes, se encaminó a Los Tres Alegres Barqueros para devolverlos a su propietario. Mientras estuvo fuera me senté en mi taburete acostumbrado, mirando con asombro a mi hermana y sintiendo la convicción de que aquel hombre ya no estaría allí.

Poco después volvió Joe diciendo que el desconocido se había marchado, pero que él, Joe, dejó recado en
Los Tres Alegres Barqueros
referente a los billetes. Entonces mi hermana los envolvió en un trozo de papel y los puso bajo unas hojas secas de rosa, en una tetera de adorno que había en lo alto de un armario y en la sala de la casa. Y allí permanecieron durante muchos días y muchas noches, constituyendo una pesadilla para mí.

Interrumpiendo mi sueño de sobremesa, me fui a la cama pensando en que aquel hombre extraño me apuntaba con su fusil invisible y también que no era nada agradable el estar secretamente relacionado o haber conspirado con penados, detalle de mis primeros tiempos que había olvidado ya. También me obsesionaba la lima, y temí que, cuando menos lo esperase, volvería a aparecérseme. Quise dormirme refugiándome en la idea de mi visita del miércoles próximo a casa de la señorita Havisham, y en mi sueño vi que la lima salía de una puerta y se acercaba a mí sin que la empuñase nadie, y, así, me desperté dando un grito de miedo.

CAPITULO XI

El día fijado volví a casa de la señorita Havisham y con algún temor llamé a la puerta, por la que apareció Estella. Después de permitirme la entrada, cerró como el primer día y nuevamente me condujo al corredor oscuro en donde dejara la bujía. Pareció no fijarse en mí hasta que tuvo la vela en la mano, y entonces, mirando por encima de su hombro, me dijo:

—Hay que venir por aquí.

Y me llevó a otra parte desconocida de la casa.

El corredor era muy largo y parecía rodear los cuatro lados de la casa. Sólo atravesamos un lado de aquel cuadrado, y al final ella se detuvo, dejó la vela en el suelo y abrió la puerta. Allí podía ver la luz diurna, y me encontré en un patinillo enlosado, cuyo lado extremo lo formaba una pequeña vivienda que tal vez había pertenecido al gerente o al empleado principal de la abandonada fábrica de cerveza. En la pared exterior de aquella casa había un reloj, y, como el de la habitación de la señorita Havisham y también a semejanza del de ésta, se había parado a las nueve menos veinte.

Nos dirigimos a la puerta de la casita, que estaba abierta, y entramos en una tétrica habitación de techo muy bajo, situada en la planta baja y en la parte trasera. En la estancia había algunas personas, y cuando Estella llegó hasta ella me dijo:

—Quédate aquí hasta que te llamen.

Con estas palabras me indicó la ventana, y yo me dirigí a ella mirando a través de sus cristales y en una situación de ánimo muy desagradable.

La ventana daba a un rincón miserable del jardín abandonado, y se veían algunos tallos de coles casi podridos y un boj podado mucho tiempo antes, en forma semejante a un pudding y que había echado un renuevo de diferente color en la parte superior, alterando la forma general y como si aquella parte del pudding se hubiese caído de la cacerola, quemándose. Ésta fue mi impresión mientras miraba el boj. La noche anterior había nevado un poco, y la nieve desapareció casi por completo, pero no había acabado de derretirse en la parte sombreada de aquel trozo de jardín; el viento cogía los copos y los arrojaba a la ventana, como si me invitase a reunirme con ellos.

Comprendí que mi llegada había interrumpido la conversación en la estancia y que todos sus ocupantes me estaban mirando. De la habitación no podía ver más que el brillo del fuego que se reflejaba en un cristal de la ventana, pero me enderecé cuanto me fue posible, persuadido de que en aquellos momentos estaba sujeto a una inspección minuciosa.

En la estancia había tres señoras y un caballero. Antes de cinco minutos de estar junto a la ventana tuve la impresión de que todos ellos eran farsantes y aduladores, pero que cada uno de ellos fingía ignorar que sus compañeros merecían tales nombres, porque, de haberlo advertido, al mismo tiempo se habrían comprendido en los mismos calificativos.

Todos parecían esperar el buen placer de alguien, y la más locuaz de las señoras se esforzaba en hablar campanudamente con objeto de contener un bostezo. Aquella señora, llamada Camila, me recordaba mucho a mi hermana, con la diferencia de que tenía más años, y, cosa que observé al mirarla, unas facciones que denotaban una inteligencia mucho más obtusa. Y en realidad, cuando la conocí mejor, comprendí que solamente por favor divino tenía facciones; tan inexpresivo era su rostro.

—¡Pobrecillo! —dijo aquella señora de un modo tan brusco como el de mi hermana—. No es enemigo de nadie más que de sí mismo.

—Mucho mejor sería ser enemigo de otro —observó el caballero—, y también más natural.

—Primo Raimundo —observó otra señora—, hemos de amar a nuestro prójimo.

