Authors: John Locke
Siempre cabía la posibilidad de matarlo. Pero no podía. Es decir, me habría encantado, pero Janet se habría dado cuenta y no me lo perdonaría nunca. No, la intuición me decía que Janet debía enterarse de lo de Chapman por su cuenta. Tendría que averiguarlo de una forma que impidiera que él la engañara como había engañado a Ally David.
La camarera nos sirvió los segundos platos. Ally sonrió con coquetería y susurró:
—¡Adelante, Spiderman! ¡Demuestre lo duro que es!
Miré el revoltijo que tenía ante mí. Había mucho colorido, pero me pareció que los colores no encajaban con el plato y me recordaron al maquillaje de Dolly Parton. Removí algunos trozos con los palillos y salió un poco de humo. Decidí seguir ocupándome de la sopa.
Al salir del restaurante Ally dijo que no me molestara en acompañarla a la rotonda, así que me senté en un banco y la observé alejarse. Cuando ya había dado unos veinte pasos levantó un brazo y lo agitó sin volver la cabeza. Me sorprendió aquella seguridad en sí misma que la llevaba a dar por hecho que me había quedado mirándole el culo.
Seguí allí un buen rato, pensando en Janet. Estaba claro que debería inventarme algo para ayudarla a comprender el enorme error que estaba a punto de cometer. Empezó a darme vueltas una idea, pero antes de ponerla en marcha me hacía falta conocer un poco a la ex mujer de Chapman.
Kathleen Gray vivía en North Bergen, a las afueras de Nueva York. Lou Kelly había investigado su historial crediticio y descubierto que hacía poco había solicitado una hipoteca. Estaba todavía pendiente de aprobación por el banco, así que a Lou se le había ocurrido que me hiciera pasar por tramitador de préstamos y con esa excusa quedara con ella. Claro que, según él, también podía amenazarla directamente. Me había limitado a darle las gracias por sus consejos y explicarle que no me haría falta recurrir a amenazas ni a historias rocambolescas. La verdad, la sinceridad y una buena dosis de encanto natural serían mis aliadas.
Marqué el número de Kathleen.
—¿Sí?
—Kathleen, me llamo Donovan Creed y trabajo para el Departamento de Seguridad Nacional en Bedford, en Virginia. Me gustaría hablarle de su ex marido, Kenneth Chapman.
Se cortó la comunicación.
Bien, no me costaba nada subirme a un avión con destino a LaGuardia al día siguiente y camelármela para que cenara conmigo. Ya que había sacado el móvil, decidí llamar al número misterioso, a aquella insistente persona que no debería haber tenido mi teléfono.
Lo seleccioné en la lista de llamadas perdidas y miré la pantalla mientras se establecía la conexión, sin la menor idea de las consecuencias que tendría en mi vida aquel simple acto.
—Señor... Creed... gracias... por de... vol... verme... la... llamada.
Al principio me pareció una broma. La voz era metálica, entrecortada, como de alguien conectado a un respirador o que hubiera sufrido una traqueotomía y necesitara hacer un esfuerzo para expulsar aire por una válvula colocada en la garganta.
—¿De dónde ha sacado mi teléfono? —pregunté.
—Sal... va... tore... Bo... na... dello.
—¿Cuánto le ha cobrado?
—Cin... cuen... ta... mil... dó... lares.
—Eso es mucho dinero por un número de teléfono.
—Según... Sal... es... usted... el... mejor.
La mecánica voz no revelaba ni rastro de emoción. Soltaba las palabras con una monotonía empalagosa que me daba mucha rabia. Me entraron ganas de imitarlo, pero me reprimí.
—¿Qué quiere?
—Quiero... encar... garle... traba... jitos... igual... que... Sal.
—¿Cómo sé que puedo confiar en usted?
—Puede... tortu... rarme... antes... si... quiere.
