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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (9 page)

BOOK: Graceling
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—Es decir, que tiene que luchar cuerpo a cuerpo con su adversario para tener cierta ventaja —puntualizó Katsa.

—En efecto. Seré más rápido esquivando flechas que una persona que no haya sido tocada por la gracia, pero en cuanto a cualquier disparo que haga, mi destreza tiene tanto de especial como mi puntería.

—¡Ah, vaya!

Katsa le creía. Los dones eran así de extraños; no afectaban a dos personas del mismo modo.

—¿Sabe lanzar un cuchillo tan bien como dispara flechas? —le preguntó el lenita.

—Sí.

—Es imbatible, pues, lady Katsa.

De nuevo se notó un dejo socarrón en sus palabras. La joven lo observó unos instantes y después dio media vuelta y se dirigió al fondo del campo, donde estaban las dianas. Se detuvo delante de una —la que había «matado»— y sacó a tirones las flechas clavadas en muslos, torso y cabeza.

Buscaba a su abuelo y ella tenía lo que buscaba. Ese hombre no era una persona carente de peligro; no le parecía muy de fiar.

Fue de diana en diana sacando las flechas bajo la atenta mirada del lenita; sentir los ojos del príncipe clavados en la espalda la impulsó a ir al fondo del campo de tiro y apagar las antorchas de una en una. Al apagar la última llama la envolvió la oscuridad; ahora era invisible.

Se volvió hacia el lenita con la idea de observarlo a la luz del cuarto de equipamiento, sin que él se diera cuenta. Pero se lo encontró recostado perezosamente, cruzado de brazos, mirándola. Era imposible que la viera, pero era tan directa su mirada que Katsa tuvo que desviar la vista, a pesar de saber que él ignoraba que lo estaba observando.

Regresó cruzando el campo y salió a la luz; dio la impresión de que su mirada la enfocaba de manera distinta al tiempo que se le escapaba una sonrisa. La antorcha reflejó el dorado de un ojo y el plateado del otro; parecían los ojos de un gato o de alguna clase de criatura nocturna.

—¿Su gracia le proporciona visión nocturna? —preguntó Katsa.

El rompió a reír y replicó:

—Qué va. ¿Por qué lo pregunta?

La joven no contestó, y se observaron un momento. El sofoco volvió a ascenderle a Katsa por la nuca, acompañado de una creciente irritación. Estaba demasiado acostumbrada a que la gente evitara mirarla a los ojos, pero no iba a consentir que el lenita la pusiera nerviosa por el mero hecho de que él sí le sostuviera la mirada. No lo permitiría.

—Voy a retirarme a mis aposentos —dijo.

Él se puso en pie y le planteó:

—Mi señora, quisiera hacerle unas preguntas.

Bien. Y como ella sabía que debían sostener esta conversación antes o después, prefería mantenerla en la oscuridad, donde los ojos del lenita no la pusieran nerviosa.

Por consiguiente, se sacó por la cabeza la aljaba que llevaba colgada al hombro, la soltó en la mesa de piedra y colocó el arco al lado.

—Adelante —le dijo.

Él se recostó de nuevo en la losa e inquirió:

—¿Qué le robó al rey Murgon hace cuatro noches, señora?

—Nada que el rey Murgon no hubiera robado a su vez.

—¡Ah! ¿Algo que le sustrajeron a usted?

—Sí. A mí o a un amigo.

—¿En serio? —Se cruzó de brazos una vez más, incrédulo—. Me pregunto si ese amigo se sorprendería si supiera que lo llama así.

—¿Por qué cree que se sorprendería? ¿Por qué iba a considerarse un enemigo?

—Es que ésa es la cuestión. Yo creía que Terramedia no tenía amigos ni enemigos, y que el rey Randa jamás se involucraba.

—Supongo que se equivoca.

—No, no me equivoco. —La miró de hito en hito, y la joven agradeció la oscuridad que apagaba el brillo de las extrañas pupilas—. ¿Sabe por qué estoy aquí, mi señora?

—Según me han dicho, es usted hijo del rey lenita —contestó ella—. También me han contado que trata de encontrar a su abuelo, que ha desaparecido. No tengo la menor idea de por qué ha venido a la corte de Randa; y dudo que él sea el secuestrador que busca.

El hombre la observó unos segundos y esbozó una sonrisa fugaz. Katsa sabía que no lo había engañado, pero le daba igual. Supiera lo que supiera, no tenía la menor intención de confirmárselo.

—El rey Murgon estaba convencido de que yo tenía algo que ver con el robo; parecía muy seguro de que yo estaba al corriente de cuál era el objeto que le había sido sustraído.

—Ah, es lógico —contestó Katsa—. Los guardias vieron a un graceling luchador, y usted es eso ni más ni menos.

—No, no. Murgon no creía que estuviera involucrado por mi condición de graceling, sino porque soy lenita. ¿Cómo se lo explica usted?

Por supuesto, Katsa no iba a contestar a tal pregunta a ese lenita socarrón. Entonces reparó en que tenía abrochado el cuello de la camisa.