—Sara Pocket —replicó el primo Raimundo—, si un hombre no es su propio prójimo, ¿quién lo será?

La señorita Pocket se echó a reír, y Camila la imitó, diciendo, mientras contenía un bostezo:

—¡Vaya una idea!

Pero me produjo la impresión de que a todos les pareció una idea magnífica. La otra señora, que aún no había hablado, dijo, con gravedad y con el mayor énfasis:

—Es verdad.

—¡Pobrecillo! —continuó diciendo Camila, mientras yo me daba cuenta de que no había cesado de observarme—. ¡Es tan extraño! ¿Puede creerse que cuando se murió la esposa de Tom, él no pudiera comprender la importancia de que sus hijos llevasen luto riguroso? ¡Dios mío! —me dijo—, ¿qué importa, Camila, que vistan o no de negro, los pobrecillos? Es igual que Mateo. ¡Vaya una idea!

—Es hombre inteligente —observó el primo Raimundo—. No quiera Dios que deje de reconocer su inteligencia, pero jamás tuvo ni tendrá ningún sentido de las conveniencias.

—Ya saben ustedes —dijo Camila— que me vi obligada a mostrarme firme. Dije que, si los niños no llevaban luto riguroso, la familia quedaría deshonrada. Se lo repetí desde la hora del almuerzo hasta la de la cena, y así me estropeé la digestión. Por fin él empezó a hablar con la violencia acostumbrada y, después de proferir algunas palabrotas, me dijo que hiciese lo que me pareciera. ¡Gracias a Dios, siempre será un consuelo para mí el pensar que salí inmediatamente, a pesar de que diluviaba, y compré todo lo necesario!

—Él lo pagó, ¿no es verdad? —preguntó Estella.

—Nada importa, mi querida niña, averiguar quién pagó —replicó Camila—. Yo lo compré todo. Y, muchas veces, cuando me despierto por las noches, me complace pensar en ello.

El sonido de una campana distante, combinado con el eco de una llamada o de un grito que resonó en el corredor por el cual yo había pasado, interrumpió y fue causa de que Estella me dijera:

—Ahora, muchacho.

Al volverme, todos me miraron con el mayor desdén, y cuando salía oí que Sara Pocket decía:

—Ya me lo parecía. Veremos qué ocurre luego.

Y Camila, con acento indignado, exclamaba:

—¿Se vio jamás un capricho semejante? ¡Vaya una idea!

Mientras, alumbrados por la bujía, avanzábamos por el corredor, Estella se detuvo de pronto y, mirando alrededor, dijo con tono insultante y con su rostro muy cerca del mío:

—¿Qué hay?

—Señorita... —contesté yo, a punto de caerme sobre ella y conteniéndome.

Ella se quedó mirándome y, como es natural, yo la miré también.

—¿Soy bonita?

—Sí, creo que es usted muy bonita.

—¿Soy insultante?

—No tanto como la última vez —contesté.

—¿No tanto?

—No.

Al dirigirme la última pregunta pareció presa de la mayor cólera y me golpeó el rostro con tanta fuerza como le fue posible en el momento en que yo le contestaba.

—¿Y ahora? —preguntó—. ¿Qué piensas de mí ahora, monstruo asqueroso?

—No quiero decírselo.

—Porque vas a ir arriba, ¿no es así?

—No. No es por eso.

—Y ¿por qué no lloras otra vez?

—Porque no volveré a llorar por usted —dije.

Lo cual, según creo, fue una declaración falsa, porque interiormente estaba llorando por ella y sé lo que sé acerca del dolor que luego me costó.

Subimos la escalera una vez hubo terminado este episodio, y mientras lo hacíamos encontramos a un caballero que bajaba.

—¿A quién tenemos aquí? —preguntó el caballero, inclinándose para mirarme.

—A un muchacho —dijo Estella.

Era un hombre corpulento, muy moreno, dotado de una cabeza enorme y de una mano que correspondía al tamaño de aquélla. Me cogió la barbilla con su manaza y me hizo levantar la cabeza para mirarme a la luz de la bujía. Estaba prematuramente calvo en la parte superior de la cabeza y tenía las cejas negras, muy pobladas, cuyos pelos estaban erizados como los de un cepillo. Los ojos estaban muy hundidos en la cara y su expresión era aguda de un modo desagradable, y recelosa. Llevaba una enorme cadena de reloj, y se advertía que hubiese tenido una espesa barba, en el caso de que se la hubiese dejado crecer. Aquel hombre no representaba nada para mí, y no podía adivinar que jamás pudiera importarme, y, así, aproveché la oportunidad de examinarle a mis anchas.

—¿Es un muchacho de la vecindad? —preguntó.

—Sí, señor —contesté.

—¿Cómo has venido aquí?

—La señorita Havisham me ha mandado venir —expliqué.