Se ofreció a escribir un nombre en un papel, dármelo y luego someterse a mis torturas hasta que me convenciera de que no pensaba revelarlo. Con eso, en teoría, quedaría demostrado que no me traicionaría si nuestro acuerdo comercial se iba a pique. Era evidente que estaba loco; es decir, se parecía bastante a toda la gente con la que ya trabajaba.
—Antes de seguir adelante —dije—, ¿cómo quiere que lo llame?
—Vic... tor.
—Su plan tiene un problema. La tortura sólo es una de las formas de hacer hablar a alguien. ¿Y si secuestran a su mujer, a sus hijos o a su novia? ¿Y si lo amenazan con saltar por los aires la guardería donde trabaja su hermana? En serio, Victor, no resulta fácil dejar morir de una forma horripilante a tus seres queridos cuando puedes salvarlos sencillamente dando un nombre.
Se produjo una larga pausa.
—Estoy... en una... silla... de... ruedas —dijo por fin—. En mi... vida... no... hay... nadie. Cuando... nos... conoz... camos... lo... entenderá.
Lo pensé un momento y decidí que ya lo entendía.
—Por ahora prefiero limitar nuestra relación al teléfono —dije—. Me ha convencido de que no hablará. Me da la sensación de que no le importaría que lo torturasen o incluso que lo matasen.
—Es usted... muy... pers... picaz... señor... Creed. Bueno... ¿cuándo... puede... empezar?
No me preocupaba hablar con libertad por el móvil. Las pocas personas capaces en todo el mundo de vulnerar la seguridad de mi línea ya sabían a qué me dedicaba.
—Tengo tres clientes —informé—. Si quiere contar conmigo, será el cuarto en la cola. Cada contrato sale por cincuenta mil dólares, más gastos, pagados por transferencia y por adelantado.
—¿Puedo... de... cidir... cómo... se hacen... los... trabajos?
—Dentro de unos límites —contesté.
Victor me dio la información relativa al primer objetivo y luego me soltó una condición con la que nunca me había topado: quería hablar con la víctima unos minutos antes de la ejecución. Le contesté que eso requeriría un secuestro, lo que suponía mayores dificultades para mí. Harían falta otra persona y más tiempo y correría más riesgos. Me negué hasta que se ofreció a pagarme el doble.
Entonces pasó a contarme exactamente qué quería que hiciera y por qué. Mientras hablaba con aquella voz metálica y horripilante me di cuenta de que, aunque creía haberme encontrado cara a cara con la maldad más profunda y retorcida de este mundo, jamás me había tropezado con nadie tan abominable. Saqué la conclusión de que tendría que rascar con ganas las entrañas del infierno para dar con un plan tan siniestro y perverso como aquél.
Acepté la propuesta.
—Antes de presentártelos tienes que verlos —advirtió Kathleen Gray mientras anotaba mi nombre en el registro. Y añadió—: Lo hacemos por los niños, para que no vean a la gente llorar ni dar un paso atrás horrorizada.
El Centro para Quemados William y Randolph Hearst del Hospital Presbiteriano de Nueva York/Weill Cornell es la mayor unidad de quemados de Estados Unidos y la más concurrida; trata a más de mil niños por año. Saqué ese dato y unos cuantos más de un folleto que vi en el vestíbulo mientras esperaba que apareciera la ex mujer de Ken Chapman. La había llamado al trabajo y le había dicho que tenía que entrevistarme con ella antes de decidir la aprobación de su hipoteca.
—¡Y una mierda! —me había contestado—. Eres el tío de Seguridad Nacional que me llamó ayer. No te molestes en negarlo; he reconocido tu voz.
A pesar de todo, había accedido a verme, después del trabajo, en la unidad de quemados, donde colaboraba como voluntaria dos horas todos los martes. Me hizo pasar por la puerta del vestíbulo y recorrer un largo pasillo.
—¿Por qué decidiste trabajar con quemados? —pregunté.