—Veo que lleva cerrada la camisa en los actos oficiales —se oyó decir, aunque ignoraba por qué diantre había hecho un comentario tan absurdo.

En los labios de él se dibujó una sonrisa contenida, y cuando replicó no disimuló que las palabras de la joven le habían provocado regocijo.

—No sabía que le interesara tanto mi camisa, señora.

Katsa se había puesto colorada, y la risa del lenita la enfureció. Aquella situación era estúpida y no pensaba aguantarla ni un minuto más.

—Me retiro a mis aposentos —anunció, y se dio media vuelta para marcharse.

En un visto y no visto, él le cerró el paso y le espetó:

—Usted tiene a mi abuelo.

Katsa intentó escabullirse por un lado.

—Me retiro a mis aposentos.

Él volvió a cerrarle el paso y, esta vez, alzó los brazos en un gesto de advertencia. Bueno, ahora al menos se relacionaban de una forma comprensible para ella. Katsa echó la cabeza hacia atrás parar mirarle a los ojos.

—Me retiro a mis aposentos —repitió por tercera vez—, y si para ello tengo que tumbarlo de un golpe, le aseguro que lo haré.

—No dejaré que se marche hasta que me diga dónde está mi abuelo.

La joven hizo otro intento de irse por un lado, y él cambió de posición para impedírselo y, casi con alivio, Katsa amagó un golpe a la cara del hombre. Tan sólo se trataba de una finta, y cuando él hizo un quiebro para esquivarla, le aplicó un rodillazo en el estómago, pero el lenita se contorsionó, de forma que el golpe no dio en el blanco y respondió con un puñetazo al estómago de Katsa. Ella no esquivó el golpe para comprobar cómo era su pegada, y lamentó no haberlo hecho porque no tenía delante a uno de los soldados del rey, que apenas la tocaban, ni siquiera siendo diez contra ella. Ese tipo era capaz de dejarla sin respiración; sabía luchar, así que sería lucha lo que tendría.

Saltó y lo golpeó en el pecho; él se dio un buen batacazo contra el suelo. La joven se le echó encima y le propinó uno, dos, tres puñetazos en la cara, seguidos de un rodillazo en el costado antes de que él consiguiera apartarla de un empujón. Katsa saltó de nuevo sobre él como un gato montes, pero mientras intentaba inmovilizarle los brazos, el hombre la volteó en el aire, la tiró boca arriba y la sujetó poniéndosele encima. La muchacha dobló las piernas y lo empujó hacia atrás. De nuevo se encontraron los dos de pie, frente a frente, agazapados, girando en círculo el uno alrededor del otro, lanzándose golpes con manos y pies. Ella lo alcanzó con una patada en el estómago, chocó violentamente contra el pecho de su contrincante y volvieron a caer al suelo.

Katsa no habría sabido decir cuánto tiempo llevaban luchando cuerpo a cuerpo cuando cayó en la cuenta de que el hombre se reía. Comprendió su regocijo; lo entendía a la perfección. Jamás había sostenido una lucha igual, nunca había tenido un adversario como aquél. Ella era más rápida —mucho más— que él en cuanto a la acometida, pero el lenita era más fuerte y daba la impresión de que adivinaba cada uno de sus movimientos y sus golpes; nunca se había topado con un luchador tan veloz en la defensa. Estaba recurriendo a movimientos que no había hecho desde que era una chiquilla, a golpes que en ningún momento imaginó que tendría ocasión de utilizar. Estaban jugando. Era un entretenimiento. Cuando el lenilta le sujetó los brazos a la espalda, le agarró el cabello y le empujó la cabeza contra la tierra, cayó en la cuenta de que también ella se estaba riendo.

—Ríndase —dijo él.

—Jamás.

Alzó los pies para golpearlo y, retorciéndose, se soltó los brazos. Después dirigió un codazo hacia su cara y, cuando él saltó para evitar el impacto, Katsa se le echó encima y lo aplastó contra el suelo. Le sujetó los brazos igual que acababa de hacerle él y le empujó la cara contra la tierra mientras le clavaba la rodilla en la zona lumbar.

—Ríndase, porque está vencido —lo amenazó.

—No lo estoy y lo sabe. Para derrotarme tendrá que romperme los brazos y las piernas.

—Y lo haré si no se rinde.

Pero lo afirmó con un dejo de guasa, y él se echó a reír.

—Katsa... Lady Katsa, me rendiré con una condición.

—¿Qué condición?

—Por favor, dígame que le ha ocurrido a mi abuelo. Por favor.

Se detectaba un acento diferente mezclado con el tonillo divertido de aquel hombre, un acento que le puso un nudo en la garganta a Katsa. Ella no tenía abuelos, pero quizás ese anciano era tan importante para el príncipe lenita como Oll, Helda o Raffin lo eran para ella.

—Katsa —musitó con la cara todavía aplastada contra la tierra—, le suplico que confíe en mí, como yo confié en usted.

Lo mantuvo sujeto un instante más y después le soltó los brazos. Se apartó de encima de la espalda del hombre y se sentó en el suelo, a su lado, con la cabeza apoyada en la palma de la mano, y lo observó.