—Perfectamente. Ten cuidado con lo que haces. Tengo mucha experiencia con respecto a los muchachos, y me consta que todos sois una colección de tunos. Pero no importa —añadió mordiéndose un lado de su enorme dedo índice en tanto que fruncía el ceño al mirarme—, ten cuidado con lo que haces.

Diciendo estas palabras me soltó, cosa que me satisfizo, porque la mano le olía a jabón de tocador, y continuó su camino escaleras abajo. Me pregunté si sería médico, aunque en seguida me contesté que no, porque, de haberlo sido, tendría unos modales más apacibles y persuasivos. Pero no tuve mucho tiempo para reflexionar acerca de ello, porque pronto me encontré en la habitación de la señorita Havisham, en donde tanto ella misma como todo lo demás estaba igual que la vez pasada. Estella me dejó junto a la puerta, y allí permanecí hasta que la señorita Havisham me divisó desde la mesa tocador.

—¿De manera que ya han pasado todos esos días? —dijo, sin mostrarse sorprendida ni asombrada.

—Sí, señora. Hoy es...

—¡Cállate! —exclamó moviendo impaciente los dedos, según tenía por costumbre—. No quiero saberlo. ¿Estás dispuesto a jugar?

Yo, algo confuso, me vi obligado a contestar:

—Me parece que no, señora.

—¿Ni siquiera otra vez a los naipes? —preguntó, con mirada interrogadora.

—Sí, señora. Puedo jugar a eso, en caso de que usted lo desee.

—Ya que esta casa te parece antigua y tétrica, muchacho —dijo la señorita Havisham, con acento de impaciencia—, y, por consiguiente, no tienes ganas de jugar, ¿quieres trabajar, en cambio?

Pude contestar a esta pregunta con mejor ánimo que a la anterior, y manifesté que estaba por completo dispuesto a ello.

—En tal caso, vete a esa habitación contigua —dijo señalando con su descolorida mano la puerta que estaba a mi espalda— y espera hasta que yo vaya.

Crucé el rellano de la escalera y entré en la habitación que me indicaba. También en aquella estancia había sido excluida por completo la luz del día, y se sentía un olor opresivo de atmósfera enrarecida. Pocos momentos antes se había encendido el fuego en la chimenea, húmeda y de moda antigua, y parecía más dispuesto a extinguirse que a arder alegremente; el humo pertinaz que flotaba en la estancia parecía más frío que el aire claro, a semejanza de la niebla de nuestros marjales. Algunos severos candelabros, situados sobre la alta chimenea, alumbraban débilmente la habitación, aunque habría sido más expresivo decir que alteraban ligeramente la oscuridad. La estancia era espaciosa, y me atrevo a afirmar que en un tiempo debió de ser hermosa, pero, a la sazón, todo cuanto se podía distinguir en ella estaba cubierto de polvo y moho o se caía a pedazos. Lo más notable en la habitación era una larga mesa cubierta con un mantel, como si se hubiese preparado un festín en el momento en que la casa entera y también los relojes se detuvieron a un tiempo. En medio del mantel se veía un centro de mesa tan abundantemente cubierto de telarañas que su forma quedaba oculta por completo; y mientras yo miraba la masa amarillenta que lo rodeaba y entre la que parecía haber nacido como un hongo enorme y negro, observé que varias arañas de cuerpo y patas moteados iban a refugiarse allí, como si fuera su casa, o bien salían como si alguna circunstancia de la mayor importancia pública hubiese circulado por entre la comunidad de las arañas.

También oí los ratones que hacían ruido por detrás de las planchas de madera de los arrimaderos, como si la misma noticia hubiese despertado su interés. Pero las cucarachas no se dieron cuenta de la agitación y se agrupaban en torno del hogar con movimientos pausados, como si fuesen cortas de vista y de oído débil y no se hallasen en buenas relaciones de amistad unas con otras.

Aquellos seres que se arrastraban solicitaron mi atención, y mientras los observaba a distancia, la señorita Havisham posó una mano sobre mi hombro. En la otra mano llevaba un bastón de puño semejante al de una muleta, en el que se apoyaba para andar, de manera que la buena señora parecía la bruja de aquel lugar.

—Ahí —dijo señalando la larga mesa con el bastón— es donde me pondrán en cuanto haya muerto. Entonces vendrán todos a verme.

Con vaga aprensión de que fuese a tenderse sobre la mesa y se muriera en el acto, convirtiéndose así en la representación real de la figura de cera que vi en la feria, yo me encogí al sentir su contacto.

—¿Qué crees que es eso —preguntó señalándolo con su bastón— que han cubierto las telarañas?

—No puedo adivinarlo, señora.

Other books

Bring Your Own Poison by Jimmie Ruth Evans
Mother and Son by Ivy Compton-Burnett
Crazy For the Cowboy by Vicki Lewis Thompson
Roxanne Desired by Gena D. Lutz
Ashes to Ashes by Tami Hoag
The Cipher by John C. Ford
Yes by Brad Boney
Autobiography by Morrissey