—Tras el divorcio lo único que me apetecía era irme de Charleston y hacer nuevos amigos, así que vine aquí y busqué trabajo. Pero no conocía a nadie. Un día en la empresa dieron entradas para un acto de beneficencia y recogí una, sencillamente por ir a algún sitio, pensando que quizá conocería a alguien.
—¿Y?
—¡Y por fin te he conocido! —exclamó entre carcajadas—. Bueno, te dedicas a mentir por ahí, pero al menos eres guapo. Y se ve a la legua que no tienes pareja.
Giramos a la izquierda y tomamos otro pasillo, del que salían varios más reducidos. Traté de memorizar la ruta por si tenía que regresar solo. Los médicos y los enfermeros iban y venían con paso decidido. Una enfermera bajita y regordeta con bata azul cielo guiñó un ojo a Kathleen y le lanzó un beso al pasar. Un poco más allá incliné la cabeza y comenté:
—Me da en la nariz que ahí hay algo especial.
—¡Ay, calla, calla! —exclamó.
Arqueé las cejas y se echó a reír.
—No te atrevas a insinuar nada —advirtió, y no me atreví.
—¿Por qué crees que no tengo pareja? —pregunté entonces.
—¡Qué gracioso! —Y rio otra vez.
Pasamos ante una ventana. En el exterior el cielo se oscurecía y las rachas de viento provocaban un leve zumbido al embestir las partes más débiles del marco. Kathleen había entrado en el hospital con un grueso abrigo de paño que en aquel momento se quitó y colgó de una percha junto a la entrada del pabellón. Apretó un círculo plateado que había en la pared y se abrieron las puertas correderas.
—En el acto benéfico no conocí a nadie especial —siguió contando—, pero pusieron un vídeo que me impresionó. Aquella noche me leí el folleto con interés y me entusiasmé.
—¿Te presentaste aquí sin más y te dieron algo que hacer?
—Pues sí, básicamente. Hasta ese punto, mi vida había ido de mal en peor. Me daba lástima, me comportaba como una víctima tras toda la historia con Ken. Entonces conocí a los niños quemados, y su optimismo y sus ganas de vivir me dieron una lección de humildad.
—Al parecer has encontrado un sitio donde encajas.
—Sí, precisamente —sonrió—. Tomé una decisión instantánea que cambió mi vida.
—¿Y ahora vienes todos los martes?
—Sí. Todos los martes al salir de trabajar, dos horas.
Cogió una tablilla con sujetapapeles. Mientras leía algo aproveché para dar un repaso a su cara y su cuerpo. Había ido con la idea de encontrarme a una mujer tímida y deshecha, pero desde luego el divorcio le había sentado bien. Kathleen era atractiva, con ojos grandes y una melena color miel que terminaba a un dedo de los hombros. Deduje que sería rubia natural porque llevaba la raya en medio y no detecté raíces oscuras. En lo alto de la frente, casi donde empezaba el pelo, distinguí unas pecas dispersas. Tenía algunas espolvoreadas por el puente de la nariz. Hacía gala de un cuerpo trabajado en el gimnasio y se movía de forma tranquila y relajada, sin reflejar el difícil pasado que yo había visto plasmado en las fotos de la policía. Su voz era excepcional, capaz de atraparte, sobre todo cuando hablaba de su labor de voluntaria. Estábamos a punto de entrar en la zona de tratamiento de la unidad de quemados y, a pesar de que me inquietaba lo que pudiera ver tras la siguiente puerta, me di cuenta de que estaba subyugado con sus palabras.
—El dolor con el que conviven estos niños día a día es algo que tú y yo jamás sufriremos ni entenderemos —aseguró—. Y los pequeños, Dios mío, es imposible no echarse a llorar la primera vez que los ves. Es mejor mirarlos por un cristal con espejo al otro lado antes de conocerlos, porque lo peor que puedes hacer es que vean que les tienes lástima. Eso socava su confianza y refuerza el miedo de ser monstruos, criaturas que no encajan en la sociedad.