—¿Por qué confía en mí si lo dejé sin sentido en los jardines del castillo de Murgon?

El lenita giró sobre sí mismo y se sentó al tiempo en que, quejándose, se daba un masaje en un hombro.

—Porque volví en mí. Podría haberme matado, pero no lo hizo. —Se tocó el pómulo e hizo un gesto de dolor—. Le sangra la cara.

Intentó tocar el mentón de la joven, pero ella le apartó la mano con un ademán y se puso de pie.

—No tiene ninguna importancia. Venga conmigo, príncipe Granemalion.

El lenita se levantó del suelo y aclaró:

—Po.

—¿Cómo dice?

—Es mi nombre. Me llamo Po.

Katsa lo miró un instante mientras él movía los brazos para comprobar cómo respondían las articulaciones de los hombros. El príncipe se apretó el costado y gimió. A Katsa le pareció que se le estaba hinchando un ojo, además de ponérsele morado, aunque era difícil de asegurar en la penumbra. Se le había desgarrado una manga y estaba todo él embadurnado de polvo, de pies a cabeza. Ella suponía que su aspecto debía de ser igual o mucho peor, ya que tenía todo el pelo revuelto e iba descalza, pero la idea la hizo sonreír.

—Acompáñeme, Po. Lo llevaré con su abuelo.

Capítulo 9

C
uando entraron en el laboratorio de Raffin, éste mantenía la azulada cabeza, inclinada sobre una retorta en la que burbujeaba un líquido, mientras añadía hojas de una planta metida en una maceta, que sujetaba con el brazo. Observó la disolución de las hojas en el líquido y masculló algo al observar el resultado.

Katsa carraspeó. Raffin alzó la vista, y, mostrándose sorprendido, comentó:

—Por lo que veo habéis pasado un rato dedicándoos a conoceros, pero si venís juntos a verme es que ha sido una lucha amistosa.

—¿Estás solo? —preguntó Katsa.

—Sí, a excepción de Bann, claro.

—Le he contado al príncipe lo de su abuelo.

Raffin miró sucesivamente a Katsa, a Po, y de nuevo, a la joven, e hizo un gesto dubitativo.

—Es de fiar —aseguró ella—. Lamento no habértelo consultado antes, Raff.

—Kat, si afirmas que es de fiar después de haberte hecho sangre en la cara y... —le echó un vistazo al vestido zarrapastroso— de haberte rebozado en un charco de barro, te creo.

—¿Podemos verlo? —preguntó la joven, sonriente.

—Sí, podéis. Y tengo buenas noticias: ya se ha despertado.

* * *

El castillo de Randa estaba repleto de pasadizos secretos; y así fue desde su construcción muchas, muchísimas generaciones atrás. Había tantos que ni siquiera Randa los conocía todos; nadie en realidad sabía cuantos había, aunque Raffin —de niño— tuvo una maña especial para percibir cuándo dos habitaciones se unían de un modo que no parecía encajar del todo. En su infancia, Katsa y Raffin exploraron mucho el castillo; ella hacía de escolta, alerta y vigilante, para que cualquiera que se topara por casualidad con Raffin durante una de sus exploraciones se escabullera al ver la figura menuda, amenazadora, de la pequeña. Ambos eligieron sus aposentos porque había un pasadizo que los comunicaba, y porque, además, existía otro que iba desde los de Raffin hasta la biblioteca, donde se hallaban las colecciones de libros de ciencia.

Algunos pasadizos los conocía la corte entera, pero otros eran secretos. De entre éstos, había uno en el laboratorio de Raffin que partía desde el interior de un tabuco trasero —en un cuarto de almacenaje— y continuaba escaleras arriba hasta una habitación sin ventanas, oscura y húmeda. Raffin y Bann estaban seguros de que era el único rincón del castillo que no encontraría nadie; además, ellos estaban casi siempre muy cerca de esa habitación.

Bann, un joven que trabajó de pequeño en la biblioteca, era amigo de Raffin desde hacía muchos años. Un día, el hijo de Randa se topó con él, y los dos chiquillos se pusieron a hablar de hierbas y medicinas y sobre lo que ocurría cuando se mezclaba la raíz triturada de una planta con la flor molida de otra. Katsa se sorprendió de que hubiera alguien más en Terramedia, aparte de su primo, que se interesara tanto por esas cosas y hablara con conocimiento de ellas. Pero sintió un gran alivio por el hecho de que Raffin hubiera encontrado a otra persona a quien aburrir con esas charlas. Poco después, Raffin le pidió ayuda a Bann para realizar un experimento y, a partir de entonces, se apropió de su amigo de manera definitiva. Bann era el ayudante del hijo del rey para todo.

Raffin, antorcha en mano, hizo pasar a Katsa y a Po por la puerta situada al fondo del almacén, y subieron la escalera que conducía a la habitación secreta.

—¿Ha dicho algo? —se interesó Katsa.

—Nada, aparte de que le vendaron los ojos cuando lo secuestraron. Todavía está muy débil y no parece que recuerde gran cosa.

—¿Se sabe quién lo secuestró? —preguntó Po—. ¿Fue Murgon el responsable?

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