Su carácter me provocaba admiración, pero lo último que me apetecía era mirar a niños con quemaduras graves. Kathleen se dio cuenta y dijo:
—Si quieres hablar de Ken, tienes que participar.
—¿Por qué lo consideras tan importante?
—Porque, aunque pareces un matón, quién sabe, siempre podrías ser tú el que haga algo que cambie la vida de estos niños.
—Supongamos que no sea yo. ¿Qué pasa?
—Si de verdad trabajas para el Departamento de Seguridad Nacional, imagino que te pasas la vida desconfiando de la gente. Se me ocurren cosas peores que presentarte a unos niños encantadores que merecen compasión, amistad y ánimo.
—¿Amistad?
—Podría suceder —sonrió—. Y en ese caso cambiarían dos vidas: la suya y la tuya.
—Pero...
—Lo más importante es que no tengas prejuicios —concluyó.
Me hizo cruzar el umbral de un cuarto de inspección que me recordó los de las comisarías, con la diferencia de que, en lugar de servir para observar una sala de interrogatorios, éste daba a una zona de juegos. Me preguntó si estaba preparado. Respiré hondo y asentí. Kathleen descorrió la cortina.
Había media docena de chavales. Los vimos interactuar con juguetes y entre sí durante varios minutos y, en un momento dado, me volví y me la encontré mirándome. No sé qué vio Kathleen Gray en mi cara aquella tarde, pero fuera lo que fuese le gustó.
—Pero bueno, Donovan —exclamó—. ¡Se te da de maravilla!
Supuse que se refería a que había reaccionado con tranquilidad ante las graves desfiguraciones de los niños. Por descontado, Kathleen no podía saber que en gran medida era gracias a mi actividad profesional, por no hablar de mi estrecha amistad con Augustus Quinn, un hombre con un rostro horripilante y mucho más aterrador que cualquier cosa que pudiera verse en aquella sala.
—Bueno, muy bien. Vamos a conocerlos —propuso Kathleen, agarrándome de la muñeca.
Los niños me tocan la fibra sensible y la verdad es que pocas veces me parece necesario matarlos. Ahora bien, por lo general me incomodan y me da la impresión de que me pongo bastante tenso e impresiono un poco.
Aquellos niños eran otra cosa. Se alegraron de verme. O quizá sencillamente les ilusionaba que apareciera alguien nuevo. Se reían más de lo que esperaba y por lo visto les fascinaba mi cara, sobre todo la marcada cicatriz que tengo en una mejilla hasta la mitad del cuello. Los seis la siguieron suavemente con los dedos. Eran chavales extraordinarios, del primero al último.
Claro que, como siempre, había alguien que destacaba.
Addie tenía seis años. Estaba cubierta de vendajes y de un material brillante amarillo limón. No olía a caramelos ni a chicle, sino a hidrocoloide agriado.
Me daba cuenta de lo que tenía delante.
Según lo que había leído en el vestíbulo, las quemaduras de cuarto grado afectan a los tejidos situados debajo de la epidermis más profunda, y dañan músculos, tendones y huesos. Aquello era lo que le había sucedido a Addie.
Excepto en los ojos. Los tenía intactos, enormes y expresivos.
Aunque en principio se había informado a sus familiares de que Addie y su hermana gemela, Maddie, no sobrevivirían al tratamiento inicial, sorprendentemente las pequeñas habían resistido. Eran niñas como las demás, niñas que tendrían que haber estado corriendo por algún jardín, jugando al escondite o al pilla-pilla, pero a veces en la partida de la vida te tocan unas cartas de mierda. Al segundo día, al final de la mañana, Maddie empeoró. Fue flaqueando y recuperándose durante toda la tarde mientras un equipo de héroes se esforzaba por salvarla, negándose a dejarla morir. Kathleen no había estado presente pero se lo habían contado, le habían hablado de la valentía y la singularidad de Maddie.